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Los días fueron semanas. Una vez que pudimos hablar por teléfono le dije que el tiempo iba pasando y que, si seguía sin volver, perdería el curso.

—Bah, no te preocupes, ya vuelvo —contestó. Intenté decirle que le quería pero ya había colgado. Me pareció que estaba muy lejos y me angustié mucho.

Volvió dos días más tarde, el 15 de marzo de 1977.

Para todo lo que pasó después, podía haberse quedado en San Sebastián. Pero volvió. Quiero decir que, al final, habría preferido con todo mi corazón que se hubiera quedado allá.

En fin.

La misma mañana de su llegada a Madrid, me llamó para pedirme que nos viéramos en la casa de Oleguer en el barrio de Chueca.

—Pero ¿se lo pido yo o se lo pides tú? —pregunté.

—No, no. Ya se lo he pedido yo y estoy aquí. Además, se ha ido a Barcelona unos días y me ha dejado la llave del piso.

—Vaya, no sabía que fuerais tan amigos.

—No. Sí… —Titubeaba—. Me la dejó hace tiempo por si la necesitara para esconderme de la policía.

—Pero ¿no decías que te la acababa de dejar?

—Bueno, no, en realidad hace tiempo que me dio la llave. —De pronto se exasperó—. ¡Y qué más dará!

—Nada, chico, no hace falta ponerse así. Ya voy.

Estaba raro, distante, como echado para atrás. Lo noté enseguida.

—¿Te pasa algo? Dime qué.

—Nada, no me pasa nada.

—A mí no me puedes engañar. A ti te pasa algo.

—No, de veras. —De pronto se le dulcificó la expresión. Abrió los brazos y sin dudarlo me refugié en ellos—. Te quiero, Lola, te quiero más que a nada en este mundo y por ti traicionaría qué sé yo, me da igual, lo más sagrado, cualquier cosa…

—¿Y por qué dices eso, mi amor? —Me colgué de su cuello y le di un beso largo, cargado de las ausencias de semanas. Apartó la cabeza de mi beso para mirarme y, por un momento, fue el José Luis de siempre, el que me había rendido llenándome el corazón de taquicardia (uno de los versos almibarados de Miguel en sus peores momentos, palabra), amante e irónico, a ratos troglodita a ratos tierno—. ¿Qué? —dije.

Y entonces se le nublaron los ojos y volvió a cerrarse su expresión.

—¿Qué? —repetí con alarma.

—Tienes que jurarme una cosa.

Fruncí el ceño y le quité los brazos del cuello.

—¿Qué?

Suspiró.

—Te cuente lo que te cuente y pienses lo que pienses, te juro que te quiero igual que siempre, no, igual no, más, y que todo esto lo hago por el amor que te tengo. Y por el que me tienes tú. Es absolutamente fundamental que lo creas. Júramelo.

—Me asustas, José Luis. Me das miedo. ¿Qué es eso que me tienes que decir? Por Dios, no me asustes.

Le vi la desesperación en la mirada. Con un poco más de madurez, yo habría comprendido que cuando alguien te dice una cosa así, significa que está a punto de destruirte el corazón. Pero yo no lo sabía y sólo temí por él.

Me sujetó por los brazos y, empujándome hacia los enormes almohadones que tenía detrás, los mismos que habían sido testigos de tantas otras tardes apasionadas, me forzó a sentarme. Se puso de rodillas delante de mí.

—José Luis, por Dios.

—Júramelo.

—Te lo juro, de verdad, te lo juro.

Suspiró de nuevo.

—Tu padre corre peligro.

—Mi… ¿qué?

—Lo van a secuestrar.

—Lo van a ¿qué?

—A secuestrar. Lo van a secuestrar.

—¡Pero si está en París!

—Justo por eso, Lola. Han decidido…

—¿Quién ha decidido?

—La ETA, la dirección de ETA…

—No me lo creo. ¿ETA? ¿ETA? ¿Qué tenemos nosotros que ver con ETA? ¿Qué locura es ésta? ¿Cómo van a secuestrar a papá que es embajador de España en París?

—Precisamente por eso, porque no se lo espera nadie, porque es fácil pillarlos a todos desprevenidos. Lo raptarán dentro de una semana.

Empecé a llorar. Me latía el corazón desbocado en la garganta. Estaba aterrada.

—Pero ¿cómo puede ser eso? ¿Por qué él?

—Para ellos es un golpe casi tan grande como el de la bomba de Carrero Blanco en los jesuitas. No llores, por Dios, Lola. Tranquilízate, tranquilízate que vamos a poder remediarlo. Por eso te lo estoy contando. No es tu padre, es por ser él embajador de España en Francia: de un golpe, ETA se burla de los dos países, ¿me comprendes?

