26
De todos aquellos meses convulsos de final de 1975, recuerdo dos o tres incidentes que marcaron a la familia Ruiz de Olara de forma indeleble y uno más que a punto estuvo de destruirme la vida.
Un día de finales de septiembre vino a casa John Russell. Eran las 5 de la tarde y traía el semblante grave y el gesto, preocupado.
Benito le abrió la puerta.
—Buenas tardes, señor embajador —dijo.
—Buenas tardes. —Y entonces reparó en mí, plantada en el vestíbulo a punto de salir a la calle. Sonrió—: Ah, the beautiful Lola. Qué placer verte. ¿Cómo estás? —Me pareció que su sonrisa era triste y un poco ausente pero, como siempre detrás de la solemnidad, encantadora.
—Hola, sir John. —Me acerqué y me dio un beso en la mejilla.
—Nunca sé si son dos —murmuró, apretándome el hombro ligeramente.
—Me parece que papá no está en casa.
—Lo sé, lo sé. Hemos quedado aquí a las cinco y creo que me he adelantado unos minutos.
—Si quiere pasar al saloncito de la pintura, señor embajador… —dijo Benito.
—Ah, muy bien. ¿Puedes hacerme compañía unos minutos, Lola? Hasta que llegue tu padre. Así te aseguras además de que no robo el Turner…
—Claro. Encantada.
—¿Qué tomará, señor embajador?
—¿Eh? Ah, nada muy complicado. Una coca-cola, que es la bebida de nuestros amigos especiales del otro lado del charco.
Dijo «charco» en vez de Atlántico seguro que porque era una palabra aprendida en Madrid y le había hecho gracia el casticismo. Los ingleses siempre usan palabras así, tomadas de una conversación ligera, pero muchas veces las emplean a destiempo. Sólo Russell manejaba el español sin equivocarse y con tanta precisión.
—Y así, Lola, empezamos un nuevo curso, el segundo, ¿verdad?
—Sí.
—¿Cómo está la universidad? Apuesto a que hoy, revuelta, ¿no te parece?
—Sí, sir John, son días malos.
Se le oscureció el semblante.
—Malos, sí. Tiempos difíciles. Un jefe de Estado que se muere —lo dijo con prudencia—, un país revolucionado, una represión dura como lo son todas al final del trayecto y un futuro que es una incógnita.
—Creo que estamos todos asustados…
En ese momento entró papá en el saloncito. Se le notaban las ojeras de las noches de insomnio. Me pareció que en los últimos días había envejecido diez años.
—¡Perdón, perdón, perdón! Llego tardísimo…
—No tiene importancia, Juanito.
—No son días propicios para la puntualidad. Lo siento, John. —De pronto se fijó en mí como si me viera por primera vez—. Lola.
—Hola, papá. He estado haciendo compañía a sir John…
—… Una compañía que me ha aliviado y me ha hecho comprender que hay en este mundo más cosas y más agradables que el horror de la política.
—Ya —contestó papá con sequedad—. Sentémonos por favor.
—Me voy, papá. Sir John…
—Hasta muy pronto, querida.
Salí cerrando la puerta tras de mí y vi que la tata me hacía desde el vestíbulo gestos para que la siguiera. Fuimos al salón grande y comprendí lo que me decía: había dejado entreabierta la puerta de comunicación con el saloncito. Y desde el otro lado podíamos oír perfectamente la conversación de papá con el embajador británico. Miré a la tata y le hice un gesto severo de reconvención. Era una verdadera cotilla y los asuntos de la política le privaban.
Nos pusimos a escuchar.
—Le decía a tu hija que son tiempos difíciles, Juanito.
—No me lo recuerdes. En fin. Dime.
—He venido a verte aquí en atención a nuestra íntima amistad. He preferido este salón a la frialdad de tu despacho en el ministerio. Agradezco tu amabilidad al recibirme aquí en medio de lo que deben de ser momentos de gran agitación.
—Son momentos muy malos, en efecto.
—Esta noche acudiré a tu ministerio a comunicarle a tu subsecretario que mi gobierno ha decidido retirarme en protesta por las sentencias de muerte impuestas a los once activistas y por la ejecución de cinco de ellos esta madrugada, todo ello en base a un decreto promulgado con posterioridad a la comisión de los delitos de que se los acusaba. Es doloroso para mí no sólo marcharme de un país al que quiero, sino dejar atrás a tantos amigos, entre ellos, vosotros… Y tener que ver desde la distancia el final de un régimen político…
—Qué puedo decirte, John. Me parece una reacción desproporcionada a la ejecución de cinco terroristas, mientras, te lo señalo, el gobierno indultaba a otros seis.
