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Eran más familia la de Manolín, Julia y José con su tragedia irremediable, la de Dimas con sus padres imposibles o la nuestra, tan apacible y satisfecha siempre, tan libre de dramas.
De muy jóvenes, estudiantes casi todos, a mediodía se comía en casa. Nadie pensaba siquiera en no acudir al almuerzo familiar: en los años setenta era lo que se hacía. Mis padres y los siete hermanos, bueno, seis en realidad, porque entonces la Chispa era un bebé de dos años y aún comía en el cuarto de plancha. Ni Juan, que era el mayor y que estaba a punto de casarse, se libraba de acudir. Venía solo casi siempre; yo creo que porque Charo la pobre, mi futura cuñada, le tenía un miedo cerval a mamá. Y Perico, el seminovio semioficial de mi hermana mayor, Pili, todavía no tenía el acceso franco a casa; no podía hablarse de boda hasta que no hubiera aprobado las oposiciones a abogado del Estado. En consecuencia, el bueno de Perico era ignorado como si no existiera y sólo se le toleraba en alguna ocasión solemne, como la petición de Charo. Pili y él eran lo que en los círculos bien de Madrid se conocía como amigos fuertes, una relación que, por supuesto, carecía de cualquier connotación sexual. «No tengo novio», decía Pili cuando se le preguntaba. «¿Y Perico?». «Somos sólo amigos fuertes». Marta, mi mejor amiga, se tronchaba de risa; «¿te imaginas a esos dos en la cama haciendo guarradas?», decía. «Tu hermana no se va a quitar ni el camisón».
Mamá manejaba la familia con mano de hierro. A papá y a los siete hermanos; éramos como una rayuela, ese juego de acera pintada con tiza que se recorría a la pata coja empujando un tejo sin pisar las rayas: dos mellizos, Juan y Pili; luego uno solo, Miguel; después, dos mellizos, Javi y Borja; después, yo; y por fin, la Chispa. El caso es que a mamá no se le escapaba nada. Nuestros secretos, si no queríamos desvelarlos, eran tratados con desaprobación y esperaba que se los contáramos en algún aparte (era muy difícil resistirse a sus «apartes») para así poder disuadirnos de nuestras vías erradas o archivarlos en su memoria para luego utilizarlos con ventaja. Toda mi vida pretendí que mis secretos fueran míos; los defendí a capa y espada y casi nunca afloraron, incluso cuando me hubiera encantado sentir el perverso placer de que mamá supiera que se los escondía. Pero, según ella, nunca lo hice. «Lola es transparente como un cristal», decía. Sólo los conocía, y no todos, el tercero de mis hermanos mayores, Miguel, según mamá el hippy de la familia (aunque, bromas de la vida, con los disgustos que le dio, Miguel fue siempre su preferido). Pobre Miguel, salvo en las greñas y el vestir desaliñado, tenía de hippy lo que yo de actriz de Hollywood; era desordenado, anárquico, poco amante del jabón y muy, muy vago. Y perfectamente adorable. Lo único que le pasaba era que no se sentía miembro de nuestra familia. Tardé años en comprender por qué le tenía tanta manía al colectivo Ruiz de Olara. Siempre lo recuerdo con un libro en la mano, el dedo índice marcando la página.
—Lola, Lola —me decía cuando paseábamos o íbamos al cine juntos y al salir nos tomábamos unas tortitas con nata y un batido de fresa en el California de Goya o de la Gran Vía o cuando, a solas, me ayudaba con los deberes—, te ha llegado el momento de romper amarras. El día que te quites el sostén en el salón y lo eches a la chimenea delante de todos, serás libre y te habrás independizado. Y entonces te podré llevar a los antros a los que voy y presentarte a mis amigos. Pero no antes.
—Sí, hombre —le contestaba riendo—. Papá me encierra, mamá me manda a un convento y si ese día está Perico, le da un soponcio.
—Ya le gustaría. Tú tienes tetas y Pili está más plana que una tabla de planchar. No es que Perico las haya catado…
—Idiota.
Los antros de los que hablaba Miguel eran algunas whiskerías poco iluminadas de la calle Claudio Coello y, sobre todo, un bar de copas, el Oliver, que había abierto el actor Adolfo Marsillach, uno de los intelectuales madrileños rebeldes, dos o tres años antes. Ahora me da la risa cuando pienso que aquello era lo que se consideraba un lugar de perdición, pero, bueno, a principios de los años setenta ahí empezaba tímidamente a alumbrar la vida de crápula madrileña. Para mí, en cualquier caso, a mis diecisiete años era un lugar prohibido. Más adelante empezaría la movida en el barrio de Malasaña y en el de Chueca.
