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La boda de Borja y Marta en 1979 fue tan esplendorosa como su divorcio.

Borja había terminado la carrera de arquitecto pocas semanas antes del verano de 1978 con uno de los expedientes más rápidos y brillantes de la escuela de Madrid. No, si éramos una pandilla de genios, nos dijimos en la celebración de Borja y su título. (El chiste del día siempre fue que Pili era un genio porque había conseguido empaparse de las recomendaciones del doctor Spock sobre los bebés sin saber leer). Cenamos en Casa Lucio, el único lugar de España en donde los huevos estrellados, la escarola y la merluza a la romana son estupendos sin excepciones. Lucio, además, por aquello de que papá y mamá se habían unido a la fiesta, nos puso la mesa de la esquina del comedor de abajo, con lo que los comensales que nos rodeaban oscilaban entre callar y escuchar las tonterías que decíamos o levantar la voz para que sus amigos pudieran oírles. Estuvo muy bien.

Al final de la cena, Borja dijo de pronto:

—Marta y yo hemos decidido casarnos.

Hubo un silencio.

Después, creo que fue Miguel el que dijo «¡cojones!», eso sí en voz baja. Estaba sentado a mi lado y me pareció oírlo con nitidez, pero a lo mejor había sido el vino. Miré a mamá por ver su reacción a la palabrota, pero ella estaba con la boca abierta sin atender a nada más. Lo cierto es que no entendí de qué se sorprendían.

Borja añadió:

—Preferiríamos no hacerlo y vivir en pecado, que es muy divertido, pero mamá se pondría de rodillas a rezar el rosario con Javi impartiendo bendiciones y le acabaría dando un infarto.

Hubo un aplauso general, algún silbido de entusiasmo y yo me incliné hacia Marta que estaba a la izquierda de Miguel y le apreté la mano.

—Qué bobadas podéis llegar a decir. —Mamá nos miró a todos para llamar nuestra atención y hacernos callar, lo que siempre conseguía, y continuó—: Nos hacéis muy felices, hijos, y vais a ser la pareja del año, con lo guapos y simpáticos que sois.

—En realidad —añadió papá—, nos lo barruntábamos desde hace tiempo. Hace años que Marta es como de la familia, más que de la familia, una hermana vuestra más. Nos hemos acostumbrado tanto a tenerla en casa que nos sorprendería verla irse con otro. ¿No?

—Pues sí —dijo Miguel—. Marta es propiedad colectiva. Por cierto, que las reglas de la nobleza castellana vieja, que es la nuestra, imponen que todos los hermanos tengamos derecho de pernada sobre ella.

—Venga —dijo Marta—, ¿quién va primero?

—¡Qué disparate! —exclamó mamá.

—A mí no me metáis en el lío —se defendió Javi hermano, que estaba a punto de cantar misa.

—Para una vez que lo podrías catar… —sugirió Miguel.

—Basta, Miguel, que eres más bruto… y no creas que no te he oído antes. No. Un poco de seriedad. ¿Cuándo queréis casaros, Marta?

—Bueno, Carmina, hemos pensado que el próximo verano. Así me da tiempo a terminar la carrera y nos tomamos las cosas con calma.

—¿Y la pedida?

—No sé, nos da igual.

—Bien, ya lo decidiremos. Este otoño tal vez, ¿no?

Los dos se encogieron de hombros a la vez. No parecía que nada de esto les quitara el sueño.

—He pensado que podríais casaros en San Fermín de los Navarros y luego hacemos la cena en Puerta de Hierro.

—¡Jo, mamá! Qué pelmacería —intervino Pili de pronto. Nunca se sabía por qué interrumpía y qué dictaba sus exabruptos. La estupidez, probablemente—. Otra vez en Puerta de Hierro es un rollo patatero, mamá. —El pobre Perico bajó la mirada con resignación, pensando tal vez en lo que se había aburrido en su propia boda en el mismo lugar. Pero por una vez todos estábamos de acuerdo con Pili.

—Os vamos a quitar el problema, mamá. Nos vamos a casar en junio del año que viene en la capilla de Villaurbina y vamos a hacer un fiestón en la pradera…

Mamá se quedó muda de la sorpresa.

—… Si nos dejas la casa, claro.

