3
Hacía casi treinta años que no veía a Javier Rosales. Apenas había cambiado. El mismo pelo repeinado, la misma frente despejada, la misma delgadez intensa de un resorte presto a saltar, la ropa elegante y a la moda y, sobre todo, la misma mirada convencida de su superioridad. Los que llevan el cuello de la camisa con las puntas muy separadas y el lazo de la corbata ancho, aunque de modo que pueda verse el arranque del trozo que rodea al cuello, me producen instantáneo rechazo.
Javier Rosales. Director general de Sanidad de la Comunidad de Madrid. Por un instante me recriminé por no haberlo tratado mejor años antes, durante la semana pasada en la finca con mis hermanos y con los Russell, en alguno de los guateques en los que coincidíamos o incluso en la universidad. De todos modos siempre lo había considerado un idiota presumido y se me notaba. Tal vez si hubiera sido más amable, menos displicente con él, su actitud ahora habría sido menos fría y su sonrisa, más genuina. Sin embargo, estaba de por medio todo lo que había pasado en las algaradas estudiantiles, su cinismo en la defensa de cosas en las que no creía, ¡bah!, no merecía ni que le dirigiera la palabra.
Pero me obligaban las circunstancias. El consejero de Sanidad de la Comunidad me abría un expediente para determinar si yo había sido culpable de la muerte de Dimas Rodríguez, un niño enfermo de cáncer en fase terminal. ¡Culpable! Los pequeños se nos morían sin parar. Un día uno, otro día otro, a veces dos, con la muerte de cada chiquillo se desangraban las habitaciones de mi planta. Era como si hubiera un cupo fijo: conseguíamos salvar a algunos durante un tiempo, curábamos a la mayoría y otros fallecían sin remedio. La tragedia diaria de un departamento de Oncología infantil en un gran hospital.
El expediente acarreaba la suspensión de mis funciones y me apartaba de la profesión hasta que se demostrara si yo era culpable o inocente. Si, en opinión de la consejería, era culpable, le pasarían todo el asunto al fiscal para que yo acabara con mis huesos en una cárcel. Si inocente, cabía dentro de lo posible que me devolvieran mi puesto y el ejercicio de mi profesión. Y pasara lo que pasara, seguiría siendo la asesina de niños inocentes.
Lidia Marugán. Ojalá revientes.
—Doctora Lola Villaurbina…
—No: mi hermano es Villaurbina. Yo soy Ruiz de Olara —contesté secamente. Empezábamos mal.
—Es verdad. Eres una Ruiz de Olara. Una Ruiz de Olara —repitió como queriendo regodearse en el nombre de la infamia.
No dije nada. Estaba sentada en su despacho oficial, con la gran mesa en medio de los dos. Me alegré de haber venido en pantalones y de no haberme peinado más que con mi habitual cola de caballo. Era una sensación perversa ésta de estar haciendo las cosas que deliberadamente le iban a provocar, que iban a aumentar su antipatía hacia mí. Pero no lo podía remediar. Era más fuerte que yo.
—¿A qué debo el placer de esta visita?
Suspiré.
—Lo sabes perfectamente, Javier.
Enarcó las cejas (yo creo que se las depilaba) en señal de interrogación.
—Ayer recibí un oficio firmado por ti en el que se me comunicaba mi cese en el hospital…
—La suspensión temporal de tus funciones, Lola, pendiente de la resolución del expediente que se te ha incoado.
—¿Y dices que no sabes por qué te visito?
—Bueno, podías querer alguna otra cosa.
—No seas idiota. —Primer error por mi parte. Respiré profundamente para calmarme y me repetí que ése no era el mejor método para defender mis intereses—. Perdona, no quería llamarte idiota, sino sólo decirte que es absurdo que puedas pensar que vengo hoy a visitarte con otro motivo.
Sonrió.
—Es que no hay mucho más que decir, Lola. Debemos determinar si eres culpable de practicar la eutanasia en un niño al que cuidabas…
—¿De dónde os sacáis esa tontería?
—Se ha recibido una denuncia en esta dirección general…
—¿De quién? —volví a interrumpirle.
—Se ha recibido una denuncia en esta dirección general y en ella se te acusa de haber puesto fin a la vida del pequeño Dimas Rodríguez deliberadamente.
—¡Qué tontería! ¿Cómo voy a hacer yo semejante cosa? ¿Quién me denuncia? —El final de la frase quedó ahogado porque se me había secado la garganta y casi no conseguí separar la lengua del paladar para terminar la pregunta. Rosales lo adivinó y se le escapó una pequeña sonrisa de costado.
—No. La denuncia ha sido anónima —levantó una mano para que no le interrumpiera—, pero nuestra obligación como entidad oficial de la sanidad pública es investigar el hecho.
—¿Y suspenderme? ¿No se supone que soy inocente hasta que se demuestre mi culpabilidad?
—Desde luego que sí. Pero… —añadió con un dedo en el aire— supon que eres culpable. ¿Debo arriesgar la vida de otros pacientes oncológicos del hospital hasta que decidamos que lo eres?
—Eso es un insulto, Javier. ¿Qué crees? ¿Qué voy por ahí matando pacientes? Llevo muchos años como oncóloga infantil en este hospital, soy una profesional reconocida, he hecho un doctorado en St. Jude’s en Minnesota y soy miembro de su equipo de investigación. —Rosales puso cara de indiferencia ante este hecho; estuve por preguntarle si hablaba inglés o si jamás había viajado a Estados Unidos—. Y nunca se me ocurriría acabar con la vida de un paciente al que he seguido durante meses, al que he visto sufrir…
—¡Justo por eso! ¿No sufres de verle sufrir?
—No voy a dignificarte con una contestación. —Y luego sí le contesté repitiendo—: ¿Pero tú qué te has creído, que estoy en esta profesión para matar a los que no puedo curar? ¿Eres médico? —Segundo error: no lo era; sólo abogado.
Sonrió y negó con la cabeza.
—Tengo el corazón demasiado blando para eso.
—Ya lo veo. ¿Quién ha sido?
—No lo sé, doctora. Te repito que ha sido una denuncia anónima.
—¡Qué bonito! ¿Y quién te da a ti autoridad para suspenderme sin un expediente previo?
—Ah, mi querida amiga, tu puesto es de libre designación de la Comunidad y no tengo por qué dar explicaciones a nadie si decido suspenderte, echarte o lo que sea.
—¡Qué bonito, Rosales! —No se me ocurría nada más ofensivo que llamarle por su apellido—. E imagino que mañana mi nombre estará en todos los periódicos arruinando mi honor y la seriedad con que practico la medicina…
—No sé. No. Desde luego, de mí no saldrá. No soy un cotilla. No es mi cometido ni mi deseo.
—Bueno, tendrás que hablar con mis abogados. —Me sonó a melodrama de película. Me puse de pie y me marché de su despacho sin saludarle y dejando la puerta abierta.
¿Anónima? Sabía muy bien quién me había denunciado. La muy babosa.
Al llegar a la acera, saqué mi teléfono móvil del bolso y llamé a mi hermano Juan. No le iba a divertir tener que defenderme. A su jefe, Enrique Lerma, tampoco. Pero se iban a tener que aguantar las pocas ganas de hacerlo.