Así era nuestra vida: tranquila, sin sobresaltos, ordenada y feliz con algunas rebeldías que tenían más que ver con el vestuario y la hora de volver por la noche que con otra cosa. Del cole a casa y de casa al cole, subiéndonos la falda del uniforme, pensábamos que a lo Mary Quant, por si en el trayecto nos topábamos con algún chico guapo, aunque a mí ya entonces me gustaran más con pinta de frescales que con rostro de adonis. Además, ¿qué piernas íbamos a lucir con aquellas horrorosas medias negras de lana? Tampoco es que el recorrido fuera muy largo. Nuestra casa de Serrano esquina a Juan Bravo no estaría a más de doscientos metros del colegio de la Asunción en Velázquez y de la sonrisa heladora de la madre Assumpta, la cómplice de mamá.
Mientras mis padres estaban destinados en Portugal, la casa de Madrid no había dejado de funcionar, con Flor, nuestra cocinera, al frente de los fogones y de nuestras tonterías, la tata Josefina y Jacinta la doncella. Flor, Josefi y Jacin, vaya tres. Jacin era la cotilla que nos contaba todos los chismes leídos en El Caso y las cosas que le dejaba hacer a su novio, un sorchi que hacía la mili en la capital. Pili hermana siempre le decía que acabaría quedándose embarazada y que entonces qué, pero que siguiera contándole esas cosas. «Esas cosas» sólo las hacía el servicio, naturalmente. Entonces las llamábamos chachas.
Pero la que de verdad mandaba en todos nosotros, hermanos, servicio y hasta en mi madre, era la tata María. Yo creo que al único al que respetaba era a papá; «es un señor», decía siempre. Era la única autorizada a plancharle las camisas de seda.
La tata María había sido el ama seca de mamá, su cuidadora y compañera gruñona, y nos había heredado a los hermanos. Fue ella quien nos educó, en realidad. Había estudiado bachilleratos, remendado ropa desgarrada, curado chichones, restañado sangre de cortes más o menos graves, velado sarampiones, escuchado confidencias, consolado llantos y hasta prestado dinero a fondo perdido a los más manirrotos (generalmente Miguel). Había hecho de madre y a veces más que de madre. En vacaciones, sobre todo cuando estábamos en la finca, comía con nosotros en la mesa y en todo tiempo dirigía la intendencia de la casa con mano firme. Era hija del alcalde republicano de Villaurbina y cuando los nacionales fusilaron a su padre y a su madre en las primeras horas del Alzamiento, el abuelo la tuvo escondida y evitó que los falangistas se la llevaran. Para entonces, la tata María llevaba ya diez años en casa. Era más lista que el hambre y hubiera querido ir a la universidad a hacer Magisterio, pero, claro, no pudo ser. Y allí se quedó. Con nosotros. Más que de la familia.
Hasta que hicieron ministro de Asuntos Exteriores a López Rodó, el del Opus, y destinaron a papá de vuelta al ministerio en Madrid, mamá no dejaba de venir con frecuencia desde Portugal (cada cuatro o cinco semanas) a echar un vistazo, sobre todo cerca de las Navidades, cuando empezaba la temporada de los guateques. El resto de las vacaciones lo pasábamos en la finca de Zamora. Los veranos, como nuestros padres alquilaban una casa en Estoril durante el tiempo que estuvieron destinados en Portugal, íbamos allá a pelarnos de frío en el gélido océano Atlántico y a salir en pandilla con una docena de amigos, entre hijos de diplomáticos, vástagos venezolanos fundidos de dinero y algún portugués de la alta sociedad, con quienes de día hacíamos esquí acuático en el puerto de Cascáis y de noche íbamos indefectiblemente a la Boîte del Casino o a la de Gianni Ales al borde del mar. Todos querían ligar con nosotras, con Pili y conmigo, y con todos nos timábamos y coqueteábamos, pero la cosa no pasaba de ahí incluso cuando me enamoré como una colegiala (es lo que era) del hijo del embajador de Italia; al final no me hizo ni caso porque le gustaba una francesa mayor. Sospecho que decían que las niñas Ruiz de Olara eran españolas, estrechas y de misa diaria, simpáticas pero intocables. Hacer caritas bailando con ellas era un imposible definitivo. Eso al menos me comentó Miguel una vez; le gustaba tomarme el pelo. Sólo se puso aparentemente más serio cuando se echó una novia catalana, de gente bien de la zona alta de Barcelona.
En casa, en Madrid, el único momento desordenado del día era el del desayuno. Cada cual iba a su aire, según las clases que tuviera. Mamá solía desayunar en bata y charlar un momento con el hijo que estuviera a tiro, mientras hojeaba el ABC. A papá le ponían el desayuno en el despacho y luego se iba corriendo; casi nunca lo veíamos a esa hora de la mañana.
