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Un año después supe la razón. A finales de junio de 1980, durante un viaje de vacaciones de papá y mamá desde París, Pere y Oleguer coincidieron con ellos en Madrid y vinieron a almorzar a casa.

Era la primera vez que mamá invitaba a Pere en Serrano y cuando me lo dijo, me dio un latido en el estómago. Pensé dejarme de tonterías y no estar en el almuerzo. Pero luego me pudo la curiosidad coqueta y le dije a mamá que tenía un par de horas para escaparme del hospital y que iría a comer.

Cuando llegué a casa ya estaban allí los dos Viladomat, padre e hijo, guapísimos los dos, con sendas copas de champán en la mano (una maldad de papá: el cava le parecía una sidra intragable). Se levantaron los dos para saludarme y los dos me dieron el consabido beso en la mejilla. Pere olía muy ligeramente a Eau Sauvage. Buf, pensé.

Contrariamente a lo que ocurría con cualquier otro invitado, la reacción de Pere al saloncito de las pinturas fue curiosa: miró los cuadros, especialmente el Nonell, el Anglada Camarasa y el Turner y luego, en el comedor, los dos Goyas, sin hacer comentario alguno. Parecía escrutarlos como si quisiera descubrirles algún fallo que revelara que eran copias o que eran de peor calidad que los cuadros de su propia colección en Barcelona (Clara me había dicho que era espectacular) o que la costumbre le hubiera hecho indolente frente a la belleza o alguna cosa así, y nunca dijo que le gustaran o que le impresionaran. No era cierto, claro: le gustaban como si se hubiera sentado en un museo y contemplara aquellas obras de arte, o la Venus del espejo, por ejemplo (me dije antes de morderme los labios), con el placer silencioso de un amante del arte, de un esteta que estuviera dispuesto a confundir un lienzo con una piel.

Sonrió y levantó su copa. Meses más tarde, cuando lo conocía mejor, comprendí que estaba devolviendo, irónico, la maldad de mi padre.

No sé cómo sucedió, pero todo el almuerzo pareció tener lugar en dos planos bien distintos. Uno, el general, el amistoso de todos con todos, de la simpatía y la charla amable; y otro, el del sobreentendido entre Pere y yo. Él no dijo nada ni sugirió nada en ningún momento, tanto que pensé que debía de estar algo pimplada y que eran imaginaciones mías. Sin embargo, sabía que no era así.

—No sé cuánto más va a poder resistir Adolfo Suárez —dijo Pere—. Sus compañeros de partido le están haciendo la vida imposible. No se puede gobernar así cuando hasta tus propios correligionarios te hacen la cama mientras los militares conspiran contra ti y hasta el rey te da la espalda.

—Ya —contestó papá—. Y por si fuera poco, ETA atenta y mata sin dar tregua. —Todos me miraron, algunos con más disimulo que otros. Se hubiera dicho que lo hacían porque era la experta, la única que sabía algo de ETA y su mundo. Ya, experta en duelos propios. Suspicacia mía, supongo—. La situación se está volviendo imposible. ¿Y en tu tierra? ¿Qué hace Cataluña?

Pere sonrió.

—Nada, Juanito. Estamos tranquilos. Aún no se nos ha pasado la resaca del «ja soc aquí» y estamos tan contentos que el viejo Tarradellas se maneja sin dificultad. Todo el mundo está dispuesto a pasarle todo. Tiene su hereu y…

—… ¿Pujol?

—Sí, claro. Vamos hacia una etapa larga de tranquilidad, mientras —sonrió—, le sacamos a Madrid todo lo que se nos antoja a base de estimular vuestro sentimiento de culpa. Pero sois vosotros, sobre todo, los que tenéis que alejar el espectro de un nuevo golpe de Estado…

—¿Los militares? ¡Qué va, Pere! No tienen fuerza.

