34
El juez instructor Maroto me citó para el lunes 29 de diciembre de 2003. Sería mi segunda comparecencia y en ella el juez decidiría si había indicios suficientes para imputarme por el homicidio del pequeño Dimas Rodríguez, mandarme a la cárcel y hacer que me juzgaran y que me quitaran el título de médico. El fiscal debía confirmar la acusación (no me quedaba duda alguna de que lo haría) y mandar todo el expediente a la Audiencia Provincial para que se fijara la fecha del juicio.
El lunes 29 también sería el día después del de los Santos Inocentes, lo que nos evitaría a todos la broma macabra. Me intrigó pensar si, de haber caído los Inocentes en lunes, Maroto habría seguido la humorada, recibiéndome ese día en su despacho con su habitual cara de palo.
Decidí ir a pasar la Navidad a Villaurbina con papá. No le había visto en más de tres meses. Habíamos hablado varias veces cuando nuestro maoísta favorito me había echado de mi trabajo en el hospital y me había denunciado al juez. Papá guardó un largo silencio cuando le dije que Enrique Lerma me defendería asistido por Juan hermano. «Tú verás», comentó por fin. Luego supe por la tata que había seguido paso a paso todo el escándalo en la prensa y que se había documentado a fondo sobre los aspectos médicos y legales de la eutanasia, la sedación terminal y los cuidados paliativos. Todo. También llamó a Juan hermano para que le contara con exactitud lo que estaba pasando y cuáles eran nuestras estrategias de defensa y ataque. Quiso saber si me querellaría contra Lidia Marugán y contra Javier Rosales, el consejero de Sanidad. Y a mí, de todo este interés, de toda esta investigación, de todo este sufrimiento y angustia suyos, nunca me contó nada. Se lo guardó para el coleto, como un colegial. ¡A sus setenta y ocho años!
Seguro que se disponía a celebrar las fiestas navideñas solo, lejos de todo. Pues tendría que aguantarme: pensaba forzarle a salir por una vez de su mutismo. Como en todos estos años, huía. Claro que en ocasiones íbamos todos a Villaurbina, pero él se encerraba en su silencio y escapaba de nosotros en cuanto podía y se iba a vivir a la casa de la dehesa alta. Hacía las cosas como un autómata, desde luego educado y atento, como era él, y hasta cariñoso, pero siempre ausente. Ya era mayor, de acuerdo; sin embargo, su elección de dolor, arrepentimiento y soledad lo mantenía alejado de todo, como enterrado en vida, rehuyendo el consuelo de los suyos. No abría su corazón ni a mí que soy su preferida.
Sólo que esta vez no le iba a dejar.
Llamé a la tata María y le dije que llegaría aquella noche. Ah, y que no se lo contara a papá para que no pudiera esconderse de mí. No se le olvidaría el recado: acababa de cumplir los ochenta y tres y seguía fuerte, derecha y tan ágil de mente como en los años de mi adolescencia.
No comenté nada a ninguno de los hermanos. Esta Navidad era mía. Con la protección del teléfono móvil nadie tenía por qué saber dónde me encontraría.
Desde la muerte de mamá, la familia mantenida tan cuidadosamente unida por ella se había ido disgregando, cada cual a lo suyo, y rara era la ocasión en que coincidíamos todos. Parecía mentira que hubiera sido mamá, tan fría, tan manipuladora, la que nos hubiera forzado a conservar los lazos familiares, por muy artificiales que se nos antojaran ahora. Tras estos años de tormentas yo casi sólo veía a Miguel, aunque con no demasiada frecuencia, y a la Chispa, dedicada por completo a su rutilante carrera. Javi estaba en los arrabales de Madrid, Borja, en Chicago y Pili, haciendo el idiota como de costumbre. El pobre Perico había sido abducido por la buena sociedad y no pintaba nada.
Metí cuatro cosas indispensables en el bolsón de viaje de Louis Vuitton regalo de la Chispa y lo coloqué en el asiento de al lado del conductor. En Villaurbina siempre he tenido lo necesario para pasear, montar, cazar, estar en casa e incluso ir a misa al pueblo…, faldas, pantalones, jerséis, calzado, cosas así. Guardo en la finca hasta sales de baño, polvos y maquillaje. De modo que los preparativos de viaje para ir hasta allá nunca son demasiado laboriosos.
