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Cuando papá y mamá tenían invitados a mediodía, los hermanos mayores, o sea, todos menos la Chispa, comíamos en la mesa. Mamá daba un único consejo, siempre el mismo:
—Miguel, me haces el favor de afeitarte, que tienes unos pelazos como escarpias, y te vistes decentemente. ¿Qué habré hecho yo para tener un hijo tan cochino?
En días así se almorzaba en el comedor grande, el que daba a Serrano, con sus tres balcones luminosos abiertos al recién inaugurado puente sobre la Castellana. El puente era una maravilla aunque, para tristeza de Flor, la cocinera, bloqueaba la calle de la S que había sido nuestro panorama durante tantos años. «Adónde vamos a parar», decía. «¿Dónde irán a meterse mano los novios?».
Me gustaba mucho aquel comedor con su larga mesa Queen Anne de caoba rubia y las sillas Chippendale. Sólo se usaba en las ocasiones más bien solemnes. El invitado principal se sentaba de espaldas a la calle, enfrente de los Goya, o, si eran dos los comensales, como ocurría hoy, se sentaban a derecha e izquierda de mamá en el centro de la mesa.
El primero de los dos Goya era el retrato de uno de los grandes afrancesados, nuestro antepasado el primer marqués de Villaurbina, pintado con aire solemne, casaca amarilla y una peluca que siempre me había parecido algo torcida. A su lado, el retrato de la primera marquesa, un verdadero esplendor de trazos primaverales (¿primaverales?, no se me ocurre otra cosa) y de expresión inteligente. Mamá tenía los ojos iguales, la misma mirada que su tatarabuela.
En el costado del comedor entre las dos puertas dobles que se abrían sobre el gran salón de esquina, colgaba un bodegón de Juan de Arellano. Y enfrente, ocupando todo el testero para disimular la puerta de salida del office, un Coromandel de doce hojas que mamá había comprado en Portugal y que le debió de costar un Congo.
Durante la comida, Benito dirigía las operaciones y servía el vino (siempre un blanco de Villaurbina y un reserva de Rioja, a papá no le gustaban los vinos de la Ribera), Josefi traía las fuentes de plata (entonces se tomaban dos platos, pescado y carne) y Jacin pasaba las salseras y el arroz o las verduras de acompañamiento. Mientras almorzábamos, la tata María se encargaba de recoger los vasos, bandejas de aperitivos y ceniceros que habían quedado en el salón.
Unos meses después del atentado de Carrero, en la primavera del 74, vino a almorzar el embajador británico. Llevaba pocos años en Madrid, pero había hecho amistad con mis padres en Lisboa, el anterior puesto de ambos. Me parecía un poco pomposo este sir John Russell, pero inteligente y, en petit comité, simpático y ocurrente. Papá siempre decía que era uno de los tipos más inteligentes que conocía y que era una persona con la que se podía hablar sin tapujos.
El otro comensal era Fraga Iribarne, que estaba en Madrid de permiso y de politiqueo; llevaba un año de embajador de España en Londres, pero, después de morir Carrero, había estado a punto de ser nombrado ministro de Asuntos Exteriores en el gobierno de Arias Navarro. No lo había conseguido.
—¡Ah, don Manuel! —le saludó sir John efusivamente cuando se encontraron en el vestíbulo de casa—. ¿Y qué tal le tratan mis compatriotas en Londres?
—¡Sir John! —contestó Fraga atropelladamente, como hablaba él—. Qué gusto verlo aquí. Bien, la verdad es que me tratan muy bien. Solo me falta convencerlos de que nos tienen que devolver Gibraltar.
Russell dejó escapar una risa que me pareció más bien cautelosa.
—Conociéndole, don Manuel, acabará consiguiéndolo. —Haré todo lo posible. En fin, me alegro mucho de que coincidamos en esta casa…
—Bueno, a todos nos reúne en su casa Juanito Ruiz de Olara —contestó el embajador inglés mirando a papá y dándole una palmadita en el hombro; pronunciaba «Juanito» con el cuidado que le ponen los ingleses a la jota—, el hombre más importante de la política exterior española, ¿no? Es su poder de convocatoria.
