35
El 18 de mayo de 1978, en la Audiencia Nacional, fui a presenciar la derrota de los asesinos de José Luis. Fui a tomarme la revancha. Flaco consuelo. Qué ceremonia más horrible, el escenario de mi fracaso.
No fue fácil entrar en la sala: había una gran cola en la calle Marqués de la Ensenada y en los escalones de la entrada y los grises —bueno, los marrones, a la Policía Nacional le habían cambiado el color del uniforme hacía poco— impedían el acceso a casi todo el mundo. Íbamos Juan hermano y yo por la entrada de público, aunque luego, en mi condición de testigo principal de la acusación, iría a una sala apartada hasta que me llamaran a declarar. Esperaba que nadie me reconociera hasta entonces. Bastante tendría con revivir los momentos peores de mi vida.
Habíamos quedado con Enrique Lerma dentro del edificio de la audiencia.
No habría querido que viniera Juan: era verdad que la mera mención de su nombre me había salvado la vida el día en que los asesinos habían acabado con ella. Pero el resto, su responsabilidad moral en el crimen, me producía repulsión y odio. Odio a los asesinos y odio a mi hermano al que colocaba en la misma hornacina de la degradación. Hacía más de un año que no le dirigía la palabra. Sin embargo, estábamos seguros de que en los alrededores de la audiencia habría muchos ultras y Enrique Lerma, con su manera sibilina de actuar sin dar razones, había recomendado que Juan me acompañara para protegerme del gentío hasta que estuviéramos dentro; a lo mejor, ojalá, también vino por purgar sus culpas. Nunca se lo pregunté ni entonces quise saberlo.
Chema, en cambio, se había pasado todos aquellos meses intentando que olvidara o, al menos, haciendo lo posible porque primara sobre todos mis recuerdos el hecho de que me había protegido en los peores momentos de aquella noche y me había llevado sana y salva a casa. Pero descarté su altruismo heroico desde el primer momento. Estaba tan rabiosa, tan deseosa de venganza, que no me llame a engaño: sabía que, con su modo patético de intentar dorarme la píldora, pretendía que yo olvidara que era tan culpable como sus compinches de la muerte de José Luis. Estoy segura de que le aterraba que yo pudiera denunciar su complicidad y acabar donde le correspondía, ante los tribunales que iban a enviar a la cárcel al resto de los asesinos. Luego, con el tiempo, me apiadé de él igual que la Pola indultaba a las ratas del campo sin mirarlas siquiera cuando trotábamos por las dehesas de la finca. Mi actitud no era muy coherente con mi deseo de revancha, pero qué se le iba a hacer. Pasados muchos meses, un día en que por fin vino a casa y quiso hablarme y congraciarse conmigo, levanté una mano y dije: «Nunca más». Al menos tuvo la dignidad de callarse sin saber todavía si yo iba a denunciarle.
En la escalinata de la audiencia nos encontramos de pronto apretujados, empujados, zarandeados por el gentío que pretendía entrar a la vista. Pensándolo después, me pareció que había más patriotas que venían a contemplar cómo se defendían sus héroes que facinerosos llegados para ver que se hacía justicia. A mi alrededor, sobre todo detrás, había hombres de media edad, gordos en su mayoría, con el pelo planchado y oliendo a tabaco negro; tres o cuatro llevaban el bigote fino y trasnochado de los viejos franquistas.
De pronto noté un pinchazo en el costado. Di un respingo y miré hacia atrás; el objeto punzante resultó ser un dedo de uña larga y dura. Me habló una voz malévola y bronca:
—Os vamos a joder a todos, rojos de mierda —dijo—. Esta vez te has librado, puta, pero la siguiente serás tú y te cazarán ésos que ya jodieron a tu chulo. Esos mismos que vamos a poner en la calle para que acaben con vosotros. —Y me puso una mano en el trasero. Poco faltó para que le vomitara encima.
En ese momento, Juan, notando algo raro, se dio la vuelta y gritó:
—¡A callar todos!
Los que estaban a nuestro alrededor lo miraron con sorpresa y fue evidente que le reconocieron porque nadie habló más. Me sentí avergonzada. Miré a mi hermano y me sentí avergonzada.