Cerré la casa con cuidado, conecté la alarma, saqué el coche del garaje y me puse en camino.
Al llegar al portalón de Villaurbina me vino a la memoria, como en tantas otras ocasiones, el recuerdo de la vez en que había traído a José Luis a la finca. Había pasado un siglo, ¿no? ¿Cuándo conseguiría olvidarlo?
Papá me esperaba al pie de la escalinata y me abrió los brazos en cuanto me bajé del coche. Me arrebujé en ellos y luego le di muchos besos en la cara, como una niña pequeña.
—Oye, ¡vaya coche que te gastas!
—Sss. Me lo he comprado hace un par de meses.
—Un Audi A6, ¿eh? Siempre quise tener uno, pero no me daba la cartera.
—Venga ya. Claro que sí. Te lo dejo cuando quieras. Le dije a la tata que no te contara que venía, pero es incapaz de guardar un secreto.
—Me dijo que la ibas a regañar, pero que le valía la pena darme la alegría.
—Se ha pasado la tarde mirando el reloj, Lola —habló la tata desde el umbral del portalón de entrada, al final de la escalinata.
—Eres de lo que no hay.
—¿Cuánto te quedas? —preguntó papá.
—Bueno, tengo que estar de vuelta el lunes 29…
—¿El juez Maroto?
—El juez Maroto… O sea, que me voy a pasar cuatro días mimándote y haciéndote montar a caballo.
—Ya casi no monto, Lola.
—No te lo crees ni tú. Oye, ¿y la Milady? —La Milady era hija de la Pola, que había muerto de vieja a los veinticinco años no hacía tanto, y era igual que su madre: una yegua recogida y nerviosa, con la capa azabache. Una belleza que nadie tenía permiso de montar si no lo autorizaba yo.
—Está estupenda. Parece que hubiera adivinado que venías: se ha pasado la tarde piafando y relinchando. Mañana la sacamos.
—Vamos a verla ahora, ¿no?
—Vamos… Por cierto, esta noche toca misa del gallo, ¿eh?, o sea, que cenaremos temprano. ¿A las nueve, tata?
—A las nueve, don Juan.
—¿Qué hay?
—Caldo de cocido con fideos, besugo al horno y tocino de cielo.
—¡Qué bueno! Cenas con nosotros, ¿eh?
—Como usted quiera, don Juan.
Subí hasta donde estaba la tata María y la apreté entre mis brazos. Estaba delgada delgada y se le notaban los huesos de la espalda. Había encogido con la edad, pero aún le daba para besarme en la coronilla. «¿Cómo estás, mi niña preciosa?». «Ban, tata».
La pequeña iglesia de Villaurbina, situada en un extremo de la plaza del pueblo, era de una sola nave románica. La había restaurado el abuelo años atrás, después de la guerra civil, y era muy simple, muy pura y muy bella. Tenía un rosetón en el centro del ábside sobre el altar de piedra y cuatro ventanales estrechos, dos a cada lado. En el centro, sobre una ménsula colocada detrás del altar había una Virgen medieval con su Niño en brazos, seguro que de gran valor, esculpida en piedra. Nunca supimos de dónde la había sacado el abuelo porque, desde luego, de allí no era.
Después de la muerte de los abuelos, mamá había decidido que se quitara el dosel de terciopelo del lado del Evangelio, que siempre ocupaban los marqueses de Villaurbina. Le parecía más acorde con los tiempos. Además, papá siempre la había pinchado, «no nos falta más que entrar bajo palio, como Franco». En su lugar, ahora se les reservaban los reclinatorios, también de terciopelo, eso sí, colocados en la primera fila. En fechas señaladas, como la misa del gallo o la Pascua Florida, detrás del cabeza de familia, se colocaban el alcalde, el juez de paz, si no estaba el de primera instancia, y el comandante de puesto de la guardia civil. Y más atrás, el boticario y don Carmelo, el administrador de la finca. «Ya puestos», había dicho Miguel, «yo lo quitaría todo y pondría a la familia detrás, en los bancos de madera; donde cayeran según fueran llegando; democrático, vamos». Mamá le había contestado con sequedad: «No lo entiendes, Miguel; la gente del pueblo espera que ocupemos el lugar que nos corresponde; la confraternización tiene un límite».
