32

32

¿Q ué pasa cuando se enviuda de golpe a los veinte años, cuando un vulgar asesino mata al amor de tu vida? ¿Qué le ocurre al corazón? Todavía hoy no sé si la capacidad de amar con ilusión queda herida de muerte o se agosta sin llegar a morir (porque amar, se sigue amando), si se despierta un ansia irrefrenable de venganza contra un descerebrado que encima creía estar salvando a la patria, si una se prepara con fría paciencia para cuando le llegue la oportunidad. Sí sé al menos que si hubiera tenido una pistola en aquel momento, habría matado al asesino de José Luis sin pensarlo dos veces. He buscado el resto de las respuestas durante casi treinta años y aún no las he encontrado.

—¿Lola?

Sacudí la cabeza para volver al presente.

—No has contestado a la pregunta —dijo Enrique Lerma.

—¿Quiere que se la repita si no ha entendido algún punto? —preguntó el juez instructor, Ángel Maroto.

—¿No le importa, señoría?

—No me importa: le pido que me vuelva a explicar, doctora Ruiz de Olara, cuál es en su opinión la diferencia, científica, por un lado, y moral, por otro, entre cuidados paliativos, sedación terminal y eutanasia.

Suspiré y luego me aclaré la garganta. Era la tercera vez que, con mayores o menores circunloquios, me lo preguntaba. Enrique me había dicho que lo hacían para ver si nos contradecíamos o si se nos escapaba alguna respuesta incriminatoria. Llevábamos más de una hora en el juzgado de la plaza de Castilla y esto no tenía visos de terminar.

El juez instructor del Juzgado número 1 de Madrid nos había citado a las diez de la mañana del 23 de diciembre de 2003. Feliz Navidad, me había dicho a mí misma.

Por explicarlo en pocas palabras, de lo que resultara de esta cita, yo saldría en libertad con cargos, es decir, imputada por un delito de homicidio, o sin cargos, porque el juez no hubiera apreciado indicios de delito en mi actuación y me mandara a casa. También me podía mandar a la cárcel y fijarme una fianza. Enrique me había dicho que eso en mi caso no ocurriría. A partir de mi destitución hacía menos de dos meses, el escándalo que había precedido a mi visita al juzgado había sido mayúsculo, con manifestaciones en el hospital, artículos de periódico (los de la derecha habían dado por supuesto que yo mataba niños por placer y sin freno), peticiones al gobierno madrileño y, hoy, dos grupos de manifestantes esperándome a la puerta de los juzgados: los que estaban en contra de mí me insultaban a gritos. «¡Asesina!», me llamaban. Santo cielo.

Un caso de límites lo suficientemente difusos como para que ni juez ni fiscal quisieran meterse, había dicho Enrique Lerma, mi abogado.

Yo seguía furibunda por la injusticia extrema de mi cese, porque lo hubieran basado en una denuncia anónima (anónima de la babosa doctora Marugán) y por la enemistad manifiesta del bueno de nuestro maoísta favorito, Javier Rosales, consejero de Sanidad de la Comunidad de Madrid recién nombrado por la presidenta, elegida por fin hacía dos meses, después de que seis meses antes hubiera habido un escandalazo de tránsfugas, diputados desaparecidos y cambio de votos que habían obligado a repetir las elecciones. Papá siempre lo había dicho: en su opinión la democracia estaba muy bien; lo que estaba mal eran los flecos de porquería, abuso de poder y corrupción que se desprendían de ella. Así le fue.

En todo caso, me parecía que hoy iba vendida y que me echarían a los leones. Enrique Lerma, mi sonriente y poderoso abogado (realmente estaba yo de muy mal humor) me había aclarado que el juez Maroto era un tipo seco pero justo y que pertenecía a la asociación de Jueces para la Democracia, el pequeño colectivo de jueces progresistas. Bueno, era un consuelo. Compensaría al fiscal, un tipo estirado, un ultracatólico que no me iba a poner las cosas fáciles y que quería no sólo mandarme a prisión, sino impedirme ejercer la medicina para siempre jamás. La última vez que había hablado con Javier Rosales, éste me había dicho que, sintiéndolo mucho, el caso estaba fuera de su alcance y, por lo que había oído, el gobierno quería dar, de una vez por todas, un escarmiento con estas prácticas médicas que intentaban traspasar poco a poco los límites de la ley y nuestro compromiso ético como médicos.

