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Cando terminé Medicina, y justo antes de empezar el MIR, con parte del dinero que me había dejado el abuelo me compré la casa que sigo teniendo en la colonia de la Cruz del Rayo, enfrente de lo que hoy es el Auditorio de la Música en la calle Príncipe de Vergara (mis padres siempre la llamaron General Mola y decían que era por costumbre más que por afinidad política).

Al principio, colonias como ésta eran cooperativas de funcionarios, de maestros, de ferroviarios, de municipales o bomberos, gente así, que se fueron edificando en el extrarradio de un Madrid bastante más pequeño que el de ahora. La mía fue levantada a finales de los años veinte del siglo pasado y siempre ha sido objeto de concupiscencia y especulación. Promotores y ayuntamientos, como siempre. Compré mi chalet por diez millones, una ganga, y Borja lo reformó por otros veinte, otra ganga. Con los años, le he ido añadiendo o cambiando cosas, he rehecho los baños y la cocina, he ampliado la biblioteca porque ya no me cabían los libros. Pero el eje de la casa, mi gran dormitorio en el primer piso, con el vestidor y el baño pintado al estuco, y mi salón tan luminoso en la planta baja con la puerta de cristales para salir al patio trasero, el pequeño jardín japonés aislado de todo que he dispuesto con los años, mi Tenryuji, eso no lo he cambiado. Dos bonsáis, dos pequeñas hayas guiadas con mimo y paciencia, se reflejan en el diminuto riachuelo que recorre el jardín de parte a parte entre dos orillas de pequeños guijarros blancos y caminos de arena blanquísima rastrillados a diario por mí. Nadie más lo toca. En invierno, cuando nieva en Madrid, los copos se posan delicadamente sobre los bonsáis, en completo silencio. Y yo, recostada en el sofá, de vez en cuando levanto la cabeza del libro que estoy leyendo y miro.

El refugio de una maniática, tal vez, la soledad de una solterona.

Alguna vez, no siempre, cuando Pere viene a Madrid, duerme en mi casa. Pero casi nunca le dejo.

Enfrente de donde me siento a leer, cuelga un pequeño cuadro de Fernand Léger, que está aquí en mi casa porque, según Pere, completa lo que él quiere decirse sobre su vida y su forma de ver las cosas. Le dije que su sitio no era éste sino una pared de la masía con los Tapies y los Munch y los Klimt como siempre quiso, pero él me contestó que era aquí donde se cerraba el círculo de su propia visión de sí mismo, su forma de interpretar la vida, y que por eso lo tenía en depósito en la pared de mi salón.

En un primer momento Borja se escondió ahí, en el dormitorio del segundo piso.

Una noche de septiembre de 1985, sonó el timbre de la entrada. Era tarde y me levanté sobresaltada. El momento de Madrid era malo, había mucho crimen por las calles y por las casas y era preciso tomar precauciones.

Cogí un atizador de hierro de la chimenea y fui hasta la puerta. Como si un atizador fuera capaz de defenderme del asalto de un rufián cualquiera por pequeño que fuese.

—¿Quién es? —pregunté.

—Yo… Borja.

—¿Bor…? —Abrí la puerta de un tirón y allí estaba, en efecto, mi hermano. Tenía puesta una parca-arquitecto azul oscuro y traía cara de cansancio. O de angustia.

—Pero ¿no estabas en América?

—Volví ayer. —Sus viajes a Estados Unidos se habían hecho tan frecuentes que se había alquilado un apartamento en Nueva York, nada, una habitación, un baño, una cocina y un gran salón en el que tenía una mesa de dibujo y un mueblecito con compartimentos cuadrados para guardar planos. Cada vez tenía más trabajo allí. Se había asociado con uno de los grandes arquitectos neoyorquinos y sus proyectos, firmando solo o con el estudio, se habían hecho famosos.

