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Voy a Londres dentro de unos días a una subasta de cubistas en Sotheby’s —fueron las primeras palabras que oí al descolgar el teléfono, seguidas de una risa suave y aspirada, a medio camino entre la ironía y la seducción.

—Hola, Pere —contesté.

—Hola, Lola. ¿Te vienes conmigo? Quiero que veas cómo funciona esto. Es una ceremonia fascinante, la única ceremonia en la que hay arte y bandidaje a partes iguales.

—¿Sólo los bandoleros pueden comprar cuadros?

—Sólo los bandoleros millonarios.

—Entre los que te cuentas.

Rió de nuevo.

—Entre los que me cuento.

—¿Qué vas a buscar?

—Malévich, Kandinsky, Mondrian, Fernand Léger, Juan Gris…

—Eres un bandido verdaderamente rico.

—No creas. Tendré mucha suerte si llego a pujar y quedarme un pequeño Léger que me tiene seducido y, aun así, me habré gastado el dinero que tenía reservado para comprarme las bodegas de Riscal. —Soltó una gran carcajada—. ¿Vienes?

Hacía una semana que no hablábamos. Yo no le llamaba nunca. Era Pere quien mantenía el contacto más o menos regular conmigo. Telefoneaba para comentarme cualquier cosa, por lo general un acontecimiento político (lo hacía con tanto convencimiento y hasta pasión que conseguía despertar mi interés, ahora tan alejado de ese mundo), un libro que acababa de leer (ensayos; a él no le gustaba la novela), una exposición, un cuadro, la marcha de la construcción de la bodega. En sus visitas a Madrid casi siempre almorzábamos juntos si no tenía un compromiso político, con Felipe González, por ejemplo. Eran comidas que me apartaban del «ambiente Villaurbina» y que me hacían recuperar poco a poco el placer de la charla y de la risa, tan agostados desde la muerte de José Luis. Nunca había nada impropio, ni siquiera la sugerencia de algo impropio: no me invitaba a su hotel en Madrid, no pretendía llevarme a solas a la masía. Vamos, que no me hacía regalos de ropa interior. Ni joyas. Sólo libros.

—¿Tú sabías lo de Miguel y Oleguer? —le pregunté una vez.

—Claro. No era muy difícil de adivinar.

—Pero ¿y Clara?

—¿Clara? A Clara las cosas le llevan por derroteros diferentes.

—¿Es que es lesbiana?

Rió.

—¡No! Es perfectamente heterosexual. —Lo pensó un momento—. Tiene un carácter muy curioso. Se parece mucho a su madre. —¡Dios mío! La primera vez que Pere aludía a su mujer—. Parece fría y distante, indiferente. Pero no, Lola. Lleva años enamorada, ardiendo de pasión. Lo malo es que la veo sufrir y no le puedo decir nada. Estas cosas deben resolverse sin que nadie intervenga, ¿sabes?

—¿Y a él lo conoces?

Suspiró.

—Sí. Sí sé quién es, sí.

—¿Le conozco yo?

—No.

—¿Por qué no hay fotos de tu mujer en la masía?

—Las fotos están muy bien… menos cuando te hacen sufrir.

Era típico de Pere Viladomat que así, de pronto, se descolgara invitándome a un viaje a Londres para acompañarle a una subasta de Sotheby’s. Una proposición, por otra parte, absolutamente irresistible. Estábamos a finales de 1982, a medio camino entre la victoria de Felipe González el 28 de octubre y la constitución de su primer gobierno.

—No estoy segura. Tengo mucho trabajo en el hospital.

—Es una invitación honorable, Lola.

—No lo dudo. Pero no. No puedo ir… No voy a ir.

—Es un fin de semana y el lunes es fiesta en España.

—No.