—Si no se calla usted ahora mismo —intervino en cambio otra voz tranquila, casi amable—, le voy a patear el cuello.
Conocía esa voz inconfundible.
—¿Se encuentra usted bien, Dolores?
—Lola. Me encuentro bien, gracias, Francisco.
—Paco.
—Eso, Paco.
Este intercambio de tonterías contribuyó a calmarme, a aplacar el susto y el temblor de mis piernas.
—¿Alguien más tiene algo que decir? —añadió el capitán Perea.
Me di la vuelta para verle. Enseguida comprendí el porqué del silencio de quien me había insultado y de sus tres o cuatro compañeros. Perea iba vestido de militar del Ejército de Tierra y llevaba una pistola al cinto. Su cara severa imponía mucho. No hay nada como retar a un cobarde.
—No queríamos molestar, mi comandante —dijo uno.
—Me alegro mucho.
—Era sólo una broma —añadió otro.
—¿Una broma, señores? Esta señorita viene a comprobar si se hace justicia con los asesinos que acabaron con la vida de su novio. No es una broma.
¿Cuánto duraría su control sobre los bestias que nos rodeaban?, me pregunté. Había leído en algún sitio que estas situaciones son muy frágiles, muy volátiles, y saltan por los aires al menor cambio de temperatura. Menos mal que Perea tenía costumbre de controlar a masas enfurecidas, me dije. Lo cierto es que me alegré de su presencia vestido de uniforme y deseé que saliéramos de aquella escalera para entrar en la audiencia lo más deprisa posible.
Cuando por fin me llamaron a la sala del juicio, pude ver a mi izquierda el público, compuesto una vez más por gente que se me antojó mal encarada y agresiva. Delante, los acusados. Me dio un vuelco el corazón al recordarlos a todos, muchachotes altos, fuertes, orgullosos, repeinados y atadas a la muñeca pulseras con los colores de la bandera roja y gualda. Daban miedo, tan desafiantes. Comprendí que estaban allí para triunfar, los pobres imbéciles. Algunos de ellos me miraron con desprecio, otros me ignoraron mientras hablaban entre sí, sonriendo e intercambiando bromas.
Noté que me ardía la cara y que, debajo de la oreja izquierda, me latía un pulso violento y acelerado. Me costó un esfuerzo terrible mantener la calma.
Nada de aquello que estaba pasando allí tenía el aspecto teatral y glorificado de las películas americanas, con fiscales agudos y defensores capaces de plantear hábiles trampas dialécticas. Todo lo que estaba ocurriendo en la Audiencia de Madrid era de un aire ramplón, sucio, embrutecido. Los fiscales y los defensores hablaban titubeando, corrigiéndose de forma continua, consultando los papeles que tenían delante una y otra vez, perdiendo el hilo y contradiciéndose. «Vaya espectáculo», pensé. Sólo Enrique Lerma sonreía confiadamente y Juan hermano mantenía la vista apartada de mí.
En las primeras filas de público vi a Miguel, Borja y Marta. Me miraban con aire angustiado e intentaban sonreír para infundirme ánimo.
Revivir el horror de la noche en la que José Luis murió en la plaza de Chueca fue una agonía. Más que una agonía, puesto que lo único que no quería ni podía contar era lo que estuvo presente delante de mí durante toda la vista: la imagen del hijo nuestro que nunca existió, nacido y muerto en nuestras almas aquel día horrible. Y después, ¿qué más iba a decir que no supieran todos los que estaban en la sala?
A preguntas del fiscal, precisadas de vez en cuando por el presidente del tribunal, relaté de nuevo cuanto había sucedido. Lo recordaba tan bien que creo que mi relato repetía casi palabra por palabra el que había contado en muchas ocasiones anteriores. Me temblaba la voz y varias veces tuve que dejar de hablar para aclarármela o beber agua.
Detrás de mí notaba cómo vibraba en el aire la hostilidad, la violencia de los asesinos. Había un murmullo constante que subía y bajaba de volumen cuando me detenía o el fiscal me preguntaba, con amabilidad, eso sí, por algún punto específico. Era un hombre afable y de modales educados.
Cuando concluí el relato, fue el turno de interrogatorio de los abogados defensores. Había ensayado la respuesta con Enrique Lerma.
