7
Dije a los padres de Dimas que empezaríamos a aplicarle una sedación progresivamente más fuerte a medida que su estado fuera empeorando. Y no había duda de que su estado empezaba a empeorar seriamente. El pobre niño sufría de modo atroz. Lloraba sin parar, con grandes sollozos que le sacudían todo el tórax y que incrementaban el dolor. Apretaba los dientes y cerraba los ojos con fuerza. De vez en cuando conseguíamos que se amodorrara y le doliera menos. Le aplicábamos lo que se conoce como quimioterapia paliativa, esperando que se produjera no ya una regresión del mal, que eso era imposible, sino que al menos se detuviera la progresión brutal del cáncer y le diera un respiro, haciéndole más llevaderas las semanas que le quedaban de vida. Pero se trataba del sarcoma más agresivo que yo había visto nunca; era imparable. Se había extendido a los ganglios del cuello y de las axilas, tenía invadido el pulmón derecho, lo que era, por paradójico que pareciera, la derivación que más amenazaba su vida. Consideramos operarlo para quitarle el pulmón, pero habría sido inútil y probablemente el pobre chico se habría quedado en la mesa de operaciones.
De modo que hablé con los padres e insistí en que era necesario sedar a Dimas a medida que lo fuera necesitando. Después supimos que recibían consejo de Lidia y que ésta era una de las razones para que se negaran en redondo a una terapia paliativa que disminuyera el dolor del niño. No sé lo que les habría dicho ella ni de qué modo habría sugerido que lo que yo pretendía era ir matando a Dimas sin darle oportunidad de curación. Daban la sensación de creer que si Dimas sufría, quería decir que estaba vivo mientras que, en la medida en que estaba adormilado, su estado lo acercaba a la muerte.
Lidia me irritaba, me parecía una curandera llena de prejuicios y supersticiones, pero ¿cómo podía combatir lo que ella quisiera hacer con su fe y con la de los padres de los enfermos? Eran los enfermos terminales los que lo sufrían. La doctora Marugán me parecía una charlatana de la peor especie porque embaucaba a los padres llevándolos a la aceptación del dolor de los niños. Incluso les prometía que se curarían aun cuando no había esperanza. No es que fuera mala oncóloga infantil: aplicaba los protocolos de modo correcto. Pero, cuando no quedaba ya remedio, se escapaba por la tangente de los cielos y los arcángeles. Creo que era tan retorcida de alma que no le importaba el sufrimiento del enfermo (sabía que se moría) sino que, entre todos, le reconocieran su formidable capacidad de consolarlos y de llevarlos a la resignación. No contribuía a salvar al enfermo, sino sólo a aliviar la tristeza y desesperanza de los padres. Y, dicho sea de paso, a robarnos a los niños para llevárselos a su propia clínica privada. Eso me enfurecía porque el protocolo de tratamiento escapaba de mis manos, yo dejaba de controlarlo y, además, Lidia hacía que los padres me consideraran una enemiga y probablemente una asesina. Y si se nos moría un niño, no era a causa del cáncer, sino porque no le habíamos aplicado correctamente la terapia o porque era demasiado tarde para que surtiera efecto la que ella aplicaba cuando finalmente le llevaban el paciente: en una palabra, habíamos fallado como médicos. Si hubiéramos seguido sus consejos… La odiaba con todas mis fuerzas.
En uno de esos días tan malos, tan desesperanzados, me llamó un periodista de El País. José Luis Batalla, se llamaba. ¡Qué nombre más apropiado! Nada lo arredraba ni le desanimaba. Cuando por fin consiguió que le pasaran conmigo, no se anduvo por las ramas. Su director le había encargado para lo que llaman «el colorín», el suplemento en color de los domingos, un reportaje, un artículo largo y tan amplio como fuera necesario sobre el cáncer infantil. Pretendía averiguarlo todo, porcentajes, medicamentos, hospitales, trato con los enfermos, la sonrisa médica, investigación, ¿eutanasia? Todo. Quería sobre todo husmear el ángulo humano, mi ángulo humano, pero era tan listo que no me lo dijo, sospechando por instinto que una médico como yo, enfrentada a tanto dolor cotidiano, hacía tiempo que había decidido encerrarse en una coraza y no abrir de ella ni una rendija. ¿Qué se había creído, que iba a abrirle mi corazón para que un idiota se apiadara de él y se lo pudiera contar a otros tres millones de idiotas? Estaba tonto.
—No, mire usted, estamos muy ocupados en el hospital, no tenemos tiempo de…
—¡Si no quiero que me dé más de unos minutos de su tiempo y me encamine hacia quienes me puedan ayudar! Nada más que eso, doctora. Sólo eso. —Tenía una voz firme y agradable, directa, que no se entretenía en circunloquios—. ¿Usted no descansa nunca? ¿Nunca sale a tomarse un café?
