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Cuando entré en casa estaba sonando el teléfono. Corrí a cogerlo convencida como siempre de que, en el momento en que descolgara el auricular, quienquiera que fuese colgaría, harto de esperar.

Pero no.

—Diga.

—Lola, soy yo, Javi.

—¡Javi! Te he echado de menos en estos días.

—Ya. Es que tenía unos cuantos problemas entre manos, ya sabes… Un par de chavales detenidos en el antiguo Pozo del tío Huevo…

—¿Pero no habían tirado el poblado aquél?

—Sí. Como si tirándolo, se acabara el mercado de la droga… Nada. No me podía mover de ahí.

—Pues a mí también me haces falta, Javi.

Se calló abruptamente.

—¿Estás ahí? —pregunté al cabo de unos segundos.

—Estoy aquí.

—¿Por qué no has venido a verme?

—Soy párroco aquí y, si mis gentes me necesitan, debo estar aquí.

—Yo también te necesito.

—¿Al hermano o al cura?

—No sabía que los dos pudieran disociarse. Eres cura pero sobre todo eres mi hermano. Y eso, para mí, es bastante más importante.

—¿Por qué, Lola? ¿Para qué te hago falta? ¿Para perdonarte o para consolarte?

—¿No son la misma cosa?

—No. Tal como yo lo veo, tal como siento que me necesitas, no. Estoy dispuesto a perdonarte en nombre de Dios. Pero ¿a consolarte si has hecho lo que me barrunto que has hecho? No. Eso nunca.

—No me fastidies, Javi. ¿A eso le llamas caridad cristiana?

—Perdona, Lola, comprender, acuerpar, perdonar, muy bien. ¿Consolarte? Es decir, darte palmaditas y decirte no te preocupes, no pasa nada, tú tranquila. No.

—No me entiendes, Javi. Lo que yo necesito es discutir contigo, poner las cosas en su justa perspectiva, repasar los términos de lo que entendemos por obligaciones nuestras en tanto que seres humanos, debatir sobre la debilidad del alma, sobre mis acciones, sobre la soberbia y la tolerancia… Eso es lo que quiero de ti.

—Pues no pides poco. Y no sé si estaré a la altura… Al fin y al cabo, sólo soy un humilde párroco de barrio marginal.

—Venga, Javi.

Rió al otro lado del hilo.

—Vale. Discutamos, pues. Pero sólo si al final de la discusión me dices exactamente lo que has hecho…

—… No te entiendo. Pareces estar seguro de que he cometido algún acto monstruoso, es decir, hablemos claro, que he acabado con la vida de un pequeño niño que estaba a mi cargo y a quien tenía la obligación de cuidar. —Se me quebró la voz de repente y se me volvieron a saltar las lágrimas.

—No sé, Lola. La justicia de los hombres te ha absuelto. ¿Te absolverá también la de Dios? Eso es lo que quiero aclarar. Porque en estos temas, Dios es implacable.

—Pues vaya un Dios amante que me recomiendas.

—Amante y justiciero.

—¿No lo perdonaba todo?

—Sí… menos los actos en los que has infligido un daño irreparable a un prójimo. ¿Lo has cometido tú?

—Nunca lo sabremos porque el pobre Dimas está muerto.

—No digas tonterías, Lola. Eres tú la que tiene que contestar a la pregunta, no Dimas.

—Vamos a ver. Haciendo abstracción de tu condición de sacerdote…

—Ya sé por dónde vas y lo que pides no es posible.

—No, no, un poco de paciencia, por favor. Tú, médico de almas, ¿no eres médico de almas?, enfréntate al dilema con el que me enfrento todos los días. Todos los días, Javi. ¿Me oyes?

No contestó. Continué:

—Tienes un enfermo entre manos con dos circunstancias terribles: se va a morir sin remedio y, mientras agoniza, su sufrimiento físico es intolerable. Todos los días me pasa y todos los días me hago la misma pregunta: ¿no debería yo acortar ese sufrimiento que de todos modos es estéril?

—Lo que no debes es ser médico puesto que en esos trances, no quieres sanar a esa persona, sino acabar con ella.

—No, perdona, sanar, no. No la puedo sanar porque está condenada a muerte, no la puedo mantener en vida y encima le duele. Un dolor totalmente inútil.

—¡Pero tu misión es mantenerla viva, aunque sólo sea por la mínima posibilidad de que ocurra un milagro y en las horas finales aparezca un remedio de la enfermedad.

—Venga, Javi. No te lo crees ni tú. Primero, los milagros no existen y segundo, la ciencia sabe bastante más de lo que pareces suponer. Esto no es brujería. Un sarcoma de Ewing es un sarcoma de Ewing y tiene la prognosis que tiene. Muy poco a poco se va avanzando en la investigación, en los ensayos clínicos y tal, y algún día se le encontrará cura. Ahora no la tiene. Por tanto, tu argumento no me sirve.

—Me obligas a invocar el otro argumento: ¿qué se le va a hacer? Sólo Dios tiene potestad sobre la vida y la muerte de los hombres.

—Una vez te lo dije: no es exactamente cierto, porque el tipo que maneja el garrote vil también tiene potestad sobre la vida y la muerte.

