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"Etudiant abattu a Madrid" decían los titulares de Le Monde y Le Figaro del 16 de marzo de 1977, como si se hubieran copiado la noticia el uno al otro.
Tengo los recortes metidos en un cajón del escritorio, el cajón de las cosas perdidas. De vez en cuando, si estoy muy triste o muy deprimida por los recuerdos o porque se me empiezan a borrar los detalles de hace veintiséis años, rebusco entre los papeles y saco la media columna de Le Monde, que está amarillenta y tiene un pequeño desgarro en una esquina. Me la sé de memoria:
"De nuestro corresponsal en Madrid. —José Luis Mendieta, un joven estudiante de Medicina y conocido dirigente de los círculos universitarios progresistas de Madrid, fue abatido anoche en una plaza del centro de la capital por un grupo de ultraderechistas que le dejaron agonizando en la acera. Los asaltantes, brazo en alto, gritaron consignas fascistas antes de escabullirse por las calles adyacentes. A Mendieta lo acompañaba una amiga, también dirigente estudiantil, hija del marqués de Villaurbina, embajador de España en París".
Nada decían de que estuve en brazos de Chema, temblando como una hoja, hasta que llegó la policía y, minutos después, una ambulancia. Chema había querido arrastrarme a casa, pero no me dejé. ¿Cómo podía ocurrírsele que yo me fuera de la plaza dejando a José Luis tirado en el suelo como un perro?
Pasó tiempo hasta que me di cuenta de la casualidad de la presencia de Chema en Chueca y más tiempo aún en comprender que había hablado con los asesinos y había evitado que me mataran a mí también, ordenándoles a gritos que no me tocaran. ¡Y que la excusa fue que yo era hermana de Juan!
Tardaron tres días en detener a los asesinos. Durante dos permanecí encerrada en mi cuarto sin querer hablar con nadie, pese a que todos vinieron a acompañarme. Al tercer día por la mañana fui al Instituto Anatómico Forense.
Había pasado la mayor parte de las primeras cuarenta y ocho horas con las persianas echadas, sentada en el suelo, apoyada la espalda contra la cama.
La primera en entrar en la habitación fue la tata María aquella misma noche de la muerte de José Luis. Traía una bandeja, supongo que con leche y madalenas, pero levanté una mano y dije «¡no!». Dio dos pasos hacia atrás y cerró la puerta silenciosamente.
Luego entró Miguel y después, Borja. Los dos se sentaron frente a mí sin decir nada, sin siquiera mirarme. Estuvieron así varias horas; de vez en cuando intercambiaban alguna frase, «ha venido la policía», «¿quién era?», «Gallego». Y al cabo de mucho rato, «ése que no entre». Los oía muy al fondo, como en una nube lejana, y no entendía lo que decían.
Mucho más tarde, vino Juan hermano. Le miré brevemente y vi que tenía la cara descompuesta (de culpa, comprendí al final de los días). Dijo: «Dios, Lola, ¿qué puedo decir?».
También Pili estuvo un buen rato en mi cuarto mirando nerviosamente a derecha e izquierda sin decir nada. El pobre Perico, que venía detrás, se puso en cuclillas delante de mí y me pasó la mano por la cara. Fue el primer gesto de ternura que le vi en toda mi vida y me alegré de que fuera para mí.
Javi llegó muy tarde del seminario. Se quedó de pie con la cabeza gacha. Dijo:
—Lola, no tienes consuelo ni te lo quiero dar, pero te llegará y cuando eso ocurra, querré estar delante para recoger tus lágrimas y ponérmelas en el corazón. Recemos un padrenuestro. —Al terminar, añadió—: Dios tenga a José Luis en su gloria y en su inmensa misericordia admita que, como Él mismo dijo, por sus frutos le recordemos y le pidamos que interceda por nosotros.
Hubo un murmullo de «amén».
