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El salón grande de Villaurbina era el no va más. Recorría el frente de mediodía de la casa casi de parte a parte. Tendría unos quince metros de largo por seis de ancho y el centro de la pared que daba al interior de la casa lo ocupaba la enorme chimenea de granito cuya boca era más alta que papá. En el centro de la repisa había una gran fotografía enmarcada en plata del rey Alfonso XIII vestido de maestrante de la Orden de Malta y dedicada «a los marqueses de Villaurbina con afecto, Alfonso, Roma, 1940». En la esquina derecha, una de don Juan y doña María («los reyes», los llamaba mamá, que era muy monárquica) con una dedicatoria «a José María Novoa, marqués de Villaurbina, con amistad, Lausanne, 1946». Y a la izquierda, una foto del abuelo vestido de caza. Encima de la chimenea colgaba un gran retrato también de él, sólo que muy joven y muy guapo, pintado por Philip de Lázsló, que había sido el retratista de toda la nobleza europea durante los primeros treinta años del siglo. El retrato de medio cuerpo de la abuela, también pintado por Lázsló, no estaba allí, sino que presidía el gran vestíbulo de entrada. Era de una belleza arrebatadora. El retrato, no mi abuela, cuyas facciones regulares de fuertes planos y nariz demasiado grande nunca me fueron muy atractivas. Sólo los ojos, de un azul intenso e inquisitivo, eran bellísimos, luminosos como el mar.

Las paredes del salón estaban cuajadas de cuernas de ciervos, corzos, muflones y cabra, trofeos de monterías en la finca y de otra caza mayor en los Picos de Europa, en el valle de Aosta y en Hungría. Debajo de cada trofeo, una pequeña chapa de latón indicaba el tamaño de la cuerna y el año y lugar de la caza. Una de las chapas rezaba: «Muflón, Medalla de oro, 230,10 pts, cobrada por SM, Villaurbina 1928». Había una docena de cuernas con medallas de oro, todas dispuestas en el testero de la chimenea. El resto de los trofeos ocupaba buena parte de las otras paredes, alternándose con algunos cuadros de escenas de caza y bodegones. En una esquina próxima a los ventanales que se abrían sobre el jardín, había una mesa redonda llena de fotografías del abuelo con reyes, nobles, actores de cine y de teatro, toreros —el Gallo—, políticos como el general Primo de Rivera, el mismísimo Azaña o don Juan y, excepcionalmente por lo poco congruente, una suya con Pío Baroja y otra con León Felipe; «Estuvo de boticario por aquí, en Zamora», decía mamá, aunque no le gustara mucho hablar de aquel poeta maldito que se había exiliado en México y era un rojo furibundo. En la esquina opuesta a la mesa de las fotos había un gran piano de cola; aún recuerdo a mi abuela tocando algún nocturno de Chopin. Solía decir que el Opus 9 número 2 en mi bemol mayor era como una conversación con una amiga: ligero, delicado y sonoro.

La decoración del salón era algo sombría. Dos enormes colmillos de elefante flanqueaban la chimenea. Una chapa de plata en la base de uno de los dos indicaba que el abuelo había cazado el elefante en Kenia en 1930.

Las paredes eran de paneles de madera oscura y había grandes sofás y tresillos de cuero marrón oscuro, alfombras de Arraiolos de vivos colores, una piel de tigre de Bengala también cazado por el abuelo, puesta al pie de la chimenea con los formidables colmillos dispuestos a desgarrar a cualquier incauto que se aproximara a la fiera. Las lámparas eran de pie forradas de cuero, con las pantallas de pergamino amarillo. A mí era un salón que me encantaba, con su aire algo viejo y su olor a madera quemada y a cuero encerado. Rancia que era una. Y, aunque en invierno prefiriéramos refugiarnos en el saloncito más cálido de la televisión y la lectura, más pequeño y más alegre, cuando estábamos todos o había invitados, a la caída de la tarde, a la vuelta de montar, pegar tiros o pasear, o incluso antes de comer después de darnos un baño en la piscina, íbamos al salón grande y allí nos traía la merienda o el aperitivo la tata María.

Menos la Chispa que compartía la nursery con la tata, cada hermano tenía su habitación en el doble piso del ala grande. Sólo había dos baños arriba: Pili y yo usábamos el primero y Juan, Miguel, Javi y Borja, el otro. Toda mi vida he asociado el recuerdo de aquellos baños con un permanente olor a cañería que ningún esfuerzo de don Carmelo y sus huestes consiguió eliminar jamás.

