16Cómo el desconocido intentó en vano revelarme con palabras los misterios de Espaciolandia

TAN PRONTO COMO se hubo apagado el sonido del grito de paz de mi esposa, comencé a aproximarme al desconocido con la intención de tener una visión más de cerca de él y de rogarle que se sentase; pero su apariencia me dejó mudo y paralizado de asombro. Pese a no manifestar ningún síntoma de angularidad, variaba a cada instante con gradaciones de tamaño y brillantez escasamente posibles para cualquier figura de que yo tuviese experiencia. Se me ocurrió de pronto la idea de que tal vez tuviese ante mí a un ladrón o un asesino, a algún isósceles irregular monstruoso, que, fingiendo la voz de un círculo, hubiese conseguido misteriosamente acceder a mi casa y se dispusiese a atravesarme con su ángulo agudo.

Estando como estaba en una sala de estar, la ausencia de niebla (y se daba la circunstancia de que la estación era notablemente seca) hacía que me resultase difícil confiar en la identificación visual, especialmente con la corta distancia que nos separaba. Poseído de un miedo incontenible, me precipité hacia adelante con un nada ceremonioso «Permítame usted, caballero…» y le toqué. Mi esposa tenía razón. No había el menor rastro de ángulo, ni la más leve aspereza o desigualdad: nunca había conocido un círculo más perfecto. Se mantuvo inmóvil mientras di una vuelta alrededor de él, empezando por el ojo y volviendo a él. Era absolutamente circular, un círculo absolutamente satisfactorio; no podía haber la menor duda de ello. Luego siguió un diálogo, que procuraré transcribir lo más fielmente que pueda recordarlo, omitiendo sólo algunas de mis profusas disculpas… porque me sentía lleno de vergüenza y de humillación por el hecho de que yo, un cuadrado, hubiese incurrido en la impertinencia de tocar a un círculo. Inició el diálogo el propio desconocido, con cierta impaciencia por lo prolongado de mi proceso introductorio.

Desconocido. ¿Me habéis tocado ya lo suficiente por esta vez? ¿No os vais a presentar a mí aún?

Yo. Ilustrísimo señor, perdonad mi torpeza, que procede no de la ignorancia de los modales de la buena sociedad, sino de una leve sorpresa y un cierto nerviosismo, que se deben a esta visita un tanto inesperada. Y os ruego que no reveléis a nadie mi indiscreción, y sobre todo no se lo digáis a mi mujer.

»Pero antes de que vuestra señoría pase a comunicarme otras cuestiones, ¿podría dignarse satisfacer la curiosidad de alguien a quien le gustaría saber de dónde viene su visitante?

Desconocido. Del espacio, caballero, del espacio, ¿de dónde si no?

Yo. Perdonadme, señorías, pero ¿no estáis ya en el espacio, no lo estamos vuestra señoría y su humilde servidor, en este mismo instante?

Desconocido. ¡Bah! ¿Qué sabéis vos del espacio? Definid el espacio.

Yo. El espacio, mi señor, es altura y anchura indefinidamente prolongadas.

Desconocido. Exactamente: ¿veis como no sabéis siquiera lo que es el espacio? Creéis que sólo tiene dos dimensiones; pero yo he venido a informaros de una tercera: hay altura, anchura y longitud.

Yo. A vuestra señoría le gusta bromear. Nosotros también hablamos de longitud y altura o anchura y grosor, indicando así dos dimensiones con cuatro nombres.

Desconocido. Pero yo no quiero decir sólo tres nombres, sino tres dimensiones.

Yo. ¿Querríais indicarme o explicarme, señoría, en qué dirección está la tercera dimensión, desconocida para mí?

Desconocido. Yo vine de ella. Está arriba y abajo.

Yo. Su señoría se refiere sin duda a lo que es dirección norte y dirección sur.

Desconocido. No me refiero a nada de eso. Me refiero a una dirección en la que vos no podéis mirar, porque no tenéis ningún ojo en el lado.

Yo. Perdonadme, mi señor, una breve inspección os convencerá de que tengo una luminaria perfecta en la juntura de dos de mis lados.

Desconocido. Sí, pero para poder mirar en el espacio deberíais tener un ojo, no en vuestro perímetro sino en vuestro lado. Es decir, en lo que vos probablemente llaméis vuestro interior; pero que nosotros, en Espaciolandia, llamaríamos vuestro lado.