—¡Tengo que llamarle ahora mismo!

—No. Espera. Hay tiempo. Luego le llamas…

—No. Ahora mismo.

Me levanté, fui al teléfono y descolgué el auricular. Me temblaba la mano. Marqué el número de internacional, 008, y pedí que me pusieran con la embajada en París. Me sabía el número de la residencia de memoria, claro. Hablábamos todo el rato.

José Luis seguía de rodillas, aunque se había echado hacia atrás sentándose sobre los talones. De vez en cuando sacudía con resignación la cabeza, moviéndola imperceptiblemente de izquierda a derecha.

—¡Lola! —exclamó papá al otro extremo del hilo.

—¡Papá!

—Hola, mi niña. Cómo me gusta hablar contigo. Dime, dime, cuéntame, ¿algún examen?, ¿un apéndice que has cortado? ¿Cómo estáis todos?

—Estamos bien, papá. Te tengo que contar una cosa…

Noté que se ponía serio.

—¿Qué cosa, Lola?

—Papá, dios mío, tómatelo en serio que no es broma. ETA va a intentar secuestrarte.

Hubo un silencio que duró casi un minuto (no lo sé, pero se me hizo larguísimo), tanto que pensé que se había cortado la comunicación.

—¿Estás ahí papá?

—Sí, sí, estoy aquí. —Nunca le había oído hablar en este tono—. ¿Quién te lo ha dicho?

Miré a José Luis, que había levantado la cabeza. Me hizo un gesto negativo, tan ligero que apenas si pude intuirlo.

—Lo sé seguro, papá.

—¿Quién te lo ha dicho?

—No te lo puedo decir.

—Ah, ya. Comprendo, ya te entiendo. ¿Lo tienes delante?

—Sí.

—Ya. —Respiró profundamente y cuando volvió a hablar, le temblaba la voz—. Ya me lo imaginaba… Pero no te asustes, que no pasa nada. Mañana iré a Madrid para ocuparme de este tema y hablaremos, ¿eh?, y me abrazarás fuerte fuerte. Un beso, mi pequeña. Ten cuidado, ¿eh, mi amor?, ten cuidado. No salgas de casa hasta que yo llegue. Es que debemos considerar que toda mi familia está en peligro, ¿me entiendes? —Con las bobadas que era capaz de hacer papá por buena persona, pensé que igual se le ocurría llamar al inspector Gallego, que, me parece, era al único al que conocía. Tonterías mías porque más cerca que Gallego estaba el marido de Luisa, un hombre bueno y cabal y tan policía como Gallego el miserable. Y más cerca que los dos estaba el ministro del ramo. Al embajador en París no lo protegía Gallego, claro, lo protegía el gobierno—. Voy a llamar al ministerio para que os pongan protección ahora mismo.

Miré a José Luis y resoplé aliviada. Con su ayuda, acabábamos de salvar a papá de una muerte segura. Porque los secuestros de ETA siempre terminaban en eso, ¿no?

¿Por qué, entonces, me había suplicado que no le tuviera en cuenta algo terrible que me iba a confesar? ¿Por qué entonces debía yo pensar que todo lo hacía por amor a mí, incluso la traición? La traición ¿a qué?

—José Luis.

No contestó y se limitó a mirarme.

—José Luis —repetí—. ¿Por qué nunca debo olvidar que me quieres, a pesar de algo horrible que haces? ¿Qué es eso que haces? ¿Qué es eso que estás dispuesto a traicionar por mí?

No contestó.

—Dime que no es lo que estoy pensando que es.

No dijo nada y siguió mirándome.

Alcé el tono de voz:

—Dios mío, José Luis, eres de ETA. Dime que no eres de ETA.

No contestó y esta vez bajó la mirada.

—¡Eres un asesino de ETA!

—Nunca he matado a nadie —murmuró como si estuviera justificándose—. Nunca he matado a nadie —repitió y luego, en un susurro casi inaudible—, por eso traiciono a mis compañeros y salvo la vida de tu padre. Por eso y porque te quiero más que a mi vida.

—Por Dios, José Luis —grité llorando—. ¿Cómo puedes decirme eso? Salvas la vida de mi padre porque le conoces y me quieres. ¿Y si no lo conocieras? ¿Y si no me quisieras? Mandarías a un inocente a la muerte sin contemplaciones. A eso no le llamo yo no ser un asesino… ¿Pero cómo has podido? No me falta más que me digas que ligaste conmigo por encargo. —Me paré en seco. Y después le pregunté—: ¿Es verdad eso? —Le di un empujón en el hombro con la mano derecha—. ¿Ligaste conmigo por encargo? ¿Eh? ¿Qué tal te resultó el plan?