En el gran vestíbulo del aeropuerto de Heathrow me esperaba un chófer uniformado que portaba un cartel en el que se leía «Doctor Ruis Dolara». Me acerqué a él, le entregué mi bolsón de viaje y me condujo a la limusina que había de llevarme al hotel Carlton Towers en Belgravia. Hasta el momento de subirme al coche conseguí no acordarme de la última vez que había estado en Londres, de la clínica de Cromwell Road, de los días de angustia y sobre todo de José Luis. Fue entonces cuando se me saltaron las lágrimas.

¿Qué había sido de la inocencia rota? ¿Qué había sido de los personajes de mi vida, tan lineales, tan previsibles, tan ordenados en sus conductas, en sus odios y sus amores? Todo había saltado por los aires, ¿no? ¿O era sólo yo la que, mirándolos con desconfianza, me había apartado de ellos al crecer?

¿Por qué la muerte tan estéril de José Luis?

¿Y qué hacía yo aquí, con un hombre que podía ser mi padre?

¿Y Miguel, tan poco complicado, tan natural? ¿Estaba yo rechazando su homosexualidad por el mero hecho de que me resultara chocante o contra natura o contra la corrección social de mi ciudad? ¿Me irritaba la belleza de Oleguer, su novio? Su novio, sí, Lola.

¿Y papá, cuya debilidad de carácter me llenaba de indignación? ¿Había estado en la conspiración del 23—F por convencimiento o por obedecer a mamá? ¿Y Juan hermano, un líder de la extrema derecha, tan amable, tan cariñoso y tan limitado?

¿Y yo? ¿Qué me digo de mí?

Me costó todo el trayecto calmarme. Aun así, entré en el vestíbulo del hotel con los ojos enrojecidos.

Pere, que me esperaba, lo notó enseguida.

—Es lo que tiene Londres. Mucha polución que irrita los ojos. Hola. —Me dio un beso en la frente—. ¿Subimos?

La suite del Carlton Tower que había reservado Pere era espectacular. Había flores por todos lados, grandes jarrones llenos de rosas y capuchinas (sabía que eran capuchinas porque siempre me había gustado su nombre en inglés, nasturtium) y pequeñas macetas de porcelana con plantas verdes de todas clases. Un salón grande y luminoso conducía hacia una habitación, también grande y también llena de luz. Los ventanales de ambos daban a los jardines Cadogan. Desde donde me detuve en el centro de la suite se veía la habitación de dormir: una cama enorme con una colcha muy ligera de flores verdes y rosas.

—No te asustes, Lola. Tu dormitorio está aquí. —Señaló otra habitación algo más pequeña que había a mis espaldas.

Respiré aliviada. O no. No sé.

Fuimos a almorzar a Mr. Chow, el primero y mejor de los mil restaurantes que después se dedicarían en el mundo entero a la cocina de fusión ítalo-china. Se decía que el Mr. Chow del lugar era un chino muy fornido que se parecía al chino que había hecho de malo en una de las películas de 007; lucía sombrero bombín y lo lanzaba contra agentes secretos americanos, cortándoles la cabeza. O al menos eso me contó Pere.

Luego nos dimos un largo paseo por Hyde Park. Hacía una tarde de otoño soleada y fresca, deliciosa. Pere no dejó de hablar de todo y de seducirme. Era un hombre paciente.

Por la tarde fuimos a ver una obra de Harold Pinter, el del teatro del absurdo. A Pere le pegaba todo que le gustara tanto Pinter. Una especie de Alaska se llamaba la obra. La habían estrenado no hacía mucho y trataba de la tragedia de una mujer, Deborah, que se despertaba tras treinta años de sueño sin saber nada de lo que había pasado en aquel tiempo. La pobre tenía que empezar por comprender cómo era posible que, habiéndose dormido siendo una adolescente, se despertaba con un cuerpo ya en ruinas. Me pareció muy angustioso, muy trágico. El papel protagonista lo hacía una actriz no demasiado joven, que estaba increíble; se llamaba Judy Dench. Tenía una fuerza dramática extraordinaria, sin aspavientos ni grandilocuencia, la recuerdo bien.

