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Y tú —dijo Marta— acudiste a Enrique Lerma para que fuera tu abogado en el caso éste del hospital, ¿no? No me pareció que le hicieras muchos ascos al hecho de que además era el amante de tu cuñada.

—No era cuestión de moralidad, Marta —dije con algo de vergüenza—. Ni siquiera de buen gusto. Era una cuestión práctica: necesitaba al abogado más poderoso, ni siquiera al mejor, para no ir a la cárcel. Tú, la práctica, deberías de entenderlo.

—Aun así, era mi amante y desde que te habías enterado no me habías vuelto a hablar…

—No, perdona: la que no me volvió a hablar fuiste tú.

—Bueno, da igual. A mí no me hablas pero a mi novio, sí, porque te conviene para que te libre del trullo.

—A lo mejor es que nunca he sido una mujer de principios éticos muy sólidos.

—Será eso, Lola. Y ya puestos, me gustaría que se te pasara la manía que nos tienes.

—No es fácil, la verdad.

—Bah —rió—, eso es un remanente de tu cultura burguesa. Yo, desde luego no tengo la culpa.

—¿No?

—No. Tú sabías bien cómo soy. Y Borja, también.

—¿Por qué no me hablaste nunca más? ¡Dieciocho años!

Se encogió de hombros.

—Me parecía que había demasiadas cosas entre las dos. Que las dos temamos que purgarlas, quitarlas de en medio para volver a entendernos. Y cuando las cosas se complican, cuanto más tardas en resolverlas, en hablarlas, más se estropean. Es como si les echaras cemento. Se solidifica y no hay quien lo rompa…

—Me va a dar alipori.

—¿Qué?

—Entendernos otra vez delante de todos.

Marta sonrió.

—¿Y qué le vamos a hacer?

—Pero ¿por qué ahora? ¿Por qué has vuelto ahora?

—Oía a Enrique contarme lo que estaba pasando, lo que te habían hecho entre Javier Rosales y, ¿cómo la llamábamos?, ¡la babosa!, la babosa, sí. Y me pareció injusto que te pasara a ti, justo a ti, que ya llevabas un buen saco de…, de… tristezas, ¿no? Me pareció insoportable que además, esto…

—Ya. Pero aunque sólo fuera por cómo me ha defendido la familia, hasta la tonta de Pili, a regañadientes, eso sí; cómo se ha portado la gente, las enfermeras, los médicos, los periódicos…, compensa, ¿sabes? Hasta Enrique…

—Lo que tú quieras, pero no te compensa si te meten en la cárcel y después no te dejan practicar la medicina nunca más. No me fastidies, Lola.

Marta alargó una mano para sujetarme la muñeca, como tantas veces, tantos años antes. Hacíamos las paces. Y nunca volveríamos a hablar de Borja.

—Dime una cosa.

Le miré a los ojos. Sabía lo que me iba a preguntar.

—¿Te sedujo Pere Viladomat?

Ésa no me la esperaba. Alcé las cejas, sorprendida, y Marta se deshizo en carcajadas. Y como en los viejos tiempos, me puse colorada hasta la raíz del pelo.

Se inclinó hacia mí y me dio un beso muy ligero en los labios, rozándolos apenas. Luego se echó hacia atrás y estuvo un buen rato callada. Se puso seria.

—¿Mataste al pobre niño aquél? —Levantó una mano—. No estoy diciendo… no te acuso de nada. Sé que sufría y que no era soportable verle. Yo sé lo que habría hecho, Lola. ¿Y tú?

La miré y no dije nada.

Pasé los siguientes dos meses lejos de Madrid, entre Villaurbina y la masía de Pere.

En la finca cuidé de papá, aventándole la tristeza y los remordimientos. Todos los días montábamos a caballo hasta muy lejos y tomábamos como siempre un buen caldo caliente a mitad de camino; llevábamos las escopetas para tirar a las perdices que se nos levantaran, a alguna liebre que saltara allí delante. Y luego, Flor, que ya tenía más años que la tana y que vivía retirada en su casita del pueblo, venía y nos hacía un arroz con la liebre o un estofado con las perdices; para chuparse los dedos, decía papá. Y si no habíamos cazado nada, nos caía una tortilla de patatas o una menestra con huevos escalfados.