Marta se deslizó en la habitación en aquel momento y se sentó a mi lado. No dijo nada, sólo me agarró de la mano.
Luego volvió la tata y se puso en el suelo, al otro lado de Marta. Me abrazó y me besó el pelo como la primera vez que había adivinado mi amor por José Luis.
—Ahora tienes que descansar, mi niña preciosa. Te voy a bañar como cuando eras pequeña y te daré un tazón de colacao y te meteré en la cama.
—No —repetí—. Me quiero quedar aquí. Tengo frío, tata.
Alguien me puso una colcha encima.
Y pasaron las horas.
No sé cuándo sería, no lo recuerdo. Muy tarde no pudo ser. Oí que sonaba el teléfono en el pasillo y alguien, me parece que fue Benito, contestó. Al cabo de unos segundos dio con los nudillos en la puerta. Miguel se puso de pie, abrió y escuchó a Benito bisbisear alguna cosa. Entonces mi hermano se puso en cuclillas delante de mí y me dijo:
—Es Adolfo Suárez, Lola, el presidente del gobierno. Quiere hablar contigo.
Me encogí de hombros:
—Bah, da igual.
—No, ponte.
Me ayudó a levantarme. Salí de mi cuarto y fui hacia donde Benito sostenía el auricular.
—Diga.
—Lola. Eres Lola, ¿verdad?
—Sí.
—Soy Adolfo Suárez.
—Hola —contesté.
—Quiero decirte que la muerte de José Luis me ha llenado de tristeza y de rabia, que me parece una canallada y una injusticia. Y que mi corazón está contigo…
—Gracias.
—También te prometo que detendremos a los culpables y los castigaremos para que no puedan volver a pertenecer a este país nuestro que tantos disgustos nos está costando. Te prometo que serán castigados, Lola.
—Ojalá pueda usted.
—Te lo prometo. Dile a tu padre cuando venga a Madrid que quiero hablar con él.
—Sí.
—Ánimo. Te mando un fuerte abrazo, Lola.
—Gracias… gracias…
Muy pronto al día siguiente llegaron papá y mamá. Los dos se me abrazaron como si quisieran impedir que me escapara a algún sitio secreto para no volver jamás. Papá tenía la cara desencajada y los ojos húmedos y mamá estaba seria y muy pálida. No se había maquillado.
—¿Cómo estás, pequeña? —preguntó mamá.
—Bah, mami, fatal. —Me agarré a su calor y me dejé mecer en sus brazos como cuando era muy niña. Empecé a llorar con desconsuelo. Mamá me acariciaba la cabeza con suavidad, casi como la tata.
—Mi pobre niña —dijo papá—. No te preocupes de nada. Cogerán a esos asesinos y les darán su merecido. —Papá siempre igual, buscando echar el dolor o la tristeza o la culpa afuera del círculo familiar. Yo no quería castigo ni venganza, quería que me devolvieran a José Luis. O, a lo mejor, sí quería venganza, no sé.
—¿Papá? —Me sorbí ruidosamente los mocos.
—Dime, pequeña.
—Anoche llamó Adolfo Suárez para hablar conmigo. Me dijo que sentía la muerte de José Luis. Le contesté como si fuera tonta de baba.
Sonrió.
—Seguro que no.
—Me dijo que, cuando llegaras, quería hablar contigo.
—Muy bien.
A mediodía llegaron Clara y Oleguer. Venían de Barcelona.
—Lo siento, Lola, no sabes cuánto —me dijo Clara.
Me abracé a ella llorando; puede que ello se debiera a que, siendo la menos cercana a mí de todos los que estaban pasando por mi habitación, su recorrido sentimental requiriera más esfuerzo hasta tocarme el corazón. Miguel habría dicho que era catalana y que con los catalanes ya se sabe.
¡Qué días más tristes y más inútiles!