Recuerdo el día en que asesinaron al almirante Carrero Blanco. Mamá, señalando por la ventana del comedor que daba a la calle de Juan Bravo, dijo: «Mira, ahí pasa Carrero. Diez menos veinticinco. Como cada mañana al salir de misa. Podríamos poner los relojes en hora». Y un minuto después se produjo la estruendosa explosión que mandó al Dodge Dart y al almirante a los cielos.
Todo tembló como si se fuera a caer la calle. No comprendo cómo nuestros cristales no saltaron hechos añicos; lo que sí se rompió fue la cafetera de porcelana, una maravillosa cafetera de Compañía de Indias que mamá había comprado en Lisboa, pero no por efecto de la onda expansiva sino porque se me cayó de las manos por el susto. Miré a mamá con aprensión, pero ella no atendía: se había puesto muy pálida.
Levantando la vista, la fijó en el mayordomo que había acudido corriendo, asustado por el estrépito.
—Benito.
—Señora marquesa.
—Prepara el coche, que vamos a salir en cuanto me termine de vestir.
—Sí, señora.
—¿Qué ha pasado, mamá? ¿Qué ha sido esa explosión?
—Una bomba, hija, una bomba.
—Pero ¿cómo lo sabes?
—Oí las suficientes durante la guerra para reconocerlas. Ésta era contra Carrero. Que Dios nos ampare. Debe de haber sido en Claudio Coello…
—¡Dios mío! Y entonces, ¿por qué vas a salir?
—Naturalmente que voy a salir. Voy a ir con Benito al mercado y al ultramarino a comprar aceite, sal, arroz y café.
—¿Qué?
—A mí no me vuelven a pillar. Ni yo ni mi familia vamos a pasar hambre.
Casi me reí.
—¡Pero esto no es una guerra, mamá!
—¿No? Vienen a por nosotros.
—¿Qué? ¿Quién?
—Yo sé lo que me digo. Y tú, Lola, no te muevas de casa. Si llama papá, que debe de haber llegado al ministerio, dile que estamos bien. Y a tus hermanos, a medida que vayan llamando, diles que vuelvan a casa cuanto antes.
Papá, al que todos adorábamos, hacía tres cosas maravillosamente: montar a caballo, jugar al bridge y bailar el vals. Hubo toda una generación de niñas a punto de ser puestas de largo que aprendieron a bailar en el salón de la finca al compás de Strauss en viejos discos de baquelita de 78 revoluciones. Su ritmo y su elegancia eran asombrosos: parecía flotar sobre el parqué. En un par de sesiones tenía a nuestras amigas bailando como peonzas.
Era la persona de mejor corazón que jamás me haya sido dado conocer; si ahora tuviera que describir su relación con mamá y su sumisión a ella, probablemente sería más severa, pero entonces, hasta que la realidad me forzó a juzgarlo de otra manera tiempo después, veíamos el binomio papá—mamá como una estructura familiar perfecta. Cada uno tenía asignado un papel muy preciso y nos daba la sensación de que se equilibraban a la perfección. Papá era un brillante diplomático, una estrella ascendente en la vida política española y mamá lo apoyaba y complementaba a la perfección. Ella tenía el dinero, el título y la finca y él la probidad, la inteligencia y el futuro. Todos sabíamos bien, y no se nos ocurría cuestionarlo, que en casa se representaba una cierta comedia cuando mamá decía cosas como «que no se entere tu padre», o «habrá que consultarlo con papá», o «si papá descubre lo que habéis hecho, no quiero ni pensar cuál va a ser su reacción y ya sabes que cuando tu padre se enfada…». Ignoro lo que haría después para tomar las decisiones o si siquiera las discutía con papá, pero nunca había desacuerdo sobre lo que mamá decidía.
Aquel mediodía de diciembre de 1973 papá volvió a casa más tarde de lo que era habitual en él. Venía bastante agitado por el desbarajuste de Madrid en las horas posteriores al atentado, aunque, de hecho, a final de la mañana la gente ya había empezado a tranquilizarse, segura de que el sistema sería capaz de sobreponerse a la confusión y a las incógnitas que la muerte violenta del almirante planteaba para el futuro. Enseguida nos enteramos, lo contó papá, de que Franco había dicho a la viuda de Carrero aquello de que no hay mal que por bien no venga (si yo hubiera sido la viuda, le habría escupido a la cara). Había muerto Carrero, malo. Pero el régimen tenía con quien sustituirle sin problemas.