La misa era sencilla entre otras cosas porque en la iglesia hacía un frío que pelaba, a pesar de que se habían instalado radiadores de aceite. El párroco de Villaurbina siempre había sido muy bruto, el que había ahora y su predecesor, los dos por igual. Los sermones de don Aniceto, el de ahora, el sucesor de don Julián, estaban llenos de buena voluntad y confusión (cuando le daba por la sofisticación o por lo que él entendía por sofisticación, se enredaba sin acertar a salir del misterio teológico en el que se había metido sin ayuda de nadie; «¿De qué va el berenjenal hoy?», solía preguntar Javi). Tenían al menos la virtud de ser breves. Y la vida en la Tierra de Campos le había enseñado que era bueno rogar a Dios pero aún mejor rendir pleitesía a los señores del lugar: cuando salía revestido de su casulla para decir misa siempre se inclinaba primero ante nosotros y después, ante el altar.
Terminada la misa del gallo, salimos de la iglesia a la medianoche y media y un poco más. Aún quedaba el trance del besamanos, saludando uno por uno a todos los del pueblo que quisieran desfilar ante nosotros, allí plantados en estado de precongelación, con don Aniceto a nuestro lado. Lo que mamá llamaba confraternizar. En realidad, sólo se acercaban los cabezas de familia y los viejos del lugar, unas quinientas personas. «Felices Pascuas», murmuraban unos o gritaban otros. «Parece que el invierno llegará tarde» o «temprano», «este año entrarán las nevadas fuertes hasta mayo, señor marqués»; «habrá que ver cómo se dan las cosechas»; «y el vino, que la añada pasada ha sido buena», «no tan buena como la del 2001»; «que el año nos colme de venturas». «Ojalá», contestaba mi padre. Algunos se quedaban atrás sin querer acercarse. Sabíamos bien por qué, pero papá lo aceptaba con resignación, por más que todos fueran respetuosos y deferentes: sabían con la certeza de siglos dónde estaba el sol que más calienta. Pero papá era papá y la marquesa había sido la marquesa.
Conocía a muchas de aquellas gentes, labradores, peones, peritos agrícolas, médicos, pocas mujeres, Tarsicio, el dueño del hotel rural, empleados de los dos bancos, el Agrícola y el de Crédito de Zamora, con sus mujeres y sus hijos. A unos o a otros los había tratado, sobre todo en mi niñez y juventud. Habíamos jugado y cazado juntos, había montado en sus tractores (que en realidad eran del abuelo) y habíamos llevado rehalas en las monterías. Los domingos, un vaso de vino, aceitunas y chorizo ahumado en el bar y la curiosidad de los más jóvenes, «¿cómo está la capital, Lola?». Ninguno se había atrevido nunca a hacerme un requiebro. «¿Cómo va a matar Lola a ningún niño?», oí que alguna mujer decía allá al fondo. «Ya ves», le contestó otra. Miré para otro lado.
Era tradición que en la Nochebuena, mientras estábamos en misa, los peones de la finca montaran unas largas mesas de madera en la calle frente a la escalinata de la iglesia. Allí ponían bolsas y bolsas con un surtido inagotable de turrones, peladillas, frutas escarchadas, yemas de Santa Teresa, mazapán y pasteles de almendra; las gentes del pueblo se las llevaban a sus casas para la cena de Navidad, un lote por familia. Era tanta la cantidad, que siempre sobraba; al día siguiente, el alcalde se lo llevaba todo al asilo de la Puebla de Sanabria en un par de Land Rover de casa. En otra mesa se disponían decenas de botellas de sidra achampanada. Todo desaparecía en un abrir y cerrar de ojos. Como se hacía desde tiempos inmemoriales, no era necesario que nadie agradeciera el regalo.
