El espacio es el lugar ideal para esconderse.
El carguero neimoidiano Saak’ak surcaba pesadamente las profundidades inexploradas del Espacio Salvaje. Mostraba orgulloso sus colores, con el sistema de invisibilidad desconectado, sin miedo a ser detectado. Allí, a pársecs de distancia del Núcleo Galáctico y de los sistemas que lo rodeaban, podía esconderse a simple vista. Hasta los neimoidianos, antiguos reyes de la paranoia, se sentían seguros en la vasta infinitud del abismo que separaba el núcleo de uno de los brazos de la espiral.
Pero ni siquiera en ese lugar podían los líderes de la Federación de Comercio librarse por completo de su tendencia natural al subterfugio. Buscaban trampas y engaños por todas partes, tal y como la joven oruga busca la seguridad y el calor de su celdilla de dormir en la colmena grupal. El Saak’ak era un buen ejemplo de esto. Aparentaba ser una nave comercial, con su forma en herradura diseñada para transportar enormes cargas, pero, apenas algún enemigo desprevenido se pusiera al alcance de su campo de tiro, se harían visibles el sólido blindaje de duracero, las torretas de cañones láser y el sistema de comunicaciones de potencia militar.
Y para entonces, claro está, ya sería demasiado tarde.
Todo estaba silencioso en el puente del Saak’ak, a excepción de los pitidos y timbres de los diferentes monitores de apoyo vital y el casi inaudible susurro del sistema de filtrado de aire. Había tres figuras en un lateral del enorme puente de acero transparente. Vestían los holgados mantos y ropajes de la aristocracia neimoidiana, pero en cuanto apareció una cuarta figura entre ellos, su lenguaje corporal evidenciaba deferencia hacia ella, cuando no una actitud claramente servil y humillante.
La cuarta figura no estaba realmente con ellos en un sentido físico. La forma con túnica y capucha era un holograma, una imagen tridimensional proyectada desde un punto desconocido situado a años-luz de distancia. Pero por muy intangible e inmaterial que fuera, dominaba con su presencia a los tres neimoidianos. Entonces, habló con voz seca y ronca, con el tono de alguien acostumbrado a recibir obediencia instantánea.
—Sólo sois tres.
—A… así es, Lord Sidious —dijo tartamudeando el más alto de los tres, el que llevaba la tiara de cresta triple de virrey.
—Te veo a ti, Gunray, y a tus lacayos Haako y Dofine. ¿Dónde está el cuarto? ¿Dónde está Monchar?
Nute Gunray, virrey de la Federación, se cogió las manos ante sí en lo que era más un intento de impedir frotárselas con nerviosismo que un gesto de súplica. Había esperado que con el tiempo se acostumbraría a tratar con el Señor Sith, pero todavía no lo había conseguido. En vez de eso, estas reuniones con Darth Sidious se habían ido volviendo más molestas e incómodas a medida que se acercaba la fecha del embargo. Gunray no sabía cómo se sentirían sus segundos al mando, Daultay Dofine y Rune Haako —pues discutir los propios sentimientos era anatema en la sociedad neimoidiana—, pero sí sabía cómo se sentía él tras cada encuentro con el señor Sith. Sentía ganas de arrastrarse hasta la sala de nacimiento de su colmena materna y de cerrar tras él la escotilla de su cloaca.
Y más en ese momento. ¡Maldito Hath Monchar! ¿Dónde estaba ese condenado idiota de alga apestosa? A bordo del Saak’ak, desde luego que no. Habían registrado la nave entera, desde la esfera central a las escotillas de los extremos de los dos brazos de atraque. No sólo no habían encontrado por ninguna parte a su virrey delegado, sino que habían descubierto la falta de una nave exploradora con capacidad para hiperimpulso. Si se sumaban ambos hechos, las posibilidades de que el virrey Gunray acabase alimentando una de las granjas de hongos de Neimoidia aumentaban de forma alarmante.