En la misma ala, en el piso de abajo, había cinco habitaciones para huéspedes, cada una con su baño (dos con olor a cañería), todas con grandes ventanas, orientadas, como las nuestras, al sur.

En ellas se alojaron aquella primavera de 1974 los hijos de Russell, chico y chica. Ella, Rose, más guapa que mona y algo fría, y él, Simon, un lechuguino blancuzco de cuello alargado al que le quedaban cortas las mangas de las camisas y estrechos los cuellos. Y tenía los nudillos permanentemente rojos. Pero este Simon era más simpático de lo que parecía a primera vista, hablaba español con un cerrado acento londinense que resultaba muy gracioso y en el que mezclaba géneros, plurales, singulares sin método ni ton ni son. Pero lo que más chocaba comparándolo con los chicos españoles que nos acompañaban era su capacidad de hacer cosas sorprendentes. Por ejemplo, era un acuarelista maravilloso. Madrugaba mucho y antes de desayunar, se iba al jardín a pintar unos paisajes de trazos vigorosos y llenos de color que resultaban verdaderamente preciosos. Acababa de entrar en Oxford para estudiar lenguas clásicas y, como muchos de sus coetáneos, había leído todo lo que había que leer, le interesaba todo y afirmaba que su vacación ideal consistía en irse al Asia Menor a participar en excavaciones de restos griegos. Me imaginaba a cualquiera de mis hermanos excavando y me entraba la risa.

Simon montaba a caballo como el lechero (y me lo advirtió con una franqueza tímida que me desarmó), pero me lo llevé una mañana temprano a dar un largo paseo. Pedí a Pepín, el mozo de la cuadra, que le ensillara a la vieja Pirula, la yegua más dócil que teníamos. Nos reímos mucho por el camino que llevaba a la dehesa contándonos anécdotas tontas y se asombró de verme montar al paso con la pierna derecha puesta por encima del cuello de la Pola y con el talón apoyado en mi rodilla izquierda.

—Estoy segura de que así no se monto —me dijo. Claro que para nosotros montar era una segunda naturaleza. Igual que esquiar: todos los años, terminada la Navidad, íbamos quince días a Suiza a hacer el bestia en la nieve. Mamá nos ponía un monitor, el más feo que fuera capaz de encontrar, para ver si alguien podía controlarnos impidiendo que nos rompiéramos la crisma. Y es curioso cómo puede una librarse de las inhibiciones a poco que esté cubierta por un anorak, gorro y gafas que la hagan irreconocible: mi primer beso me lo dio un italiano con el que tomé un té con ron en el refugio y luego me pasé el día deslizándome por las pistas negras de la estación. Al final quiso que quedáramos a cenar y bailar y yo le dije que mi mamá me encerraba en un convento antes que dejarme salir a solas ¡con un italiano, además! Entonces, el chico me agarró por el cuello del anorak, me quitó las gafas y me dio un beso en la boca, de resultas del cual me sentí completamente sin fuerza y derretida por dentro. Y me dijo: «¿Esquiamos mañana?». Tenía yo dieciséis años.

No quiero decir con esto que sentía debilidad por los extranjeros. Sólo que me parecían menos paletos.

En uno de nuestros paseos, desde la distancia enseñé a Simon el cobertizo debajo del que varios arqueólogos trabajaban para sacar a la luz una villa romana del siglo II o III, que la abuela había descubierto por casualidad. Durante siglos, la Tierra de Campos había sido el granero del Imperio romano y en las lindes de los trigales habían construido casas nobles terratenientes, y la nuestra era una de las más impresionantes. No la pudimos visitar porque los trabajos de restauración estaban en una fase delicada y no permitían que pisáramos por baldosas y mosaicos, no los fuéramos a destruir.

—Lo siento muchísimo —dije— porque sé lo que te gustaría. De modo que tendréis que volver el año que viene. —Me pareció que a Simon le encantaba la idea.