—Señor presidente —dije—, me niego a contestar a las preguntas de los abogados de la defensa. Mi relación con José Luis Mendieta es conocida, mi relato de los hechos es el que es y no quiero tener nada que ver, ni favorecer siquiera por casualidad, a los asesinos que acabaron con su vida.
De entre el público partió una exclamación de indignada sorpresa.
—¿Está usted segura, señorita Ruiz de Olara?
—Estoy segura, señor presidente.
Entonces se oyó un grito:
—¡Que conteste la puta!
—¡Sí! —rugieron otros.
—Alguaciles —exclamó el presidente, dando un martillazo sobre la mesa—, expulsen de la sala a aquel caballero —señaló a alguien a quien no fui capaz de ver— y tómenle los datos para que no vuelva a tener acceso en las siguientes sesiones del juicio. Otra intervención más y haré desalojar la sala, de tal modo que el juicio continuaría a puerta cerrada. Señores letrados de la defensa, tomen ustedes nota de que la testigo se niega a contestar a sus preguntas, pero si ése es su deseo, pueden formularlas una a una.
—¡Protestamos, señor presidente!
—Se anota la protesta. Se suspende la sesión hasta mañana.
Y en ese preciso instante, una especie de rugido colectivo hizo que casi todo el público se pusiera en pie. Me di la vuelta para mirar y la mayoría de aquellos energúmenos saludaban brazo en alto y gritaban «¡viva Franco!» y «¡arriba España!». Luego empezaron a entonar el Cara al Sol. El Cara al Sol, Dios mío.
Por una puerta lateral entraron unos veinte policías y procedieron, en efecto, a desalojar la sala sin contemplaciones. A nosotros, a mí, a Lerma, a Juan hermano y a Miguel, Borja y Marta, nos llevaron por la puerta lateral al pequeño salón en el que yo había estado antes y del que no nos movimos hasta que, según la policía, pudo garantizarse nuestra seguridad.
En el salón, estaban el comandante (¡comandante ya!) Perea y el inspector Gallego. Al ver a este último, me dio una arcada de repugnancia. Empecé a volverme para darle la espalda pero no me dio tiempo. Con un solo paso se plantó delante de mí.
—Señorita Ruiz de Olara —dijo respetuosamente—, nunca tuve ocasión de manifestarle mi pésame por la muerte de José Luis Mendieta…
—Bueno —carraspeé, pero por la furia y no por los nervios—, la última vez que nos hablamos, no sé si lo recordará, inspector, me dijo que a la siguiente que José Luis se metiera en algún lío, dijo usted si no lo recuerdo mal, no lo contaría. No sé por qué está usted aquí. No tengo nada que hablar con usted.
Bajó la cabeza y luego, muy despacio dijo:
—Estoy aquí porque yo fui el que detuvo a los asesinos de Mendieta.
—¿Sí? ¿Qué ha pasado? ¿De pronto es usted un demócrata que defiende las libertades?
—No —contestó con sequedad—, soy lo que siempre he sido, un policía que defiende la ley…
—Cualquier ley, ¿eh?
—… y el orden. En los momentos finales de la vida de Franco, el orden era casi más importante que la ley. Siempre con el riesgo de una guerra civil entre manos, Lola…
—¡No me llame Lola!
—Perdón, perdón. No quería ofenderla.
—Ustedes torturaban, detenían sin importarles la forma, la legalidad o la oportunidad de hacerlo. —Esto no lo dije yo. Fue Borja, que se había acercado a nosotros al ver que discutíamos—. ¿Me recuerda?
—Le recuerdo, señor Ruiz de Olara. Y si no recuerdo mal, a usted le traté con gran respeto y cuidado.
—Gracias a mi apellido y a ser mi padre quien era.
—No, no señor. Lo hacíamos en atención a lo que ustedes representaban para el futuro de este país. A ustedes había que protegerlos, no torturarlos…
—Pocas veces he oído un cinismo semejante, inspector Gallego. Ustedes eran el brazo armado y violento de la dictadura, ustedes querían acabar con nosotros, no franquearnos la puerta hacia el futuro.
—Tal vez. Éramos servidores del Estado —contestó separando las manos con un gesto de resignación—. No éramos filósofos o teóricos de la ciencia política.