En ese momento, mamá salió del salón. No lo hacía nunca cuando había invitados. Que se asomara al vestíbulo en esta ocasión indicaba lo importantes que le parecían los comensales.
—¡Sir John! —exclamó como si le sorprendiera su presencia.
—Querida Carmen. Tanto tiempo sin verla es un castigo que no merezco.
—Querido amigo. ¿Y dónde está Lavinia?
—En Londres pasando unos días. Su madre no está muy bien.
—¿Debemos preocuparnos?
—No, no. No es nada grave.
—La echamos de menos. Espero que vuelva pronto. Dígale que, en cuanto vuelva, tenemos que organizar una montería en Villaurbina. Este año hay unos ejemplares magníficos. Antes de que se cierre la veda, tienen ustedes que venir a pasar un weekend con nosotros.
Entraron en el salón de la esquina en el que esperábamos los demás. Era un cuarto luminoso, de grandes sofás tapizados en telas claras y de sus paredes colgaba la gran colección de cuadros de los pintores de la luz: un Nonell, un pequeño Anglada Camarasa, un Ramón Casas («sólo me costó cuarenta mil pesetas, una ganga») y los dos Sorollas. Sólo en una pared, el pequeño Turner veneciano heredado del abuelo.
—Siempre me ha gustado este salón, Carmen —dijo Russell—. Si algún día echa de menos el Turner, mande a la policía a detenerme. ¡Ah! La bella Lola —dijo acercándose a mí y cogiendo mis manos entre las suyas. Me puse colorada como un tomate—. Y la hermosa Pilar. Las mejores piezas de vuestra colección, Juanito. —Miguel hizo un ruido raro y mamá lo fulminó con la mirada—. Todos estos chicos crecen más y más, Carmen —dijo el inglés mirándonos a todos.
—¿Un fino, señor embajador? —preguntó Benito.
—No, gracias. Esta vez me inclinaré por lo británico: me parece que quiero un gin-tonic.
—Muy bien, señor. ¿Gordon’s o Beefeater?
—Gordon’s.
—Muy bien. ¿Y el señor embajador? —añadió, dirigiéndose a Fraga.
—Pues, pues… un tomate. Da igual.
Durante el almuerzo, enseguida se pusieron a hablar de política.
—¿Cómo ven ustedes la situación en España, Manuel? —preguntó Russell.
—Bueno, estamos empezando a recorrer un camino que, en realidad, es una incógnita, sir John. Creo que la salida de un sistema tan personal y tan largo como el del generalísimo plantea muchos interrogantes.
—De hecho, ¿cómo está el general Franco?
Fraga titubeó un momento.
—Le he visitado hace dos días y le he encontrado bien, bueno, todo lo bien que puede estar un hombre tan mayor y con tantas responsabilidades encima. Y más, habiendo perdido a su más íntimo colaborador.
—Seguramente la cuestión no es cómo se encuentra, sino, esté como esté, cuánto va a durar al frente del Estado. No es un secreto para nadie que…
—¡Ah! —dijo Fraga con el tenedor del pescado en alto—, tiene achaques, pero no veo que su vida peligre por el momento. Me parece que tiene cuerda para rato… siete, ocho años.
—¿Siete, ocho años? —Russell, sin poder disimular su sorpresa, dejó los cubiertos juntos sobre el plato—. ¿Me permite que le hable con franqueza? Por supuesto desde la perspectiva de un hombre que siente gran cariño y admiración por España… —Fraga hizo un gesto de aquiescencia y el embajador británico siguió—: Me parece que se equivocan al creer que Franco vivirá tanto. Sabemos que no está bien, el párkinson lo maltrata y padece problemas circulatorios graves.
—¿Adónde quiere ir usted a parar?
—Pues, don Manuel, con franqueza, a que me parece que deben ustedes prepararse para una muerte más temprana. Y, y… no es el hecho de la muerte lo que nos debe preocupar, sino el después. —Y en voz baja que sólo yo, sentada a su izquierda, pude oír, añadió—: No el de Franco, sino el de los españoles. —Levantó la vista y la fijó en el Goya que le estaba delante, el de doña Dolores, la primera marquesa.