Al final resultó que el juez intentaba mantener al fiscal a raya y no le dejaba intervenir más que lo mínimo.

—Perdone, señoría —proseguí—. Por sedación terminal entiendo la que se aplica a pacientes con enfermedades avanzadas y progresivas en los que han fracasado todos los tratamientos curativos…

—¿En qué casos de enfermedad considera usted que es aplicable?

—Bueno, en casos terminales de cáncer, en las enfermedades de motoneurona, en el colapso final de órganos, riñones, hígado, corazón, pulmones. En esos supuestos…

—Siga.

—La sedación terminal es aplicable cuando el pronóstico es fatal a corto plazo, los enfermos se encuentran en situación agónica o preagónica y presentan síntomas refractarios a otros tratamientos. No es sólo mi opinión, señoría, repito casi de memoria la opinión, que suscribo, del doctor Miguel Casares, presidente del Comité Asistencial de Ética del Hospital de Getafe.

—Conozco la opinión del doctor Casares.

Asentí.

—La sedación terminal se debe aplicar para aliviar el sufrimiento físico o psicológico del paciente que se encuentre en uno de los supuestos médicos que le he descrito. Implica sedarle de tal manera que pierde la conciencia y no la vuelve a recuperar hasta que muere. Y muere sin sufrir. Por supuesto, hay otras formas de abreviar el sufrimiento, pero sólo ocurre cuando el moribundo es persona hecha y derecha y puede exigir que se le desenchufe de los aparatos que lo mantienen en vida. O, en otros países europeos de legislación más avanzada, exige que se le aplique la eutanasia.

—¿Y si no puede manifestar su voluntad?

—Generalmente es necesario contar con un testamento vital en el que se expresa claramente la voluntad de no ser artificialmente mantenido con vida.

—Y en el caso de la sedación terminal, ¿se le puede aplicar sin que exista consentimiento informado o testamento vital? ¿O voluntad anticipada?

Me quería acorralar.

—Señoría, especialmente en oncología infantil, el paciente no está en condiciones de expresar su voluntad o, simplemente, no pide morir para acabar con su sufrimiento, sencillamente porque un niño de ocho, nueve o diez años no sabe lo que es morir, no entiende el concepto mismo de la muerte. Sólo una cosa está clara para él: quiere dejar de sufrir el espantoso dolor que padece de forma constante. ¿Sabe usted que muchos niños creen que la estancia en el hospital es una fase de la infancia y a veces preguntan cuándo les toca a sus hermanos? Por supuesto que a los niños no se les puede aplicar sedación terminal. Eso equivaldría a aplicarles eutanasia. Todo lo más, sedación paliativa.

Hubo un silencio. El juez Maroto me miraba con fijeza sin mover un músculo.

—Corríjame si me equivoco, doctora, pero en todos esos casos, la voluntad determinante es la de los padres, ¿no?

—Desde luego. El problema… —añadí y vi por el rabillo del ojo que Enrique Lerma hacía un rápido y mínimo movimiento negativo con la cabeza. Me callé.

—¿El problema, doctora?

—No tiene importancia.

—Necesito que me responda.

Todos estaban vueltos hacia mí esperando: el juez instructor, el fiscal, la secretaria taquígrafa y Enrique Lerma, que había cerrado los ojos.

Carraspeé (luego Enrique me dijo que el carraspeo suele ser indicativo de culpabilidad).

—El problema, que es insoluble, es que, con relativa frecuencia, los padres no quieren dar el consentimiento.

—¿Y…?

—Nada, señoría, no les apuntamos con una pistola…

—¿Cómo?