—No, no es así, no es así, Lola. No digas eso. Ni siquiera sabía quién eras… —El pobre estaba tan a la defensiva, tan abatido, que casi me apiadé de él. Pero me volví a enfadar y perdí los estribos.

—¿Y yo iba a tener un hijo con un asesino de ETA?

Me di cuenta de la monstruosidad según salía de mi boca; y hubiera dado lo que fuera por poder tragarme mis palabras. Pero estaban dichas, ahí en medio de nosotros, viscosas como un charco de rencores y maldades.

José Luis levantó bruscamente la cabeza.

—¿Cómo?

—Nada —contesté.

—¿Nada? ¿Cómo nada? ¿Ibas a tener? ¿Qué ibas a tener? —gritó—. ¿Eh? Dime. Contéstame. ¿Ibas a tener a mi hijo? —Me sujetó de nuevo agarrándome los brazos con ambas manos. Se había puesto terriblemente pálido y, con la violencia de las palabras, le corría la saliva por las comisuras de la boca—. ¿Y qué has hecho con él? —Me miró el vientre como si aún estuviera ahí—. ¿Dónde está mi hijo, Lola?

Sacudí la cabeza. Me iba a morir de tristeza.

—No sé. No lo sé, José Luis.

—¡Oh, Dios!

Le miré a los ojos implorando su piedad, pero él no me veía. Sólo lloraba sin poderse contener.

—Era nuestro tesoro, Lola, y ahora yo lo he perdido sin saber siquiera que estaba ahí.

—No podía tenerlo —dije débilmente.

—No podías… ¿cómo es eso? Con la de cosas que os perdonáis los putos ricos todos los días, no podías tener a mi hijo. ¿Por qué no podías tenerlo?

—Por ti, por mí, por mis padres, por nuestro futuro…

—Por vergüenza…

—No, por vergüenza, no.

—O sea, que por nuestro futuro juntos, te vas a abortar a Londres, para eso fuiste a Londres, ¿no?

No dije nada. Y luego:

—Era mi cuerpo y yo tenía que decidir lo que hacía. Yo sola.

—Tú sola… ¿No podías haberlo hablado conmigo? ¿No podíamos haber tomado la decisión juntos? Cualquiera que fuese… Era nuestro hijo.

—No, porque me habrías convencido de que lo guardara.

—¿Y qué? ¿Era tan horrible la idea?

—No. Precisamente porque no era horrible, era algo que tenía que decidir yo. No sé cómo explicártelo. No tenía nada que ver con mi hijo…

—Nuestro hijo…

—Nuestro hijo, bueno… No. No. Con mi hijo, porque era mi hijo y nadie, y tú menos que nadie, debía poder influir en mi decisión, entre otras cosas porque yo tenía que ser la única responsable, yo la arrastraría de por vida. Nadie más. ¿Te iba yo a hacer responsable de todo esto? ¿No lo entiendes, eh, no lo entiendes? —Se me escapó un sollozo de tan adentro que me dolió por debajo del esternón.

—Pero ¿te das cuenta de la frialdad con que has hecho todo esto? Me acojonas, Lola.

—¿Frialdad? Si no te lo explicara así, a ti que eres la persona a la que más quiero en el mundo, me acabaría suicidando. Me acabaría muriendo de dolor, José Luis.

Apartó la mirada y, hablándole a una de las paredes, dijo muy despacio:

—Y yo soy un asesino porque soy un etarra.

Le di una bofetada en la cara con todas mis fuerzas. Habría seguido pegándole si él no me hubiera sujetado las muñecas.

Y de repente se puso a besarme como un loco.

Me besó la cara, la boca, el pelo, el cuerpo por encima de la ropa, la mano que le había pegado la bofetada, el ombligo por debajo de la blusa, los muslos enfundados en el vaquero, la cintura. Todo.

Hicimos el amor sin dejar de llorar, como dos náufragos dolientes sin más salvavidas que el otro y, cuando por fin caímos derrengados sobre los almohadones, siguieron deslizándosenos por el cuerpo lágrimas mezcladas con saliva y sudor.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Seguir queriéndonos, mi amor, como dos delincuentes cómplices.

José Luis se rió.

—Ya. Voy a encarnar el sueño supremo, la ironía total del malvado: tu padre querrá que me encierren por terrorista, la ETA querrá cobrarse mi piel por traidor y yo acabaré escondido en la finca del marqués plutócrata cuidando caballos, que es que se veía venir.

No pude contener la carcajada.

—Idiota.

—Por fin un insulto reconocible.

—Te querré siempre.

—Ah, Lola, Lola. Y yo a ti. Pero deberías habérmelo dicho.

—No te habría convencido.

—Sí me habrías convencido. Y ahora estaríamos compartiendo… no me sentiría un extraño, habríamos… no sé.

Me puse encima de él.

