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Pasado el revuelo del atentado de Carrero en diciembre de 1973, la vida siguió como siempre.
Supongo que la muerte del almirante no fue para nosotros, ni para mucha más gente como nosotros, el anuncio de un cambio de régimen: fue, como lo llamó mamá, una simple animalada de los bestias contra la paz. «Es verdad que los españoles somos ingobernables y que, mal que nos pese, necesitamos mano dura. Estos asesinos lo demuestran día a día», dijo papá. El proceso 1001 que se celebró justo en esas fechas contra unos dirigentes comunistas, me parece que eran, fue un buen escarmiento. Nos impresionó que a Nicolás Sartorius le cayeran diecinueve años de cárcel: «Qué barbaridad», dijo papá, «cómo puede torcerse la vida de un chico de buena familia. ¡Si son amigos nuestros de siempre!».
En fin, pasar página. «Vamos a organizar todo esto», debió de pensar mamá.
En primer lugar, la boda de Juan y Charo. La fecha estaba ya decidida: el 26 de junio, que caía en miércoles, dos días después de la noche de las hogueras de San Juan. La iglesia escogida (por mamá) fue San Fermín de los Navarros. Quedaba por decidir el lugar de la cena. Ahí las opiniones se dividieron en tres: papá quería que la fiesta fuera en el Ritz, mamá, en Puerta de Hierro, y los hermanos, Juan incluido, en Villaurbina. Ni que decir tiene que el lugar escogido fue Puerta de Hierro. El mismo que para mi puesta de largo un año más tarde (nunca se celebró porque se la cambié a papá y mamá por un viaje a Nueva York con mi amiga Marta). En cuanto a la petición de mano de Pili, se suponía que el pobre Perico aprobaría las oposiciones en junio, justo antes de la boda de Juan hermano, y que la pedida podría ser en otoño.
Siempre lo llamábamos el pobre Perico, pero era un desprecio inmerecido. Era tímido, sí, pero simpático para ser cuñado. Pili lo manejaba como si lo llevara de la punta de la nariz. A veces me irritaba ese trato, sobre todo cuando, por cualquier estupidez (de Pili, que era una ignorante medio analfabeta), le aplicaba un castigo que consistía en no hablarle en dos o tres días. Perico se ponía muy mustio; estudiaba como una muía para llegar a aprobar la oposición a abogado del Estado y encima, eso. Todos decían que era muy brillante, que sólo había suspendido una vez a sus veintitrés años y que lo sacaría a la siguiente. El pobre (en este caso, sí) se tomaba un recreo diario de media hora que invertía en beberse una coca-cola con Pili en casa o en el California de Goya. Que a mi hermana se le ocurriera castigarle por cualquier idiotez me parecía una indignidad. «¿Tú crees que es justo que lo trate así?», le preguntaba a mamá. «Déjalos, son cosas de novios», me contestaba. «Cuando tenga novio, le adoraré y no me pelearé con él por cualquier tontería». «Muy bien, hija». La única que le decía las verdades a Pili era Flor, la cocinera de toda la vida, pequeñita, encogida de tanto trabajar y mujer de muy mal genio: «¿Sabes lo que te digo, Pili? Un día tu novio ése te va a plantar y te quedarás más sola que la una, que es que no veis más allá de vuestras narices, hija; eres más tonta que el burro de mi pueblo». En esas ocasiones, la tata María, que nunca había sentido gran simpatía por Pili, sonreía de costado, se encogía de hombros y no decía nada.
De modo que todo estaba previsto. Me hacía una ilusión bárbara la boda de Juan, entre otras cosas porque Charo tenía un hermano un poco mayor que ella que me encantaba. Chema. Era amigo de Juan. Habían ido a la facultad juntos, milicias en La Granja incluidas compartiendo tienda. Era alto y fuerte, con cara de golfo. Me tenía muy estudiado su cuerpo de verlo en la piscina de Puerta de Hierro y estaba estupendo. A veces me hablaba con condescendencia, como se hablaba a las hermanas menores de los amigos, como si fuéramos subnormales, y hasta un día oí que le decía a Juan: «Oye, Lola se está poniendo buenísima». «Ni se te ocurra», le contestó mi hermano y yo, sentada debajo de una sombrilla cerca de la barra en la que se tomaban una cerveza, enrojecí hasta la raíz del pelo. Menos mal que no me vio nadie. En cuanto pude, me fui al agua y luego subí al vestuario, me quité el bikini y me puse un traje de baño entero.