Yo. ¡Un ojo en mi interior! ¡Un ojo en el estómago! Su señoría bromea.

Desconocido. No estoy de humor festivo. Os aseguro que vengo del espacio, o, puesto que no entenderéis lo que significa espacio, del País de Tres Dimensiones, desde donde he bajado la vista últimamente hacia vuestro plano, que es lo que vosotros llamáis espacio. Desde esa posición ventajosa he contemplado todo lo que vosotros llamáis sólido (por lo que entendéis «cerrado por cuatro lados»), vuestras casas, vuestras iglesias, hasta vuestros arcones y cajas fuertes, e incluso vuestras entrañas y estómagos, todo ello extendido y abierto y expuesto a mi vista.

Yo. Es fácil hacer esas afirmaciones, señoría.

Desconocido. Pero no es fácil de probar, queréis decir. Pero yo me propongo demostrarlas.

»Cuando descendí aquí, vi a vuestros cuatro hijos, los pentágonos, cada uno en su aposento, y a vuestros dos nietos los hexágonos, que estuvieron un rato con vos y luego se retiraron a su habitación, dejándoos a vos y a vuestra esposa solos. Vi a vuestros sirvientes isósceles, tres en total, en la cocina, cenando, y al chico que ayuda en la cocina fregando. Luego vine aquí y ¿cómo creéis que vine?.

Yo. A través del techo supongo.

Desconocido. Nada de eso. Vuestro techo, como sabéis muy bien, ha sido reparado muy recientemente y no tiene ninguna abertura por la que pudiese penetrar ni siquiera una mujer. Os repito que vengo del espacio. ¿No os convence lo que os he dicho de vuestros hijos y vuestra casa?

Yo. Su señoría debería comprender que esos hechos relacionados con las pertenencias de su humilde servidor podrían obtenerse de cualquiera de la vecindad, poseyendo los amplios medios de obtener información con que cuenta vuestra señoría.

Desconocido. (Para sí.) ¿Qué debo hacer? Un momento; se me ocurre un argumento más. Cuando veis una línea recta, vuestra esposas por ejemplo, ¿cuántas dimensiones le atribuís?

Yo. ¿Acaso vuestra señoría me considera alguien del vulgo que al ignorar las matemáticas supone que una mujer es en realidad una línea recta y sólo de una dimensión? No, no, mi señor; nosotros los cuadrados sabemos más, y tenemos tan claro como vuestra señoría que una mujer, aunque se le llame vulgarmente una línea recta, es, en realidad, científicamente, un paralelogramo muy delgado, y posee dos dimensiones, como el resto de nosotros, es decir, largo y ancho (o grosor).

Desconocido. No me comprendéis. Lo que quiero decir es que cuando veis una mujer, debéis (además de deducir su anchura) ver su longitud, y ver lo que nosotros llamamos su altura; aunque esa última dimensión es infinitesimal en vuestro país. Si una línea fuese mera longitud sin «altura», dejaría de ocupar espacio y se haría invisible. ¿Supongo que admitiréis esto?

Yo. He de confesar que no entiendo nada de lo que decís, señoría. Cuando en Planilandia vemos una línea, vemos longitud y brillo. Si desaparece el brillo, la línea se extingue y, como vos decís, deja de ocupar espacio. Pero ¿he de suponer que vuestra señoría da al brillo el título de una dimensión y que lo que nosotros llamamos «brillante» vos lo llamáis «alto»?

Desconocido. En realidad, no. Por «altura» entiendo una dimensión como vuestra longitud: sólo que, en vuestro caso, la «altura», al ser extremadamente pequeña, no es tan fácil de apreciar.

Yo. Mi señor, es fácil poner a prueba vuestra afirmación. Decís que tengo una tercera dimensión, que llamáis «altura». Bien, dimensión entraña dirección y medida. No tenéis más que medir mi «altura», o indicarme simplemente la dirección en la que se extiende mi «altura» y me habréis convencido. De lo contrario, vuestra señoría habrá de excusarme, pero…

Desconocido. (Para sí). No puedo hacer ninguna de las dos cosas. ¿Cómo voy a convencerle? Una simple exposición de los hechos seguida de una demostración ocular debería ser sin duda suficiente… Veamos, señor; escuchadme.