Al salir del teatro, fuimos a tomar algo ligero al club Les Ambassadeurs en Mayfair.

A Pere le había gustado mucho Una especie de Alaska.

—Tenía muchas ganas de verla —dijo—. Pinter es un tipo curioso, el clásico ejemplo de una vida pública infernal y una vida de familia no precisamente apacible, pero sí feliz. —Sonrió—. Ahora, claro. Estuvo casado con una actriz que ha muerto alcohólica hace poco mientras él tenía un affaire con una periodista de la BBC y, sin que lo supiera ésta, otro con una americana de la buena sociedad a la que llamaba Cleopatra. Dejó a las dos por Antonia Fraser, mujer de un historiador muy célebre, y se casó con ella. El hijo que tuvo con la primera mujer no le habla. ¿Qué te parece?

—Pues que lo comprendo.

—No. Quiero decir su vida.

—No estoy muy segura de tener paciencia con un tipo así.

—Y sin embargo sus opiniones, siendo extravagantes y a veces absurdas, tienen cierta lógica. Objetor de conciencia, aunque dice que habría ido a luchar contra Franco y contra Hitler de haber tenido edad suficiente. Antiamericano, antiimperialista británico, antiapartheid, contrario a la guerra fría, prodesarme nuclear, anti-Israel y propalestino siendo judío… en fin, lo que se te antoje. Un clásico, ¿no? Es como la sublimación del progre.

—No. Tú eres la sublimación del progre, Pere. Pinter me parece un disparate.

—Deberías conocerlo. La próxima vez que vengamos te lo presento. ¿Quieres que vayamos a bailar? —Levantó una mano a la defensiva—. ¿Un baile sólo a un sitio que conozco?

—No, que luego os propasáis.

Pere sonrió. Me llevó al hotel.

Fue todo tan natural que casi ni me sorprendí. Sin pedir permiso, allí plantados en medio del salón, me desabrochó los botones de la blusa. Le miré inclinando la cabeza a un lado, como si especulara sobre lo que podía pasar si tomaba cualquier iniciativa. Entonces me puse de puntillas, le rodeé el cuello con los brazos y le di un beso ligero, como de prueba.

No hubo ni me la esperaba pasión tan intensa y enloquecida como la que vivíamos José Luis y yo cada vez que nos asaltábamos por la noche. No hubo llantos, no hubo desesperación, no estuvimos a un paso de la violencia, no hubo rendición completa ni sollozos. No.

Recuerdo aquella primera noche con Pere: una mujer seducida por la amistad cómplice y los murmullos, la ironía y la sofisticación de un hombre experto y maduro (y guapo); mientras que con José Luis vivía cada momento como si hubiera sido el último. Me lo quería quedar pegado a mí sin dejarle ir y cuando por fin nos separábamos, sufríamos algo parecido a un desgarro en lo más profundo de nuestras entrañas. No sé explicarlo de otra manera.

Con Pere, en cambio, el placer era mucho más refinado, más elaborado. No necesitaba sufrir. Era divertido y coqueto. No tenía por qué desesperarme si mi amor no llegaba en el instante en que lo pretendía, allí mismo, en aquel momento, como me pasaba con José Luis. Con Pere disponíamos de todo el tiempo del mundo. Y me pareció que esa perspectiva de un porvenir con los sentidos amablemente despiertos, pero no en estado de permanente ebullición, podía llegar a adormilar mi impaciencia, el desierto en el que me había dejado mi amante al morir. Me pregunté si era lo que verdaderamente quería a los veintiséis o veintisiete años. No, qué va.

La sala de subastas de Sotheby’s en New Bond Street era tal como la había visto en el cine, con una gran mesa alargada de caoba y, en el centro, un púlpito desde el que dirigía la venta un hombre joven impecablemente vestido. Tenía en la mano lo que parecía un cilindro achatado de madera con el que concluía la subasta de cada objeto dando un golpe seco sobre el pupitre.

