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Dimas ingresó en mi departamento del hospital en septiembre de 2002.

Traía un cuadro clásico de cáncer infantil, aunque no frecuente en un niño de diez años de edad: un sarcoma de Ewing muy localizado en la pelvis. Dimas estaba realmente enfermo. Un año antes, y durante tres meses, había sido tratado en Valencia de forma muy eficaz, tanto que habían acabado mandándolo a casa, curado. Pero naturalmente, por precaución, como lo establecía el protocolo, debía pasar revisiones cada trimestre. En la segunda de las revisiones, mis colegas de Valencia comprobaron que el sarcoma se había reproducido de forma muy agresiva, con un tumor primario recidiva en la pelvis y metástasis en el pulmón derecho. Además de que el sarcoma en la pelvis no es operable, pronto íbamos a descubrir que se había extendido también y con increíble rapidez a otras partes de su cuerpo, probablemente a través de la linfa. Nada más llegarnos Dimas, pedí que le hicieran una biopsia de médula ósea.

Nos lo enviaban a Madrid a la desesperada. El jefe del departamento de Oncología de Valencia me dijo que los padres habían insistido, «lo que sea, lo que haga falta», hasta forzar el traslado del chico.

Los padres también presentaban un cuadro clásico: demacrados, ojerosos, derrotados. Sabían bien lo que le pasaba a su hijo y conocían la prognosis. Consigno todos estos hechos de forma tan fría porque desde el principio de mi carrera, la sequedad, la asepsia científica había sido mi manera de sufrir menos frente al dolor de lo inevitable. Veíamos a aquellas pobres criaturas indefensas, angustiadas, aterrorizadas y éramos conscientes de ser su único sostén frente a la enfermedad. Era preciso ser fuerte. Claro, es fácil decirlo.

Los padres de nuestros enfermos eran otra cosa. En muchas ocasiones se aferraban a la vida de sus hijos con tanta desesperación que habrían dado lo que fuera con tal de mantener la esperanza de curación contra viento y marea. Lo que fuera. Se me llevaban los demonios porque esta actitud me parecía de un egoísmo intolerable, «sufra lo que sufra mi hijo, que no me lo quiten». Claro que no lo formulaban de este modo sino «por Dios, hagan lo que sea pero que mi hijo no muera». Me resultaba difícil comprenderlos, se me hacía insoportable no ser capaz de convencerlos de que lo que importaba era el niño y su sufrimiento y no el dolor de los padres, respetable pero estéril. Lo que fuera, un día más, un tratamiento más, doctora.

Al principio lo hablaba con mi hermano Javi. Al menos él era un cura sensato, de los modernos, la correcta combinación de inteligencia educada y fe iluminada. Mamá estaba convencida de que acabaría siendo papa, el primer papa español de la era contemporánea; lo había educado para eso. Pero, cura sensato o no, conciliar o no, Javi me daba las únicas respuestas que podía sobre la voluntad de Dios, sobre el hecho de que sólo Él disponía de la vida y de la muerte. («¿Y el garrote vil?», le preguntaba yo; «una aberración salvaje», me contestaba, destruyendo mis argumentos).

—Tu misión es buscar la cura —me decía.

—¿Incluso cuando el enfermo se muere sin remedio?

—Incluso entonces.

—Anda que el día que uno de nuestros científicos sea capaz de crear vida a partir de una proteína sintética, a Dios se le va a acabar la exclusiva.

—No blasfemes —me decía—, y además, eso que dices es imposible que ocurra. Deberías conocer a la doctora Marugán —insistía él.

—¿Sí? ¿Por qué?

—Bah, por nada, porque ella sabe bien de lo que hablo.

—¡Pero, Javi, si la conozco desde que usaba calcetines!

—¿Ah, sí?

—Sí, Javi, sí, íbamos al cole juntas. Además, ¿sabes lo que te digo, hermano cura? Me sirves de poco: no hablamos el mismo idioma; debe de ser que la religión y la medicina tienen pocos puntos de contacto.

—No digas bobadas, Lola; nada se entiende sin Dios.

—Te equivocas, Javi: si no metemos a Dios en estos asuntos, todo se entiende y se explica mucho mejor.

—¿Qué quieres, matar al pobre enfermo que no tiene cura? —preguntaba mi hermano—. Eso es privilegio de Dios.

