22Cómo intenté luego difundir la teoría de las tres dimensiones por otros medios y del resultado

MI FRACASO CON mi nieto no me estimuló a comunicar mi secreto al resto de los habitantes de mi casa; pero tampoco me llevó a desesperar de mis posibilidades de éxito. Comprendí sólo que no debía confiar totalmente en la fórmula «hacia arriba, no hacia el norte», sino que debía más bien dar con una demostración presentando al público una visión clara de todo el asunto; y para este propósito parecía necesario recurrir a escribir.

Así que dediqué varios meses en la intimidad a la composición de un tratado sobre los misterios de las tres dimensiones. Sólo que, con vistas a eludir la ley, si era posible, no hablé de una dimensión física, sino de una Pensamientolandia desde la que una figura podía, en teoría, bajar la vista hacia Planilandia y ver simultáneamente el interior de todas las cosas, y donde era factible que se pudiese suponer que existía una figura entorneada, como si dijéramos, por seis cuadrados, y que contenía ocho puntos terminales. Pero al escribir ese libro me vi tristemente obstaculizado por la imposibilidad de hacer los diagramas que eran necesarios para mi propósito; pues, por supuesto, en nuestro país de Planilandia, no hay cuadernos sino líneas, y no hay diagramas sino líneas, todo en una línea recta y sólo distinguible por diferencia de tamaño y brillantez; así que, una vez que hube acabado mi tratado (que titulé A través de Planilandia hasta Pensamientolandia) no pude sentirme seguro de que fueran muchos los que pudieran entender lo que quería decir.

Mientras, sobre mi vida pesaba una nube. Me aburrían todos los placeres; las vistas me torturaban todas y me tentaban a gritar traición, porque no podía comparar lo que veía en dos dimensiones con lo que era en realidad si lo veía en tres, y a duras penas podía contenerme para no formular en voz alta mis comparaciones. Desdeñé a mis clientes y mi propio negocio para entregarme a la contemplación de los misterios que había contemplado una vez, pero que no podía impartir a nadie, y que me resultaba cada día más difícil reproducir incluso ante mi propia visión mental.

Un día, unos once meses después de mi regreso de Espaciolandia, intenté ver un cubo con el ojo cerrado, pero fracasé; y aunque lo conseguí después, no estaba entonces completamente seguro (ni lo he estado nunca después) de que hubiese logrado producir realmente el original. Esto acentuó más aún mi melancolía y decidí dar algún paso; pero no sabía cuál. Pensaba que estaría dispuesto a sacrificar mi vida por la causa, si pudiese haber generado así convicción. Pero si no podía convencer a mi nieto, ¿cómo podía convencer a los círculos más elevados y desarrollados del país?

Y, sin embargo, había veces que mi espíritu era demasiado fuerte para mí y di rienda suelta a declaraciones peligrosas. Ya se me consideraba heterodoxo, si es que no sospechoso de traición, y tenía clara conciencia de lo peligroso de mi posición; pero había veces que no podía evitar decir cosas sospechosas o semisediciosas, incluso entre la más alta sociedad poligonal y circular. Cuando surgía, por ejemplo, el asunto del tratamiento que se aplicaba a aquellos lunáticos que decían que habían recibido el poder de ver el interior de las cosas, yo citaba el adagio de un antiguo círculo, que proclamó que los profetas y las personas inspiradas siempre son considerados locos por la mayoría; y no podía evitar de vez en cuando dejar caer frases como «el ojo que discierne el interior de las cosas» y «el país omnividente»; en una o dos ocasiones dejé caer incluso los términos prohibidos «la tercera y la cuarta dimensión». Por último, para completar una serie de indiscreciones menores, en una reunión de nuestra Asociación especulativa local celebrada en el palacio del propio prefecto, después de que una persona extremadamente estúpida leyera un artículo en el que exponía las razones precisas por las que la providencia ha limitado el número de dimensiones a dos, y por qué el atributo de omnividencia se asigna sólo al Supremo, me dejé llevar hasta tal punto que hice una relación exacta de todo mi viaje con la esfera por el espacio y hasta la sede de la asamblea de nuestra Metrópolis y luego de nuevo hasta el espacio, y mi regreso a casa y de todo lo que había visto y oído en la realidad o en visión. Fingí al principio, bien es verdad, que estaba describiendo las experiencias imaginarias de un personaje de ficción; pero mi entusiasmo no tardó en impulsarme a abandonar todo disfraz y, finalmente, en una ardorosa perorata, exhorté a todos mis oyentes a librarse de prejuicios y convertirse en creyentes de la tercera dimensión.