—El verdugo es una aberración, igual que lo serías tú si te dedicaras a matar pacientes, incluso con la excusa de abreviar su sufrimiento.

—No me parece que estés comprendiendo mi punto de vista, que claro, te lo confieso, no tiene en cuenta el ángulo religioso. Yo parto de la base de que el hombre tiene potestad ilimitada sobre su muerte. No en el sentido de que el buen Dios le mande un ladrillo desde un balcón y lo deje seco, sino en el sentido de que, si quiere suicidarse hoy, lo hará. Hombre, ya sé que, como Dios es dueño de su vida y de su muerte, le puede mandar un rayo antes de que el hombre se lance al vacío. Al suicida le pasa lo mismo que a la mujer que aborta: es dueña de su cuerpo y hace con él lo que quiere.

—¡No puedo aceptar nada de eso!

—Espera, espera, déjame terminar.

—No, ya sé. Ahora vas a justificarme la eutanasia.

—Claro que lo voy a hacer, Javi. A un hombre perfectamente sano se le desarrolla un día una esclerosis lateral amiotrófica, una ELA. No tiene cura y le dicen que se morirá sin remedio a los dos o tres años. La enfermedad tiene una particularidad y es que va paralizando la musculatura y el que la padece se queda sin andar, luego sin hablar, luego sin comer y por fin, sin respirar. Una perrería porque, durante todo el tiempo que dura su mal, lo único que no se le estropea es el cerebro. Piensa y entiende y sufre hasta el día de su muerte. Ni siquiera puede verbalizarlo y buscar consuelo porque ha perdido el habla y la capacidad de escribir. No me digas que no tiene derecho a pedir su propia muerte antes de convertirse en una piltrafa, un suicidio asistido para dejar de sufrir por un mal que no tiene remedio y que le llevará a la tumba al poco tiempo.

—Está bien, Lola, está bien. No puedo estar de acuerdo porque mi fe me lo impide, pero supongamos que acepto esa situación. El hombre que se suicida lo hace porque quiere y manifiesta que quiere. Pero, amiga mía, el gran fallo de tu argumento cuando se aplica a los niños es que ellos nunca manifiestan esa voluntad, nunca quieren. ¿Y me dices que cuando se mueren de dolor y de sufrimiento, miedo y angustia, tú como médico estás autorizada a suplirla?

—No, no digo eso. No sería doctor en Medicina en caso contrario. Lo que digo es que es injusto que un hombre hecho y derecho tenga la potestad de acabar, o de hacer que acaben, con su sufrimiento y su vida, mientras que un niño, mucho más frágil y desvalido debe ser condenado a sufrir sin remedio el dolor que le impone la enfermedad terminal que tiene. Pero es que tampoco los padres pueden pedir que a su hijo le apliquen la eutanasia o practicarla ellos mismos, una actitud tan dolorosa y tan caritativa que les acabaría llevando a la cárcel. Eso sí que es una judiada, Javi.

—Será así. Es de esas injusticias terroríficas de la vida. Estamos lejos de ser perfectos, es decir, de ser capaces de curar cualquier enfermedad y, por consiguiente, de que nuestra posibilidad de acabar con el sufrimiento se amplíe a más que a causar la muerte o a progresar en la medicina del dolor. Pero entiende el argumento: ese mínimo paso de acelerar lo irremediable os convertiría en doctores de la muerte, no de la vida. ¡Menuda crueldad! Y, sin embargo, no es posible permitiros actuar de otra manera.

—Claro, a ti te es fácil decirlo porque no tienes la jeringuilla, sólo el hisopo.

—¡Qué injusta eres!

—No soy injusta, Javi. Sólo estoy angustiada.

—¿Le mataste, Lola?

—No te lo puedo contestar porque no me quieres creer.

—Sí te creeré si me miras a la cara y me lo dices, así, frente a frente.

—¡Cómo lo voy a hacer si yo estoy en la Cruz del Rayo y tú en el Pozo del tío Raimundo!

—Ah, eso no es problema —le oí sonreír—. Mira, mañana tengo que bajar a Madrid temprano. Cogeré el cercanías de las siete y media y nos vemos a las ocho en la estación de Atocha. Estate allí y me invitas a desayunar. Luego vamos a los jesuitas de Serrano, nos sentamos en un banco de la iglesia, me miras a la cara y me dices lo que quieras decirme.

Me eché a reír.

—Eso es una trampa, Javi. Tú lo que quieres es que me confiese.

—A ver.

—¿Y me absolverás?

—Depende.

A la mañana siguiente, 11 de marzo de 2004, a las siete horas y treinta y ocho minutos estallaron dos bombas en el tren 21435 detenido en la estación del Pozo del Tío Raimundo con salida hacia la estación de Atocha a las siete cuarenta. A Javi una de las dos bombas le pilló a menos de cinco metros, en el mismo vagón en el que estalló y al que acababa de subirse a la carrera, temiendo llegar tarde.

Siempre pienso en ese momento y, al final, cualquier esfuerzo por rememorar mi vida y la de mi familia me parece estéril. Hay demasiado dolor; no sé si he pagado un precio excesivamente alto por mis acciones o si lo han pagado los demás por mí. Quién sabe. Luego, me encojo de hombros y descarto la duda. Para qué dudar, me digo.

Pero siempre vuelvo al principio.

Fin