—Claro…, claro. Cómo no os voy a dejar la finca. Estáis seguros, ¿no? Tengo que llamar a tus padres, Marta. ¿Y cómo vamos a invitar a toda la gente? ¿Dónde los alojamos?

—Bah, mamá, en Zamora, en el hotelillo de Villaurbina, en Valladolid… hay millones de sitios.

—¡Buf! Qué revolución.

—¿Sabéis qué? —dijo Marta de pronto.

—¿Qué?

—Que a Borja —le agarró la mano— le han ofrecido su primer proyecto.

—¡Qué maravilla! —dijeron unos.

—¡Fantástico! —exclamaron otros y hubo más aplausos.

—¿Y qué es? —preguntó papá.

—La bodega Viladomat en San Sadurní de Noya.

—¡Pero eso es de la familia de Clara y Oleguer…!

—Claro… de su padre.

—¿Cómo, la bodega de Cava Viladomat?

—Pues eso, Juanito —explicó Marta—. El viejo Pere Viladomat está harto del edificio de la Casa —puso acento catalán—, que es un aborrecimiento modernista sin gracia. Me parece que fue Clara la que le enseñó el proyecto de fin de carrera de aquí, mi genio, y le encantó. Y le ha llamado para que vaya a su masía del Ampurdán a explicárselo y a convencerle. Lo han llamado para la semana que viene.

—¡Pero eso es maravilloso…!

—¡Cómo va a encargarme nadie a mí, un arquitecto recién salido del horno, un edificio de esa importancia! Por Dios, Marta.

—Tú déjanos que nos ocupemos de eso. Viladomat es como es. A pesar de sus años, es un tío joven, lleno de ideas y con mucho, mucho dinero. ¡Si es el que más cava vende en el mundo! En fin, tiene de todo y la idea de una bodega rompedora, ultramoderna, le seduce más que nada. ¡Pero si conduce un Maserati! Y no lo hace para ligar, dicen sus hijos, aunque podría.

—Y yo qué sé, más de sesenta, pero es tan estupendo que le podría poner los cuernos a Borja. Cuando él quisiera.

—Venga Marta, no digas sandeces.

—No, tonta, no va a pasar, pero vaya tentación. Espera a conocerlo. Le he dicho que tiene que venir a nuestra boda.

Vino a la boda un año después.

El 20 de junio de 1979 hacía un día maravilloso, con el cielo de Castilla limpio y azul, una mañana calurosa de las de primavera tardía y jugosa. En la gran extensión de hierba el sol calentaba con fuerza. Los invitados, recién llegados en sus coches, se acercaban despacio hacia la casa, para saludar a los anfitriones y seguir hacia el interior a ocupar sus sitios en la capilla. Los hermanos se habían colocado para recibirlos en el patio al lado de la gran fuente. Mamá y papá estaban algo más atrás, papá increíble en su uniforme de embajador, con una sola condecoración alrededor del cuello, la gran cruz del mérito civil. La Chispa, a sus ocho años cursilísima con un vestidito de seda azul celeste y el pelo sujeto con lazos que parecían mariposas, estaba preciosa y correteaba de un lado para otro, riendo y brincando. Siempre igual esta disparatada, como unas campanillas.

Cubierta de flores blancas y ramos de lirios y rosas, la capilla de casa era un espectáculo. El gran tríptico de Van der Weyden, solo en el ábside, iluminado por grandes antorchas, relucía como si hubiera ocupado un lugar de honor en el principal de los museos. Mamá había quitado sitiales y reclinatorios para ganar espacio y había puesto bancos estrechos de madera por ver de acomodar a todo el mundo. Tarea imposible, por supuesto. Un tercio de los invitados tuvo que quedarse en el claustro y seguir la ceremonia de puntillas y, más de uno, fumándose un pitillo.

Me había pasado la mañana ayudando a vestir a Marta, tarea nada fácil con su madre moviéndose nerviosa y complicando las cosas. Yo intentaba calmar a la novia mientras sus hermanas daban saltitos a su alrededor, al tiempo que la peinaban, y le daba besos en la frente para aligerar sus nervios. Le decía la primera tontería que se me pasara por la cabeza: «¿Y si no me caso?», preguntaba ella. «Nos fugamos tú y yo», le decía, «y armamos el escándalo padre». La tata contemplaba la escena enternecida, paseando la mirada de Marta a mí y de mí a Marta; supe perfectamente lo que pensaba, que yo debería de haber sido la novia ardiendo de amor, la que se colocaba el velo y lo ajustaba a la diadema. La miré y le sonreí y ella me devolvió la sonrisa con ojos de tristeza.