—¿Y? Pasa, hombre, no te quedes ahí como un pasmarote. —Borja llevaba en la mano una pequeña Samsonite con ruedas. Dio un par de pasos adelante, dejó la maleta en el suelo y cerró la puerta tras de sí.

—¿Y? —repetí.

—Marta se ha ido. —Lo dijo con tal tono de desamparo que sin pensarlo abrí los brazos para acogerle en ellos. Se me abrazó con fuerza, como si hubiera enviudado de golpe.

—¿Se ha ido?

—Se ha ido. Cuando aterricé la llamé a casa aquí pero no contestaba. Seguí camino a Barcelona, fui al piso y tampoco estaba. Llamé a Clara para ver si sabía algo, antes de ver esta nota. —Se sacó del bolsillo un papel doblado y desdoblado mil veces y me lo dio.

Ponía:

«No estaré cuando vuelvas. Creo que lo nuestro se ha acabado. Hay alguien más. Hablemos si quieres, Marta».

¿Había algo más seco y más duro?

—Joder, Marta —dije por teléfono cuando por fin la localicé en la casita del jardín de sus padres—. ¿Qué ha pasado?

Estuvo callada unos segundos.

—Nada, Lola —contestó por fin—, que se ha acabado. Le he dado seis años de mi vida… ¿Y él a mí?

—Otros seis años de su vida.

—No. Esos seis años se los ha dado al edificio de una bodega en San Sadurní y a un rascacielos en Nueva York. A mí, no.

Su voz me sonó dura y lejana. En el fondo, si a Marta le quitabas la simpatía y la gracia, eso es lo que era. Independiente, implacable, totalmente dueña de sí y con muy poca tolerancia hacia las debilidades o fallos ajenos. Recordé aquella vez en la facultad diez años antes cuando, al ver pasar a Borja con una rubia de aspecto extranjero mientras ellos dos ya llevaban un tiempo saliendo juntos, me dijo que cada uno podía hacer lo que quisiera; no llevaban cadenas. Me parece que dijo algo así como que «oye, el mundo es libre».

—¿Eres tú?

Suspiró.

—Sí, Lola, soy yo. La misma que te cogió en brazos cuando abortabas, la que te consoló cuando mataron a José Luis…

—Eso es un golpe bajo, Marta.

—Es verdad. Perdona. Es que estoy muy estresada, muy dolorida y con muy pocas ganas de remover esta mierda que nos ha pasado a Borja y a mí.

—Pero algo vas a tener que decir…

—Eso o me voy a Filipinas durante unos años y que me olviden.

—No digas bobadas.

—De verdad, Lola, que estoy harta.

—No te puede haber dado tiempo. Le has dicho a Borja que tienes a alguien…

—Sí. Y qué.

—Pues que podría ser un invento para que te dejaran en paz. Conociéndote…

—No es invento.

—¿No?

—No.

—¿Quién es?

Marta resopló al otro lado del teléfono. Conocía sus expresiones tan bien que estaba segura de que había apretado los labios y cerrado los ojos. Era su manera de titubear.

—Enrique Lerma.

—¿Enrique Lerma el abogado, el jefe de Juan hermano, el que sacó a José Luis de la cárcel, el que estuvo en tu boda? ¿Casado y con tres hijos?

—Ése.

—Dios. Pero por Dios, Marta, ¿qué has visto en ese tío además de los problemas que te va a causar?

—Tiene en un segundo de su sonrisa y en su mirada más sentido del humor que Borja en un año. Y además, folla.

Colgó.

No volví a verla ni a cruzar palabra con ella hasta dieciocho años más tarde, el día en que yo salía de los juzgados de plaza Castilla imputada por el juez Maroto.

En marzo de 1993, pocos meses antes de la muerte de mamá, la Chispa ganó con veintidós años el Goya al mejor actor novel (me parece que se llamaba así) por su desternillante papel en la última película de Berlanga. En la película estaba guapa, descocada y sexy como era ella en la vida real, inocente y traviesa al mismo tiempo.