La tata María hablaba conmigo en voz baja, mientras papá dormía la siesta. Recordábamos al abuelo, a mamá, las bodas, las cacerías, a Fraga, que nos daba un poco de risa, a Solís, que nos daba mucha, a Adolfo Suárez y, muy en silencio, muy en voz baja, a José Luis. Me preguntó por Marta y una tarde, por Pere. «¿Eh, princesa?», me preguntó y luego me dio un beso en la coronilla. «Todavía me acuerdo de aquel día en que volviste de quererte con José Luis. Relucías como una reina. No sé cómo no te lo adivinaron todos en casa. Sólo Marta, ¿eh? Sólo Marta».

La masía del Ampurdán en la otra punta de la geografía era un bálsamo de paz. Ahí, Pere y yo leíamos, paseábamos, dormíamos juntos, y hablábamos con una retahíla de políticos e intelectuales catalanes que venían a visitarlo sin parar. También venían Miguel y Oleguer, Bona y Clara, a hacer familia, decía Pere.

El 2 de marzo de 2004 me pilló en Madrid, yendo de Barcelona a Villaurbina. Fue el día en que el juez Maroto dictó su auto sobre el asunto de la muerte de Dimas Rodríguez.

Enrique Lerma me llamó a casa y me pidió que fuera corriendo al despacho.

—¿Qué pasa? —pregunté.

—Me traen el auto del juzgado de instrucción.

—¿Y qué dice?

—No lo sé. No lo sé, Lola. —Oyéndole, se hubiera dicho que su eterna sonrisa se había borrado por una única vez. Lerma no era de los de voz trémula, su timbre fuerte y decidido lo hacía imposible, pero de pronto así me pareció que sonaba. Estaba nervioso.

Cuando llegué a su despacho, uno de los ascensores estaba roto y el otro, parado en el octavo. No llegaba nunca; a los pocos segundos de espera decidí subir por las escaleras de dos en dos. Se me iba a salir el corazón por la garganta. Justo en ese momento, con un pling cantarín, se abrieron las puertas. Di tres veces seguidas al botón de la quinta planta, hasta que, con su ritmo pausado, el ascensor decidió cerrarlas silenciosamente.

Entré en el despacho como una exhalación y, dejando a la recepcionista boquiabierta, enfilé el pasillo que conocía tan bien hasta la puerta de Enrique.

Enrique leía un documento. Alzó la mirada y me hizo con la mano un gesto ordenándome que me sentara.

—¿Me mandan a los leones o qué?

Con la misma mano, me mandó callar. Al cabo de un minuto terminó la lectura. Suspiró ruidosamente y se echó hacia atrás contra el respaldo de su butaca de cuero. Entonces me alargó el documento. Tendría unas cinco o seis páginas grapadas. Decía:

"Juzgado de Primera Instancia e Instrucción número 1 de Madrid. Auto. En Madrid a 2 de marzo de 2004.

Relación de hechos.

Único. Practicadas diligencias tras denuncia en la que se manifiesta un caso en el que hubiera podido darse una eutanasia sobre un determinado paciente, quedó el auto sobre la mesa para resolver…".

—Vete a la última página donde dice «Dispongo».

Le miré con los ojos muy abiertos.

—Última página, Lola.

Pasé las hojas hasta la última:

"DISPONGO. Sobreseer las presentes diligencias al no resultar debidamente justificada la perpetración del delito que ha dado motivo a la formación de la causa, declarándose las costas de oficio".

—No comprendo, Enrique.

Sonrió enseñando todos los dientes y se frotó ruidosamente las manos.

—Que no hay nada, Lola. Que, por recomendación del fiscal, ¿te acuerdas que pensábamos que era un meapilas pomposo y que te haría pagar?, el juez decide sobreseer la acusación contra ti. Ni homicidio doloso, ni negligencia, ni sedación terminal, nada. Eres libre como los pájaros.

—¿Estás seguro?

—Estoy seguro. —Se levantó, rodeó la mesa, vino hacia mí y me dio un abrazo de oso—. Enhorabuena.

—¿Pero cómo ha sido?

—Dame el papel. —Se lo di.