Cuando Marta estuvo lista, de un cajón de la cómoda saqué una liga de encaje blanco y se la di. Sonrió con picardía y levantándose delicadamente el vestido, la pasó por el zapato y se la subió hasta el muslo. Acercó su cara a la mía y murmuró: «No todo van a ser rezos y bendiciones de Javi».

Javi, que acababa de cantar misa apenas un mes antes, era el encargado de bendecir la ceremonia, por supuesto.

Fuimos por el claustro andando despacio, Marta del brazo de su padre. Yo le arreglaba la cola y se la recolocaba hasta que eché el guante a la Chispa y conseguí ponerla delante de Marta sin que se le cayera el ramillete de flores.

Cuando entramos en la capilla hubo un «¡oh!» de admiración. «¡Qué novia!», exclamó alguien. Todos se pusieron en pie para verla mejor. Al pie del altar esperaban los mellizos, cura y novio, y se me hizo un nudo en la garganta al verlos tan emocionados.

Creo que la ceremonia fue como todas las ceremonias en las que se casan dos personas enamoradas, sólo que yo sabía que, debajo de la elegancia formal del chaqué y la seda blanca, bullían dos espíritus impacientes y dos cuerpos llenos de calor. Fue estupendo estar en el secreto. También fueron bellas las palabras de Javi, las primeras pronunciadas como cura, los primeros consejos de amor impartidos por un hermano amante, los primeros deseos de felicidad no sólo espiritual sino terrenal. Fue maravilloso presenciarlo.

Le conocí al instante. Por las descripciones de Marta sabía que era alto y erguido. Tenía el pelo canoso con grandes entradas en la frente, la cara surcada por los años y la intemperie; le salían de los pómulos hacia abajo dos arrugas profundas, como si el tiempo le hubiera esculpido un marco para su nariz tan fuertemente pronunciada. Lo único que no me esperaba, porque Marta no la había descrito, era su mirada; azul y directa, apenas si la disimulaban unas grandes ojeras oscuras. Y su sonrisa. Bueno, como decía Marta, un tío atractivo a pesar de la edad.

Enseguida se acercó a mí.

—Tú eres Lola.

—Soy Lola. ¿Cómo lo sabes?

—Uno de los privilegios de la edad, y la mía es considerable, es el de apreciar la belleza en lo que vale: un nenúfar de Monet, un Giacometti, un purasangre a galope tendido, un Miró, una mujer hermosa… Menos la mujer hermosa, tengo todo lo demás.

—¿Me estás diciendo que soy coleccionable?

Rió de buena gana.

—¡No! Tu belleza consiste en que eres libre, creo yo. Coleccionada, te consumirías.

No sé lo que provocó mi falta de pudor, mi descaro, el inmediato deseo de coquetear. Tal vez la diferencia de edad que al principio me infundió la falsa seguridad de sentirme protegida. Este hombre era cuarenta años mayor que yo. Por lo menos.

—Hola —dije.

—Hola —contestó. En ese instante se nos acercaron Clara finísima y Oleguer. Iban espectacularmente guapos.

—Veo que papá se ha presentado sin necesidad de ayuda —dijo Clara.

Los invitados eran más o menos doscientos o, lo que es lo mismo, decía Miguel, «la cosa se nos ha ido de madre». Daba igual. Los novios tendrían su boda en la pradera. Frente a los ventanales del gran salón, mamá había mandado instalar una gran carpa abierta a la pelouse bordeada por los enormes castaños y los parterres de flores de primavera. Dentro habían sido montadas una veintena de mesas redondas y otra alargada para los novios, los padres y algún testigo más. Yo había pedido a papá que invitara a Adolfo Suárez —aún le debía la conversación telefónica de cuando el asesinato de José Luis y quería ver cómo era de cerca— y el presidente había aceptado, igual que el ministro de Asuntos Exteriores, Marcelino Oreja.