—Sí que la tienen. Franco está aún caliente en su tumba, Juanito, y eso inspira los peores resentimientos en quienes querrían haber sido sus herederos y no lo han conseguido… de momento. Este vino es un Marquesa de Villaurbina, ¿no?

—Sí —contestó mamá—. De la cosecha del año pasado.

—Pues es espléndido, tiene un aroma muy fresco, con mucha fruta detrás… —Levantó la copa hacia la luz para mirar sus reflejos dorados. Luego se la volvió a acercar a los labios y dio un sorbo—. ¿Me equivoco o hay un retrogusto a hinojo y a heno?

—No —intervino Miguel—, no te equivocas. Es así.

—Pues está muy bien. Es el mejor Rueda que he tomado nunca.

—Viniendo de Pere Viladomat, es un cumplido muy serio, —intervino Juan, encantado de que alguien le reconociera el trabajo que estaba haciendo en la bodega.

—No es un cumplido, Juan. Es lo que hay. ¿En qué proporción mezcláis la uva verdeja y la sauvignon blanca?

—85/15.

—Sí, es verdad. —Me dio la sensación de que estaba perfectamente al tanto—. Me lo han dicho mis gentes en San Sadurní. Como sabéis, nosotros hacemos un blanco en el Penedés a base de uva xarello que está muy bien y es muy suave, pero, aunque esté mal decirlo y resulte poco nacionalista —le brillaron los ojos con la travesura—, me gusta bastante menos que este Rueda. —«Tiene que estar mintiendo», pensé—. Claro que el Penedés es una mínima parte de nuestra producción…

—Ya —dijo mamá—, lo importante es el cava.

—… O sea que, siendo poca cosa, no importa mucho que sea peor que el vuestro.

Reímos todos. Pere me miró muy brevemente, como la ráfaga de un faro en un promontorio.

—¿Y qué tal se porta nuestro arquitecto? —preguntó papá.

—No sé quién saldrá ganando más, si Borja con la publicidad que el proyecto le está dando o yo con un edificio que está quedando muy bien. La construcción va un poco más despacio de lo que querríamos, pero va… Lo extraordinario de todo es que, a medida que el proyecto avanza, da la sensación de irse elevando hacia el cielo, pierde los anclajes inevitablemente pesados de los cimientos y de las primeras estructuras y se llena de luz. —Sacudió la cabeza con admiración—. Este chico es único. Tiene una visión casi… vaporosa de las estructuras, un concepto de la luz natural que… No sé, no se corresponde con su juventud, aunque, bien pensado, ¿quién iba a ser capaz de proyectar un conjunto así sino un muchacho de menos de treinta años? Hay que tener una visión no contaminada por las convenciones, las exigencias de las modas y las demandas de los clientes. Borja llegará lejos… Ya está lejos.

—¿A qué va a Estados Unidos? No nos cuenta nunca nada.

—Pasado mañana, sí. No os lo toméis a mal: está tan ensimismado, tan… tan… obsesionado con su profesión… que su pasión es casi gélida. No piensa en nada más. Ni siquiera en Marta, que esta vez no se va con él. —Sonrió y me pareció una simple ocurrencia. Pero no le conocía bien aún; si le hubiera conocido, me habría tomado en serio la advertencia—. Va a estar dos semanas en Chicago y en California presentando precisamente el proyecto de la bodega. Igual les vende una para el Napa Valley. Muy buen marketing para los dos… Me gustaría que vinieras —se corrigió—, os vinierais Juan, Miguel y tú a Barcelona a visitar las obras. Es el momento de verlo para comprender que la nueva bodega es en realidad una crisálida que empieza a transformarse en una mariposa llena de vida. Perdón, no sé en qué estoy pensando. La invitación es por supuesto extensiva a vosotros —añadió mirando a mis padres.

—No —dijo mamá—, nosotros no podemos. Tenemos que estar de vuelta en París mañana.