—No bebo café.
—Un batido de fresa, entonces, unas sardinas…
Reí.
—No me interesa la comida.
—Ni a mí tampoco, doctora. Lo que me interesa son las cosas que usted pueda contarme, no las que se coma.
Titubeé una millonésima de segundo. Luego me dijo que había adivinado mi duda y que en ese instante supo que había vencido mi resistencia.
—Una tarde. El tiempo de una comida cerca del hospital…
—Llámeme mañana. A esta hora.
Colgué.
Mari, la enfermera jefe, me miraba sin pestañear. Estábamos solas en la estación de enfermería de la planta.
—¿Qué quiere?
—¿El señor Batalla? Quiere entrevistarme para que le explique lo que hacemos y supongo que para que le explique el lado humano. El lado humano —repetí con una carcajada seca—. Está bueno.
—Pues yo creo que deberías, Lola. Al menos verían lo que hacemos y no sólo lo que hace la Marugán con sus rezos al Señor.
—Anda, vamos a tomarnos un café.
—¿No habíamos quedado en que no tomas café?
—Ya ves.
Más tarde volví a la habitación del pequeño Dimas. Estaba solo. Sus padres habían ido a comer algo y el niño estaba adormilado. Ya no se le quitaba el rictus de dolor permanente.
Me acerqué sin hacer ruido, pero cuando llegué al borde de su cama, abrió los ojos.
—Hola, Lola —dijo en voz muy baja.
—Hola, amigo. ¿Cómo estás?
Se encogió levemente de hombros.
—Bah, bien.
—¿Te duele?
—El brazo. Ahora sólo el brazo.
Con toda la suavidad de que era capaz, le levanté la cabeza y le arreglé la almohada. Pese a todo, Dimas puso cara de dolor y dio un grito. Aquel sufrimiento de cuello me alarmó: si la metástasis se empezaba a extender a las cervicales, podíamos acabar teniendo, además de todo, una afectación de los nervios ópticos, lo que podría derivar en una ceguera y aún más dolor, pero, sobre todo, con el niño a oscuras, más miedo. Esto se estaba convirtiendo en un verdadero horror. Pobre chiquillo. Le acaricié la cara.
—¿Mejor?
—Bueno… un poquito. ¿Sabes, Lola? Un día se murió mi abuelo. Le quería mucho, pero era muy viejo. Me puse triste. Pero ya estoy bien. ¿Tú sabes por qué mamá siempre está triste?
—¿Triste?
—Sí, llora cuando cree que no la veo. Está triste y no sé por qué. ¿Tú por qué crees que es?
Tragué saliva.
—Por nada. Debe de estar preocupada por algo, por alguna amiga que no esté bien, por un problema de casa… no sé. Claro. Eso debe de ser. Pero tú no te preocupes. Te queremos mucho. Sobre todo papá y mamá.
—¿Y tú?
—Yo mucho.
No habló de Lidia. Aquello me produjo un placer perverso. Mala que es una.
—El hermano de papá va a tener un bebé y los tíos me dijeron que querían que yo fuera su padrino. Dije que sí, claro, pero luego me puse malo y no sé qué va a pasar. No sé si me dará tiempo a curarme para el bautizo. —Guardó silencio y luego preguntó—: ¿Tú crees que si no puedo ir encontrarán a otro? —Me miraba con sus grandes ojos asustados.
—Seguro que sí, pero no te debes preocupar, Dimas.
—Sí, ya sé, pero…
Los niños son más listos que un rayo y tienen el olfato finísimo. Ninguno de mis niños en oncología infantil me preguntaba nunca otra cosa que no fuera cuándo se iba a curar. Aun así eran pocos los que me preguntaban: una contestación mía no tenía remedio, era la verdad y ellos no querían saberla. Preferían preguntar a sus padres y cuando éstos les aseguraban que estaban bien, no volvían a preguntar. Nunca ningún niño me había preguntado si se iba a morir. Nunca.
Dimas guardó silencio de nuevo.
Le cogí una mano entre las mías.
—Creo que vamos a intentar curarte, ¿sabes?…
—¿Me vas a poner más quimio?
—Sí, un poco más.
Gimió. Le costaba respirar. Le subía y bajaba el pecho con grandes espasmos; le faltaba el aire.
—Ahora me duele otra vez.
Le agarré la mano con más fuerza y después alargué un brazo para apretar el timbre de llamada. Enseguida sonó la voz de Mari:
—¿Sí?
—Mari, vamos a sedar un poquito más. Y necesitamos oxígeno ahora mismo. Ven a echarme una mano, anda.