»Vos estáis viviendo en un plano. Lo que vos llamáis Planilandia es la inmensa superficie lisa de lo que yo debo llamar un fluido, en, o sobre, la parte superior del cual vos y vuestros compatriotas os desplazáis, sin elevaros por encima de él ni caer por debajo.

»Yo no soy una figura plana, sino un sólido. Vos me llamáis círculo; pero en realidad no soy un círculo, sino un número infinito de círculos, cuyo tamaño varía desde el de un punto al de un círculo de treinta centímetros de diámetro, colocados uno sobre otro. Cuando corto transversalmente vuestro plano como estoy haciendo ahora, hago en él una sección que vosotros llamáis, muy correctamente, un círculo. Y es que una esfera (que es el nombre que me corresponde en mi país) si es que llega a manifestarse alguna vez a un habitante de Planilandia, ha de hacerlo inevitablemente como un círculo.

»¿No recordáis (pues yo, que veo todas las cosas, capté anoche la visión fantasmal de Linealandia escrita en vuestro cerebro), no recordáis, repito, cómo, cuando entrasteis en el reino de Linealandia, os visteis obligado a manifestaros al rey, no como un cuadrado, sino como una línea, porque ese reino lineal no tenía dimensiones suficientes para representar vuestra totalidad, sino sólo una rodaja o sección de vos? Exactamente del mismo modo, vuestro reino de dos dimensiones no es lo suficientemente espacioso para representarme a mí, un ser de tres, sino que sólo puede mostrar una rodaja o sección de mí, que es lo que vosotros llamáis un círculo.

»Esa disminución del brillo de vuestro ojo indica incredulidad. Pero disponeos ahora a recibir una prueba positiva de la veracidad de mis afirmaciones. No podéis ver realmente más que una de mis secciones, o círculos, cada vez; pues no tenéis capacidad para elevar vuestro ojo fuera del plano de Planilandia; pero podéis al menos ver que, cuando me elevo en el espacio, mis secciones van haciéndose más pequeñas. Fijaos ahora, me elevaré; y el efecto sobre vuestro ojo será que mi círculo se irá haciendo cada vez más pequeño hasta reducirse a un punto y finalmente desaparecer.

No hubo ninguna «elevación» que yo pudiese ver; pero disminuyó de tamaño y finalmente desapareció. Parpadeé una o dos veces para cerciorarme de que no estaba soñando. Pero no era ningún sueño, pues de las profundidades de la nada surgió una voz hueca (parecía sonar al lado de mi corazón):

—¿He desaparecido del todo? ¿Os habéis convencido ya? Pues bien, ahora regresaré gradualmente a Planilandia y veréis cómo mi sección va haciéndose cada vez más grande.

Los lectores de Espaciolandia comprenderán todos ellos fácilmente que mi misterioso huésped estaba hablando el lenguaje de la verdad e incluso de la sencillez. Pero para mí, aunque ducho en las matemáticas de Planilandia, no era en modo alguno una materia simple. El tosco diagrama que se incluye arriba mostrará claramente a cualquier niño de Espaciolandia que la esfera, ascendiendo en las tres posiciones que se indican allí, tenía necesariamente que manifestarse a mí, o a cualquier planilandés, como un círculo, al principio en todo su tamaño, luego pequeño; y por último realmente muy pequeño, acercándose al punto. Pero para mí, aunque presenciaba directamente los hechos, las causas de ellos eran tan obscuras como siempre. Lo único que yo podía comprender era que el círculo se había hecho más pequeño y había desaparecido, y que luego había reaparecido y había ido haciéndose rápidamente más grande.

Cuando recuperó su tamaño original, lanzó un profundo suspiro; pues comprendió por mi silencio que no había logrado entenderle en absoluto. Y la verdad es que me sentía inclinado a creer que no debía tratarse en modo alguno de un círculo, sino de algún malabarista sumamente hábil; o si no, que eran ciertos los cuentos de las viejas y que había, después de todo, gentes como los magos y los encantadores.

Tras una larga pausa murmuró para sí: «Me queda un último recurso antes de recurrir a la acción. Debo probar el método de la analogía». Siguió luego un silencio aún más largo, tras el cual prosiguió nuestro diálogo.

Esfera. Decidme, señor matemático, si un punto se mueve hacia el norte y deja una estela luminosa, ¿qué nombre le daríais a la estela?

Yo. Una línea recta.

Esfera. ¿Y cuántos extremos tiene una línea recta?