—No era cuestión de filosofía —intervine indignada—, era cuestión de respeto hacia los individuos, de respeto a quienes no cometían crímenes sino que simplemente hacían lo que es aceptado en cualquier país civilizado como conducta normal…
—¡Qué cosas hay que oír! —continuó Borja—. Menos mal que empezamos a respirar la libertad y que gente como usted…
—Ya sé lo que va a decir, ya. Me va a decir que debemos ser apartados de nuestra tarea cuando no enviados a la cárcel a purgar nuestros delitos de lesa humanidad…
—No se burle, inspector.
—No me burlo. Todos tenemos pecados que esconder o de que arrepentimos. Pero todos tenemos familia, buscamos trabajo para darle de comer y hacemos nuestro deber lo mejor que sabemos.
—Pues no saben ustedes muy bien. Ustedes no nos defendieron, sólo nos reprimían. Ahora, en esta España libre no necesitamos de sus servicios.
—¿No? ¿Y dónde van a encontrar quienes los protejan y defiendan?
—Donde no estén los que cantan el Cara al Sol —dijo Borja haciendo un gesto con la cabeza para señalar la sala del tribunal de la que acabábamos de salir.
—Ésos son vulgares asesinos, señor Ruiz de Olara. Yo no. Tan vulgares asesinos, por cierto, como los etarras —me señaló con un dedo—, a los que pertenecía José Luis Mendieta.
—¡No se atreva a mencionar su nombre! —grité.
—No lo volveré a hacer porque el pobre Mendieta seguro que no merecía la muerte… Bien pensado, tampoco la merecen aquéllos a los que asesinan los terroristas…
—Váyase, por favor.
—Me voy. Pero, por favor, recuerden lo que les digo: pase el tiempo que pase y seamos lo que seamos los defensores de la ley, franquistas o demócratas, ETA será siempre una pandilla de asesinos. Y acabaremos con ellos como sea…
—Fuera de aquí —dijo Perea de modo perentorio.
—Me voy. Lo siento.
Gallego bajó nuevamente la cabeza, se dio la vuelta en silencio y salió del salón. Llevaba la misma gabardina de siempre.
Veinticinco años después, el 29 de diciembre de 2003, día en que el juez Maroto me había citado por segunda vez, me tocó revivir la pesadilla. Una sala de tribunal, una nube de fotógrafos esperando fuera, gritos llamando la atención de unos y otros, vendedores ambulantes mantenidos a raya por la Policía Nacional, rateros, trileros, gitanos, mujeres con el pelo oxigenado y las raíces negras asomándoles por debajo de la permanente, hombres peinados con mugre e intentando con sus trajes sucios pero cuidadosamente abotonados aparentar lo que no eran; hacía un cuarto de siglo que me había jurado no volver a padecer esa corte de los milagros. Me revolvía el estómago siquiera pensarlo. Y aquí estaba de nuevo. Nunca cambiaba el decorado; tampoco los comparsas. Sólo los actores principales.
—No voy a tener más remedio que imputarla, doctora Ruiz de Olara —dijo el juez Maroto, mirándome derecho a los ojos.
Me sonó como una sentencia de muerte. Se me secó la boca y mi corazón se puso a latir como un caballo desbocado. Me entró miedo. Miré a Enrique Lerma; tenía el ceño fruncido pero sonreía, con su sonrisa algo mecánica y la mirada inescrutable detrás de sus gafas de concha negra.
—¿De qué le va a imputar, señoría?
—El delito, de ser probado, sería homicidio doloso, letrado. No me interrumpa. Es la única imputación que cabe en un tema como éste. La doctora privó de la vida al pequeño Dimas o no le privó de la vida. En el primer supuesto, lo hizo deliberadamente. Es decir que se trataría de un caso de eutanasia. Lo hizo, si es que lo hizo, a sabiendas de que el niño moriría de resultas de su acción terapéutica. Que sea usted imputada no quiere decir que sea culpable de nada, sino simplemente que es usted parte integrante de este procedimiento en el que su participación tiene a nuestro entender indicios claros de delito. Deja usted, por consiguiente, de ser testigo como hasta ahora. ¿Ministerio fiscal?