¿Hace falta que diga que fui detenido inmediatamente y conducido ante el consejo?

A la mañana siguiente, emplazado en el mismo lugar donde muy pocos meses antes había estado a mi lado la esfera, se me permitió iniciar y continuar mi narración sin preguntas ni interrupciones. Pero me di cuenta desde el principio de cuál iba a ser mi destino, pues el presidente, viendo que estaba presente una guardia de la mejor clase de policías, de angularidad levemente inferior, si es que algo, a los 55°, ordenó que fuesen substituidos, antes de que se iniciase mi defensa, por una clase inferior de 2º o 3º. Yo sabía muy bien lo que significaba eso. Iba a ser ejecutado o encarcelado, y mi historia había de mantenerse secreta para el mundo mediante la simultánea destrucción de los funcionarios que la hubiesen oído; y, siendo así, el presidente quería substituir las víctimas más caras por las más baratas.

Después de que hubo concluido mi defensa, el presidente, dándose cuenta quizás de que algunos de los círculos más jóvenes estaban conmovidos por mi evidente sinceridad, me hizo dos preguntas:

  1. Si podía indicar la dirección a la que me refería cuando utilizaba las palabras «hacia arriba, no hacia el norte».
  2. Si podía mediante diagramas o descripciones (que no fuesen la simple enumeración de lados y ángulos imaginarios) indicar la figura que me complacía en llamar un cubo.

Declaré que no podía decir nada más, y que debía ser fiel a la verdad, cuya causa acabaría prevaleciendo sin lugar a dudas.

El presidente contestó que estaba completamente de acuerdo con mi sentimiento y que era lo mejor que podía hacer. Debía ser condenado a cadena perpetua; pero si la verdad deseaba que yo saliese de la cárcel y evangelizase al mundo, se podía confiar en que procuraría que así fuese. Entre tanto, no debería estar sometido a ninguna molestia que no fuese imprescindible para impedir mi fuga y, a menos que perdiese el privilegio por mala conducta, se me debía permitir ver de vez en cuando a mi hermano, que me había precedido en la prisión.

Han transcurrido siete años y aún sigo preso, y (exceptuando las esporádicas visitas a mi hermano) privado de toda compañía salvo la de mis carceleros. Mi hermano es uno de los mejores cuadrados, justo, sensible, alegre, y no carente de afecto fraterno; pero confieso que mis entrevistas semanales, en un aspecto al menos, me causan el dolor más amargo. Él estuvo presente cuando se manifestó la esfera en la cámara del consejo; vio sus secciones cambiantes; oyó la explicación de los fenómenos que dieron luego los círculos. No ha pasado desde entonces una semana apenas, durante siete años completos, sin que oyese de mí una repetición del papel que desempeñé en esa manifestación, junto a amplias descripciones de todos los fenómenos de Espaciolandia, y los argumentos en favor de la existencia de cosas sólidas derivables por analogía. Pero (me avergüenza verme obligado a confesarlo) aún no ha captado la naturaleza de la tercera dimensión y proclama con toda franqueza su incredulidad por lo que se refiere a la existencia de una esfera.

Así que estoy absolutamente privado de conversos y, por lo que yo puedo ver, la revelación milenaria que se me hizo no ha servido de nada. Prometeo allá arriba en Espaciolandia acabó encadenado por entregar el fuego a los mortales. Yo (pobre Prometeo de Planilandia) yago aquí en prisión por no entregar nada a mis compatriotas. Pero vivo con la esperanza de que estas memorias puedan de alguna manera, no sé cómo, llegar hasta el pensamiento de los seres humanos de alguna dimensión y puedan impulsar la aparición de una raza de rebeldes que se nieguen a estar confinados en una dimensionalidad limitada.

Ésta es la esperanza de mis momentos más alegres. Desgraciadamente no siempre es así. Pesa sobre mí, agobiante a veces, la abrumadora reflexión de que no puedo decir honradamente que esté seguro de la forma exacta de aquel cubo que, como lamento a menudo, llegué a ver una vez; y en mis visiones nocturnas el misterioso precepto «hacia arriba, no hacia el norte», me acosa como una esfinge devoradora de almas. Es parte del martirio que soporto por la causa de la verdad el que haya períodos de debilidad mental, en que cubos y esferas se alejan hacia el telón de fondo de existencias escasamente posibles; en que el país de tres dimensiones parece casi tan visionario como el de una o ninguna; más aún, en que incluso esta dura pared que me separa de mi libertad, estos mismos cuadernos en que estoy escribiendo, y todas las realidades substanciales de la propia Planilandia, no parecen más que el producto de una imaginación enferma, o la trama sin base de un sueño.