Se había hecho actriz de cine a pesar de la feroz oposición de mamá, que consideraba un desdoro, una deshonra ganarse la vida representando en público escenas falsas de sexo con el primer desconocido que le tocara en suerte por obligaciones del guión. Creo que, a mamá, el enfado no se le quitó ni cuando la Chispa triunfó y ganó el Goya y un César en Francia por la misma película. Enseguida, además, le empezaron a llover contratos por doquier y ni siquiera entonces perdió la cabeza: siguió siendo la misma hermana adorable y saltarina de toda la vida. Bueno, perdió la cabeza pero en otro sentido cuando se enamoró perdidamente de un ayudante de dirección (al que llamaba «mi oveja supernegra») con greñas, vaqueros gastados y un jersey negro con un agujero de polilla en una manga. No es que fuera sólo sucio; era simplemente un desastre. (Llegué a la conclusión de que, si eso era lo que la seducía, nosotros íbamos demasiado bien vestidos).

Jordi, que así se llamaba el chico, se consideraba el regalo de los dioses a la industria cinematográfica mundial y, si su autoestima le hubiera hinchado un poco más, habría subido al techo como un globo. Era un imbécil y no resultaba simpático ni en los momentos más relajados. En su rechazo a todo (cuando en realidad todo lo rechazaba a él), en la suficiencia con la que criticaba todo aquello en lo que fijaba su mirada («su original mirada», pensaría él) se notaba su mediocridad. Jordi estaba allí para chuparle la sangre a la Chispa, como un parásito que esperaba medrar sin ofrecer nada a cambio. Miguel, que era el más sensible a estas cosas, dijo:

—Este tío, que es un imbécil chupa sangre que nos va a destruir a la Chispa, no nos dura ni un minuto; basta con que le llevemos a la finca y lo esnobeemos durante un weekend —dijo weekend como cuando nos reíamos del maoísta Javier Rosales y lo imitábamos diciendo «Botahiero» por Puerta de Hierro.

Dicho y hecho. Si hubiera aguantado el tipo, habría sido imposible deshacernos de él puesto que nuestra hermana habría comprendido que Jordi se había enfrentado con éxito a la tremebunda familia. Pero era blando y estúpidamente impresionable. Le hundió, además de los reiterados desprecios, el tamaño de la finca y la indiferencia («spleen», lo llamaba Miguel) con la que manejábamos vinos, villas romanas, trigo, caza y toreros. Fue invitado a montar a caballo y, para su suerte, rehusó. Juan hermano le había preparado una bestia rebelde y mal encarada que además mordía y daba coces. No le invitamos a nada más y nuestro desprecio continuo fue lo que le derrotó.

Fue Clara, la finísima, la que nos alertó sobre Jordi.

—No quiero parecer rencorosa ni alarmaros. Pero este tipo es una sanguijuela. Trabajó para mí durante un tiempo haciendo cortos para mi estudio de diseño. Ya sabéis, campañas de promoción, anuncios, diseño de exposiciones. No lo hacía demasiado mal. Si acaso, le fallaba la originalidad y teníamos que retocar todo lo que hacía. Nos parecía que le tiraba fusilar de donde pudiera o le gustara, vaya, ya sabéis, el arte es recrear. Un día se pasó y nos enseñó un proyecto que era calcado a una campaña de Alberto Corazón. Lo despedí. Y además era un antipático suficiente. Bah. Jordi encontró trabajo enseguida en un estudio rival. Aquel estudio nos birló un suculento contrato con una editorial y cuando vimos el resultado de la campaña que habían hecho, estaba fusilado de nuestras ideas, de nuestras historias, de nuestros planes de filmación, de los story-boards, todo.

—¿Y no los demandasteis?

—¿Al otro estudio? No. No sirve de nada salvo para crearte fama de difícil. Les llamé y me dijeron que cómo lo sentían.

—¿Y…?

—Nada —contestó, encogiéndose de hombros.