—No me hagas preguntas retóricas, Javi. ¿Cómo voy a querer matar a nadie? Soy médico, no verdugo. Sólo te digo que ver a diario cómo sufren esos niños es un contradiós…

No encontraba consuelo en Javi. Ni en Borja, por cierto, con su frialdad intelectual de arquitecto hecho en Chicago, una vez que hablamos de lo divino y lo humano (qué otra cosa podían ser mis dudas morales) sentados debajo de una encina en la finca: encaramado a su último y atrevido rascacielos, él se consideraba Dios, o al menos no menos que Dios; a este chico le iban a dar el Pritzker cualquier día. Tampoco Miguel me servía de consuelo, la verdad sea dicha. Él decía exactamente lo contrario que nuestro hermano cura, pero de manera tan exagerada que me hacía reír, no reflexionar. Sus opiniones no me ayudaban, desde luego, a apaciguar mis cargos de conciencia, mis sentimientos de culpa.

La doctora Marugán. Lidia Marugán. Nos conocíamos desde muchos años atrás. Habíamos sido compañeras de colegio en la Asunción y nos habíamos disputado los favores de la madre Assumpta a base de darle una coba descarada. Me acababa dando vergüenza tanto descaro, mientras que Lidia era capaz de cualquier vileza, de cualquier desfachatez, con tal de que la madre hiciera notar a todas que ella era la preferida. ¡Esa manera recogida e hipócrita de rezar el rosario en la capilla, ese tono dulzón de sabelotodo! ¡Puaj!

La antipatía no se me había quitado en la universidad. No podía remediarlo: era cosa de personalidad, de epidermis. Reconozco que Lidia era una estudiante estupenda y que era guapa y que tenía éxito con los chicos. Por eso me sentí tan bien cuando acabé el MIR como número uno y ella no pasó del cuarenta y tantos (cuarenta y uno, en realidad). Nunca la invité a mis guateques ni a los fines de semana en Villaurbina, sólo a una de las bodas, la de Borja, y estoy segura de que eso le hacía sentirse menospreciada. Es cierto, pero yo, sobre todo, la rechazaba por instinto: ella no pertenecía a nuestro ambiente. Y no era cuestión de clase sino de estilo. A Lidia se le notaban la ambición social desmedida, las ganas de ser aceptada, y aquello resultaba tan obvio que nos producía rechazo. ¿Qué se había creído? Además, como le decía Miguel a nuestro hermano mayor, Juan, «seguro que cuando te cases Lidia te preguntará por tu esposa en vez de por tu mujer». Hasta Juan, que estaba a punto de casarse con una niña bien, comprendía la distinción y exclamaba «¡qué horror!». «Y apuesto a que levanta el meñique cuando bebe», añadía Miguel riendo. Éramos crueles.

En fin, los padres de Dimas.

—No debo esconderles a ustedes que su hijo está nuevamente muy grave. El cáncer se le ha reproducido…

—Sí, pero nos dijeron en Valencia que si alguien podía hacer algo eran ustedes —interrumpió la madre.

—¿Más de lo que ellos han hecho allá?

Mercedes, la madre de Dimas, titubeó.

—Bueno… Nos dicen que están ustedes experimentando con una terapia completamente nueva y que por ahí… —dijo.

—Siempre se prueban nuevas vías. Eso no quiere decir que tengan forzosamente éxito ni que las autoridades sanitarias nos permitan aplicarlas indiscriminadamente. En estos ensayos clínicos tenemos unos protocolos que respetar…

—No es eso, es que en este caso estamos dispuestos a que usted aplique los medios aunque sean arriesgados. Quiero decir que lo autorizamos expresamente —hizo una pausa—, y estamos dispuestos a pagar lo que sea…

—Tampoco es cuestión de dinero, Mercedes. Los ensayos se hacen con enfermos seleccionados de un grupo específico para poder comprobar de manera fiable el efecto de la nueva terapia. —Guardé silencio por un instante y luego añadí—: En estos ensayos medimos las cosas por porcentajes, por efectos colaterales… de modo impersonal, es lo que quiero decir. Y Dimas no puede ser una estadística. Si le admitiéramos en un ensayo, su estado podría agravarse y él podría sufrir mucho. Por esta razón, no podemos… —Iba a añadir que no podíamos aceptar a niños que no tuvieran garantizada la vida durante al menos doce semanas, pero me callé.

—No es una estadística —dijo la madre con tono desesperado—, pero necesitamos que prueben con nuestro hijo. —Se le llenaron los ojos de lágrimas—. No podríamos soportar su muerte, doctora.

—No podríamos —dijo el padre, hablando por primera vez.

—Lo sabemos bien, señor Rodríguez. Dimas está muy enfermo y lo vamos a tratar con todos los medios a nuestro alcance. Con todos —concluí, tratando de dar una impresión cierta de firmeza—. Si, de todos modos, en este momento, se estuviera realizando un ensayo relativo al tipo de cáncer que tiene Dimas en alguno de nuestros hospitales, se lo diríamos a ustedes para que tomaran la decisión de mandarle allí o no. No les escondo que la situación es grave… más que grave.