—Perdone, señoría, es una forma de hablar. Quiero decir que cuando no consienten, no hay nada que podamos hacer…

—¿Qué tienen de malo los cuidados paliativos a los que usted aludía hace un instante?

—Nada, señoría, no tienen nada que ver con lo que estamos hablando. En estadios muy avanzados, agónicos o preagónicos, son una parte fundamental del cuidado del enfermo. No es que de repente se decida aplicar una nueva terapia paliativa; se trata más bien de tramo último de medicación de un paciente que ya no tiene remedio. Pero es parte de un proceso cuando ya no quedan medidas curativas como tales porque ya no tienen efecto. Pero el proceso es progresivo. Se aplica la medicación paliativa cuando todo lo demás ha fracasado. Vamos a ver: es, señoría, lo que se aplica al paciente para el alivio de los síntomas refractarios al tratamiento. Es decir, una medicación que forma parte del proceso, pero que ya no cura porque la curación ha dejado de ser posible. De todos modos, la sedación paliativa, que no es lo mismo que la terminal, es un proceso muy elaborado al que han precedido informes, estudios médicos, consultas con especialistas. La sedación paliativa no quita del todo el dolor, sólo lo aminora, no alivia, en realidad… atonta. Intentamos controlar el dolor e intensificamos el cuidado paliativo cuando comprobamos que el paciente está en fase de angustia o cuando, por ejemplo, tiene depresión respiratoria.

—¿Con analgesia?

—Sí, con analgesia y antidepresivos, valium, lexatin, cosas así.

—Ya. Y entonces utilizan analgésicos y antidepresivos combinados con la quimioterapia… —dijo el fiscal.

—No. Nunca combinamos ambas cosas: en los estadios finales de la enfermedad, la quimioterapia deja de aplicarse puesto que ya no sirve de nada. Y aun así, hay padres que nos reprochan que su hijo pase horas como una piltrafa, sin conocimiento. No quieren que su hijo se muera ni que sufra, pero tampoco que pierda conciencia. Quieren que mantengamos la quimioterapia a costa de la analgesia incluso cuando el dolor del niño es difícilmente soportable y cuando es patente que ya no sirve de nada. Incluso nos exigen que suprimamos los ansiolíticos. Me parece que es una forma como otra de sadismo terapéutico.

—Ya… ¿Y a usted qué le parecen esas actitudes de los padres?

—Difícilmente comprensibles, señoría, me parecen incomprensibles… pero…

—¿Qué opina usted de la eutanasia? —dijo de pronto el fiscal. El juez lo miró con irritación—. ¿Está usted a favor o en contra? Y tal como lo está usted explicando, señora Ruiz de Olara, no veo gran diferencia entre sedación terminal y eutanasia.

—Claro que la hay. ¿Qué quiere que le diga?

—Creo que mi cliente —intervino Enrique Lerma— quiere significar que, sin una ley que la autorice, lo que ella opine sobre la eutanasia es indiferente.

—Sí —dije—, pero, insisto, eutanasia y sedación terminal son, en mi opinión, dos cosas distintas.

Quise seguir, pero Enrique levantó una mano y no me lo permitió.

—Volveremos sobre ello —dijo el fiscal. Me pareció evidente que al juez Maroto, el fiscal le ponía de los nervios con su pomposa suficiencia—. Veamos, doctora. Estaba usted explicándonos que los padres con frecuencia intervienen en el proceso clínico e impiden a los médicos hacer su trabajo. Con lo que, supongo, a veces los médicos se ven forzados a…

Vi que Enrique quería intervenir, pero no le dejé.

—No he dicho eso en absoluto, señor fiscal. Si ésa fuera mi opinión, estaría a un paso de decir que los doctores deberíamos tener la potestad de apartar a los padres del cuidado de sus hijos…

—Y la inferencia sería que ustedes tienen derecho a decidir sobre la vida o la muerte de sus pacientes. Soy consciente de lo que estoy diciendo, doctora. Para mí es una cuestión fundamental que debemos aclarar antes de seguir adelante. ¿Cree usted, doctora Ruiz de Olara, que, en situaciones extremas, sus conocimientos, su profesionalidad y su capacidad de curación deben estar por encima de la voluntad de los legos, en este caso de los padres del pequeño Dimas Rodríguez?