—Na, nana, nana —leyó. Y luego—: Aquí."La instrucción parece agotada y no debe ir más allá, ya que, por más que pudiéramos profundizar y proseguir, no se llegaría en ningún caso a encontrar elementos bastantes para, por dolo eventual o por culpa, responsabilizar criminalmente a la imputada por la muerte de su paciente". —Yo había cruzado los brazos sobre el pecho. Había empezado a llorar y notaba que las lágrimas se me deslizaban por la cara y me caían sobre las muñecas—. Espera, hay más —continuó Enrique como si tal cosa—. Te leo: «no se puede lograr asegurar que el fallecimiento deviniera exclusivamente por los fármacos prescritos por la doctora». Y después: «no consta que la muerte sea consecuencia de ello, pues hay una duda que no puede despejarse: el paciente pudo morir o por sedación indebida o por su enfermedad inicial y esto, para exigir responsabilidad penal, ha de quedar claro». Papápapápapá… aquí. «No puede predicarse que la médico, consciente, sedara al paciente para causarle una muerte inmediata. Tampoco que, negligentemente, prescribiera tales fármacos sin conocer sus consecuencias letales. No. Nada de esto puede aseverarse y presumirlo, como parece, no basta a los fines del reproche penal. De sus manifestaciones se desprende que la médico creía, en todo caso, obrar lícitamente y actuar dentro de cánones prefijados por la ciencia». ¿Qué te parece?

Me había quedado sin habla.

Los siguientes días fueron una locura. Me persiguieron la prensa, las radios, la televisión, un corresponsal del Guardian, otro de Le Monde, que habían sido muy pro en los momentos peores del escándalo, un viejo conocido de los tiempos de la universidad y desde siempre corresponsal del Frankfurter Allgemeine y mi amigo José Luis Batalla de El País, el que había iniciado mi defensa meses y meses atrás. No quise hablar con nadie y hablé con muy pocos y, cuando lo hice, fui muy escueta.

Mi garante particular del orden, el capitán Perea, hoy general de división, llamó para felicitarme con su solemnidad acostumbrada. «Dolores», dijo. «Lola», le corregí. «Eso, Lola». «Francisco». «Paco», nuestra vieja broma que nunca se agotaba.

—No puede usted imaginar cómo me alegro de que se haya acabado su horrible problema. Habría ido con un regimiento para rescatarla, ya lo sabe.

—Sí que lo sé, Paco. Siempre añoro nuestros viejos tiempos, la seriedad con que usted defendía el orden público y mis tonterías para tomarle el pelo.

—Me consolaban de tanta porquería como nos rodeaba.

—Siempre he pensado que debería haberme ido a echar un baile con usted.

—Bueno, hoy que ya soy abuelo sería un poco difícil, aunque tan apetecible como siempre.

—Cuando todo esto pase, quiero que se venga usted a casa a cenar conmigo.

—Será un verdadero placer.

Perea había sido uno de los coroneles implacables gracias a los que había fracasado el 23—F. Lo había llamado a los pocos días para agradecérselo. Claro que entonces ignoraba que papá había estado involucrado en todo aquel disparate. Nunca supe si Perea lo sabía; nunca se lo pregunté. Por si las moscas.

Vinieron a casa todos, incluido papá desde Villaurbina y Pere, que esta vez, por respeto al decoro («¡A mi edad!», dijo riendo), se fue al hotel; el Rítz siempre. Y Marta, que sólo se escondía brevemente durante los días en que vinieron Borja y Clara desde Barcelona; no permití que nadie de los míos se metiera con ella o le hiciera algún feo.

Javi, en cambio, sólo llamó por teléfono; dijo que tenía tal lío en el Pozo que no podía desplazarse ni a cinco metros de allá.

Siempre me pregunté si se debía a que no acababa de creerse mi inocencia y que no tenía decidido a quién aplicar la caridad cristiana, si a mí o a los padres de Dimas. ¿Me estaba juzgando? ¿Y no podía ser caritativo con los dos?

A medida que pasaban las horas, iba creciéndome la angustia. ¿Qué clase de inocencia era la mía?, me preguntaba. ¿Cuántos de los que se sentaban conmigo en mi casa creían que de verdad era inocente?

Pere me miraba con atención, como si fuera capaz de adivinar mis pensamientos y, en un momento en que estábamos solos, me dijo:

—Me parece que soy el único que está convencido de tu inocencia, Lola. Y ya está: asunto terminado. No quiero confesiones tuyas ni confidencias sobre este tema. No me hacen falta. A los demás, parece darles igual que seas inocente o culpable; te quieren demasiado para juzgarte… —No contesté—. Te digo una cosa, sin embargo: nadie te va a perdonar en Madrid. Ésta es una ciudad llena de beatos y de hipócritas y no te van a dar cuartel. Pues, cuando te hartes de las acusaciones y maledicencias, haz como Santa Teresa cuando se marchó de Pastrana peleada con la princesa de Éboli; se fue sacudiéndose las alpargatas y exclamando «ni el polvo quiero de este lugar». Vete de aquí. Vente a Barcelona. Hay muy buenos hospitales allí… Vente a Barcelona.