El traslado desde Valencia había sido una tortura para Dimas. Nada más llegar ordené que se le pusiera un parche de fentanilo. Un niño calculado para inspirar ternura. Tenía grandes ojos azules redondos de miedo y una sonrisa triste en la que brillaba la angustia.

—Hola, Dimas —le había dicho—. Soy Lola, la médico que te va a cuidar.

—Hola. ¿Me vas a curar?

—Sí.

Estuvo en silencio durante todo el tiempo que tardé en hacerle un primer examen. Tenía la paciencia y resignación de quien está acostumbrado a estas cosas. Después:

—¿Lola?

—¿Sí?

—Si a un niño lo van a bautizar dentro de dos semanas y hacen padrino a alguien y ese alguien se muere, ¿el niño se queda sin padrino para siempre?

—No. Le buscan un sustituto.

—¿Un tío o un primo, algo así?

—Algo así.

Dimas sonrió aliviado. Fue la única vez que habló de su miedo a la muerte y de lo que le angustiaba dejar cosas sin resolver.

—Te vamos a hacer unas pruebas más, ¿sabes?

Dimas asintió.

Más tarde, al caer la tarde, terminadas mis rondas, volví a la habitación de nuestro nuevo enfermo. Di un breve golpe con los nudillos y empujé la puerta. Me quedé de hielo: allí, charlando en voz baja con el matrimonio Rodríguez, estaba la insuperable doctora Lidia Marugán. Levanté las cejas.

—Estaba diciendo a los padres de Dimas que están en las mejores manos posibles, Lola. —A sus cuarenta y siete años, Lidia tenía casi intacta su belleza de siempre, sólo un poco ajada, yo creo que por efecto de una excesiva vida de asceta, de un cierto fanatismo que no se le había quitado en todos aquellos años. Al revés, había ido a peor.

—Gracias —contesté. Me salió seco como un escopetazo.

—Bueno, debo irme, que me quedan las rondas de mi clínica de Boadilla. Tenemos unos pacientillos que, gracias a Dios, van por buen camino. Espero poder darles de alta en poco tiempo. Ya saben, Mercedes y Julián: mucha oración, pedirle al Señor que derrame sobre ustedes misericordia y amor, que la ciencia se la pondremos nosotras. El Señor es el mejor colaborador imaginable.

Las tonterías de Lidia siempre me habían parecido inofensivas. Bueno: pues rezar a Dios, vale, de acuerdo, mientras nadie interfiera con los médicos. Me inquietaba un poco que los pacientes pusieran demasiada esperanza en los poderes curativos del Cielo porque esa esperanza tenía trampa: si el paciente no sanaba, la culpa era del médico, y si se curaba, era gracias a Dios. Eso sí, nadie se preguntaba por qué Dios hacía milagros en algunas ocasiones y en otras, no. Nadie se lo tenía en cuenta a la Divina Providencia, porque si no obraba el milagro era por otras razones que tenían que ver con Sus infinitos e inescrutables designios. A veces me preguntaba si una engañifa así era tan inocente como parecía. Miraba a Lidia Marugán y no acababa de creer en la inocencia de sus propósitos. Y luego pensaba de nuevo que la cosa era bastante inofensiva: no me estorbaba que Dios se llevara la gloria si el niño sanaba y, al fin y al cabo, si se moría significaba en todo caso que había llegado a la barrera final insalvable, inescrutables designios o no. Por eso solía optar por callarme.

Los años me habían enseñado a guardar prudente silencio y luego hacer lo que me diera la gana. En eso tenía experiencia.

—¿No cree, doctora, que a lo mejor Dimas tendría más oportunidades de curación en la clínica de Boadilla? —preguntó el padre—. Por Dios, no quiero que parezca que desconfío de ustedes, pero… una clínica privada, ya sabe… a lo mejor tienen más medios, no sé.

Suspiré.

—No, señor Rodríguez, tendría las mismas posibilidades de curación, las mismas. Es mi opinión, claro. No creo que debamos mover a Dimas.

—No, no, seguro que no —contestó el padre. Luego, añadió en voz baja—: Por el momento. —Yo ya sabía que estábamos al principio de una batalla de voluntades con argumentos religiosos que se acabarían superponiendo a los científicos. Qué se le iba a hacer—. Nos ha gustado mucho la doctora Marugán, nos ha parecido muy dulce, muy sensata. ¿Podría ella venir de vez en cuando a acompañarnos y a… aligerar la… aridez del tratamiento?

—Claro. Ella también trabaja aquí. —«Para nuestra desgracia», pensé.

Desde hacía tiempo había aprendido a guardarme las emociones, las rabietas y los dolores. Mi familia había sido un buen aprendizaje.