La imagen holográfica de Darth Sidious titiló ligeramente, recuperando a continuación su poco estable resolución. Un problema de transmisión, probablemente causado por la llamarada solar de alguna estrella situada entre ese lugar y el misterioso mundo del que podía provenir la señal. Y no por primera vez se descubrió Gunray preguntándose en qué clase de nave o mundo podía estar el Sith de carne y hueso, y tampoco por primera vez apartó apresuradamente y con un escalofrío esa idea de la cabeza. No quería saber demasiado del aliado que tenían los neimoidianos en su actual empresa. De hecho, le gustaría poder olvidar lo poco que ya sabía. Colaborar con Darth Sidious era tan seguro como verse atrapado en una cueva de Tatooine con un dragón krayt hambriento.
El rostro encapuchado se volvió para mirarlo directamente.
—¿Y bien? —exigió Sidious.
Incluso cuando abría la boca para responder, Gunray sabía que mentir sería un acto fútil. El Señor Sith era un Maestro de la Fuerza, ese misterioso y penetrante campo de energía que, al decir de algunos, mantenía unida a la galaxia tanto como la gravedad. Puede que Sidious no fuera capaz de leer los pensamientos de los demás, pero desde luego podía darse cuenta de cuándo alguien le mentía. Pero incluso sabiendo eso, el neimoidiano tenía tanta capacidad para no hablar con disimulas como para impedir que las glándulas sudoríparas de su nuca rezumaran una sustancia oleosa.
—Se ha puesto enfermo, Lord Sidious. Demasiada buena comida. Es… es de constitución delicada.
Tras decir esto, Gunray cerró la boca, manteniendo los labios fuertemente apretados para impedir que temblaran. Se maldijo interiormente. Había sido una prevaricación tan patética y evidente que hasta un gamorreano se habría dado cuenta. Se quedó esperando a que Sidious ordenase a Haako y Dofine que se rebelaran contra él y lo despojasen de su rango y atuendo. Y no le quedaba ninguna duda de que ellos harían precisamente eso. Si hay algún concepto en el léxico galáctico difícil de comprender por un neimoidiano ése es el de la palabra lealtad.
Para su sorpresa, Sidious se limitó a asentir en vez de dirigirle un chorreo de vituperios.
—Ya veo. Muy bien, entonces sólo seremos cuatro a discutir las medidas urgentes a tomar en caso de fracasar el embargo comercial. Ya se informará a Monchar una vez esté recuperado.
Y el Señor Sith continuó hablando, describiendo su plan de ocultar un gran ejército secreto de androides de combate en las bodegas de carga de las naves de los comerciantes, pero Gunray apenas podía concentrarse en los detalles. Estaba sorprendido de que hubiera funcionado su improvisada excusa.
Pero el alivio del virrey fue breve. Sabía que como mucho sólo había conseguido ganar algo de tiempo, y no demasiado. La próxima vez que el holograma de Sidious se materializara nuevamente en el puente del Saak’ak, volvería a preguntar por Monchar… y esta vez no aceptaría como excusa la enfermedad.
No tenía otra solución que encontrar a su lugarteniente errante, y cuanto antes. Pero ¿cómo hacerlo sin despertar las sospechas de Sidious? A veces Gunray sentía que el Señor Sith era capaz de mirar en cada compartimento, nicho y cubículo del carguero, y que estaba al tanto de todo lo que pasaba a bordo, por trivial o poco importante que fuera.
El virrey procuró controlarse. Aprovechó que la atención de Sidious estaba momentáneamente centrada en Haako y Dofine para deslizarse subrepticiamente una cápsula antiestrés entre los labios. Notó cómo sus vainas pulmonares se expandían y contraían convulsivamente dentro de él, al borde de la hiperventilación. Un viejo adagio definía a los neimoidianos como la única especie inteligente dotada de un órgano consagrado a la única tarea de preocuparse. Cuando Nute Gunray notó que la ansiedad que había acallado momentáneamente amenazaba con volver a acumularse en su saco estomacal, el adagio pareció adquirir un desagradable matiz de realidad.
— o O o —
Darth Sidious, Señor Sith, concluyó sus instrucciones a los neimoidianos e hizo un gesto casual, casi negligente. Al otro lado de la habitación un interruptor se movió dando fin a la transmisión holográfica. Las titilantes imágenes blanquiazules de los neimoidianos y la sección del puente de su nave que captaban los transceptores multifase se desvanecieron.