—Londres me ordena que le diga a tu subsecretario que no sólo el mundo democrático y civilizado rechaza la pena capital, sino que, además, los juicios por los que fueron condenados los once muchachos fueron una farsa perpetrada sin garantías judiciales y las condenas, aplicadas en base a la retroactividad de un decreto ley que viola cualquier precepto de moral y práctica jurídica. Como consecuencia de ello, me ordena que me retire inmediatamente de España, lo que haré mañana a primera hora. —Recitó todo aquello como si se lo hubiera aprendido de memoria.
Papá guardó silencio durante un largo momento.
—Señor embajador —dijo por fin—, es muy doloroso oírle…
—Juanito, por Dios, estoy aquí como amigo. Seré embajador luego, en el ministerio. Ahora soy sólo un amigo entristecido.
Otro silencio de papá. Y por fin:
—Qué puedo decirte, John. Ni imaginas el dolor que siento por todo este asunto… Ni lo puedes imaginar. Pero conozco bien las razones de la decisión de tu gobierno y, como puedes imaginar, no las comparto. Lo siento.
—¡Pero tú eres un hombre eminentemente sensato, respetuoso con los demás! Vosotros, tú y la gente que te es afín, sois la España civilizada que ha de tomar las riendas del país. Estáis preparados para eso, ¡sois la élite dirigente! ¿Cómo puedes estar de acuerdo con esta salvajada?
—¿Salvajada? ¿Cómo puedes decir que es una salvajada que un país se defienda de los asesinos terroristas? Me duele en el alma el sacrificio de las vidas de unos chicos…
—Piensa en cómo se sentirán sus padres…
—… pero ellos deberían haber pensado antes en las vidas inocentes que truncaban. No, John, el momento para mi país es grave y debemos defendernos aun a costa de producir un dolor que somos los primeros en lamentar.
—¡¿Pero defenderos de quién?! El mundo os miraba con simpatía, quería ayudaros… Ya no. Ya no.
—Ya sé: vosotros pensabais que debíais ayudarnos a prescindir de una figura como Franco para abrirnos un futuro hecho a vuestra medida y nosotros queremos preservar, no prescindir, preservar, una figura como la de Franco. Tenemos que mantener intacto su legado para garantizarnos la paz y el futuro de las generaciones que vendrán después de nosotros.
—¡Pero no hay legado que preservar! ¿No te das cuenta de que son las generaciones futuras las que deben decidir de su futuro? ¿Qué pensarán de Franco cuya patética agonía contemplan hoy?
—¿Patética agonía? Perdona, embajador, pero no puedo aceptar el término. Me parece una grave falta de respeto.
—Perdóname, perdóname. Te presento mis excusas por una expresión poco afortunada. No quise decir eso. Quise decir que la agonía del pobre general Franco está siendo un horror… para él y para todos. Eso no quita que las nuevas generaciones querrán olvidarle al día siguiente de su muerte, Juanito.
—¿Cómo olvidarle? Le deberán la paz con la que construir el porvenir.
—¿Qué paz? ¿La que se construye sobre la sangre derramada? Vosotros lo decís siempre: el que a hierro mata, a hierro muere. ¿Qué paz? ¿La de las manifestaciones en el País Vasco? ¿La de las huelgas de hoy en Cataluña? ¿La de los estudiantes por las calles de Madrid?
—¡No! La de los millones que aclaman al caudillo todos los días. Bueno, sé que esto suena un poco a demagogia, pero es que no me das escapatoria.
—¡Pregúntale a tus hijos!
Me sobresalté detrás de la puerta entreabierta. ¿Qué sabía sir John de lo que hacíamos?
—¿Mis hijos? ¿Qué tienen que ver mis hijos en esto?
—Pues que se unen al rechazo de toda España, y… y… y no son comunistas, sino hijos de una familia acomodada, más que acomodada, del régimen. Pero rechazan ser asociados a estos juicios tan demenciales.
—¿Cómo demenciales?, ¿cómo demenciales?, ¿cómo demenciales? —Papá había perdido los estribos y por un momento temí que echara a Russell de casa—. Te lo repito, esta vez en serio: ¿y los millones de españoles que muestran su adhesión? ¿Ésos no cuentan?