Durante aquellos días pasados en Villaurbina con los Russell, nos acompañaban Juan y, por supuesto, Charo; Miguel y Pili y dos amigas suyas, Isabel y Alicia, que me parecían más tontas que Abundio (las tres se alojaron en la casa de arriba, un pequeño chalet situado a unos cincuenta metros de la casa principal acondicionado y decorado a la inglesa por mamá). También habían venido Marta, mi mejor amiga, Chema, el hermano de Charo amigo de Juan de la piscina de Puerta de Hierro, y un tercer compañero de los dos, Javier Rosales, un chico repeinado, que iba por la vida convencido de ser el no va más. Mi antipatía por él fue inmediata y dediqué los cuatro o cinco días de estancia en la finca a tomarle el pelo y, cuando no, a ignorarlo. Marta, poniendo voz gangosa, hacía que lo imitaba, «me apestan las manos a volante» y «subimos a Botahiero», por Puerta de Hierro. Tonterías. De todos modos yo era la pipiola, todos me llevaban tres o cuatro años, y no comprendía la obsesión de los chicos por querer darme palique.

Pero se entiende que prefiriera la compañía y la charla de Simon y que Rose hablara sin parar con Miguel. También se entiende que los Russell les parecieran a todos unos pesados. El resultado fue que allí se habló casi exclusivamente español y que, salvo Miguel, Marta y yo, nadie les hizo caso. Por no quedar mal, me dediqué a exhibir ante Simon y Rose todos mis conocimientos y mis lecturas para que no me tomaran por tonta. En aquellos años yo padecía de la pedantería del autodidacta que iba descubriendo un mundo de intelectualidades, privativo, me parecía, de mi inteligencia y mi curiosidad. Como digo: una adolescente con las complicaciones mentales de rigor. Entonces las llamábamos empanadas.

Al final de aquellas jornadas en Villaurbina, Simon, que pronto regresaba a Oxford (de donde nunca debió salir, dijo Chema), me propuso que lo acompañara en verano, durante julio y agosto, a unas excavaciones en Anatolia, en las que se buscaban restos de la civilización hitita. Rose iría también, con lo que actuaría de carabina, aunque, aclaró ella riendo, no como la institutriz de Gwendolen en La importancia de llamarse Ernesto, que no permitía que se hablara en presencia de su joven protegida del derrumbe de la rupia india, un hecho demasiado escandaloso para sus inocentes oídos. De todos modos, también podría venir Miguel si le apetecía la idea y así mi virtud quedaría completamente garantizada para tranquilidad de mi madre. «Mejor que con un cinturón de castidad», dijo Rose y yo me puse colorada como un tomate. Simon me miraba con sonrisa de conejo y también con el color subido.

Volvimos a Madrid el 3 de marzo del 74, al día siguiente de que dieran garrote vil a Puig Antich, el anarquista que había asesinado a un policía.

—Menudo lío tenemos montado en Europa con este asunto —dijo papá.

—Será porque sería inocente —sugirió Miguel con su habitual sonrisa burlona y suficiente.

Todos levantamos la cabeza estupefactos.

—No digas tonterías —zanjó mamá—. Cosió a tiros a un policía en Barcelona.

—Bueno, eso es lo que dicen los periódicos aquí y no es que cuenten siempre toda la verdad —contestó Miguel con sarcasmo.

—No quiero oír más tonterías en mi mesa.

—¡Pero mamá, si hasta Nováis dice en Le Monde que lo condenaron sin pruebas y de paso lo torturaron antes de preguntarle nada!

—¡Nováis! Ahora nos tenemos que fiar de la palabra de un vulgar comunista, enemigo de España, además. Y borracho.

—Hombre, mamá, José Antonio Nováis será un borracho si tú lo dices, pero suele estar bien informado. Y te diré que, por mucho que tus amigos sean exclusivamente los preclaros varones con los que tomas el té, en el largo escalafón de funcionarios, de ideólogos, de desencantados y de defensores siempre se cuela un delincuente, el policía más bruto, que, convencido de su sagrada misión de defensa de nuestros valores, aprovecha para cometer los crímenes…

—¿Crímenes? —exclamó papá.

—¿Crímenes? —repitió mamá, escandalizada.

Borja levantó una mano como pidiendo la venía.

—El régimen se acaba. El régimen se acaba, no me fastidiéis —repitió con énfasis—. Ya lo oísteis hace unas semanas en esta misma mesa. Estábamos todos. No es que lo dijera Russell, que de un embajador británico debe esperarse un juicio crítico. Lo dijo Fraga, un hombre del sistema. Por tanto, crímenes, sí. Lo malo es que en estos casos suelen quedar impunes y dejan un rastro terrible que los que vengamos después no vamos a dejar pasar.