—Lo que quiere decir Clara —añadió Borja— es que ojo con Jordi, que es muy malo y que probablemente hará sufrir a la Chispa. Le dará muy mala vida, vamos, y se agarrará a ella y no la soltará hasta que la haya dejado seca.

—Sí, pero, por mi experiencia con él en mi estudio, puedo deciros que, aunque es mal enemigo, sobre todo si le dais la espalda, es poca cosa y que a cualquiera de vosotros no le dura ni un asalto.

—Ya —dijo Miguel—, el problema es cómo se lo puede llegar a tomar la Chispa.

—Bah, es un capricho. Se le pasará en cuanto le eche un vistazo a Alain Delon y hable con él en el festival de Carmes.

—¿De qué habláis? —preguntó mamá, que llegaba de la calle.

—De estrellas de cine.

Frunció el ceño.

—¿Alguien quiere una taza de té antes de que lleguen la diva y el horror que la acompaña? ¿No podríais decirle algo? A mí no me hace caso.

—No te preocupes, mamá. Es un sarampión. Se le pasará.

Éramos todos un poco mayores para tener estas conversaciones intrascendentes, como de adolescentes, pero en los últimos años, se había ido convirtiendo en nuestro modo de enfrentarnos a los problemas. Incluso Javi, que estaba de curilla en el Pozo del tío Raimundo, no en el del padre Llanos sino en el nuevo —contrariamente a los deseos de mamá, ni siquiera había llegado a obispo y no digamos a cardenal—, venía a reír con nosotros, «a despachar asuntos», decía él; aprovechaba para poner verde al arzobispo de turno con gran escándalo de mamá. Y ardía de creencias y de piedad. ¡Y yo que había llegado a decirme que era demasiado intelectual, demasiado frío, para ser un buen sacerdote, para gastar su vida en una catequesis absurda rodeado de lo más duro de la vida marginal, de lo más extremo del sub-mundo de la droga! Válgame.

No digo que fuera buena esta frivolidad de las charlas tontas de casa, ni siquiera eficaz; sólo recuerdo que en la madurez todos tendíamos a minimizar la gravedad de lo que pasaba en nuestro entorno, esperando, en efecto, que pasara. Lo que le había sucedido a cada cual, cada uno de los dramas a que nos habíamos enfrentado, nos había alejado del centro familiar o al menos, de las decisiones tomadas de modo colectivo. El resto, lo de menos importancia, era lo que se despachaba en un santiamén, en medio de las risas, las bromas y la ligereza de lo trágico ma non troppo.

El último gran drama había sido el desastre matrimonial de Borja. La espantada de Marta nos dejó sin habla a todos. Y todavía más, enterarnos de con quién se había ido. Juan hermano hasta se planteó seriamente marcharse del despacho de Enrique Lerma y o montarse por su cuenta o dedicarse al vino de Rueda y a la administración de Villaurbina. Problemas económicos no tenía. Nunca supimos por qué no lo hizo, a no ser que Pili hermana, que siempre fue más mala que la carne de pescuezo (Miguel dixit), con su manera de ser tan retorcida y ruin, aprovechara la circunstancia para convencer a Juan de castigarnos a los demás, y especialmente a mí, con la humillación. Aunque él no se diera cuenta. Pili era mala, mala y tonta, pero tenía innata listeza para la ruindad.

Me parece que en aquellos años el centro sentimental de todos nosotros se desplazó al «clan catalán». Pere Viladomat —y en cierto modo, yo—, Oleguer y desde luego Miguel, Borja y Clara, que durante mucho tiempo siguió siendo un enigma para mí: tan fría pero tan encendida de pasión, como aseguraba su padre. Pere iba cumpliendo años, muchos años, pero se mantenía en forma, vital, interesado en todo lo que ocurría a su alrededor. Era un espíritu joven sin afectación. Ya fuera en la masía con el clan catalán o en Madrid con todos los demás, participaba sonriente en todas nuestras maldades, nos acompañaba a conciertos, nos invitaba a la ópera, intervenía con sensatez, aunque siempre algo más a la izquierda que todos nosotros en las discusiones políticas. Hasta el día en que fui imputada a finales de diciembre de 2003, llegó a Madrid a darme calor y apoyo (poco faltó para que me derritiera), pero en cuanto pudo, sacó con entusiasmo el tema de las elecciones catalanas recién celebradas. «Estoy contento», dijo riendo, «hoy ha empezado el último acto: Convergencia i Unió ha perdido las elecciones a manos del PSC». ¡Tenía más de ochenta años! Estaba como una rosa.