Al día siguiente, Navidad, papá y yo nos dimos temprano un largo paseo a caballo. Hacía frío y los matorrales estaban cubiertos de escarcha. No había caído mucha nieve aún pero, aquí y allá, algunas encinas y el borde de los caminos aparecían blancos. Lejos de la casa, una charca grande en la que solían beber los ciervos se había helado. Desmontamos para comprobar cuál era el espesor del hielo y si hubiéramos podido patinar sobre él. Pero papá no se quiso aventurar.
En lugar de eso, se dio la vuelta y de la silla de montar sacó un termo. Me lo enseñó sacudiéndolo un poco.
—Caldo.
—Dios mío, papá. Esto es como volver atrás treinta años.
—¿Verdad?
Del mismo morral sujeto a la silla, sacó dos tazas de plástico, las llenó de caldo y me dio una. Echaba humo.
—Nos hemos quedado bastante solos en la vida tú y yo, ¿eh, Lola?
—No digas eso. ¿Te hago el recuento de hijos, nueras, yernos y nietos?
—Sí, todos ricos, felices, brillantes y llenos de éxito. No quiero decir eso. Quiero decir que tú y yo somos los únicos que quedamos de esta familia habiendo fracasado en la vida.
Bajé la cabeza y pensé que a lo mejor éste era el día en el que conseguiría penetrar su coraza de silencio.
—Me parece —continuó— que no nos han ido muy bien las cosas. Tú has tenido mala suerte y yo, a lo mejor, me equivoqué, aunque no estoy convencido.
—No he tenido mala suerte. Me fue bien y mal, perdí mi amor por el camino y ahora me van a echar del trabajo. ¡Dios mío, cómo suena de amargo todo esto! No. He tenido una vida llena y dos o tres desastres. No me puedo quejar. Pero tú, papá, ¿te puedes quejar? Seguro que te gustaría que te dijera «no te equivocaste». Pero no te voy a sacar las castañas del fuego. Inocente o culpable, eso es algo que tienes que decidir tú. Tú solo.
—¿Me equivoqué? No sé. —Cambió de tono—. ¿Ves por qué no quiero hablar de estas cosas?
—Pues no me digas que los dos hemos fracasado. Lo siento, papá: si lo dices es que quieres hablar de ello.
Le miré por encima de la taza humeante que sujetaba con las dos manos para calentármelas.
—¿Echas de menos a mamá?
—Claro.
—Venga, papá, «claro» suena a declaración notarial. ¿La echas de menos?
Resopló y bajó los ojos.
—La echo de menos y me encuentro muy solo. La echo de menos —repitió con fuerza—. ¿Cómo no? Cada día que me escondo del mundo, que me siento en el salón o me paseo por las dehesas más solo que la una, echo de menos su presencia a mi lado. En cada momento, hasta cuando me siento a hacer las cuentas de Villaurbina, del grano y del vino. Don Carmelo me mira y él también la echa de menos. Diez años ya… y la añoro cada día tanto como el primero.
—Estás demasiado solo aquí, papá. Y es porque quieres. No te costaría nada volver a la calle Serrano, a tus cuadros, a tus libros, a tu gente, a tus hijos y nietos…
—¿Volver a Madrid? No digas disparates.
—Hacíais una pareja rara…
—¿Quién?
—Mamá y tú.
—¿Sí? —preguntó sorprendido.
—Sí. Nunca te lo he dicho pero ella era tan… tan firme, tan segura, bueno, a lo mejor lo que quiero decir es «tan fría»…
Sonrió.
—No sé si eso es bueno para compararlo con mi personalidad. Pero, en fin, tan firme y tan segura, ésa es la cualidad de las rocas —añadió, pensativo—. No se mueven, siempre están ahí, uno puede descansar en ellas seguro de que nada las va a tambalear. ¿Sabes, Lola?, toda la familia se asentaba en ella.
—¿Te confieso una cosa? Durante años, en realidad mi madre fue la tata.