En el comedor se hizo un silencio absoluto. Se hubiera podido oír el vuelo de una mosca. Mamá, fruncido el ceño, había dejado de comer y mantenía el tenedor en el aire, interrumpido a medio camino de la boca. Los demás nos quedamos inmóviles, demasiado sorprendidos por los exabruptos de Miguel y de Borja para intervenir.

—Soy un liberal de toda la vida, lo sabéis bien —dijo entonces papá—. Y hay cosas de nuestro sistema político y de… y de su… aparato represor que me cuesta mucho admitir. Las cloacas de un régimen son siempre insoportables, aquí y en Washington. Mira lo que le está pasando a Nixon con el lío de Watergate y las mentiras. Soy un leal servidor del régimen, claro… —sonrió—, bueno, soy uno de ésos a los que se conoce como alto cargo, pero mi adhesión es a un sistema pacífico de convivencia y mi fidelidad al caudillo se basa en lo que hizo por nosotros y lo que el régimen sigue haciendo por nosotros. Nos salvó en su momento, pero no le podemos pedir más. Franco está fatal…

—¡Juanito!

—Franco está fatal. Venga, Carmen, todo el mundo lo sabe, menos los de fe inquebrantable —añadió con una media sonrisa—. Es el final del régimen y hay que reconocer que la gente está asustada. Pero se equivocan si cifran toda su esperanza en que, una vez más, todo descanse en los hombros del caudillo; es en su obra en quien tiene que descansar. Por eso está bien que se permita que el sistema funcione como si no pasara nada para que los españoles vivan y se hagan ricos, para que el país prospere. Lo demás es dialéctica decimonónica.

—Venga, papá —interrumpió Miguel—, lo único que queda intacto del régimen es su capacidad represora…

—… inevitable si se trata de defender la paz que hemos construido y la convivencia —dijo papá—. Pero, claro, nadie fuera de España se da cuenta de lo que tenemos que defender, el futuro, y de lo que nos está costando. En todos estos días previos al ajusticiamiento de Puig Antich, pobre chaval, he tenido que manejar las protestas y las peticiones de clemencia. No podéis imaginar las cosas que he tenido que oír. Hasta el papa…

—Juanito, ésa es la maniobra de los comunistas. Siempre han sido muy hábiles liando a todo el mundo.

—Puede. —Cerró los ojos—. Dios sabe que se lo estamos poniendo fácil. Pero es a nosotros a quienes corresponde introducir algo de racionalidad en todo este tema. Es cierto que hay que cerrarle el paso al comunismo, pero eso corresponde a los jóvenes. A nosotros ya nos pilla muy cansados…

—¿Pero qué van a saber ellos? —interrumpió mamá con vehemencia, recuperada su firmeza—. ¿Cómo quieres que sepan por lo que pasamos, lo que tuvimos que defender, la sangre que corrió? ¿Qué saben ellos? Les hemos dado cuarenta años de paz y ahora pretendes que nada de esto vale, venga, pasemos página y volvamos a las andadas…

—Carmen, Carmen, si sufrimos lo que sufrimos, fue para que ellos tuvieran un futuro en paz, no un porvenir lleno de ataduras y coacciones. Pregúntale a la tata María si dio sangre, si a sus padres, que eran buena gente, no los fusilaron los nacionales, ¿para qué? Sangre la dieron ellos, Carmen, como cualquiera, sin ser culpables de nada, como suele ocurrir en las guerras civiles.

—¿Y todo esto lo dices porque han dado garrote a un anarquista asesino? —Mamá tenía un modo de gritar en voz baja que intimidaba. De todos modos, pensé, me da la impresión de que ésta es una discusión entre ellos, no hacia nosotros, una discusión que estalla entre ellos por primera vez y que hace mucho tiempo que debería haber sido solventada.

—No. Es probable que Puig Antich fuera culpable de asesinar a un policía. En ese caso, merecía morir…

—Lo malo, papá —interrumpió Miguel en un susurro—, es que lo que hace horroroso el ajusticiamiento de Puig, lo has dicho tú mismo, es eso de que es probable, sólo probable, papá, que asesinara a un poli. Sin pruebas, por Dios.

Papá suspiró.

—Son los coletazos de un régimen que se acaba, hijo. Éste ya no tiene remedio y además es difícil hacerle frente o protestar o negarse a aceptarlo. Está ahí. Es de una crueldad dura de aceptar, pero es así.