Sidious se quedó un momento inmóvil en la rejilla de transmisión, en silencio, con la mano alzada, meditando en las corrientes y reflujos de la Fuerza. Aquéllos con una sensibilidad menor eran ajenos a ella, pero para él era una neblina omnipresente, invisible pero tangible, que se agitaba y movía constantemente a su alrededor. No hay palabras o descripción alguna que pueda transmitir cómo es su esencia; la única manera de comprenderla es experimentándola.
A lo largo de muchos años de estudio y meditación había aprendido a interpretar todos y cada uno de los movimientos de su incesante flujo, por casuales que fueran éstos. Pero incluso sin esa habilidad habría podido darse cuenta de que Nute Gunray mentía acerca del paradero de Hath Monchar. Un viejo chiste sobre el virrey lo resumía a la perfección:
¿Cómo se sabe si un neimoidiano miente?
Porque tiene la boca abierta.
Sidious asintió con la cabeza. No tenía ninguna duda sobre la deshonestidad de Gunray; la única incógnita era por qué. Era una pregunta que debía ser respondida, y pronto. Si bien era cierto que los neimoidianos eran criaturas débiles, también lo era que hasta las criaturas más cobardes se incorporan sobre sus cuartos traseros y te muerden si se ven lo bastante motivadas. Estaban conspirando a sus espaldas. Pensar otra cosa era ser irremediablemente ingenuo, y pese a ser muchas las cosas que podían achacarse a Darth Sidious, la ingenuidad no era una de ellas. Sólo podía hacer una cosa, dada la importancia potencial del embargo a Naboo y sus posteriores maquinaciones económicas.
Sidious hizo otro gesto casual. La Fuerza ondeó en respuesta, y la rejilla de transmisión situada bajo sus pies volvió a brillar. Un holograma de su persona volvió a ser enviado al vacío en dirección a otra localización remota. Era el momento de hacer entrar en el juego a un mero participante, uno que se había entrenado y estudiado durante años para llevar a cabo esta clase de tareas. Aquel que componía la otra mitad de la orden Sith. Su protegido, su discípulo, su mirmidón.
Aquel que Sidious había bautizado como Darth Maul.
— o O o —
Los androides de duelo estaban programados para matar.
Eran cuatro, de lo mejor de los Duelistas de Élite que proporciona Trang Robotics, y cada uno con un arma diferente: uno con un estoque de acero, otro con una pesada porra, el tercero con una cadena corta y el último con una pareja de hachas de combate de doble filo tan largas y anchas como el antebrazo de un humano. Estaban programados con las habilidades de una docena de Maestros en artes marciales, y sus reflejos calibrados a un punto por encima del máximo humano. Su chasis de duracero era resistente a los láseres. Habían salido de fábrica equipados con inhibidores de conducta que les impedían infligir un golpe de muerte a su contrincante cuando éste estaba vencido, pero esas inhibiciones habían sido desconectadas por su nuevo propietario. Cualquier error luchando con ellos podía ser fatal.
Darth Maul no cometía errores.
El aprendiz Sith estaba parado en medio de la sala de entrenamiento rodeado por los cuatro androides. Su respiración era tranquila, sus latidos lentos y regulares. Era consciente de cómo reaccionaba su cuerpo al peligro, y lo controlaba.
Dos de los androides —Estoque y Cadena, los bautizó en silencio— estaban dentro de su campo de visión. A los otros dos —Porra y Hacha— no los veía al estar situados a su espalda. Daba igual; su consciencia de la Fuerza le permitía sentir sus movimientos con la misma claridad que si tuviera ojos en la nuca.
Alzó su arma, el sable láser de doble hoja, y lo conectó. Lanzas gemelas de energía pura brotaron de él, siseando y chisporroteando en bucles escarlatas que empezaban y terminaban en las dos aperturas de flujo situadas a ambos extremos de la empuñadura. Cualquier Caballero Jedi podía manejar un sable láser de una sola hoja; sólo un Maestro luchador podía usar el arma que diseñó milenios atrás el legendario Señor Oscuro Exar Kun. Si no se estaba en perfecta sintonía con el arma, ésta podía ser tan letal para quien la usaba como para su contrincante.