—No digas eso —saltó con viveza—. Es muy triste que digas eso. No olvides lo que tu madre fue para todos nosotros. —Se interrumpió un momento—. Puede que ser tan práctica la perdiera. ¿Eh? Más eficaz que tierna…
—Pues me habría gustado su ternura, papá. Crecí teniendo que acostumbrarme a estar de pie sin la ayuda de nadie y menos aún la de mamá. Se lo reproché durante mucho tiempo. Y lo que más me entristeció fue que tuvo que ser la tata la que me acogiera en sus brazos el día en que entregué mi virginidad a José Luis… —Papá levantó la cabeza con un sobresalto y yo me pasé la palma de la mano por los ojos para apartar las lágrimas repentinas—. Y fue la tata la primera que me consoló cuando lo mataron. —Me aclaré la voz—. ¿Sabes? Mamá era el juez, el sargento de caballería que llevaba adelante el colectivo de los hermanos, pero no el corazón de su hija. Sólo una vez, es verdad, el día de la muerte de José Luis. Pero sólo una vez…
—Eres implacable con ella, demasiado cruel —contestó. Su voz sonaba a abatimiento; se había puesto nuevamente a la defensiva—. Nuestra familia era muy grande. Muy complicada. Llena de hijos genialoides, con mucho carácter, y eso había que manejarlo sin perder de vista el objetivo, sin desmayar.
—Calificar a Pili de genialoide me parece algo exagerado, papá.
—Bah. Lo que quiero decir es que tu madre era fortísima. Tenía temple… Hasta para sacar a un ministro de la Gobernación de la cama e impedir que se llevaran detenido a Borja…
—Ya. Eso estuvo bien… Miguel y yo pensábamos que era una esnob y que desde pequeños no permitía que nos mezcláramos con la chusma para que no pudiéramos contagiarnos. Éramos la típica familia media española… —añadí sonriendo—. Sí, media. Eso pensaba ella, ¿verdad?
—Es injusto que digas eso. Os adoraba a todos. ¿Y qué hay de malo en que deseara vuestro triunfo?
—Nada, papá, no hay nada malo. Con tal de que sus motivos fueran siempre igual de… de… altruistas. Bah, no sé. ¿Y para ti qué fue mamá?
—Una compañera insustituible, siempre a mi lado, siempre apoyándome…
—¿Te puedo decir una cosa horrible? Muchas veces pensé que tú eras el octavo hermano, su hijo mayor, el mayor de todos.
—Llámalo como quieras. —Se había enfadado—. Además de estar de acuerdo en todo, me apoyaba sin titubeos, dormía conmigo y, ya que estamos de confesiones, hacíamos el amor. Vosotros sois la prueba. Te confesaré una cosa. Tantos años después y sin que nadie pueda oírme, ¿qué más me da que fuera más fuerte que yo? ¿Que tuviera más carácter y convicciones más decididas?
—Pues con sus convicciones te empujó a hacer una tontería mayúscula… Y tú sí que no estabas convencido.
—No es así. No degrades lo que hice.
—Perdona —dije.
—Además, estás hablando de ella como si fuera un monstruo y ella era todo menos un monstruo…
—Seguro que no, papá. Claro que no pienso que fuera un monstruo. Pero, si no estabas convencido de que tenías que hacer lo que hiciste, ¿cómo te dejaste empujar?
Suspiró y puso una mano en la silla de Milady. Hablaba desde detrás de ella, como si quisiera protegerse de mí.
—¿Quieres más caldo? —Negué con la cabeza, pero luego alargué la taza por encima de la yegua y él me la llenó otra vez.
—¿Cómo dejaste que te empujara? —pregunté de nuevo.
—Porque estábamos de acuerdo, Lola. Vamos a ver: ¿qué fue el 23—F? Un gesto de rebeldía de los muchos que veíamos que España arriesgaba su existencia misma.
—Ahí es donde os equivocabais. ¡Qué va a arriesgar nada, papá! Aun así, fue ella la que te arrastró. ¿Por qué?
Dio un sorbo al caldo y miró a lo lejos.
—Su criterio era mejor que el mío… Siempre lo supe y lo acaté. Y era más decidida. Pero no te confundas. No es que tu madre fuera una franquista pura y dura, sin fisuras, aunque pudiera parecerlo.