—¿Pero esto cómo se justifica?

—Porque después de tantos años, nosotros somos lo que lo justifica. Quiero decir, este último disparate garantiza un tránsito pacífico y que en el extranjero comprendan que no habrá desmanes después de Franco: una nueva sociedad más rica, más libre, más conservadora toma el relevo…

—¿Quién te dice a ti que éste es el último disparate? —preguntó Juan hermano.

—¿Y quién garantiza que no habrá desmanes, como tú los llamas, en el futuro y que la nueva sociedad rica no os salga respondona y se ponga a votar a los rojos? —dijo Miguel.

—Me temo que el ejército, Miguel. El ejército será el garante. Y te digo que es el último disparate porque, ejército o no ejército, la nueva España, vosotros, ya no lo toleraría. Tampoco el Mercado Común lo permitiría. Acabaríamos siendo réprobos de nuevo, apestados, como ahora.

Mamá se había quedado en silencio y seguía la discusión con las cejas enarcadas, segura de que nos habíamos vuelto locos todos, empezando por su propio marido.

—¿Apestados, dices? Mejor apestados aquí que podridos allí.

—Venga, Carmen, eso no te lo crees ni tú.

—La verdad os hará libres —entonó Javi.

—¿Qué? —dijo papá.

—Es lo que pone en la entrada del colegio del Pilar. Una frase del evangelio según san Juan. Me he pasado años viéndola hasta que ya no significaba nada para mí y, una vez que la invoqué para evitarme un boletín de notas negro, total sólo había hecho novillos un par de veces…

—… se dice pira —corrigió Borja.

—Vale, pira. Una vez que invoqué lo de que la verdad os hará libres para librarme de los ceros que me iban a caer, encima me tuvieron castigado los jueves por la tarde de un trimestre entero. Ya, libres…

—¿Y?

—Pues nada, que si Puig Antich hubiera dicho toda la verdad antes de que lo torturaran, le habrían dado garrote antes y ahora estaría libre dando brinquitos por el cielo de la mano de san Pedro.

—Javi, por Dios —dijo mamá—, parece mentira que vayas a ir al seminario. Un poco de respeto.

Y entre nosotros, entre los amigos y la gente que frecuentaba nuestra casa y que venía a cazar a la finca, entre los amigos banqueros, terratenientes, empresarios de mis padres, se daba ya por descontada la muerte de Franco y, en efecto, se hacía cada vez menos caso a las tonterías del régimen. El país iba por otro camino. Los mayores querían un sistema político no muy alejado de lo que había ahora, sólo que sin el generalísimo, con más libertad personal, con más capacidad de decisión propia y, salvo contadas excepciones, con una democracia amable pero inoperante. Todo estaba bajo control o, como decía papá, «al menos el franquismo ha tenido la virtud de quitarnos los sobresaltos del futuro». Lo malo es que, hipnotizados por esta falsa seguridad de que todo era en realidad una escena de sainete en la que la sangre nunca llega al río, nos confiamos.

—¿Sobresaltos? —decía Miguel—. ¿Y cómo digerirán las malas influencias exteriores? ¿Qué harán con Picasso y con Machado y con Miguel Hernández? ¿Y con Valle Inclán? ¿Cómo podremos leer a Hemingway? La censura, Lola, la censura es la que nos impide pensar, ya ves. Y estos tipos atreviéndose a decir que nuestra cultura, castrada y mojigata, es la única que vale la pena en el mundo. Pemán, el gran poeta del siglo XX. ¡Ja!, me río yo de eso. ¿Pero qué hipocresía es ésta? O sea que, para ver.

El último tango en París, tengo que tener pasaporte y dinero para irme a un cine a Francia. Ah, por Dios, me olvidaba, sólo los ricos pueden verla porque sólo nosotros, los de la nueva España, tenemos la cultura suficiente para apreciarla y soportar sus malas influencias. Sólo los ricos tenemos derecho a gozar y vivir esta vida de privilegio. ¡Venga ya! ¡Qué pandilla!

—¿Eres rojo, Miguel? —le preguntaba sin comprender todavía muy bien de lo que estaba hablando, sólo que se autoimponía un estigma que lo apartaba de todo, que lo convertía en un ser incomprensible para mí.

—Desde luego que sí, Lola.