—Cálmate, Juanito, por Dios. No quiero ofenderte, no quiero ofender a tu país. Pero el mundo entero, tú lo sabes mejor que nadie, clama contra las ejecuciones. Pablo VI pidió clemencia, un jefe de Estado detrás de otro lo hicieron, hasta el propio hermano de Franco lo hizo. Tú eres abogado y sabes que el principio de retroactividad no puede aplicarse cuando perjudica al reo… Aunque sólo fuera por eso…
—Eran circunstancias extraordinarias… —Me pareció que la voz de papá se volvía dubitativa.
—Un abogado suizo que asistió al juicio de Juan Paredes, el muchacho al que llaman Chiqui, dijo que había sido un simulacro de justicia, una siniestra farsa con condenas decididas de antemano. No es que los chicos fueran culpables o no, es que el tribunal ni siquiera se preocupó de si lo eran.
—Ese abogado suizo… bah… Tú sabes, John, que tanto el FRAP como ETA son grupos compuestos por anarquistas comunistas…
—El FRAP no cuenta, Juanito. Tampoco cuenta el GRAPO.
—Son grupúsculos peligrosos…
—Vulgares ladrones y bandidos de la peor ralea y, además, colaboradores de la policía cuando conviene. No. ETA es la que os crea un problema serio. Y no la combatiréis a base de mandarlos al paredón. Son un problema mucho más profundo. El MI6 los viene siguiendo desde hace tiempo, como viene siguiendo a todos estos grupitos: nos es más fácil hacerlo desde fuera que a vosotros desde dentro. ETA, ya. Vosotros creéis y la mayoría de los españoles creen que sólo quieren asesinar a Carrero Blanco, a Franco, a sus ministros, desestabilizar al régimen, vamos. Eso a la gente de la oposición le da la falsa seguridad de que se trata de héroes que luchan por la libertad del pueblo español. Pero no es así: son patriotas vascos que luchan por la independencia del País Vasco y por la destrucción de España. Mucho más peligrosos de lo que pensáis.
—Razón de más para acabar con ellos.
—No te confundas: razón de más para no hacer de ellos unos mártires que acabarán costándoos caro, muy caro. No dejéis que desestabilicen el futuro.
Hubo un largo silencio.
—Gran Bretaña —dijo por fin Russell— es amiga de España, tiene tanto interés como tú en que aquí se establezca una democracia libre, sensata, conservadora. No nos interesa que, muerto Franco, y falta poco para eso, todo esto estalle en mil pedazos, que se instalen los comunistas, los revolucionarios y nos desestabilicen el sur de Europa. Es una opinión interesada, Juanito.
—¿Mil pedazos? Y, tal como están las cosas, ¿quién lo va a impedir? ¿Adónde quieres llegar?
—Me voy. Mi gobierno me quita de aquí en protesta por las ejecuciones. De acuerdo, amigo mío, de acuerdo. Pero no es lo que ocurra mañana o pasado lo que debe de preocuparnos. Quiero que sepas que, cuando tengáis dificultades, cuando os acechen los peores peligros, Londres es la capital de una potencia amiga. —Estuvo callado de nuevo durante un buen rato—. Si me necesitas, Juanito, cuando me necesites, sabes dónde encontrarme.
Se me pusieron los pelos de punta. ¿Le estaba ofreciendo el embajador a papá un refugio, un canal de ayuda, un apoyo…? ¿A cambio de qué?
Salí corriendo a la calle en cuanto pude. No sabía muy bien qué haría con esa información que se me antojaba preciosa, cómo actuar, a quién contársela. Mi primer instinto fue encontrar a Borja y a José Luis. Pero José Luis no estaba. La noche antes, en el portal de casa, me había dicho que no me preocupara si no daba señales de vida en unos días.
—Creo que me tengo que ir a San Sebastián, mi amor. Si matan a Chiqui debo estar allá, tengo que estar con su familia, con sus hermanos, tengo que acompañar a mi madre, que se toma estas cosas fatal y, además, tengo que poner tierra por medio. Ya me estará buscando mi amigo el inspector Gallego, ése que te dijo que a la siguiente que me detuviera yo no lo contaba.
—¿Pero cómo vas a ir? Si no tienes ni un duro. ¿En tren? Ni hablar. Te llevo yo.
—No, ni hablar. Tú no me llevas a ningún sitio. Basta ya de riesgos. —Sonrió—. Las niñas bien deben quedarse en Madrid. Además, no es el mejor momento de conocer a mi madre. No, no. No te preocupes. Tengo un modo de llegar a San Sebastián.
—¡Pero es muy peligroso!