Dejando a los Viladomat, me acerqué a Suárez para saludarlo con cierta timidez y él me dio dos besos.

—¡Lola! Hacía tiempo que quería saludarte…

—… Y yo agradecerle su llamada.

—Trátame de tú, por favor. Me alegré de que cazaran a aquellos asesinos y todavía más, de las condenas que les cayeron.

—Gracias… eh… presidente.

—No tiene importancia. Si no os amparamos a vosotros que sois el futuro, ya me dirás para lo que servimos los viejos. Juanito, ven, ven —añadió, viendo que se acercaba papá. Mientras saludaba, Suárez me mantuvo sujeta por el codo.

—Presidente —dijo papá.

—Hablando de viejos… Aquí viene Viladomat. Cataluña ha bajado al centro, estamos salvados. Hola, Pere.

—Adolfo.

No me pareció que hubiera entre ambos más simpatía que la estrictamente necesaria entre dos adversarios políticos, pero enseguida se apartaron de nosotros y se pusieron a andar por entre los árboles hablando animadamente.

—Míralos —dijo Clara—, no se soportan y no pueden estar los dos en un sitio sin pasarse horas discutiendo.

—¿De qué?

—De lo que pasa en España, de la independencia de Cataluña, de los militares y sus amenazas… escoge un tema cualquiera y los tendrás discutiendo horas.

Mamá había hecho venir a Cortés hasta Villaurbina: Jockey serviría la comida. (Lo único que pedí como favor fue que el primer plato fuera la ensalada de langosta con salsa rosa; me encantaba).

Edmundo Ros y su orquesta animarían la fiesta, más que la animarían, con su ritmo latino. Lo que no impidió que tocaran un vals algo brass band para que papá sacara a bailar a Marta. Considerando que le había enseñado él, hacían una pareja estupenda. También papá y mamá eran maravillosos bailando y, aunque mamá siempre se resistía, aparentando que bailar era una frivolidad poco acorde con los tiempos, sus movimientos eran sensuales y cálidos. Con ella, papá siempre cerraba los ojos. Vi que Oleguer seguía el baile de ambos con intensidad, sin despegar la vista de la cintura de mamá. Era una mirada completamente ensimismada, perdida en la contemplación. No sé si impertinente.

Después de cenar, en una de las mesas cercanas a la pista de baile nos pusimos los de siempre: Miguel, Clara, Oleguer, esta vez Javi y el pobre Perico, que por algún milagro había conseguido zafarse de Pili, y yo. Después de haber pasado la sobremesa con mis padres y con Adolfo, Marcelino Oreja y Enrique Lerma, Pere Viladomat se acercó hasta donde estábamos, «¿dejáis que un viejo se siente con vosotros?». «Claro», dijimos a coro. La única silla libre era la que estaba a mi lado. Vaya por Dios. Se sentó. A unos metros de distancia, Marta, que ahora bailaba una bossa nova con Enrique Lerma, me miró y levantó una ceja.

Detrás de ellos bailaban, y de verdad que con buen ritmo, Javier Rosales y la babosa Marugán. Recordando su tristeza hacia mí y su compasión después de la muerte de José Luis, insistí en que fuera invitada. Era lo menos que se podía hacer por ella, que llevaba años rabiando con complejo de inferioridad.

—Vale —dijo Miguel—, para que por una vez vea cómo vivimos los demás y cómo está ella de desclasada.

—¡Hale! —dijo Marta—, eres una víbora; un día te muerdes la lengua y te envenenas.

—Bueno, para que no se sienta sola, propongo que invitemos a Javier Rosales, líder maoísta.

—Que también venga José María Escrivá —añadió el pobre Perico, con una repentina maldad punzante que le desconocíamos.

—¡Hala! Otro perverso —intervine, añadiendo con elaborada caligrafía los nombres de los tres a la lista de invitados.

Y así fue cómo vinieron Lidia y Javier a la boda de Marta.

Al día siguiente nos encontramos desayunando tarde los que quedábamos en la casa. Serían las doce del mediodía y allí estábamos, sentados a la enorme mesa de granito que había en el exterior del gran salón, los hermanos, Clara y Oleguer y el padre de ambos («Huy, huy, huy», pensé, «y yo con estas pintas… ¿y por qué me preocupo por lo que pueda pensar de mí un vejete?»), papá y mamá y la Chispa, que esta mañana se había levantado muy modosita y que estaba sentada a la mesa con cara de sueño. La tata le había hecho una trenza espesa, rubia como una cascada de oro; estaba preciosa.