¿Qué iba a contestar? Ni que fuera tonta.

—No. Eso no es posible… En fin, depende.

Enrique respiró profundamente.

—Depende ¿de qué? —El fiscal levantó la voz con un tono que era mitad sorpresa, mitad indignación.

—Depende de lo que entendamos por estar por encima de la voluntad de los legos, señor fiscal. Para los padres, en los casos de cáncer infantil de los que me ocupo, es tremendamente difícil tomar una decisión. Hay que tener en cuenta que la tensión emocional es insoportable. Y entonces ocurren dos cosas: no quieren ver sufrir a sus hijos y al mismo tiempo no quieren perderlos o, más complicado aún, no quieren que, durante el tiempo de vida que les queda, los niños estén sedados y no puedan mantener con ellos la relación de comunicación y amor que ha sido la suya hasta entonces. Una situación imposible. Y yo me encuentro en la tesitura paradójica de que sí sé lo que le conviene al niño…

—¿Y entonces se sienten ustedes los médicos legitimados para tomarse la justicia por su mano?

—¡Desde luego que no! Por supuesto que nos enfurece la situación porque pensamos en el sufrimiento de los niños e intentamos convencer a los padres de que lo mejor para sus hijos es que dejen de sufrir, que se los deje en paz puesto que, de todos modos, la muerte está cerca.

—¿Y si se niegan?

—Ya se lo he dicho: es el límite y no hay nada que podamos hacer. Si un padre se niega a que se siga un curso curativo, debemos aceptar su decisión. Es la ley y la obligación ética. En el caso de Dimas, la muerte le sobrevino sin que en el hospital tuviéramos que tomar una decisión en un sentido o en otro. —Error. Yo sólita me había metido en el atolladero.

—¿Y si se hubiera visto obligada a tomar una decisión, doctora? —intervino el juez.

—Estoy seguro —intervino Enrique— de que la frase «tomar una decisión en un sentido o en otro» es utilizada por mi cliente en un contexto de discusión abstracta que nada tiene que ver con lo que ella pudiera decidir hacer.

El juez ignoró la interrupción.

—¿Y si se hubiera visto obligada a tomar una decisión, doctora? —repitió. Pero Enrique me había dado la salida.

—En ese caso habría intentado convencer al padre una vez más de que aplicáramos cuidados paliativos. Aunque, de todos modos, en rigor no necesito su autorización puesto que puedo interpretar que los cuidados paliativos están incluidos en el protocolo de atención clínica. En cualquier caso, la madre de Dimas lo autorizó expresamente. —Fruncí el ceño como dando por demostrada mi postura. Miguel hermano siempre decía que cuando arrugaba el entrecejo me parecía a mamá en el momento en que nos iba a regañar.

—En realidad, doctora, en la ley de autonomía del paciente del año pasado, las sedaciones terminales…

—… que no se aplican en oncología infantil…

—… muy bien, las sedaciones terminales no pueden convertirse en un cajón de sastre, es decir, en el modo cada vez más ordinario de tratar a los moribundos, y no para remedio de sus síntomas, sino para comodidad de los que los atienden, ¿verdad?

—Verdad, señoría, pero…

—A lo que voy, doctora, es que soy de la opinión de que el médico cuenta, en lo técnico, con su competencia y su experiencia en la aplicación de los cuidados paliativos, y en lo ético, con criterios bien madurados de respeto a la vida humana. El riesgo es que primen los aspectos técnicos sobre los éticos y que un médico pueda llegar a tomar decisiones impelidas por el convencimiento de que es necesario eliminar el sufrimiento del paciente a costa de acabar con su vida.

—También puede ocurrir al revés, señoría. Que el médico mantenga inútilmente en vida a un paciente que sufre cuando su muerte es inevitable. Lo que llamamos encarnizamiento terapéutico.