—¿Que me esté buscando Gallego? Qué va. Ése no encontraría un jamón serrano en una tarta de fresas.
A Borja le conté la conversación de papá con Russell y, después de mirarme con fijeza como sopesando lo que le decía, se limitó a encogerse de hombros. ¡Y yo que pensaba que era un secreto de espionaje gravísimo y que me había puesto en la piel de 007! Ingenua que era una.
Los días que faltaban pasaron a velocidad de vértigo. El caudillo se murió el 20 de noviembre. Antes, papá había ido y vuelto dos veces a Marruecos, una acompañando al príncipe a El Aaiún y otra a gitanear con Solís, el ministro inmutable (aunque yo prefería el epíteto que le había puesto Flor, «payaso»), y con el rey Hassan, para intentar salvar los muebles. Pero, como decía mi padre, si eres Estados Unidos, salvas los muebles, y si eres España en agonía, te los queman. El príncipe fue a animar a las tropas que defendían el Sahara del asalto marroquí y se encontró con que las tropas no tenían más remedio que deponer las armas para no matar al medio millón de pacíficos moros de la Marcha Verde, lo que hubiera sido otra salvajada. Solís fue a triunfar en Rabat y volvió con el rabo entre las piernas: ni consiguió envolver en sus redes al rey, ni consiguió que España se quedara con el Sahara. No es que tuviera ganas, el régimen no tenía ganas de nada que no fuera quitarse vergonzosamente los problemas de encima. Fue una humillación y a los hermanos nos dio rabia que papá tuviera que estar metido en el lío: medio millón de moros desarmados enviados por Hassan en autobús derrotaron al Ejército español en pie de guerra.
A Miguel le tentó la idea de hacer cola para comprobar que efectivamente se trataba del cadáver de Franco. Nos lo propuso a Borja y a mí. Yo dije que no, que me parecía macabro y Borja ni contestó. Al final, Miguel desistió porque le dio pereza.
José Luis no volvió hasta después de Navidad. Sólo pudimos hablar un momento por teléfono, pero me bastó para derretirme que me dijera que me quería como me quería. Luego, para que no olvidara sus caricias ni los besos que me repartía por todo el cuerpo, añadió:
—El día menos pensado nos vamos a ir a ver a la Venus del espejo y te hago una comparativa.
Después de la coronación del príncipe el 22 de noviembre (papá estaba guapísimo con su uniforme y sus condecoraciones de medio mundo; comentario de Miguel: «Déjate, parece un bedel de la universidad con medallas de empleado del mes»), todo fue un anticlímax. Me pareció que el mundo se calmaba, la vida volvía a su ritmo habitual, como si todo hubiera sido una pesadilla que era mejor olvidar. En casa se pasaron los nervios, cada cual volvió a lo suyo y aquí no ha pasado nada. Respiré tranquila porque dio la sensación de que, muerto el dictador, se habían acabado las persecuciones, las detenciones en la DGS, los calabozos en la Puerta del Sol, y las cargas policiales. Sí, nos manifestábamos en la universidad, redactábamos proclamas y corríamos delante de los grises, pero nos habían levantado una losa de encima y nada nos parecía ya tan grave. Estaba yo lista. Lo pienso ahora y me da vergüenza recordar nuestro ejercicio frívolo de niños bien que se manifestaban por la mañana y luego dormían en sus casas calentitas. No puede ser que sea yo la única que se avergüenza de aquel tiempo.
Estábamos ciegos. La calma era engañosa. Se había destapado la olla sin que comprendiéramos que, muerto el dictador, la gente del régimen pretendía que todo siguiera igual, creía que todo seguiría igual. Y estaba dispuesta a poner los medios para asegurarse de que todo seguiría igual.
Al día siguiente del nombramiento del nuevo gobierno (nuevo que, la verdad, era igual de antiguo, me parecía a mí, con sólo unos añadidos para dar el pego democrático), a mediados de diciembre, mamá dio un gran cóctel en casa. Como era mucha gente, encargó la comida a Jockey, el mejor restaurante de Madrid; sus amigas también acudían a lo que ahora se llama catering, pero no siempre de Jockey porque era muy caro; «Un disparate», decía mamá, «pero vale la pena».