—Pues lo disimulaba bastante bien.
Papá levantó una mano.
—Tenía muchas amigas en la corte de Carmen Polo y en la buena sociedad de Madrid, cierto. Pero las aventajaba a todas porque era mucho más inteligente que cualquiera de ellas y había visto más cosas que cualquier advenedizo o que cualquier nuevo rico, que de ésos del pelotazo había muchos. Se convirtió en… líder, bah, no me gusta el término, pero lo que quiero decir es que acabó siendo la reina de la gente de mayores convicciones del antiguo régimen. Por ser mujer, se podía permitir el lujo de escandalizar con lo que ahora se llama lo políticamente incorrecto, o sea, de decir en voz alta lo que muchos pensaban. Por Dios, por supuesto que no era una troglodita: ella creía en una España moderna, abierta, no en la España de la guerra civil. Veía cómo erais sus hijos, fruto de la modernización del país y lo aceptaba de buena gana.
—No sé si eso suena muy bien.
—Así eran las cosas, Lola. Había pasado casi medio siglo, ya no estábamos en el 36… No se trataba de defender la cruzada, las dos Españas, sino el país de cuarenta años después. Pero pretendía que las cosas cambiaran civilizadamente, que se aplicaran a esa situación nueva los principios de siempre: la ley, el orden, la patria… Pero la muerte del generalísimo, la transición, el Partido Comunista, la traición del rey a los principios de Franco, que no era necesario traicionar y, lo peor de todo, el desastre de Adolfo Suárez… Todo eso nos parecía una amenaza continua a nuestros privilegios, a lo tan duramente conquistado en una guerra civil horrorosa…
—Bah, papá, tú conocías bien al rey. ¿Cómo no le iba a tentar la democracia? ¡Si tenía en casa el ejemplo de su cuñado el rey de Grecia al que echaron a patadas! ¿Traicionar? ¡Qué va! Cualquiera con dos dedos de frente era capaz de comprender que venían nuevos tiempos y que, después de cuarenta años, las cosas iban a cambiar.
—¡Ah, no! A lo mejor eran simples sospechas, miedos. Pero piensa en Suárez, por ejemplo. Adolfo se puso a destruir deliberadamente lo que había jurado defender. Igual que el rey. Te concedo que pudiera ser necesario para dar cabida a todos en la España nueva. Suárez. Yo era su amigo y, sin embargo, no me acababa de fiar de él. Cuando aquellos descerebrados mataron a José Luis, me llamó, ¿te acuerdas? Me citó en la Moncloa y estuvimos hablando mucho rato. Luego me puso guardaespaldas para protegerme, pero sobre todo habló con rabia de los que intentaban acabar con la libertad y me juró que no acabarían con él, sino él con ellos. Ese día me convenció. ¿Y qué pasó? Que sus propios compañeros acabaron con él. No los comunistas, no los socialistas, sus propios compañeros. Y vuelta a empezar. Lo de siempre en este país. Y encima ETA, engañando a todos, sigue matando sin ton ni son, por decenas. Y encima, la constitución consagró un sistema federal que lo único que consagra es la disolución de España.
—Venga, papá.
—Pues podrás estar de acuerdo con que desmantelen el país, pero a tu madre y a mí nos llenó de indignación. Hoy puedo arrepentirme de lo que hice, pero sigo preguntándome si no hubiera sido la solución mejor.
—¡Pero papá, por Dios!
—No, no. Déjame terminar. Teníamos una democracia poco firme y asediada por todos lados…
—Es el sino de las democracias.
—… asediada por todos lados. No conseguíamos entrar en Europa, ni Francia nos hacía caso, te lo digo yo que lo viví de cerca, los terroristas mataban, el gobierno, sobre todo el de Suárez, asediado por su propia gente, era débil, había complots por doquier…
—… de militarotes.
—… de militarotes, sí. Eso era lo que los hacía peligrosos. Los catalanes querían la independencia…
—¡Qué va!