Estoque se lanzó a fondo, la articulación de su rodilla metálica se dobló hasta casi tocar el suelo. La afilada punta brilló al dirigirse hacia el corazón del Sith, casi demasiado rápida para que pudiera verse.
El Lado Oscuro floreció en Darth Maul, su poder vibró en él como un relámpago negro, engrandeciendo sus años de entrenamiento, guiando sus reacciones. El tiempo pareció ralentizarse, prolongarse.
Le habría sido fácil cortar en dos la hoja del estoque, ya que pocos metales pueden resistir el filo sin fricción de un sable láser.
Pero eso no suponía ningún reto. Dio un giro hacia la punta, contorsionándose hacia el exterior y moviendo las manos horizontalmente a la altura del pecho. La hoja izquierda del sable láser cortó el brazo de Estoque. Tanto brazo como arma hicieron un sonoro estruendo al caer al suelo.
Maul se dejó caer sobre la rodilla izquierda, en el momento en que el golpe de Porra llegaba desde su espalda, girando sobre su cabeza, fallando por poco su cuerno dorsal. Sin mirar, guiado por las vibraciones de la Fuerza, echó hacia atrás la hoja derecha y hacia delante la izquierda —¡uno, dos!— clavándolas en los compartimentos abdominales tanto de Porra como de Estoque. Las chispas brotaron de los circuitos afectados, y el fluido lubricante salpicó el suelo en una enrojecida neblina oleosa.
Usando la inercia del golpe hacia adelante, Maul se lanzó por encima del androide que se derrumbaba ante él, rodando con fluidez sobre el hombro. Se incorporó girando el sable láser por encima de la cabeza antes de pararse sólidamente en la pose de teräs käsi llamada «cabalgando el bantha». Incluso mientras hacía ese movimiento, había una parte de él controlando mentalmente el estado de su cuerpo. Su respiración era lenta y regular, el ritmo de su pulso apenas había aumentado dos o tres latidos por minuto de su media en reposo.
Dos menos, quedaban dos.
Cadena atacó girando su arma sobre la cabeza como si fuera el propulsor de una gironave. Los pesados eslabones se acercaron a Maul, el cual giró sobre el pie derecho para proyectar la pierna izquierda en una poderosa patada lateral, clavando la bota en el pecho blindado del androide y parándolo en seco. Se dejó caer en cuclillas, giró el sable láser como si fuera una guadaña y cortó limpiamente al androide por las rodillas. Éste se derrumbó sin sus piernas, mientras Maul volvía a girar su arma y asumía la postura conocida como Rancor Rampante. Al erguirse de la postura acuclillada, golpeó con la hoja derecha entre los muslos mecánicos de Cadena, con fuerza, usando los músculos de las piernas para aumentar el impacto.
La fuerza del golpe dividió a Cadena desde la entrepierna hasta la coronilla. Se oyó un chirrido metálico cuando el androide se partió en dos. Sus piernas y pies tocaron el suelo apenas un instante antes de que cayeran sobre ellas las mitades superiores.
El aprendiz Sith se vio bañado por el olor acre de los circuitos y el fluido lubricante quemándose. Lo que unos segundos antes era una máquina de alta tecnología en perfecto funcionamiento había pasado a ser un montón de chatarra apenas reconocible.
Tres menos, quedaba uno.
Hacha atacó el flanco izquierdo de Maul, girando sus afiladas cuchillas en movimientos defensivos, arriba, abajo, izquierda, derecha, en una cegadora pauta de afilada muerte que aspiraba a coger desprevenido a su contrincante y cortarlo por abajo.
Maul se permitió un fruncimiento de labios. Presionó los controles del sable láser. El zumbido dejó de oírse al apagarse los rayos de energía. Se agachó, manteniendo la mirada fija en el androide mientras dejaba el arma en el suelo y la apartaba con la bota.