—Yo tampoco puedo —dijo Juan hermano—. Mucho lío en el despacho. Más adelante, sí.

—Pues sí que lo siento. Pero esto es meramente un aplazamiento. Tenéis que venir pronto a la masía. Bueno, lo lamento. —Pareció entristecerse de golpe; pero enseguida se rehízo—. Y vosotros, Lola y Miguel, no os dejo que os escapéis. Venid. Así veis a Clara, que, como sabéis, trabaja desde hace unos meses en el estudio de Borja planeando la decoración del nuevo edificio. No estaría de más una visión crítica.

Desde que, tres o cuatro años antes, Miguel me diera una respuesta más que vaga sobre el estado de su relación con Clara, no le había vuelto a preguntar. En cualquier caso, no parecía interesarle mucho este noviazgo que se me antojaba más platónico que otra cosa. Y se habría dicho que al padre de Clara, tampoco.

—Veníos mañana en coche con Oleguer y conmigo —se encogió de hombros—, y os volvéis el domingo. ¿Qué os parece?

Miré a mamá con un reflejo antiguo, como si le estuviera pidiendo permiso para ir.

—Bueno, pero no sé Miguel, yo, desde luego, tengo que volver el domingo sin falta.

—Claro, te coges un puente aéreo y vuelves. Si quieres, llamo a mi secretaria y le digo que te saque, ¿os saque, Miguel?, el billete.

—Estupendo, gracias.

Mamá levantó una ceja y no dijo nada.

Hubo un silencio.

—Pere y yo tenemos una idea —dijo entonces Oleguer, retomando la conversación—. Hace años que bodegas Viladomat busca una alianza con la denominación de origen de Rueda para completar el paquete comercial de los blancos y el cava, especialmente en Estados Unidos.

—Sí —intervino Juan hermano—, he oído eso.

—¿Y queréis que nos unamos a vosotros? —pregunté.

—Exactamente —intervino Pere.

—¡Pero vosotros sois león y nosotros, pulga! —exclamó Miguel.

—Bueno, podría pensarse eso, pero me parece que los dos salimos ganando. Nosotros completamos nuestra oferta en América con un vino de Rueda excelente y vosotros aprovecháis las ventajas de nuestra comercialización. —Separó las manos. No le faltó más que decir voila.

—No estoy segura de que queramos lanzarnos a los mercados internacionales —dijo mamá hablando despacio—. Como dice Miguel, somos muy pequeños y nuestro vino es más un hobby que un negocio.

—No tiene por qué dejar de ser un hobby. Podéis seguir haciendo vuestro vino artesanalmente como si fuera un capricho y nosotros hacemos lo demás. Sólo que ganaréis un poquito más de dinero.

Mamá frunció el entrecejo y apretó los labios.

—¿Para qué?

—Sí, mamá, anda —dijo Juan hermano—. Todo el mundo se profesionaliza.

—Hombre —añadió Miguel con algo de incertidumbre—, sería una chulada vender el Marquesa de Villaurbina —lo dijo con la voz engolada—, en los restaurantes finos de Washington. El presidente Jimmy Carter se bebió anoche un Marquesa en un restaurante de Georgetown. ¿Eh?

—Sí claro, mientras se comía un buen plato de cacahuetes —concluí.

Pere rió de buena gana.

—No sé. ¿A ti qué te parece? —le preguntó a papá.

—Ah, yo ahí no me meto. El vino es de mi mujer.

—Si no lo apruebas tú, no hacemos nada —dijo mamá, aunque conociéndola, ya tenía tomada la decisión.

—Venga, papá —supliqué con voz de plañidera, como cuando la Chispa, de muy pequeña, quería meterse en el baño conmigo.

—No sé, Pere, somos poca cosa para vosotros y de pronto nos veo con empaquetadoras automáticas, albaranes digitalizados, cosas así. ¿Y vosotros qué ganáis con todo esto?