En la sala habría un centenar de sillas, todas ocupadas por gentes elegantemente vestidas y señoras de aspecto distinguido, cubiertas de joyas y abrigos de pieles. No vi a Cary Grant dispuesto a pujar por lo que se terciara para evitar a los malos que lo perseguían, como en las películas.

—¿Cuáles son los bandoleros millonarios? —pregunté a Pere.

—Mira bien, que los hay por todos lados. Los distinguirás aún mejor cuando levanten la mano para pujar.

Muchos llevaban en la mano un pequeño cartón blanco con un número inscrito. Los más nerviosos se abanicaban con él.

—Ésos —me dijo Pere— han demostrado su capacidad financiera y se han inscrito como posibles compradores. Sotheby’s los reconoce como tales y les permite pujar.

—¿Y tú?

—A mí me conocen.

Y como para demostrarlo, se acercó por el pasillo hasta donde estábamos sentados en el centro de la fila diez o doce otro joven ejecutivo. Llevaba pañuelo de seda roja en el bolsillo de la chaqueta y una pequeña rosa en el ojal.

—¿Están ustedes bien sentados aquí? —nos preguntó.

—Gracias —contestó Pere.

La mañana del domingo, es decir, el día antes de la subasta, nos acercamos a ver el cuadro de Fernand Léger que pretendía Pere. Era pequeño, de unos 25 centímetros por 15, y representaba un bock de cerveza de líneas descompuestas en planos de colores primarios. Una belleza.

—Ya me gustaría comprármelo, pero me temo que hay muchos tiburones por ahí.

—¿Es importante para ti?

—Mucho. Completaría lo que yo pretendo decir con mi colección de pintura. No, decir, no. Decirme: lo que quiero decirme con mi colección de pintura…

—Pues te lo comprarás —dije con convicción.

La subasta de la herencia del dueño escocés de varias destilerías de whisky, que era a lo que habíamos venido, empezó por un Malévich, La mujer de los cubos, que me pareció intrigante pero no muy apetecible. El precio de salida era de cuatro millones de libras esterlinas. Así, como suena. Intenté poner cara de estar de vuelta de todo, mientras lo compraba un americano por dieciocho en no más de dos vertiginosos minutos. «Es el director del museo de arte moderno de Atlanta», me susurró Pere. «¿Dieciocho millones de libras?», pregunté en voz apenas audible. «Es el mundo del arte y los bribones, querida».

Noté que se iba poniendo progresivamente tenso, a medida que se acercaba la puja por el Léger. No era el único: un hombre mayor, que iba vestido con elegancia y que se sentaba seis o siete filas más adelante, se dio la vuelta y miró fijamente a Pere durante unos segundos. Pere no movió un músculo.

Mucha de la puja se hacía por teléfono: unas chicas jóvenes y vestidas de negro sentadas en la mesa alargada a la derecha del púlpito, cada una con un auricular en la oreja, intervenían de vez en cuando. De hecho, un Mondrian fue adjudicado a una de ellas.

—Es el Rijksmuseum de Amsterdam; llevan detrás de ese cuadro desde hace años.

—¿Cómo lo sabes?

—No estaría aquí, con aquel tipo de delante mirándome con cara de asesino, si no lo supiera.

—¿Cuándo te paras en una subasta ó te rindes o lo que sea? —le pregunté mientras desayunábamos esa mañana.

—Bueno, primero de todo, cuando se te acaba el dinero. El secreto es que no se te acabe antes de frustrarte del todo o de descubrir que te has arruinado. Esto es como el póquer, Lola: hay mucho de farol. Y hay que saber cuándo dejarlo. Y segundo, cuando te derrota el que al final puja contigo. Le adivinas en la cara que no se va a detener. Tampoco puedes titubear porque entonces él sabe que te ganó, a lo mejor por menos dinero del que se iba a gastar o del que te podías gastar tú. La memoria de las subastas es grande: no puedes quedar como el tipo que se arrugó frente al asalto de uno de aquellos bandidos.