Perdí la inocencia de golpe. A los dieciocho años. No es que fuera tan ingenua o tan tonta como para creer que nuestra familia era perfecta. Sabía que, a medida que fuéramos creciendo, era inevitable que dejáramos de ser bebés amparados debajo de la gallina clueca. No era eso: era que me parecía que la estructura del amor entre todos se haría más elástica, pero que nunca se rompería. Aquello era inexpugnable, papá, mamá, los hermanos, la tata, Flor, Josefi, Jacin, Benito, la casa de Serrano, la finca de Villaurbina, todo era una fortaleza a la que nada haría tambalearse. Hasta mi yegua, la Pola, y mi perro, el Ton, pertenecían a ese círculo.
En el verano del 74 Juan ya trabajaba en el Despacho Lerma (tardé un tiempo en darme cuenta de que había sido gracias a un empujoncito dado por papá) y se había casado con Charo, Pili estaba a punto de hacerlo con su abogado del Estado, el pobre; Borja, que siempre había dibujado de maravilla, sería pronto un arquitecto famoso; Javi, recién ingresado en el seminario, acabaría cuando menos de arzobispo; la Chispa, con lo mona que era, triunfaría de niña prodigio como Marisol; y Miguel, como siempre, en cuanto nos libráramos de su pesadísima novia catalana, tan fina y tan catalana, sería el payaso enternecedor que mantendría intacta la risa de la familia. En cuanto a mí, terminaría Medicina y me instalaría, como en las películas, en un pueblo de las montañas a hacer el bien en una comunidad bastante primitiva de gente que acabaría adorándome pese a las suspicacias iniciales. Tonterías de una cría de dieciocho años. Sabía que las cosas no son así y que era mejor que despertara a la realidad, pero, al menos, la trabazón de la familia se mantendría intacta: mis padres serían como siempre la roca inexpugnable sobre la que se asentaba la esencia misma de todos nosotros. «Vaya. Como la bechamel», decía Miguel.
Nuestras vacaciones en el campo reforzaban esa sensación de seguridad. Aquello sí que era un coto cerrado, impenetrable, al que no accedían extraños, sólo la gente que nos quería.
Villaurbina era un rincón, claro. Provincia de Valladolid pero metida en la de Zamora. Hasta tenía un pueblo dentro, Villaurbina, que además era cabeza de partido, varios villorrios de aparceros, dos escuelas creadas por mi abuelo y la carretera nacional que la dividía en dos. Seis mil hectáreas dan para mucho, dan al menos para dos mil quinientas de trigo, quinientas de dehesa de alcornoque, mil cabezas de vacuno, dos mil ovejas y mil cerdos criados con bellotas. Cada año, la matanza era una fiesta y nos daba chorizo y salchichón y morcilla para regalar.
En una ladera al sol de mediodía teníamos plantadas unas ochenta hectáreas de viña de excelente uva verdeja que vendíamos todos los años a los cosechadores de Rueda. Nunca quisimos hacer vino de marca en la denominación de origen y sólo embotellábamos lo que se nos antojaba para nuestro consumo. Con los años y la fama adquirida por los blancos de Rueda, sin embargo, Juan se metió a producir un vino, Marquesa de Villaurbina, que salió estupendo y que se vendía como rosquillas.
Imagino que todo eso nos hacía muy ricos, pero no éramos conscientes de ello. Cuando tienes tanto, te parece natural. De todos modos, mamá siempre decía que Villaurbina costaba tanto y cuanto y que era una ruina. Yo creo que don Carmelo le decía que sí como a los locos.
Don Carmelo había sido el administrador puesto por mi abuelo al frente de la finca y allí seguía. Mamá, que no solía errar en sus apreciaciones sobre la gente, se fiaba mucho de él.