—Ya os lo he dicho: prestigio comercial, agilidad, ofertas complementarias.

Papá levantó las cejas.

—¿Con una casa mínima como la nuestra?

—Bueno, Juanito, debemos mirar al porvenir. Para empezar, me gustaría emparentar con vosotros, aunque sólo fuera comercialmente, ya que por lazos de familia no veo que vaya a ocurrir de momento. —Lo dijo con total seriedad. Los demás, mirando a Miguel, nos reímos como si se tratara de una broma, considerando que su noviazgo con Clara, un noviazgo de los de antes, llevaba durando ya casi una década. Tiempo más tarde también comprendí el sentido de la velada advertencia. Y por una vez, Miguel se puso como un tomate, farfullando una medio frase de excusa.

—No mientras Miguel no termine su dichosa carrera —intervino mamá hablando con una severidad que, no sé por qué, se me antojó fingida—. Pero efectivamente ya va siendo hora…

—He oído —dijo de pronto Juan hermano, que hoy estaba sembrado— que Bodegas Viladomat quería comprar el Marqués de Riscal de Rueda como paso previo.

—¿Paso previo de qué? —quiso saber papá.

—Paso previo a comprar la totalidad de la bodega en la Rioja.

—¿Ah, sí? —dijo mamá.

—Sí —aseguró Pere, sin que pareciera importarle que sus intenciones quedaran al descubierto, al menos en este pequeño círculo de gente—. Pretendíamos hacer un intercambio accionarial, una por cuatro, entrar en el consejo…

—Pero no se dejaron.

—No se dejaron, no. Y entonces os conocimos a vosotros, los Villaurbina. Y nos dijimos ¿por qué no proponérselo a ellos? Sería un modo más apacible, menos bestial de irrumpir en el mercado del vino de fuera de Cataluña.

—Sólo que nosotros somos un microbio.

—Bueno, microbio, pero apetecible, bien organizado, serio y con un vino estupendo.

—¿Y por qué no hacerles una OPA?

—¿A los de Riscal? No. Demasiado caro para la coyuntura. Una cosa es unirse para controlar el mercado y otra, arruinarse intentándolo. Además, al final no habríamos controlado nada porque, pese a todo, no seríamos lo suficientemente grandes.

—Y entonces os tragáis al pez chico.

—No, Miguel. Hacemos una sociedad. A partes iguales. Los dos ponemos lo mismo para empezar. Y nos vamos a América. —Levantó una mano como si quisiera dibujar en el aire—. Imaginad una etiqueta de vino de Rueda que ponga: «Marquesa de Villaurbina», y debajo, «Bodegas de Villaurbina y Viladomat, Rueda».

—¿Y hacemos lo mismo con el cava?

Pere sonrió.

—No, Miguel. No sería proporcional. Pero sí podríamos lanzar unas cuvées especiales de máxima calidad, de un número de botellas similar al que producís aquí con el Rueda, y que se llamaran algo así como Gran Cava Villaurbina. ¿Eh? ¿Qué os parece, Carmina? Comercializamos el gran cava y el Rueda conjuntamente en Estados Unidos. ¿Eh?

—Tengo que pensarlo, Pere. —Mamá miró a papá—. Tenemos que pensarlo, ¿verdad, Juanito?

—Tenemos que pensarlo, claro.

—Por supuesto —dijo Pere—. Y luego nos comemos a Riscal. —Soltó una gran carcajada.

Después, a solas, mamá me dijo: «Los billetes del puente aéreo, de Miguel y tuyo el domingo, los pagamos nosotros. Tonterías ni una».

En su terreno, Pere Viladomat era mucho menos agresivo y mucho más seductor de lo que aparentaba ser fuera de Cataluña. Nada más llegar a la masía, se convirtió en una persona más ligera que directa, más irónica que intensa, más delicada que decidida, llena de un humor que me desconcertó porque no se parecía en nada al del personaje consciente de su importancia que habíamos conocido en la finca. La transformación me sedujo. Detrás del hombre de mundo y seguro de sí, asomó un personaje refinado (y egocéntrico), de una generosidad extrema y sin asomo del bromista que en Madrid se tomaba, por ejemplo, el fenómeno catalán con ligereza.