A partir de mediados de los años ochenta, Miguel venía a Madrid muy de tarde en tarde. Su trabajo como puente entre los blancos de Rueda y los cava de San Sadurní, «eslabón societario» lo llamaba con sorna Pere, lo retenía en Barcelona de modo casi permanente. Oleguer y él vivían en un gran piso de la parte alta de Pedralbes y poco a poco se habían convertido en las estrellas de la noche de Barcelona, siempre divertidos, siempre árbitros de la elegancia, siempre centro cultural de cualquier happening de la alta sociedad. Miguel se había metamorfoseado, convirtiéndose en un terremoto de actividad sin dejar de ser el hermano adorable, inteligente y agudo que siempre había sido para todos nosotros.

Sólo cuando volvía a la calle Serrano por unos días o si iba a la finca, lo hacía sin que lo acompañara Oleguer. Ni mamá ni papá lo habrían podido soportar. En casa la homosexualidad no existía y el comentario máximo de mamá a sus amigas podía ser «¡cómo se han hecho de amigos Oleguer y Miguel! Siempre juntos. Claro, como son socios…». O «me dicen que Miguel sale con una catalana guapísima; a ver si se casa de una vez». Y es que para ella, la orientación sexual de Miguel era una verdadera tragedia.

—¡Mamá! —le dije un día en que había vuelto a aludir a la catalana guapísima.

Me miró con absoluta frialdad. Levantó una ceja.

—¿Qué? —contestó.

Por debajo de su cuidadoso maquillaje, vi que asomaba un pequeño tic que le contraía la comisura de un párpado. Se acercó un pañuelo a la cara como si fuera a tocarse el lagrimal o a quitarse una mancha de rímel, pero en realidad lo hizo para sujetarse el tic y detenerlo.

Pocos meses después del desastre de Marta y su espantada, mediados los años ochenta, fui al Ampurdán a pasar unas fiestas de San Juan con el clan catalán, con Pere, con Miguel y con Borja. También estaban Oleguer y Clara, la finísima, a la que encontré más guapa que nunca. Se lo dije a Pere.

—¿Qué pasa, que ha conseguido apaciguar su pasión?

Pere se limitó a sonreír.

Después de cenar la primera noche, la víspera de San Juan, estábamos todos en el porche de la masía tomando quien un limoncello, quien un coñac, quien una Poire Williams. Al cabo de unos minutos, Oleguer se levantó, fue al aparato de cinta magnetofónica, un chisme tan grande que parecía profesional, e hizo sonar una bossa nova. A garota de Ipanema, en la versión de Stan Getz y Astrud Gilberto, lo recuerdo como si fuera ahora.

Entonces Clara se levantó tirando al mismo tiempo de la mano de Borja, y los dos se pusieron a bailar en una esquina apartada del porche.

Bailaban muy juntos, con un ritmo suave y cadencioso que yo reconocía en Borja pero que nunca había visto en Clara. Y es que de pronto, veía su cuerpo liberado de la frialdad; sus caderas, hasta entonces tan rígidas, parecían rendidas en un balanceo sensual casi descarado. Clara murmuró algo y luego besó a Borja en la boca, con tanta fuerza y durante tanto tiempo que me pareció que se ahogarían. Clara, la finísima.

Me quedé tan boquiabierta que Pere se puso a reír en silencio como solía, justo antes de sacarme él también a bailar.