—En el supuesto de haberse producido una eutanasia —dijo el fiscal—, no habría habido intención de curar sino, antes al contrario, de acabar con una vida, independientemente de que ello resultara de una acción caritativa por haberse apiadado la doctora del sufrimiento del paciente. La ley no lo permite. Es así de sencillo. Homicidio doloso. Aunque es algo pronto para afirmarlo sin ambages, como dice el señor juez, hay indicios suficientes para llevarla a juicio.
—Pero, señoría, respetuosamente le señalo que en mi opinión no existen esos indicios suficientes del delito que se imputa a mi cliente.
—Sí que existen —interrumpió el fiscal—. Debo estudiar todo el caso de nuevo, sopesando las declaraciones de los testigos y evaluando las pruebas realizadas, pero, prima facie, hay más que indicios racionales de delito y en mi opinión, debe irse a juicio.
—Tiendo a estar de acuerdo con el fiscal —prosiguió Maroto como si no hubiera oído a Enrique—. Hay suficientes cabos sueltos, suficientes extremos opinables, suficientes indicios, aun cuando remotos, de delito para que esta cuestión tenga que ser dirimida en un juicio penal.
—Perdone, señoría, pero creo que a lo largo de estas sesiones de instrucción se ha acreditado el animus sanativo de la doctora, no sólo en su disposición moral o profesional, sino también en el manejo prudente de los fármacos utilizados en el cuidado del pequeño Dimas. No puede olvidarse que el enfermo estaba en fase terminal y que su muerte era cuestión de días, si no de horas.
Maroto titubeó. Fue un segundo sólo, pero me pareció que no estaba tan seguro de mi culpabilidad como aparentaba. Y añadió:
—Entiendo bien sus argumentos, letrado, pero me parece que por ahora la cuestión suscita el suficiente número de dudas como para ser resuelta en un juicio con plenas garantías hacia su cliente.
—Un caso basado en suposiciones indemostrables que se apoyan en una denuncia anónima, por más que tanto mi cliente como yo estemos seguros de quién es su autor… o autora.
—Un momento —dijo el juez levantando una mano para interrumpir al fiscal antes de que volviera a hablar—. La autoría del anónimo es irrelevante a los efectos de un posible delito porque el delito, si existe, no es privado sino público, es decir, no requiere denuncia. Por otra parte, es bien cierto que la doctora Ruiz de Olara ha satisfecho muchas de mis inquietudes en torno a su actitud profesional, pero, debido a las especiales circunstancias del caso, no estoy suficientemente convencido de que haya respetado con total escrúpulo todas las cuestiones de deontología médica. No, no, señor Lerma. Debo imputarla. Insisto en que esto no quiere decir que tenga opinión sobre su culpabilidad… pero todavía debemos concluir la instrucción.
—Pero pone usted una sombra de sospecha sobre su conducta, suficiente para comprometer el futuro de su carrera.
—Lamentablemente es así, lo reconozco. Pero mi función es proteger la vida de niños enfermos y hasta que la justicia no esté satisfecha, no tengo más remedio que mantenerla apartada —me miró— de sus cometidos.
Eso me recordó las palabras de mi maoísta favorito, «¿cómo puedo saber que no te vas a dedicar a matar niños?», y me soliviantó.
—¡Señoría, la duda me ofende gravemente!
—Eso es una falta de respeto —dijo el fiscal.
—La misma que la de ustedes hacia mí. De modo que estamos empatados.
Me pareció que el juez Maroto esbozaba la sombra de una sonrisa.
—Está bien, está bien —intervino Lerma—. No puedo sino mostrarme en desacuerdo con su decisión, señoría. Se está comprometiendo la figura de una profesional respetada… más que respetada, sin que haya evidencias de un delito que, desde luego, no ha cometido. Recurriremos su auto de imputación, señoría.
—Entiendo bien su preocupación, letrado. Por supuesto, me gustaría que todos los actores sociales respetaran el principio de inocencia del reo hasta que se demuestre su culpabilidad. Pero… estamos en un mundo imperfecto y no tengo otro modo de aplicar la ley de manera que resulte menos lesiva para los intereses del imputado, que no culpable. De todos modos no me ha parecido que la doctora haya sido muy terminante a la hora de explicar las pautas de los fármacos utilizados en el cuidado de sus enfermos terminales. Así lo haré constar en mi auto justificativo de la imputación, letrado.