—… querían la independencia, igual que los vascos y encima, de pronto, teníamos una región autónoma en Madrid. ¡En Madrid! Se convertían dialectos en idiomas vernáculos más antiguos que el español. En fin, qué te voy a contar.
—Y en vista de lo cual, había que destruir el sistema y volver a la dictadura. Venga, papá.
—¡No! ¡Había que preservar el sistema! ¡Había que consolidarlo!
—¿Con el general Armada a la cabeza?
—¡Sí! El 23 de febrero era el hombre ideal para encabezar el cambio de rumbo. Amigo del rey, casi más civil que militar, liberal, apoyado en la monarquía, capaz de reconducir la situación y darnos a todos una oportunidad.
—Él de presidente del gobierno. Y te ofreció ser ministro de Asuntos Exteriores. Pues vaya un regalo envenenado. Estuvo bien, pero te lo estropearon los tanques de Milans del Bosch en las calles de Valencia.
—No me gustan tus sarcasmos, Lola. Además yo no quería ser ministro de nada.
—Pero aceptaste.
—¿Y qué iba a hacer?
—¿Que qué ibas a hacer? Mandarlos a todos a freír espárragos. Dime una cosa, papá, ¿cuándo te diste cuenta de que eran una pandilla de aprovechateguis y que la salvación de la patria les importaba más bien poco?
Se encogió de hombros.
—¿Qué te puedo decir? Me da vergüenza recordarlo. Era embajador en París. Acabado el golpe, me fui a poner a las órdenes del rey, me volví a mi destino y cerré el pico. Un testigo excepcional, me dijeron en Francia. Eso fue lo peor. No quise dignificar a los sinvergüenzas y acabé haciéndolo por omisión.
Me apiadé de él.
—Bueno, hiciste lo que creías que era correcto.
—No. No estoy muy seguro. Me escondí. Avergonzado.
Le puse una mano sobre la suya por encima de la grupa de Milady.
—Me lo había ganado a pulso. —Se le quebró la voz de pronto—. En los últimos meses de París, sólo lo compensaba todo la presencia de tu madre. ¿Cómo puedes pensar que no la echo de menos? —Sacudió la cabeza—. Nadie conocía mi participación en el 23—F…
—Nosotros sí.
—Bueno, vosotros sí, está bien. Pero a tu madre y a mí nos dio la sensación de que el nubarrón se iba alejando, se iba convirtiendo en un pecadillo, en una estupidez. Una tontería sin consecuencias, que más valía dejar estar. Cuando vi la manifestación del día siguiente al fracaso del tonto de Tejero, me dio vergüenza por partida doble: porque pudiera quedar asociado a semejante imbécil y porque comprendí que millones, vamos, el país entero rechazaba el golpe. A lo mejor, nuestras aspiraciones o, por lo menos, las mías eran un sueño utópico nacido de nuestro amor a la patria, pero los ciudadanos las rechazaban. Para mí fue como un referéndum, una elección general… Y la había perdido. ¿Qué iba a hacer? Por eso me pareció que no hacía daño a nadie callándome, aunque me hubieran derrotado.
—Eso es un sofisma, papá.
—Ya. Pero me consolaba y no hacía daño a nadie.
—Tú no eras así.
—No, pero mamá me apoyaba con tanta fuerza que adormecía mis escrúpulos. Era bien cómodo. Sólo cuando me despertaba de madrugada…
Aquello último me derrotó. Me lo había merecido. Había convencido a papá de que rompiera su mutismo, de que fuéramos al fondo de su alma. Es verdad que creo que estaba deseando hablar, contarme sus remordimientos, pero lo que yo veía me estaba pareciendo horrible. De pronto sacudí la cabeza: no podía ser juez de nada. Sólo había venido a que nos consoláramos los dos. Habría sido inmoral apartarme ahora de su angustia.
—¿Sacudes la cabeza? ¿Me condenas? Me lo merezco.