Papá y yo siempre montábamos juntos. Pasábamos horas recorriendo la finca a caballo, yo con la Pola y papá con el Jeque, siempre al galope corto bien instalados en nuestras sillas camperas. Muy lejos de la casa, a diez o doce kilómetros, nos deteníamos en un bosquecillo de encinas, a tomarnos, en días de frío, un caldo bien caliente del termo que nos había preparado Flor o, en días de calor, un gazpacho helado. Charlábamos de cosas, de sentimientos, de amores, del futuro, a veces del de papá.
—¿Tú qué vas a hacer?
—¿Ahora? Más bien debería yo preguntártelo a ti que eres joven y tienes toda la vida por delante…
—¿Yo? Yo ya sé lo que quiero, papá. Seré médico. Pero ¿tú? ¿Haces lo que quieres?
Mi padre suspiró y luego dijo:
—Hice lo que quise cuando tenía tu edad. Escogí mi camino y no me aparté de él y ahora ya no tengo mucha elección: estoy donde estoy y lo que me toque hacer de ahora en adelante está, me parece, escrito. Con un poco de suerte, el nuevo ministro Cortina me mandará de embajador a París o a Londres, que es lo que quiere tu madre… Ya se encargará ella de seducirlo. —Sonrió de costado, como siempre que iba a decir una bobada.
Aunque la visita del presidente Gerald Ford a Madrid ha salido tan bien y me ha tenido tan metido entre americanos importantes y con el príncipe mañana, tarde y noche, que igual me hacen ministro de Exteriores en una de éstas. —Dejó escapar una risa breve y poco convencida—. Es irónico, ¿verdad, Lola?, que cuando se es joven el futuro está tan lejos que no preocupa… Es el único futuro que tenemos y no le damos la más mínima importancia. Y cuando llega, nos preguntamos si no hubiéramos querido hacer otra cosa.
—¿Tú hubieras querido?
—¿Hacer otra cosa? —Guardó silencio durante tanto tiempo que pensé que ya no iba a hablar más del tema. Le miré con curiosidad. Por fin, con voz decidida, añadió—: Me hubiera gustado ser médico…
—¡No me digas!
—Sí. Médico, sí. Pediatra, ya ves.
—Pediatra.
—Sí.
—Anda. ¿Y por qué no lo hiciste?
—Bueno… —se encogió de hombros—. Pertenezco a una familia de diplomáticos. Era lo que se esperaba de mí. Luego me enamoré de tu madre y… ¿Por qué pones esa cara?
—No sé, porque, con el dinero que tenéis, podrías haber hecho cualquier cosa, lo que te hubiera apetecido.
—Con el dinero que tiene tu madre, Lola. Yo no. Y me parece que a ella no le habría gustado renunciar a las embajadas y a la vida diplomática. En aquellos años cincuenta y sesenta, los diplomáticos éramos el no va más de la sociedad. A tu madre no le habría gustado estar casada con un vulgar médico de niños. Y a mi madre no te quiero ni contar lo que le habría parecido.
—¡Pero entonces, no has sido feliz en tu vida! ¡No has hecho lo que has querido!
—¡Claro que he sido feliz! La compensación has sido tú, Lola. Tú y tus hermanos. Eso no se paga con el precio de hacer lo que a uno le da la gana.
Con el tiempo aprendería que, cuando alguien invoca excusas como «si no hubiera sacrificado mi vida, no habría tenido los maravillosos hijos que tengo», está mintiendo. Uno arranca en la vida sin saber si va a tener hijos maravillosos que le compensarán de toda la amargura. Pensé en decírselo a papá, pero de repente me pareció que iba a añadir algo más, que titubeaba, que nos dejábamos algo en el tintero. Pero se puso de pie y dijo:
—Anda, volvamos, que llegamos tarde a comer.
De un salto se subió al caballo, apoyando las manos en la grupa, y con el mismo impulso se puso a galope. Siempre lo hacía para demostrar lo en forma que estaba. Así, a caballo, con los zajones y la chaqueta de piel de cordero, parecía un príncipe más que un marqués consorte.