Sí recuerdo que, cuando después volví a la universidad, la gente con la que me cruzaba me miraba a veces con tristeza, a veces con lástima, a veces apretando los dientes y a veces manteniéndose lo más alejada posible, como si la muerte me tuviera contaminada. Algunos, los compañeros de clase con los que tenía más trato, se acercaban y murmuraban unas frases de consuelo. No los miraba para no ponerme a llorar: sólo bajaba la vista y decía «gracias». Otros que conocía de la lucha estudiantil (a cualquier cosa se le llamaba lucha), los líderes, los parlanchines y los intensos, fueron viniendo. «Fue un gran tío», decían unos; «un compañero hasta el final», aseguraban otros; «lo siento, compañera, ánimo», insistían algunos. Yo no quería oírlos.
Uno de mis profesores, el más adusto, me paró por el pasillo y me dijo:
—Señorita Ruiz de Olara, quiero que sepa que todos en la facultad admiramos su entereza. Volver después de tanta tragedia como la que usted ha padecido requiere muchas agallas. No es sorprendente viniendo de quien viene, naturalmente, pero queremos decirle cuánto apreciamos su valentía.
Hasta el capitán Perea llamó a casa para dar el pésame. No quise ponerme y contestó Borja.
No es que me importara gran cosa, pero supuse que Lidia Marugán evitaría hablarme, se mantendría lejos de mí, ni me miraría a la cara para que yo no pudiera ver su feroz alegría en la mirada. Pues me equivoqué de medio a medio. Se plantó delante de mí a la entrada del Clínico y me dijo:
—Lola, la muerte de José Luis me duele tanto como a ti. Te han matado el corazón, lo sé. Voy a rezarle a Dios con toda mi alma para que encuentres consuelo y para que veas que la vida sigue, con un dolor horrible, pero sigue, mal que le pese a nadie. Pídeme lo que quieras cuando quieras pedirme algo. Estaré ahí para ti.
Le puse la mano en el brazo.
—Gracias, Lidia —dije y se me llenaron los ojos de lágrimas.
Habían llevado a José Luis al Instituto Anatómico Forense, que estaba en la calle de Santa Isabel, a la espalda del viejo Clínico, lo que hoy es el museo Reina Sofía. En sus dos siniestras salas yo había presenciado autopsias, cuando preparábamos disecciones anatómicas. Las salas eran tercermundistas. Había ratas y humedades. Ni siquiera la refrigeración funcionaba bien: para que un cadáver se conserve durante unos días, los depósitos deben estar a menos de cero grados. Pero como las viejas máquinas no podían con el aire asfixiante, la temperatura siempre estaba por encima de cero y, a poco que se demorara el procedimiento, los cadáveres que se preparaban para su entierro llegaban con un tinte verdoso repugnante.
No quise ir, no quise ver nada. Sólo quería que nos dejaran en paz para recoger al pobre José Luis y llevárnoslo a San Sebastián, que era donde la familia quería enterrarlo. No había querido hablar con la madre, la mera idea se me hacía insoportable, y fue Miguel el que la llamó.
Borja había quedado con un asistente al que yo conocía en que nos llamaría para avisarnos de cuándo trasladarían a José Luis de la sala a la capilla.
Mandé a Miguel a alquilar la capilla, una de las tres o cuatro que había, por el par de horas que las alquilaban. Creo recordar que costaban 500 o 600 pesetas. Todo era tan siniestro que hasta me pareció apropiado. Me encontraba enferma, me dolía el estómago y de vez en cuando sentía que me mareaba y tenía que apoyarme en quien me estuviera cerca. Y luego pensaba: ¿por qué iba yo a querer velar un cadáver que ni siquiera me pertenecía, envoltorio de un alma que ya no estaba?