Sonreí.

—Ya. Y tú arrimando el ascua a tu sardina.

Rió con fuerza.

—Qué va. Sólo velo por tus intereses.

Al día siguiente de publicarse el auto del juez Maroto, fui al hospital. Me parece que detrás de mis pasos había un deseo de reivindicación, normal, me dije, considerando todo lo que había pasado y los palos que me habían caído diestro y siniestro. Y eso que mi deseo de reivindicación no daba para apagar la angustia, tal vez la culpa que llevaba dentro. ¿Qué había removido el juez Maroto en mi entraña?

Llegué a oncología infantil a media mañana y me asomé al cuarto de enfermeras. Mari, la enfermera jefe, apuntaba datos en una hoja de pautas con gran concentración. Debió de notar mi presencia repentina porque levantó la mirada. Tardó un segundo en comprender quién era, pero enseguida sonrió y se incorporó.

—Te hemos echado de menos, doctora.

—Y yo a vosotros. No sabes cuánto.

—Mari… —dijo uno de mis médicos asomando la cabeza—. ¡Lola! Pero, santo cielo, nos has hecho falta. Ya te hacíamos en el trullo y te íbamos a llevar pacientes a Alcalá Meco para que les impusieras las manos.

—¡Qué bobadas decís! ¿Cómo está todo esto?

—Pues manga por hombro, Lola —interrumpió la enfermera jefe—. Deseando que vuelvas, que estos alevines de médico que tenemos aquí no saben ni dónde llevan el estetoscopio. —López Gago, que era el que se había asomado y que en mi ausencia hacía de jefe de servicio, era, y es, un profesional de primera formado en Estados Unidos y con mucha experiencia. Sonrió.

—No hagas caso, que Mari nos lleva más derechos que un huso. Ordena y manda de la mañana a la noche.

Poco a poco fueron apareciendo el resto de las enfermeras y los médicos y tres auxiliares, que eran los que subían la comida de nuestros pacientes y los movían de un sitio a otro del hospital en camillas o en sillas de ruedas. Todos fueron acercándose a darme un abrazo de bienvenida, un par de besos o, los más solemnes, un apretón de manos. Todos sonreían.

—Deberías haber venido antes —dijo López Gago.

—Ya —contesté—. Pero no parecía razonable con el follón que había. Madre mía, de haber hecho caso a lo que decían los periódicos de mí, yo era una de las brujas de Salem… la peor, probablemente, y os habría contagiado a todos.

—No —murmuró Mari—, teníamos a la doctora Marugán para suplicar al Señor y mantenernos en la recta vía. —La oí y fruncí el ceño con severidad fingida.

Alguien desempolvó un par de botellas de vino sacándolas de un cajón y pudimos brindar.

—¿Qué vas a hacer ahora?

—Pues ir a ver al director, a preguntarle cuándo me reincorporo.

Y eso le pregunté cuando me recibió. Le vi titubear un segundo.

—Debe usted ir a visitar al consejero de Sanidad, doctora, —contestó—. Él le dirá. Por mí no hay inconveniente alguno en que se reincorpore cuando quiera.

Esas palabras me alarmaron mucho. Contenían un caveat implícito que parecía querer decir, como algún tiempo atrás ya me había anunciado Enrique Lerma que ocurriría, que el auto del juez no me había borrado el estigma y que la sociedad no me perdonaba haber sido sospechosa de un crimen horrendo. Y no digamos los padres del pobre Dimas. A los ojos de todos, menos de los que me querían, claro, había sido declarada culpable.

—Me alegro de que te hayan exonerado de toda responsabilidad, Lola —me dijo Javier Rosales, con su sonrisa de tiburón replanchado.

—Gracias. ¿Cuándo me puedo reincorporar?

—Bueno, no es tan fácil. Verás. El auto no dice que seas inocente. Sólo dice que no puede demostrarse tu culpabilidad. —Y juro que lo recitó de memoria—: Dice que no puede predicarse que la médico sedara al paciente, el pobre Dimas, verdad, para causarle una muerte inmediata…

—Sé lo que dice.