Aquello molestó al juez. Y al fiscal:

—No es necesario que nos lo recuerde. Sabemos bien en qué límites nos movemos y qué extremos cubre la medicina del dolor. Y pretendo que usted me demuestre que, en el caso del pequeño Dimas Rodríguez, no primó en usted el aspecto técnico por encima del ético.

—No tengo modo de hacerlo, señor fiscal…

—Me temo que se está forzando a mi cliente a entrar en un terreno moral que, por ser indemostrable su actitud, es perjudicial para sus intereses —intervino Enrique Lerma, dando claras muestras de irritación.

No dije nada.

—Bueno —corrigió Maroto—, digamos que, en vez de demostrárnoslo, nos lo explique.

Miré a Enrique. Asintió.

—Señor juez, soy médico y mi vocación es curar. ¡Cómo no me voy a apiadar del sufrimiento de mis pacientes! Pero, por encima de todo, debo procurar los medios de curación. Todos los días, a todas horas, me enfrento con pequeños pacientes cuyo sufrimiento es, sin excepción, insoportable. Intento sanarlos, investigo los nuevos métodos y técnicas, vamos acercándonos a porcentajes razonables de curación oncológica, incluso ofrezco a los padres que ellos decidan llevar a sus hijos a clínicas e instituciones en las que se hacen ensayos clínicos, pero la ratio muerte/sanación es todavía insufrible para los niños, para los padres, para los médicos. ¿Cómo puede alguien pensar que estoy dispuesta a abdicar de mi vocación y que, en los casos en que la prognosis es desfavorable, abandono al enfermo, acabo con su vida y paso a otro? Tendría decenas de niños muertos sobre mi conciencia y decenas de denuncias, anónimas, por supuesto. —El juez Maroto dejó escapar una leve sonrisa—. El protocolo médico lo impide. Pero supongamos que soy una asesina y que, como en las películas de suspense, puedo entrar en una habitación con una jeringuilla en la mano y… no, señoría. Eso es imposible. Tendríamos, además, un departamento de hospital constituido en asociación para delinquir, porque no es posible que las enfermeras que me asisten y los restantes médicos a mis órdenes no sepan nada de mi actividad criminal. No es posible. Una inyección, un analgésico potente, una vía intravenosa, ¿todo eso, yo sola? Es imposible.

Hubo un largo silencio. Miré al fiscal con el rabillo del ojo y me pareció que piafaba, dispuesto a patearme. Pero se mantuvo en silencio. Enrique, recostado en su asiento, sonreía satisfecho.

—Obra en mi poder el historial clínico y médico del pequeño Dimas, doctora. Voy a volverlo a estudiar con atención para así poder recomendar una decisión razonada y razonable. Nos volveremos a ver la semana próxima, después de la Navidad. El secretario del juzgado de instrucción los convocará a ustedes en tiempo oportuno. Hemos terminado. Buenos días.

—Perdone, señoría. Entiendo que mi cliente no queda imputada…

—No, letrado. Todavía no he tomado la decisión. Consideraré que las dos comparecencias de la doctora Ruiz de Olara, la de hoy y la de la semana que viene, son una sola y manifestaré mi decisión al final de nuestro próximo encuentro, siguiendo, por supuesto, las indicaciones del fiscal.

Salimos a los pasillos de los juzgados de la plaza Castilla. Allí estaba montado el ruidoso guirigay clásico de un lugar en el que conviven o coinciden en un revoltijo de buenos y malos, perfumados y malolientes, horteras y víctimas, todas las clases de la hez y el sufrimiento. Los abogados que pululaban por allí miraban a Enrique Lerma con envidia no exenta de reverencia. Había periodistas, fotógrafos y cámaras de televisión esperándome, pero, protegida por Enrique, me escabullí sin decir nada.

Me vino a la memoria el día en que, un cuarto de siglo antes, habíamos acudido a la audiencia nacional para asistir al juicio contra los asesinos de José Luis. Y me entraron ganas de vomitar.