Vinieron medio gobierno y la sociedad madrileña al completo, incluido sir John Russell, de regreso ya en Madrid. Papá y él se saludaron muy efusivamente. Había un montón de embajadores, muchos de ellos recién regresados tras la retirada provocada por los fusilamientos de tres meses antes. Estaban los Lerma, los Montellano, los Alba (Cayetana, simpática y despachada como siempre, me dijo: «Estás preciosa, Lola, te voy a casar con uno de mis hijos»; me puse como un tomate). Estaban los banqueros, Juan Liado, Alfonso Escámez y Luis de Usera (Luis había sido íntimo del abuelo, que controlaba el uno y medio por ciento del capital del Hispano Americano; de ahí, parece ser, su considerable fortuna), los constructores (¡hasta José Banús!) y un montón de generales, algunos de uniforme.
La mayor parte de los invitados, incluido José María de Areilza, nuevo ministro de Asuntos Exteriores («Te necesito en París, Juanito, y a ti, Carmina, casi tanto como a él»), se acabaron marchando hacia las diez de la noche. Sólo quedaron los amigos más íntimos, si es que tenían alguno, decía Miguel, un grupo de unos quince o veinte, la mayor parte de los cuales viajaría al día siguiente a Villaurbina para estar en la gran montería que organizaba mamá todos los años.
Enseguida se pusieron a hablar de política.
—Bueno, se acabaron los problemas, ¿no? El rey en palacio, los comunistas en la cárcel. Como debe ser.
—No es así de sencillo. Tenemos mucho terreno que recuperar en el mundo. Los fusilamientos nos hicieron mucho daño; me lo vais a contar a mí. Nos convertimos en los apestados de Europa…
—¿Y quién necesita a Europa?
—Nosotros, José. Nosotros. No podemos permitirnos el lujo de aislarnos nuevamente. Tenemos que importar nuestra prosperidad y para eso es necesario que recuperemos la respetabilidad.
—Oye, perdona, pero ya éramos respetables antes. Aquí lo que tenemos que hacer es asegurar nuestro sistema y para eso no necesitamos ayuda del extranjero. A lo mejor, sólo de Washington, de sus bases y de sus garantías.
—Bueno, eso está muy bien, señor ministro —intervino de pronto Borja desde una esquina; se me subió el corazón a la boca—. Estaría muy bien si hubiera paz absoluta en España. Pero hay manifestaciones, huelgas, estudiantes en la calle, líderes políticos populares en la cárcel, sindicatos dispuestos a luchar…
—Te olvidas, joven, de lo que fue la última manifestación en la plaza de Oriente. Millones de personas. ¿Qué pueden unas cuantas decenas de miles contra millones? Además, se los detiene y santas pascuas.
—Tal vez dándoles voz a esas decenas de miles se averiguaría su fuerza real y el calado de sus intenciones.
—¡Quieren destruir España!
—No lo sé. Habría que preguntarles.
—¿A quiénes, a los etarras?
—No, claro que no. Los etarras son pocos y locos.
Marta le había puesto una mano en el brazo para que se callara y mamá lo fulminó con la mirada.
—Estás faltándole al respeto al ministro, Borja.
—Déjale, Carmina. Es bueno que sepamos lo que opinan los jóvenes. Al fin y al cabo son el futuro.
Me pareció que al ministro le importaba bastante poco el futuro de Borja, que murmuró «perdón».
—De todos modos, la continuidad del régimen está asegurada. Mismo jefe de gobierno, distinta cabeza, mismos principios constitucionales, ¿no?
—Vaya, eso sí se fuerza al rey a no utilizar los poderes que ha heredado del generalísimo. Por Dios, no piensen que me meto en lo que nadie me manda…
—Bueno, señor embajador de la Gran Bretaña, el rey ha jurado solemnemente respetar las leyes fundamentales y los principios del Movimiento. —Ya estamos con el inmutable Movimiento, pensé—. A menos que traicionara ese juramento… y eso no es posible, no es posible.
—Pero sí puede ir interpretando su compromiso para que se abra la mano atendiendo a demandas bastante justificadas…
—No, Juanito. Lo que tiene que hacer el rey es calmar las voces de la disidencia y encauzarlas hacia lo que el presidente Arias Navarro llamó corrientes de opinión en el discurso del espíritu del 10 de febrero. Y estamos preparados para defenderlo…
Miré a Juan Liado, el banquero, que escuchaba con la vista clavada en el techo y una sonrisa medio burlona en los labios. Decidí que le pediría su opinión durante la montería en Villaurbina porque no me pareció que estuviera muy de acuerdo con cuanto estábamos oyendo, que, dicho con la tranquilidad con la que lo decían los presentes, daba la impresión de que, en efecto, todo estaba atado y bien atado.