—Dice que tu paciente pudo morir por la sedación o por la enfermedad inicial, una de dos, pero que no es demostrable ninguna de las dos.

—Javier, por Dios, a mí me declara inocente un tribunal y tú, porque te da la gana…

—No, porque me da la gana, no…

—Sí.

—No. Porque tengo que pensar en los niños. Ya te lo dije una vez. No puedo arriesgarme a que un día te vuelva a…

—¡Me vuelva a nada! Eso es un insulto, una acusación de intención de asesinar, que te va a costar una querella.

Me pareció que mi exabrupto le hacía mella. Respiró con fuerza.

—Retiro lo dicho. No quiero decir que, porque hubieras matado a un paciente, que desde luego no es el caso, lo digo oficialmente, doctora, no quiero decir que un día te puede volver a dar una locura. No, no. Lo que quiero decir es que, durante un tiempo prudencial no puedo tenerte de jefa de servicio en un área sometida a discusión o siquiera a la más mínima sospecha. Lo siento.

—¿Cuánto tiempo?

—No lo sé, Lola.

—¿Cuánto tiempo?

—Ni idea. Deja que se calmen las aguas y que vuelvan a su cauce.

—En el fondo no quieres que vuelva, ¿verdad?

—Ehhh… Si te soy sincero…, da igual. Ya hablaremos. ¿Qué te parece?

Aquella conversación con Javier Rosales me afectó mucho más de lo que habría sido normal. Mucho más: despertó los demonios familiares, me llenó de dudas. Hizo que por un momento me tentara la posibilidad de estar de acuerdo con él, comprender su postura y decirme, bueno, es razonable.

Pues no iba a ceder. La confusión tenía un límite. Y ese límite era mi futuro.

Entonces decidí volver al hospital. Visitaría al director para convencerle de que presionara a Rosales. Sólo así sería posible vencer su reticencia. Sin embargo, se hubiera dicho que no conocía a Javier Rosales. Más de veinte años haciéndonos perrerías y aún me sentía capaz de doblegar su voluntad.

Nada más entrar en el vestíbulo vi que de frente venía la babosa y recordé aquella vez, más de un cuarto de siglo antes, en que, muerto José Luis, se acercó a consolarme por los pasillos de la facultad, a decirme que si algún día la necesitaba, ella estaría a mi lado.

—¿Qué haces aquí? —me espetó.

—Volver a mi puesto, Lidia.

—¿Volver a tu puesto aquí, en el hospital? ¿Ya has hablado con Javier? —La muy perra. Sabía lo que me iba a decir Rosales. Casi dio un paso al costado para impedirme seguir adelante, pero se contuvo.

—Ya he hablado con él. Por eso quería hablar contigo también.

—¿Sí?

—¿Recuerdas que hace muchísimos años me dijiste que si alguna vez necesitaba algo de ti, estarías ahí para ayudarme?

Se le escapó una sonrisa.

—Me acuerdo muy bien. Y ahora quieres que te eche una mano con Javier. Lo siento, Lola, no lo puedo hacer. A lo largo de los años nos hemos distanciado demasiado, has hecho demasiadas cosas que me repugnaban…

—¿Qué?

—… que me repugnaban, sí, incluida esta última por la que te han juzgado…

—… Y declarado inocente.

—Muy bien. Inocente. Muy bien, pero no voy a echarme sobre la conciencia que vuelvas a hacer lo mismo con otro niño.

—¿Y tú, la conciencia esa dónde la tienes? ¿Cuándo se te mueren los pacientes que nos has robado difamándonos, no te remuerde? ¿Cuándo se te mueren porque no has sabido qué hacer con ellos o porque lo único que se te ocurre es ponerle una vela a la Virgen, no te remuerde? ¿Cuándo para tapar tu incompetencia, dices que al enfermito se lo ha llevado Dios, no se te cae la cara de vergüenza? ¡Quítate de mi vista! —Le di un empujón para apartarla y seguí mi camino. Un matrimonio que hablaba con dos médicos nos miró horrorizado; y los médicos, también. Tenían que haberlo oído todo.

Salí del hospital, me senté en el coche y rompí a llorar. Apoyé la cabeza en el volante. Como había dicho Pere, me tenía que ir de aquí.