Cuando por fin nos avisaron, fuimos a la capilla a terminar la macabra ceremonia. Javi había ido a encargar una corona (también las vendían en el Clínico a 3000 pesetas, Dios mío). Estábamos Marta, Miguel, Javi, Borja, Juan, la tata, Clara y Oleguer. Un cura inevitable, de los de parroquia y sotana sucia, también se encontraba allí con cara de circunstancias y aburrimiento. Al fondo de la capilla, los empleados de la funeraria y, en el último momento, el juez que había asistido a la autopsia. Se quedó de pie al fondo, sin decir nada.
Unos asistentes trajeron la caja y la colocaron sobre una mesa, delante del pequeño altar. La caja estaba cerrada. Hacía frío, todo estaba desangelado y mugriento, un verdadero horror.
Me pregunté si vendría alguien de la familia de José Luis desde San Sebastián o si simplemente querrían que el féretro fuera conducido allá: si yo hubiera sido la madre de José Luis, no habría querido ni pisar el suelo de Madrid. De todos modos, no me importaba gran cosa que vinieran o no; sólo quería que esto se acabara de una vez.
Y entonces se abrió la puerta trasera de la capilla y entraron dos mujeres vestidas de negro. Levanté la cabeza y las miré. Me dio un vuelco el corazón: de las dos, la que venía delante era el vivo retrato de José Luis, las mismas facciones enjutas, la misma nariz casi aguileña, los mismos ojos almendrados, el mismo pelo, aunque en su caso, sembrado de canas. No era una mujer de pueblo como siempre la había imaginado; era una mujer de ciudad, alta, fuerte y elegante. En sus descripciones, José Luis no le había hecho justicia.
Vino derecha hacia mí. Al llegar a mi altura, me miró fijamente y dijo:
—Lola. Eres como te describió José Luis.
—Ama.
—Ya no soy la madre de nadie. Me lo robaron. —Se acercó hasta donde estaba el féretro de su hijo y quedó inmóvil durante un largo rato—. Quiero verle.
—No es posible, señora —dijo uno de los funcionarios—. No puede ser. El señor juez ha ordenado el sellado de la caja y no puede ser.
—Es mejor así —añadí.
Se le bajaron los hombros en señal de aceptación. Estuvo un momento más, rígida, sin moverse, y luego se volvió hacia mí. Con las dos manos me sujetó por las muñecas con el mismo gesto de José Luis cuando quería llamarme la atención.
—Cuéntamelo…
—La noche que lo mataron…
—No, no. Desde cuando se puso a quererte.
Me llevó hasta un banco que había fuera de la capilla. Nos sentamos las dos y todo me salió a borbotones. Yo lloraba pero las dos reíamos al tiempo cuando le contaba alguna tontería de José Luis, alguna de sus ocurrencias, alguno de sus silenciosos gestos de audacia maquillada de miedo. La risa de la ama era silenciosa y severa. ¿Puede haber una risa severa? Quien hubiere visto reír a la madre de José Luis lo comprendería. Y la ama sabía sin lugar a dudas que su hijo había traicionado a los suyos para salvar a papá. Por mí.
Estuve segura de que su recuerdo le quedaba más vivo en esta charla apresurada que en cualquier servicio fúnebre entonado con monotonía por el cura de la parroquia y la sotana manchada.
Llevamos a José Luis a San Sebastián, a enterrarlo en el viejo cementerio de Polloe, donde los Mendieta tenían un pequeño panteón. Borja le pidió el Mercedes a mamá y para allá fuimos en caravana, siguiendo al viejo Cadillac de la funeraria. La ama no me soltó las manos en todo el viaje. No derramó ni una lágrima (yo lo hice por las dos; mucho tiempo después, Miguel me dijo que estuvo tentado de ponerme un pluviómetro en la nariz), ni cuando bajaron la caja al nicho que correspondía, al lado de la sepultura del padre. «Fue un gudari», dijo con sencillez. Y luego se dio la vuelta para salir en silencio. Se habría desplomado si entre Miguel y yo no la hubiéramos sujetado.
Estábamos a 18 de marzo de 1977. En San Sebastián llovía sin parar y hacía mucho frío.