Me pareció entenderlo todo cuando nos hizo pasear por los salones de la masía visitando su espléndida colección de pintores de vanguardia, de Antoni Tapies a Munch, de Rothko a Francis Bacon y a Klimt, de un pequeño Picasso cubista a un gran Miró. Una colección exquisitamente calculada para seducir y arropar, pensé, y para acceder al código de comportamiento de su dueño, a su filosofía: abierta, vital, colorida, vanguardista e íntima. También comprendí que era preciso haber vivido con intensidad hasta los más de sesenta años que tenía Pere para llegar a ser como era. Aquí no había nada juvenil, nada improvisado, nada de reciente elaboración; todo respiraba madurez. Y mucho, mucho dinero.

Miguel nos seguía con las manos en los bolsillos pero, por una vez, atento y en tensión. «¿Sabes lo que pasa aquí?», me dijo más tarde, «aquí estos cuadros son parte de la corriente sanguínea de los Viladomat, están impresos en su ADN; mientras que en casa, el arte que cuelga de nuestras paredes es maravilloso pero no nos deja rendidos. Es una colección que se contempla como en un museo. Ésta de aquí, en cambio, se bebe como una pócima, como un elixir de juventud». Dijo pócima y elixir; tenía una de sus peores temporadas.

Me sorprendió que no hubiera ni una sola fotografía de la mujer de Pere, ni un solo recuerdo aparente. Oleguer me había dicho que su madre había muerto de cáncer a principios de los sesenta, cuando Clara y él eran muy pequeños, y no quise preguntar más. Si no había recuerdos, sería que no los querían. Eso sí, presidía el vestíbulo de entrada un único cuadro, el retrato de una mujer morena y muy guapa pintado por Ramón Casas. «Mi madre», explicó Pere.

Cenamos una cosa muy ligera, fruta, yogures, algo de queso, y decidimos irnos a la cama para madrugar al día siguiente. El camino a San Sadurní era largo y Pere quería que aprovecháramos bien la visita a las obras. Y luego, si se terciaba, quería que hiciéramos una salida en su velero, el Elena IV, un North Wind de dieciocho metros que tenía amarrado en el Estartit.

Dormí a pierna suelta, sin sueños, hasta las siete de la mañana. Me levanté, fui a mi baño a lavarme la cara, peinarme y cepillarme los dientes, me puse un albornoz que colgaba de una percha y salí al pasillo.

La habitación que ocupaba Miguel era la contigua a la mía. Sabiendo lo vago que es y lo que siempre tarda en desperezarse y arreglarse, decidí ir a despertarle.

Di con los nudillos en la puerta y, fruto de una larga tradición entre hermanos, entré en el cuarto sin más. No debería haberlo hecho. Vuelto hacia mí, Miguel dormía pacíficamente. Pegado a su espalda en la clásica posición de la cuchara (si es así como se le llama) y con un brazo abrazándole, Oleguer había levantado la cabeza y me miraba aún medio en sueños.

Di precipitadamente tres pasos hacia atrás y cerré la puerta. Me quedé inmóvil en el pasillo con el corazón latiéndome a toda velocidad. Sentí que me había puesto colorada hasta la raíz del pelo. Dios mío, no sabía qué hacer. Era todo tan inesperado (¿lo era verdaderamente?) que me había quedado sin reacción.

Me di la vuelta y allí estaba Clara, en perfecta calma, mirándome con una sonrisa, su sonrisa algo fría de siempre. Luego apretó los labios e hizo un gesto medio de explicación, medio resignado.

—¿Quieres un café? —preguntó.