—Yo también voy a serle muy claro. Es verdad que el general no está bien de salud y que probablemente no esté ya en disposición de gobernar el día a día. Pero eso no es lo que importa. Lo que importa es que, mientras él esté con vida, el sistema perdurará. El sistema es hoy mucho más incluso que Franco.
—Pero van ustedes a tener que evolucionar. El mundo entero los está mirando.
—Bueno —dijo papá—, creo que la solución es bastante clara y está prevista. Hace dos días, el presidente del gobierno anunció el nuevo espíritu político, las bases del futuro de nuestra democracia…
Russell levantó las cejas.
—¿El espíritu del 12 de febrero? ¿Ésas son las bases?
Papá asintió.
—… el embrión de los partidos políticos, sí, las corrientes de opinión…
—Eso no es mucho, papá —dijo de pronto Borja. Todos le miraron—. Me parece que lo que nos hace falta son partidos políticos. Bueno, partidos políticos no, que ya hay. En la clandestinidad, pero hay. Lo que es necesario es que sean reconocidos… Como en Inglaterra —añadió en voz baja.
Russell sonrió.
—Bueno, joven —interrumpió Fraga—. En España, después de tantos años, no estamos preparados para la democracia. Y yo soy el primero que aboga por los partidos. Pero los españoles somos ingobernables, levantiscos, anárquicos, y debemos prepararnos para una transición que ha de ser lenta. No se acostumbra uno a la libertad de la noche a la mañana.
—Abrir la mano del todo —dijo papá— quiere decir abrirle las puertas al comunismo, al socialismo…
—Nadie quiere un país en manos de la Unión Soviética en esta esquina de Europa, Juanito. Pero es cierto, como dice su hijo, que para que Europa acepte plenamente a España, va a necesitar establecer un sistema formal de democracia, con partidos políticos y todo lo demás.
—Bueno, la virtud de lo que ha anunciado el presidente Arias es que abre la puerta con prudencia —intervino Fraga—. Estamos hablando de la necesidad de no perder las riendas. No veo la viabilidad de un gobierno que no sea conservador…
—¿Y religioso? Quiero decir de tecnócratas ligados a…
—¿Al Opus Dei? No, claro que no. Soy creyente, sir John, como el que más, pero también creo en dar al César lo que es del César. Un gobierno de frailes no nos conviene. Me parece que Europa va a tener que acostumbrarse a nuestra democracia sui géneris: democracia al fin pero sin libertinaje.
—Estoy completamente de acuerdo —dijo mamá—. Debemos ir guiando a los españoles para no perder los inmensos beneficios que nos han traído estos treinta y cinco años de paz. Se lo decía ayer a la generalísima tomando el té en casa de la Huétor. No podemos tirar por la borda la ingente tarea de Franco.
—Nadie quiere que eso ocurra y Londres menos que nadie, Carmen.
Ahora comprendo cómo vivíamos al margen de lo que se cocinaba en el país. Éramos la clase dirigente y no había más. Ni se nos ocurría imaginar que otros casi cuarenta millones de españoles podían querer cosas distintas. Pensábamos instintivamente que en Europa sólo aceptarían a una España tal como éramos nosotros: cultos, civilizados, elitistas, de derechas, hablando idiomas. Poco importaba que fuésemos sólo unas decenas de miles de personas; en el fondo, el resto era la España de Bizet, buena para turistas, mala para todo lo demás. Estábamos convencidos, además, de que entre nosotros y el común de la gente no había espacio intermedio. A mi edad, por supuesto, yo no era ni me sentía franquista como mis padres; hasta me parecía incómoda esta dictadura blanda y benevolente, aunque aceptaba que era una buena idea. Me esperaba una dura sorpresa cuando llegara a la universidad el curso siguiente.
Al despedirse, Russell nos dijo a Borja y a mí:
—Cuando vengan de Londres mis hijos dentro de unas semanas, organizaremos una fiesta, una reunión, para que se conozcan ustedes. Yo creo que son de edades parecidas. Me gustaría mucho que se hicieran amigos.
Mamá, que no perdía una, dijo:
—Bueno, podemos organizar un grupo para que pasen unos días en Villaurbina y entren en contacto con jóvenes españoles.
—Me parece una idea espléndida —dijo el embajador con una gran sonrisa.
Fraga farfulló algo ininteligible.