8Sobre la antigua práctica de pintar

SI MIS LECTORES me han seguido con alguna atención hasta aquí, no se sorprenderán si les digo que la vida es un poco aburrida en Planilandia. No quiero decir, claro, que no haya batallas, conspiraciones, tumultos, facciones y todos esos otros fenómenos que hacen, en teoría, interesante la historia; ni podría decir tampoco que la extraña mezcla de los problemas de la vida y los problemas de matemáticas, que impulsan constantemente a hacer conjeturas y dan la posibilidad de verificación inmediata, no introduzca en nuestra existencia un estímulo que vosotros en Espaciolandia difícilmente podréis entender. Hablo ahora desde el punto de vista estético y artístico cuando digo que la vida es aburrida entre nosotros; estética y artísticamente, es muy aburrida, la verdad.

¿Cómo puede ser de otro modo, si toda la perspectiva que uno puede apreciar, todos los paisajes, piezas históricas, retratos, flores, naturalezas muertas, no son más que una línea, sin otra variedad que la de sus grados de luminosidad y obscuridad?

No fue siempre así. El color, si la tradición no miente, por una vez en el espacio de media docena de siglos o más, arrojó un fugaz esplendor sobre las vidas de nuestros ancestros de los tiempos más remotos. Se dice que cierto individuo particular (un pentágono al que se le asignan diversos nombres), que descubrió casualmente los componentes de los colores más simples y un método rudimentario de pintura, empezó decorando su propia casa, luego a sus esclavos, luego a su padre, a sus hijos y nietos y, por último, a sí mismo. La rapidez y la belleza de los resultados convencieron a todos. A donde quiera que los cromatistas (pues por ese nombre acordaron designarlos las autoridades más fidedignas) volvían su variopinta estructura, llamaban inmediatamente la atención e inspiraban respeto. Nadie necesitaba «tocarle»; nadie confundía su frente con su dorso; sus vecinos captaban enseguida todos sus movimientos sin tener que poner a prueba su capacidad de cálculo; nadie le daba un empujón ni dejaba de hacerle sitio para pasar; su voz se ahorraba el esfuerzo de esa expresión agotadora con que los pentágonos y cuadrados incoloros nos solemos ver obligados a proclamar nuestra individualidad cuando nos desplazamos por en medio de una multitud de ignorantes isósceles.

La moda se propagó como el fuego en un bosque. Antes de que transcurriera una semana, todos los cuadrados y triángulos del distrito habían seguido el ejemplo de los cromatistas y sólo unos cuantos pentágonos de los más conservadores se mantuvieron firmes. Al cabo de un mes o dos resultó que la innovación había infestado hasta a los dodecágonos. Antes de que pasara un año la costumbre se había extendido a todos salvo al sector más alto de la nobleza. Ni que decir tiene que la costumbre no tardó en abrirse paso desde el distrito de los cromatistas a las regiones limítrofes; y al cabo de dos generaciones no había nadie incoloro en toda Planilandia, salvo las mujeres y los sacerdotes.

La propia naturaleza parecía erigir una barrera en este caso, oponiéndose a que la innovación se extendiese a esas dos clases. La multilateralidad era casi esencial como pretexto para los innovadores. «La naturaleza quiere indicar con la diferenciación de lados una diferenciación de colores», éste era el sofisma que volaba de boca en boca por entonces, convirtiendo de golpe a la nueva cultura ciudades enteras. Pero era evidente que este adagio no se cumplía en el caso de nuestros sacerdotes y nuestras mujeres. Estas últimas sólo tenían un lado, y por tanto (hablando plural y pedantemente) no tenían lados. Los primeros (si se hubiesen ratificado al menos en su pretensión de ser círculos reales y verdaderos y no meros polígonos de la clase alta con un número infinitamente grande de lados infinitesimalmente pequeños) tenían por hábito ufanarse de lo que las mujeres confesaban y deploraban, de que no tenían ningún lado, sino que disfrutaban del privilegio de poseer como perímetro una línea, o, dicho de otro modo, una circunferencia. Vino a suceder así que estas dos clases no podían conceder ningún valor al presunto axioma según el cual «Diferenciación de lados implica diferenciación de color», y cuando todos los demás habían sucumbido a la fascinación de la decoración corporal, sólo seguían manteniéndose puros de la contaminación de la pintura los sacerdotes y las mujeres.

Inmorales, licenciosos, anárquicos, anticientíficos (llamadles como queráis) pero, desde un punto de vista estético, aquellos tiempos antiguos de la revuelta del color fueron en Planilandia la infancia gloriosa de un arte que, desgraciadamente, nunca llegó a alcanzar la edad madura y ni siquiera pudo gozar del florecer de la juventud. Vivir era entonces por sí solo un gozo, debido a que vivir entrañaba ver. Hasta en una pequeña fiesta era un placer contemplar a los asistentes; se dice que los tonos ricos y variados de los reunidos en una iglesia o en el teatro resultaban a veces demasiado distraídos para nuestros mejores maestros y actores, hasta el punto de que les impedían concentrarse; pero lo más deslumbrante de todo dicen que era la magnificencia indescriptible de una revista militar.

La visión de veinte mil isósceles dispuestos en formación de combate dando media vuelta y cambiando el negro sombrío de sus bases por el naranja y el morado de los dos lados con el ángulo agudo incluido; la milicia de los triángulos equiláteros tricoloreados en rojo, blanco y azul; el malva, azul ultramar, amarillo claro y sombra tostado de los cuadrados de la artillería girando rápidamente junto a sus cañones color bermellón; la elegancia y el brillo de los hexágonos y pentágonos de seis y de cinco colores cruzando el campo de batalla en sus tareas de cirujanos, geómetras y edecanes, todo esto bien puede haber sido suficiente para hacer creíble la famosa historia de cómo un ilustre círculo, abrumado por la belleza artística de las fuerzas a su mando, tiró el bastón de mariscal y la corona regia y proclamó que los cambiaba desde aquel momento por el lápiz del artista. Lo grande y glorioso que debió de ser el sensual desarrollo de ese período nos lo indican en parte el propio lenguaje y el vocabulario de la época. Las manifestaciones más comunes de los ciudadanos más corrientes del período de la revolución del color parecen impregnadas de más ricos matices verbales e ideológicos; y a esa era le debemos, hoy incluso, nuestra mejor poesía y el ritmo que aún pueda perdurar en la forma de expresión más científica de estos tiempos modernos.