Adquirió una postura defensiva, avanzando el pie izquierdo, inclinándose hacia el androide en cuarenta y cinco grados. Observó el letal y centelleante arabesco de Hacha mientras éste se dirigía hacia él. Un androide como ése no conocía el miedo, pero Darth Maul sabía que dejar el arma y enfrentarse a un contrincante vivo con las manos desnudas aterrorizaría a cualquiera que fuera más listo que un androide de duelo. El miedo era un arma tan potente como un sable láser o una pistola de rayos.
El Lado Oscuro bullía en su interior, buscando cegarlo con odio, pero lo mantuvo a raya. Alzó una mano abierta a la altura de la oreja, la otra junto a la cadera, después invirtió las posiciones, observando. Esperando.
Hacha ganó otro medio paso de terreno, cruzando y entrecruzando las cuchillas, buscando una abertura.
Maul decidió proporcionársela. Movió la mano izquierda, apartándola del cuerpo, exponiendo el costado a un envite o un corte.
Hacha vio la abertura y atacó, muy rápido, moviendo una de las cuchillas para cortar mientras levantaba la otra como apoyo.
Maul se dejó caer al suelo, rodeó con el pie izquierdo el tobillo del androide y tiró de él mientras usaba el otro pie para golpearlo con fuerza en el muslo. Cayó hacia atrás, incapaz de mantener el equilibrio, y golpeó el suelo. Maul dio un salto, giró frontalmente en el aire, y aterrizó en la cabeza del androide, hundiendo en ella los tacones de sus botas. El cráneo de metal crujió y se hundió. Sus luces centellearon y los fotorreceptores acorazados se rompieron.
Maul volvió a saltar hacia adelante, girando en el aire para asumir la posición förräderi, listo para saltar en cualquier dirección.
Pero no era necesario; había acabado con los cuatro. Un técnico dedicaría varios días a reparar a Porra, Hacha y Estoque. Cadena había quedado irreparable, sólo podrían reciclarse sus piezas.
Darth Maul soltó aire, relajó la pose y asintió. El ritmo de su corazón se había acelerado, como mucho, en cinco latidos por encima de lo normal. En su frente había un ligero brillo de sudor, pero aparte de eso tenía la piel seca. Quizá habían transcurrido unos sesenta segundos del principio al final del duelo. Maul frunció ligeramente el ceño. Ni de lejos era su mejor actuación. Una cosa era enfrentarse a unos androides y derrotarlos, y otra hacerlo con los Jedi.
Tendría que hacerlo mejor.
Recogió el sable láser y se lo colgó del cinto. A continuación, y aprovechando que ya había calentado los músculos, se dispuso a practicar sus ejercicios de lucha.
Apenas había recorrido unos metros cuando lo detuvo un resplandor familiar en el aire situado delante de él. Maul posó una rodilla en el suelo e inclinó la cabeza antes de que la figura encapuchada tuviera tiempo de solidificarse.
—Maestro —dijo—, ¿qué deseas de tu siervo?
El Señor Sith miró a su aprendiz.
—Estoy complacido por la manera en que llevaste a cabo la misión del Sol Negro. Esa organización tardará años en reconformarse.
Maul asintió ligeramente en agradecimiento. Esas alabanzas indirectas era el mayor reconocimiento a su trabajo que recibía, y aun así las recibía raras veces. Pero las alabanzas carecían de importancia, ni siquiera procediendo de Sidious. Lo único que importaba era servir a su Maestro.
—Tengo preparada otra tarea para ti.
—Todo lo que desee mi Maestro, se hará.
—Ha desaparecido Hath Monchar, uno de los cuatro neimoidianos con los que trato. Sospecho de una traición. Encuéntralo. Asegúrate de que no ha hablado con nadie del embargo que estamos preparando. Si lo ha hecho, mátalo, y haz lo mismo con todo aquel con el que haya hablado.
La imagen holográfica se desvaneció. Maul se incorporó y se dirigió a la puerta. Su paso era firme, sus ademanes seguros. Cualquier otro, incluso un Jedi, habría protestado diciendo que era una misión imposible. Después de todo, vivían en una galaxia muy grande. Pero el fracaso no era una opción para Darth Maul. Ni siquiera era un concepto.