—No te condeno. Sufro contigo…
—Al cabo del tiempo —prosiguió como si no me hubiera oído—, ya con el gobierno socialista de Felipe González, habíamos recuperado la normalidad. Así interpreté nuestro destino a Buenos Aires: todo era de nuevo normal. Y ya cuando me enviaron a Washington —sonrió con amargura—, me había convertido en un héroe. Así me veía, claro. Conseguí olvidar mi culpa. La democracia y el remanente del 23—F se habían soldado y eran uno solo. Con un poquito de esfuerzo, mi pasado volvía a ser irreprochable, ¿verdad?
—A mí lo de Washington me gustó, papá. Ir a St. Jude’s a hacer la tesis mientras vosotros estabais en Estados Unidos fue estupendo…
Alzó las cejas con resignación.
—Después se empezó a rumorear que me harían subsecretario o secretario de Estado. Fíjate que John Russell me llamó para decírmelo.
—¡John Russell! ¿Y él cómo lo sabía?
—Siempre tenía información de primera mano. Empecé a creérmelo, ya ves. Tu madre hasta se fue a Madrid a preparar la casa. A preparar la casa, sí.
Rodeé a Milady dejando que mi mano acariciara su cuello tan suave como el terciopelo. Me acerqué a papá. Lloraba. Le quité la taza de las manos y la coloqué junto a la mía sobre la silla de mi montura. Lo abracé y así estuvimos durante un buen rato. No había consuelo.
Papá suspiró con un largo sollozo.
—Se fue encantada, ¿sabes? —Se le quebró la voz—. Terminada la pesadilla, olvidada por completo, retomábamos nuestra vida de siempre de Madrid. Serrano, Villaurbina, vosotros, los nietos, los amigos, Sotogrande en verano…
—Está bien, papá. No hables más.
—No, no. Sí, sí. Todo esto me pesa como una losa. Nada más llegar de Washington, cogió el coche y se fue a la finca. Quería ver cómo iba la cosecha, qué nuevas ruinas le iba a contar don Carmelo, cómo iba el acuerdo con la Comunidad sobre la villa romana, traerse a la tata a Madrid… No le dio tiempo, por Dios, no le dio tiempo. Esa carretera siempre ha sido peligrosa. Y eso que Carmina se la sabía de memoria. ¡Mira que acabar teniendo un accidente en la única recta larga entre Valladolid y Zamora! ¡Un choque frontal! ¡Pero si había pasado miles de veces por allí!
—Déjalo, papá, anda.
—No. Déjame.
Los caballos se removieron nerviosos, oliendo algo raro, la angustia, las lágrimas, los sollozos… Quité las tazas de las sillas y tiré de las riendas a Milady para que se estuviera quieta.
—Ay, papá… Quise ir con ella, pero no me dejó que la acompañara. Dije que bueno, que tenía mucho trabajo en el hospital y que mejor me quedaba en Madrid. Y cuando me llamaron para decirme que había tenido el accidente… Me quedé petrificada. Llamarte fue lo más duro. —Iba a decir «lo más duro de mi vida», pero me acordé de José Luis.
—Qué horror. Fue la única vez en toda mi vida que odié hablar contigo, Lola. —Meneó la cabeza de derecha a izquierda—. Todo se me cayó encima. Todo. Hasta pensé en pegarme un tiro.
—Ay, papá…
—No me valía la pena seguir viviendo. Por eso dimití. La mera idea de seguir siendo embajador, de sonreír, de interesarme por las cosas, de ir a cócteles y cenas, me hundía en la desesperanza. Me vine aquí y no he querido salir más. Aquí la gente me respeta y deja en paz a este viejo tan huraño, ¿eh?
Cuando tus hermanos vienen a pasar fines de semana y traen amigos, me escondo con un par de libros o tres en la casa de la dehesa de arriba. Me cuida la tata.
—Pues este viejo sigue montando a caballo como los ángeles.
Sonrió.
—Te robo a la Milady muchas mañanas.
—Está bien. Nunca tendrá una monta mejor.
—¿Entiendes ahora por qué te digo que, de toda esta familia de triunfadores, tú y yo somos los únicos fracasados? —Empecé a negar con la cabeza, pero papá no me dejó hablar—: Lo somos porque la vida nos ha quitado a los dos lo que más queríamos. Nos dejó vacíos, Lola.