Sin dejar de sonreír, Enrique separó los brazos con las manos abiertas, como queriendo decir «y ahora, ¿qué?».
—Doctora Ruiz de Olara: le imputo de un delito de homicidio doloso, imputación que haré efectiva en el correspondiente auto. Cuando el fiscal haya concluido la instrucción elevará sus conclusiones provisionales a definitivas y las transmitirá a la Audiencia Provincial para que ésta fije en su caso fecha de iniciación del juicio. Mientras tanto, queda usted en libertad sin fianza y con la sola obligación de mantenerse localizable en todo momento.
Fue peor que una condena. En boca de aquel juez, ’imputada’ equivalió a ’culpable’. ¿Cómo iba a vivir, con qué carga horrorosa, hasta el día del juicio? ¿Y después? ¿Me iba a seguir sintiendo inocente después? ¿Y qué quería decir inocente? ¿Inocente porque había dejado que muriera Dimas porque así lo decidía su enfermedad? ¿O inocente porque hubiera decidido acabar de una vez con su sufrimiento? Dios mío, Lola.
—Bueno, Lola —dijo Lerma, cuando ya habíamos bajado la escalinata hacia la plaza de Castilla—, te ha dejado en libertad sin fianza. No te ha mandado a la cárcel… —Sonrió y se frotó las manos.
—… Sí, claro, podría haberme mandado directamente a la guillotina sin pasar por la salida… —me interrumpí de golpe porque detrás de una nube de fotógrafos y cámaras de televisión que se disponían a asaltarme sin que yo tuviera tiempo de reaccionar y protegerme, estaba Marta, radiante como siempre y guapísima, pero con ojos contritos y esperando una señal mía, mi permiso, para acercarse. Me pillaba cansada y sin reservas para el rechazo.
Las dos éramos pasto ideal para las revistas del corazón.
Me incliné hacia Enrique Lerma y le susurré al oído:
—Dile a Marta que nos vemos luego. Por favor.
Y detrás de Marta estaba papá. Había venido desde Villaurbina esa misma mañana para estar junto a mí si el juez me enviaba a prisión. ¡Pobre papá! Había venido a consolarme: el fracasado de esta familia sustentando a la hija fracasada. Los dos únicos. Vaya. Lo vi pálido y envejecido.
Haciendo caso omiso de la prensa, bajé hasta donde estaba y me refugié en sus brazos.
—Pobre niña. No ha ido muy bien, ¿verdad?
—No.
También habían venido Juan, Miguel, Javi, Clara la finísima y Oleguer, todos a hacer pina. Vi que Marta, después de cruzar unas palabras con Enrique Lerma, se apartaba de nosotros y se dirigía hacia la parada de taxis. Hacía dieciocho años que no la veía. ¡Cómo me había faltado!
Todos la habían ignorado. Como si no existiera. Sólo Miguel, cuando ella se iba y miraba desde la ventanilla del taxi, le hizo un gesto con la cabeza.
—Dime una cosa, Enrique. ¿Con cuántos años de cárcel se castiga el homicidio doloso?
Lerma sonrió y se frotó las manos.
—De diez a quince años.
Guardé silencio un momento. Se me había puesto la carne de gallina. Me volví hacia Enrique:
—Al que mató a José Luis le cayeron cincuenta.
—Aquello era asesinato, Lola, asesinato con todas las agravantes que se te ocurran.
—Me pareció poco tiempo para lo que hizo. Y ya está en la calle desde hace ocho años.
—Ya. Piensa de todos modos que diecisiete años de cárcel acaban con la resistencia del más fuerte. Su vida se ha acabado.
—Me pareció poco tiempo, letrado. Y él seguro que tenía a su novia de entonces esperándole en la puerta de Alcalá Meco. A mí no me esperará nadie y José Luis, menos que nadie. Dime una cosa. Si me condenan, ¿cuántos años pasaré encerrada?
—Dos, dos y medio, no más.
—¿Lo bastante para acabar con mi resistencia?
—A ti no te doblega ni Stalin, compañera.