—Sólo lloraré por las noches, cuando esté sola sin tu consuelo.

—Pues no debería de ser así.

—¿Qué habrías hecho?

Estuvo callado durante un largo rato. Suspiró.

—Te habría dicho que haríamos lo que tú decidieras, que tu decisión sería la buena y que yo la apoyaría sin titubear.

—Oh, mi amor. Dudé de ti. Me asusté pensando que eras tan recto que te negarías. Pero fue un momento sólo. Luego decidí dónde estaba lo correcto y me dije que no tenía derecho a ponerte frente a un dilema que era sólo mío…

Se me habían vuelto a saltar las lágrimas y me agarré a José Luis como si fuera mi última tabla de salvación. Y así, volvimos a hacer el amor, un amor pausado y profundo, reconciliado. Éramos nosotros.

¡Cómo recordaría aquella noche! ¡Como la reconstruí una vez y otra en mi corazón! Tal vez debería haber empezado mis recuerdos por ella. No sé. Da igual.

Era bastante tarde. La plaza de Chueca estaba casi desierta; sólo unos cuantos rezagados volvían a sus casas, tapándose del tiempo desapacible. No era muy saludable andar por allí a esas horas. El barrio había perdido mucho de su carácter castizo y ahora en los portales se escondían camellos, rateros, vagabundos que buscaban una oportunidad para vender droga o desvalijar con violencia al incauto. Por eso me gustaba tanto el piso de Oleguer: era como el paraíso en el infierno. Le habíamos preguntado por qué había elegido aquel lugar para comprarse un piso. «Para cuando vuelva a ser un barrio estupendo», contestó. Sólo a un catalán se le ocurría prever con tanto tiempo una cosa así. Por eso nos daban sopas con ondas a los madrileños.

—Tengo el Renault aparcado ahí detrás —dije—. En Hortaleza.

—Deberíamos irnos en metro —contestó José Luis, señalando la boca del metro que estaba en la misma plaza, a pocos pasos de donde nos encontrábamos—. Es más prudente a estas horas. Mañana volvemos a por tu coche.

Y en ese mismo instante, subiendo por las escaleras del suburbano, desembocaron en la plaza doce o trece chicos. Sólo que eran más que chicos: eran jóvenes fornidos con aire decidido y andar marcial. Tuve tiempo de ver que llevaban camisa azul y guantes negros y uno, una bandera enrollada.

—Vámonos por Dios, José Luis, vámonos de aquí. —Noté cómo se había puesto tenso. Hizo que nos diéramos la vuelta para escapar hacia el otro lado de la plaza.

—¡Eh! —gritó uno de los jóvenes.

—¡Pero qué casualidad, compañeros! ¡Si es el rojo Mendieta!

De todas las casualidades malhadadas, nos tenía que tocar ésta.

—¡El comunista de la universidad!

—Ése que en vez de estudiar se dedica a destruir España.

José Luis se había girado de nuevo hacia ellos.

—Bueno —dijo—. A vosotros os pasa lo mismo.

Hablaba con voz tranquila. Me apartó de su lado y murmuró: «Vete a un portal». «No». «Haz lo que te digo».

Se habían puesto en un semicírculo y no pude apartarme de él más de un metro.

—¡Eh! Mira qué valiente. Se aparta a la puta de al lado.

—¡Qué, rojo de mierda!

—¡Reza, rojo de mierda! Ay cono, se me olvidaba: vosotros no rezáis.

—Pues piensa en Stalin —dijo el que parecía el jefe.

De pronto vi que en la mano derecha tenía una pistola.

Así fue: la levantó casi sin apuntar y le descerrajó un tiro en el corazón a José Luis.

José Luis dio dos pasos hacia atrás y se desplomó.

—¡Dios! Javier, te lo has cargado.

Sé que grité y que me abalancé sobre José Luis. Le cogí la cara entre mis manos y él hizo un ruido raro, como si tuviera una mucosidad en la garganta. Oh, señor, nunca sabré si me miró en el último instante de su vida o si ya estaba muerto cuando le besé las mejillas y la boca.

—¡Viva Cristo Rey! —gritaron varios.

—Dios, Javier, te lo has cargado —repitió otro.

—Un hijo de puta menos.

—¡Vámonos! ¡Vámonos! ¡Venga!

—¿Y la puta? ¿Qué hacemos con ella?

—Pégale un tiro. Qué más da. Ya…

—¡No! A esa chica no la tocáis. Es hermana de Juan Villaurbina.

Lo había reconocido al instante. Era Chema, mi cuñado, que se me acercó, me levantó y me abrazó para protegerme. Los demás se fueron corriendo hacia Bárbara de Braganza.

Un minuto. Eso fue lo que duró la tragedia de principio a fin.

Un minuto. En un minuto me habían destruido la vida.