—¡Buf! —dije.

Cuando llegó el momento del Léger, intuí que la sala estaba cansada de tantas emociones. La gente había pujado por valor de muchos millones de libras. Sólo el hombre mayor que estaba delante había seguido inmóvil desde que se había vuelto a mirarnos.

—Lote quince —dijo el del púlpito—. Jarra de cerveza de Fernand Léger. —Se calló un momento hasta que dos empleados de Sotheby’s, vestidos con guardapolvos y con las manos enfundadas en guantes blancos de algodón, subieron el pequeño cuadro al atril que estaba a la izquierda del subastador—. Tenemos un precio de salida de 300 000 libras esterlinas.

Enseguida, a nuestra izquierda y en la primera fila, se alzó una mano femenina que sujetaba uno de los cartones.

—Tenemos 300 000 libras, sí señora.

El hombre mayor hizo un gesto con tres dedos de una mano.

—400 000 el caballero a mi izquierda.

El subastador miró brevemente por toda la sala sin detener la vista en Pere. Como si no estuviera.

—500 000, madame.

Tres dedos.

—600 000… 700 000 al fondo.

Me volví: un japonés pequeño con aire de no comprender nada.

—800 000 —mirando al hombre mayor.

Pere se tocó el puente de la nariz con el dedo índice. Ni lo habría visto de no haber estado pendiente de él.

—900 000, el caballero de la décima fila… —señalando a Pere—. Un millón de libras esterlinas. —El japonés que no entendía nada.

—Un millón cincuenta —dijo tres dedos, ralentizando la subasta.

—Cien —dijo la señora.

—Ciento cincuenta —intervino tres dedos, sin dar tiempo a más.

Pere se volvió a tocar la nariz.

—Un millón doscientas mil libras.

El subastador miró a la señora, que hizo un gesto negativo, no sé si resignado o frustrado.

—Trescientas —sonó de pronto una voz fuerte con marcado acento francés.

Pere dio un gruñido.

—Me ofrecen 1 300 000 libras esterlinas, el caballero aquí de frente en la primera fila.

—350 —tres dedos.

El japonés levantó el cartel sacudiéndolo en el aire.

—1 400 000 —confirmó el subastador.

—1 500 000 —bramó el francés.

—50 —tres dedos.

—¿Monsieur Viladomat?

Pere hizo un levísimo gesto negativo. Luego suspiró, pero sólo lo noté yo.

—El precio está en 1 550 000 libras. ¿Veo alguna oferta más? Al fondo de la sala, sí señor. Un millón seiscientas.

—Uno siete —dijo tres dedos.

—Uno siete cincuenta —dijo el subastador mirando al francés—, gracias, señor.

Two million —dijo el japonés con voz aflautada.

—Mira —murmuró Pere—, se lo ha llevado la Yakuza.

—¿Quién?

—La mafia japonesa.

Tres dedos hizo un gesto de disgusto y el francés bajó la cabeza aceptando la derrota.

—Tengo dos millones de libras esterlinas del caballero del fondo. ¿Alguien da más? —Se hizo un gran silencio en toda la sala. El subastador pegó un martillazo sobre su púlpito—. ¡Adjudicado al comprador del fondo! Muchas gracias. Lote dieciséis…

Al final, Pere se llevó, por una ganga, dijo, un dibujo de Léger, un boceto para el cuadro de un puente con hombres pescando. Apenas 25 000 libras. Vaya.

—¿Estás muy frustrado? —le pregunté.

—Un poco. —Respiró hondo por la nariz—. La única ventaja que esto tiene es que puedo seguir buscando lo que quiero. Lo encontraré. ¿Te gustan las ostras?

Al día siguiente, por una vez, me costó bastante volver al hospital en Madrid y redescubrir la vida de los simples mortales.