AUNQUE TENÍA MENOS de un minuto para reflexionar, pensé —fue una cosa instintiva—, que no debía revelarle a mi esposa la experiencia que había tenido. No es que captase, en el momento, ningún peligro de que divulgase mi secreto, pero sabía que para cualquier mujer de Planilandia la narración de mis aventuras tenía que resultar inevitablemente ininteligible. Así que me propuse tranquilizarla con alguna historia inventada para la ocasión, que me había caído por la trampilla del sótano, por ejemplo, y había perdido el conocimiento.
La atracción hacia el sur es tan leve en nuestro país que mi relato parecía inevitablemente fuera de lo normal y hasta increíble incluso tratándose de una mujer; pero mi esposa, cuyo buen sentido excede con mucho al de la media de su sexo, y que se dio cuenta de que yo estaba excepcionalmente nervioso, no discutió conmigo sobre el tema; insistió, sin embargo, en que estaba enfermo y necesitaba reposo. Me alegró tener una excusa para retirarme a mi aposento a pensar tranquilamente sobre lo que me había sucedido. Cuando estuve solo al fin, cayó sobre mí una sensación de sopor; pero antes de que mis ojos se cerraran me esforcé por reproducir la tercera dimensión, y especialmente el proceso por el que se construye un cubo por medio del movimiento de un cuadrado. No estaba tan claro como yo habría querido, pero recordé que debía ser «hacia arriba, pero no hacia el norte» y decidí resueltamente retener esas palabras como la clave que, si me atenía con firmeza a ella, me guiaría necesariamente hasta la solución. Así que, repitiendo mecánicamente, como un ensalmos las palabras «hacia arriba, pero no hacia el norte», me sumergí en un sueño firme y reparador.
Durante mi adormilamiento tuve un sueño. Creí estar una vez más al lado de la esfera, cuyo brillo lustroso indicaba que había trocado su cólera contra mí por una benignidad perfecta. Nos desplazábamos juntos hacia un punto brillante pero infinitesimalmente pequeño, hacia el que mi maestro dirigía mi atención. Cuando nos acercábamos, me pareció que salía de él un leve ruido tarareante, como de una de vuestras moscas azules de Espaciolandia, sólo que mucho menos intenso, tan leve en realidad que incluso en el absoluto silencio del vacío por el que nos remontábamos, el sonido llegaba a nuestros oídos hasta que detuvimos nuestro vuelo a una distancia de él de algo menos de veinte diagonales humanas.
—Mirad —dijo mi guía—, habéis vivido en Planilandia; habéis recibido una visión de Linealandia; os habéis remontado conmigo hasta las alturas de Espaciolandia; ahora, con la finalidad de que completéis el ámbito de vuestra experiencia, os conduzco hacia abajo, hasta las profundidades más hondas de la existencia, hasta el reino de Puntolandia, el abismo en donde no hay dimensiones.
»Contemplad esa mísera criatura. Ese punto es un ser como nosotros, pero encerrado en el abismo no dimensional. Él mismo es su propio mundo, su propio universo; no puede formarse ninguna concepción de nadie más que de sí mismo; no conoce la longitud ni la anchura ni la altura, porque no ha tenido ninguna experiencia de ellas; no tiene conocimiento alguno ni siquiera del número dos; ninguna idea de pluralidad; pues él mismo es su uno y su todo, siendo en realidad nada. Pero apreciad su absoluta autocomplacencia, y aprended de ello esta lección, que estar satisfecho de sí mismo es ser ruin e ignorante, y que aspirar es mejor que ser ciego e impotentemente feliz. Ahora escuchad.
Dejó de hablar; y se elevó de la pequeña criatura zumbante un tintineo minúsculo, leve, monótono pero claro, como de uno de vuestros fonógrafos de Espaciolandia, del que capté estas palabras:
—¡Infinita beatitud de la existencia! Ello es y sólo ello es.
—¿Qué quiere decir —dije yo— esa raquítica criatura con «ello»?
—Se refiere a sí mismo —dijo la esfera—; ¿no os habéis fijado alguna vez en que los niños pequeños y la gente infantil que no es capaz de diferenciarse del mundo hablan de sí mismos en tercera persona? ¡Pero oigamos!
—Ello llena todo el espacio —continuó la pequeña criatura en su soliloquio—, y lo que llena, eso es. Lo que piensa, eso dice; y lo que dice, eso oye; él mismo es pensador, hablante, oyente, pensamiento, palabra, audición; es el uno y sin embargo el todo en todo. ¡Ah, la felicidad; ah, la felicidad de ser!
—¿No podéis sacar a esa cosilla de su autocomplacencia? —dije yo—. Decidle lo que es en realidad, como me lo dijisteis a mí; reveladle los estrechos límites de Puntolandia y guiadle hacia algo más elevado.
—Eso no es tarea fácil —dijo mi maestro—; intentadlo vos.
Entonces, elevando la voz al máximo, me dirigí al punto del modo siguiente:
—Silencio, silencio, despreciable criatura. Os llamáis vos mismo el todo en todo, pero sois la nada; vuestro supuesto universo es una mera mota en una línea, y una línea es una mera sombra comparada con…
—Basta, callaos, ya habéis dicho suficiente —me interrumpió la esfera—, ahora escuchad y observad el efecto de vuestra arenga sobre el rey de Puntolandia.
El lustre del monarca, que relumbró con más brillo que nunca al oír mis palabras, mostraba claramente que su complacencia consigo mismo se mantenía; y apenas había acabado de hablar yo cuando volvió él a su discurso:
—¡Ah, el gozo, ah, el gozo del pensamiento! ¡Qué no podrá lograr ello pensando! ¡Su propio pensamiento llegando a sí mismo, indicando su menosprecio, para estimular así su felicidad! ¡Dulce rebelión estimulada hasta acabar en triunfo! ¡Ah, el divino poder creador del todo en uno! ¡Ah, el gozo, el gozo de ser!
—Veis —dijo mi maestro—, de qué poco han servido vuestras palabras. En la medida en que el monarca las llega a entender, las acepta como propias, ya que no puede concebir a nadie más que a sí mismo, y se vanagloria de la variedad de «su pensamiento» como un ejemplo de poder creador. Dejemos a este dios de Puntolandia entregado a la fruición ignorante de su omnipresencia y su omnisciencia: nada que vos o yo podamos hacer puede sacarle de su autosatisfacción consigo mismo.
Tras esto, mientras regresábamos flotando a Planilandia, pude oír la voz suave de mi compañero indicando la moraleja de mi visión y estimulándome a aspirar a más y a enseñar a otros a aspirar a más. Él al principio se había enfurecido, confesó, por mi ambición de remontarme hasta dimensiones superiores a la tercera; pero, desde entonces, había llegado a nuevas conclusiones, y no era tan orgulloso como para no reconocer su error ante un discípulo. Y pasó a continuación a iniciarme en misterios aún más elevados que aquellos de los que ya había sido testigo, mostrándome cómo construir extrasólidos por el movimiento de sólidos y dobles extrasólidos por el movimiento de extrasólidos, y todo ello «estrictamente de acuerdo con la analogía», todo por métodos tan simples, tan fáciles, como para resultar evidentes hasta para el sexo femenino.