Yo. Dos.

Esfera. Imaginad ahora que la línea recta que va hacia el norte se desplace paralela a sí misma, por el este y el oeste, de modo que cada punto de ella deje atrás la estela de una línea recta, ¿cómo le llamo a eso?

Yo. Un cuadrado.

Esfera. ¿Y cuántos lados tiene un cuadrado? ¿Cuántos ángulos?

Yo. Cuatro lados y cuatro ángulos.

Esfera. Forzad ahora un poco vuestra imaginación e imaginad un cuadrado de Planilandia que se desplazase paralelo a sí mismo hacia arriba.

Yo. ¿Cómo? ¿Hacia el norte?

Esfera. No, no hacia el norte; hacia arriba: completamente fuera de Planilandia.

»Si se moviese hacia el norte, los puntos meridionales del cuadrado tendrían que desplazarse a través de las posiciones previamente ocupadas por los puntos septentrionales. Pero eso no es lo que quiero decir yo.

»Lo que yo quiero decir es que cada punto de vos (pues vos sois un cuadrado y valdréis para el propósito de mi ilustración), es decir, de lo que vos llamáis vuestro interior tiene que pasar hacia arriba a través del espacio, de tal manera que ningún punto pase a través de la posición previamente ocupada por algún otro punto, sino que cada punto describa una línea recta propia. Esto está perfectamente de acuerdo con la analogía; ha de estar sin duda claro para vos.

Dominando mi impaciencia (pues sentía ya una fuerte tentación de lanzarme ciegamente sobre mi visitante y precipitarlo en el espacio, o fuera de Planilandia al menos, para poder librarme de él), repliqué:

—¿Y cuál puede ser la naturaleza de la figura que se forme con ese movimiento que os complacéis en designar con la expresión «hacia arriba»? Supongo que es indescriptible en el idioma de Planilandia.

Esfera. Oh, desde luego. Es todo simple y sencillo, y está rigurosamente de acuerdo con la analogía… sólo que, en realidad, no debéis decir que el resultado sea una figura, sino un sólido. Pero os lo describiré. O más bien no yo, sino la analogía.

»Empezamos con un solo punto que, por supuesto (siendo él mismo un punto), sólo tiene un punto terminal.

»Un punto produce una línea con dos puntos terminales.

»Una línea produce un cuadrado con cuatro puntos terminales.

»Ahora podéis dar vos mismo la respuesta a vuestra propia pregunta: 1, 2, 4, forman, evidentemente, una progresión geométrica. ¿Cuál es el número siguiente?.

Yo. Ocho.

Esfera. Exactamente. El cuadrado único produce un algo que vos no sabéis aún cómo se llama pero que nosotros llamamos un cubo con ocho puntos terminales. ¿Os habéis convencido ya?

Yo. ¿Y tiene lados esa criatura, además de ángulos y de lo que vos llamáis «puntos terminales»?

Esfera. Por supuesto; y todo de acuerdo con la analogía. Pero, en realidad, no lo que vos llamáis lados, sino lo que llamamos lados nosotros. Vos le llamaríais sólidos.

Yo. ¿Y cuántos sólidos o lados le corresponderían a ese ser que generaría yo con el desplazamiento de mi interior en esa dirección «hacia arriba» y a los que vos llamáis un cubo?

Esfera. ¿Cómo podéis preguntarlo? ¡Y sois un matemático! El lado de cualquier cosa está siempre, si puedo decirlo así, una dimensión por detrás de ella. Por tanto, como no hay ninguna dimensión por detrás de un punto, un punto tiene 0 lados; una línea, si se me permite decirlo, tiene 2 lados (pues los puntos de la línea pueden llamarse por cortesía sus lados); un cuadrado tiene 4 lados; 0, 2, 4; ¿cómo llamáis vos a esa progresión?

Yo. Aritmética.

Esfera. ¿Y cuál es el número siguiente?

Yo. Seis.

Esfera. Exactamente. Veis entonces que habéis respondido a vuestra propia pregunta. El cubo que generaréis estará limitado por seis lados. Es decir, seis de vuestras entrañas. Ahora ya lo entendéis todo, ¿no?

—¡Monstruo! —grité—, seáis malabarista, encantador, sueño o demonio, no soportaré más vuestras burlas. Uno de los dos, vos o yo, perecerá.

Y, con estas palabras, me precipité sobre él.