Sentados todos a la mesa del comedor, Benito nos fue sirviendo la comida (arroz a la cubana, huevos fritos, plátano frito y salsa de tomate, lo recuerdo como si fuera ayer, Flor lo hacía estupendo y rehogaba el arroz con un poco de ajo), mientras papá nos explicaba lo que se sabía del atentado. Hoy son cosas archiconocidas, pero entonces nos impresionaron como si nos hubieran estado contando una película americana de cuando la ley seca en Chicago con Edward G. Robinson de gánster principal. «Al principio», dijo papá, «hicimos circular el rumor de que había sido una explosión de gas para no alarmar a la población…».
—No, si alarmada no está —interrumpió Miguel con sorna, pero mamá lo fulminó con la mirada y se calló.
—Pero ha sido imposible disimularlo durante mucho tiempo. Parece que ha sido la ETA. Por lo que sabemos, han cavado un túnel por debajo de la calle de Claudio Cóello, lo han llenado de explosivos y lo han hecho estallar al paso del almirante.
—Sí, ¿y eso cómo se calcula? —preguntó Juan, mi hermano mayor—. Quiero decir, ¿cómo sabían que Carrero estaba exactamente encima del túnel?
—Pues parece que en la esquina de Diego de León con Claudio Coello había un terrorista subido a una escalera de mano haciéndose pasar por electricista y fue él el que accionó el mando.
—¡Caray! —dijo Javi, el que iba para cura y que había estado en los jesuitas justamente en misa de nueve, unos bancos detrás de Carrero—. Ni vi al almirante cuando se iba; estaba recogido después de comulgar y debió de pasar a mi lado sin yo verle. Un minuto después… ¡bum! Se sacudió toda la iglesia; no sabía qué hacer y cuando quise subirme hasta Claudio Coello para ver qué había ocurrido, ya no me dejaron pasar. Todos estábamos temblando, casi sordos, a mí me retumbaba todavía dentro. Fue horrible. ¿Y al de la escalera no lo pescaron?
—No, por lo visto salió corriendo Diego de León arriba gritando «¡gas!, ¡una explosión de gas!». ¿Tú viste algo, Javi?
—Qué va, papá, ya te he dicho que no me dejaron pasar, pero había un nubarrón medio gris, medio negro y caían papeles y periódicos desde el cielo. Olía fatal… a alcantarilla y a pólvora. Como cuando tiramos perdices. ¡Buf!
—Por lo visto, al menos es lo que hemos podido saber, la explosión fue tan fuerte que el coche subió por los aires y voló hacia dentro del patio de los jesuitas. Carrero murió en el acto.
—Qué horror —dijo mamá—. Tendré que ir a visitar a la mujer de Carrero esta misma tarde. Llamaré a la generalísima para ver. —Esa sensación que siempre daba de ser una persona importante, de tener acceso a las alturas… Cuando venía la generalísima a tomar el té a casa, nos empaquetaban a todos los hermanos a nuestros cuartos con la orden expresa de no salir hasta que se hubiera ido. Me fascinaba un collar de perlas de cuatro o cinco vueltas que llevaba una tarde en que Pili y yo tuvimos que ir a saludar.
No sé quién hizo el primer chiste macabro sobre todo aquello. Me parece que fue Borja, un hermano de los dos que me precedían, que entonces era un gamberro.
—Ahora los taxistas —dijo— van a tener que cuidar mucho lo que dicen.
—¿Por qué? —preguntó Juan.
—Porque, considerando dónde han puesto la bomba a Carrero, ya no van a poder decir «¿a qué altura de Claudio Coello le dejo?».
—Eso no tiene la más mínima gracia —dijo mamá—. Bueno —se secó las comisuras de los labios con la servilleta—, mañana de madrugada os vais todos con Benito a la finca. Os vais en la Chrysler. Cuanto más lejos estéis de Madrid, mejor.
La Chrysler era una camioneta a la que también llamábamos «la elástica» porque en ella cabía de todo.
—Pero, mamá… —protesté.
—Ni mamá ni nada —cortó ella en seco. Es curioso que cuando se ponía seria se le suavizaban los rasgos de la cara y estaba aún más guapa de lo que solía. Porque cuando sonreía, le asomaba un pequeño rictus de dureza que sólo parecíamos ver Miguel y yo—. Ya he hablado con la madre Assumpta y está de acuerdo en que te saltes dos días de clase.
«¿Y las demás de la clase?», pensé.
Pasamos todas las vacaciones de Navidad en la finca. Hizo un frío pelón y llovió mucho. Fue un tiempo feliz: no paré de leer y de montar a caballo y de tener charlas interminables con Miguel a la luz de la lumbre en el salón, debajo del retrato del abuelo.