—¿Quieres que te haga una? —me preguntó la tata.

—Ni hablar.

—Sí, sí —gritó la Chispa—, que se la haga, que se la haga. —Pero no me dejé.

Los novios habían salido pitando un par de horas antes rumbo a Francia: iban a dormir a Eugénie-les-Bains, el balneario que había puesto de moda la emperatriz Eugenia de Montijo en el siglo pasado y que ahora regentaba uno de los grandes cocineros del mundo, Michel Guérard. «Pienso pasarme dos días comiendo y follando», me dijo Marta cuando planeaban el viaje de novios. Las dos soltamos una carcajada. «Glotona». Apenas si pude darle un beso cuando se subían al Alfa Spider regalo de boda de los padres de Marta.

También los padres y las hermanas de Marta acababan de marcharse en dirección a Madrid.

De modo que a los demás sólo nos quedaba hacer el vago. Oleguer pidió permiso para ir al office a preparar Bloody Marys para todo el que los quisiera tomar. «Siempre lo receto para las mañanas de resaca», explicó. «Sólo faltan unos huevos Benedict para que esto se convierta en un brunch neoyorquino», dijo papá entonces. Mamá, que estaba de excelente humor, añadió: «Bueno, está Flor, que nos los puede hacer en un santiamén». Pero estábamos aún tan llenos de lo mucho que habíamos comido el día anterior que nadie quiso.

—¿Quién viene a darse un paseo? —preguntó papá—. ¿Pere?

—No, no. Te agradezco el ofrecimiento, pero me quedo leyendo al sol.

—¿Alguien?

—Me quedo para acompañar a Pere —dijo mamá.

—Yo voy.

—Claro, Lola va, no va a ir…

Los demás se apuntaron todos. Los mozos de cuadras ensillaron caballos para Miguel, Javi, Clara, Oleguer, la Chispa, que ya montaba que se las pelaba, Pili la analfabeta, el pobre Perico y Juan hermano. Y naturalmente para mí, la Pola y para papá, el Jeque. Mamá dijo que bajaría con Viladomat hasta los viñedos en Land Rover y que allí nos encontraríamos para tomar un caldo y jamón. Charo se quedaba cuidando de los niños.

Con el monte y las dehesas húmedas y la tierra blanda del deshielo, los caballos iban encantados, brincando y galopando. Fuimos muy arriba, a galope corto y a veces a galope tendido. Clara montaba con elegancia a la inglesa; me gustó mucho cómo lo hacía.

Al cabo de un rato largo, papá se puso al paso e hizo que el Jeque girara para encaminarnos hacia los campos de mies y los viñedos que ya llevaban florecidos desde abril. Y aunque faltaban un par de meses para su maduración, ya se veían las vides sanas y jugosas, brotando con fuerza. «La cosecha de uva será buena este año», dijo Juan cuando se puso a nuestra altura.

Mamá y Pere nos esperaban allí, al pie de los grandes viñedos que ondulaban al sol. Acababan de llegar tras pasar por la villa romana. A Pere Viladomat le habían interesado mucho la construcción, los mosaicos, que eran verdaderamente fantásticos, afirmó, y cómo iba quedando la interminable restauración. Le había parecido muy similar a Ampurias, el puerto romano cercano a su masía del Alto Ampurdán, aunque cuando lo visité, estuve segura de que nuestra villa daba sopas con honda a su puerto. No se lo dije.

—Es espléndida —exclamó—, la villa es espléndida… Oye Juan —cambió bruscamente de asunto—, tú te ocupas del vino, me ha dicho tu madre, ¿no? Buenas viñas éstas. Me dicen que este año la uva verdeja en Rueda viene estupenda.

—Sí. Hemos tenido un invierno no demasiado extremo y pudimos plantar en febrero con la tierra ya descongelada. Será una buena cosecha.

Por el rabillo del ojo vi cómo Pere y Oleguer cruzaban sus miradas con algo parecido a un guiño de complicidad. No le di mayor importancia.