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Recuerdo que la primavera y el verano del 75 fueron melancólicos y me tuvieron llena de desánimo, como si un gran bochorno me aplastara el alma. Andaba por la vida entristecida, sin poder olvidar el peso de lo que había hecho, por mucho que intentara convencerme de que había optado por la solución mejor. No, no lo podía olvidar. Me despertaba por las noches sudando y con el corazón latiéndome como si se me fuera a salir del pecho y de día andaba perdida por la facultad sin saber qué hacer y sin ganas de continuar con la carrera, con la vida, con los exámenes, con las huelgas y los estúpidos manifiestos exigiendo libertad para el sufrido estudiante.

Me acordaba sólo de pasada del niño que había perdido; en realidad, me acordaba sólo del acto de perderlo, de mi crimen y del alivio que había sentido al cometerlo, aunque no quisiera confesármelo. Era la condena moral que me infligía a cada hora. Yo, la culpable.

Por eso, durante la primavera me resultó cada vez más difícil aparentar normalidad y seguir adelante con mi vida sin siquiera poder acudir al consuelo de José Luis. Él me miraba y quería saber lo que me pasaba, pero yo no podía decirle nada. ¿Cómo se acude al hombre al que se ama sin poderle explicar por qué se recurre a él? Esta exigencia de confianza ciega es mentirosa y traidora. Había veces en que me sentía lejos de él, detrás de un muro de soledad. Al menos nunca lo culpé de nada.

Sólo Marta y la tata intentaban darme ánimos, mientras Miguel me miraba con cariño y angustia sin saber qué hacer en realidad. Los hermanos no entienden nunca nada.

¿Me traería el verano algún consuelo, aunque fuera adormeciendo mi conciencia con el paso del tiempo?

—Oye, Lola, me tienes preocupada. Estás en baja forma —me dijo mamá un día de mayo, mientras desayunábamos. Me miró fijamente y alargó una mano para tocarme la cara—. ¿Estás triste, te pasa algo, te has peleado con José Luis? —¡Santo cielo, había reconocido la existencia de José Luis!—. ¿No? Pues me alegro pero no puede ser: estás paliducha…

—Está verde —interrumpió Pili dando un bufido.

—… y encima no comes nada. Vas por ahí como un alma en pena. Te veo todos los días arrastrarte por el pasillo como si no pudieras con tu alma. Me parece que estudias demasiado y que no duermes las horas que necesitas. Para mí que te hace falta un choque de vitaminas. Pareces anémica. Estás fatal, hija, y me preocupas. Mira, te voy a mandar al doctor Salas a que te mire de arriba abajo.

El viejo doctor Salas era el médico de la familia de toda la vida. Nos había curado a los hermanos los sarampiones, las varicelas y las paperas, las gripes y hasta una pulmonía que tuvo Javi. Nos ponía las vacunas y las inyecciones, nos tomaba la fiebre y ordenaba a la tata la dieta que debíamos seguir. Era el primero que nos había visto al nacer. Hasta a papá le tomaba la tensión y le mandaba reconstituyentes. También se ocupaba de las varices de Flor y de la delgadez de la tata María. Trabajaba tanto en sus rondas diarias que, cuando lo llamaba mamá, nunca aparecía antes de las once de la noche. «Este niño tan rico», decía, «mírale cómo se ha puesto de amarillo, qué gracioso, mírale, con su ictericia, tan ricamente. Seguro que Flor le da un caldito bien grasiento, ¿eh?, para acabar de estropearle el hígado».

Me aterró que con su perspicacia pudiera llegar a adivinar lo que me pasaba, pero me pareció que tuve suerte: me auscultó, pidió que me hicieran un análisis de sangre («Tienes los glóbulos rojos algo bajos y la velocidad de sedimentación algo alta, pero yo no me preocuparía. Estás como una flor. ¿Tu menstruación es regular? Bien. Deja de tomar pastillas para estudiar de noche y duerme más horas. Lo que no sepas de tus asignaturas a estas alturas, no lo vas a aprender en un par de semanas»). Y a mi madre le dijo: «Se le quitará cuando vayan de vacaciones, doña Carmen».

Muchos años después, cuando entré en el hospital a hacer el MIR, me felicitó con el mismo cariño que si fuera su sobrina preferida y añadió:

—Aquella vez que estuviste pachucha, el verano antes de que muriera Franco, habías tenido algún problema más que el de las pastillas para no dormir, ¿verdad? Eso me pareció. —Levantó una mano—. No, no me lo digas, no lo quiero saber, pero tuviste suerte de que no te estuviera pasando nada. ¿Eh?

Pasamos aquel verano del 75 en la casa de Sotogrande, un seudocortijo blanco y grande, cuya terraza, rodeada de palmeras y adelfas, se abre sobre el jardín de césped impecable que da al campo de golf de abajo. Arriba hay dos más, para entrar en uno de los cuales, el privado de Patino, el dueño del estaño, no basta con ser rico: hay que ser megarrico y socio.

A lo lejos, desde el jardín de casa, se distingue el Cucurucho en donde está el club de playa. A la izquierda del club había entonces un campo de polo, que por un costado lindaba con el mar. Demasiado goloso para los especuladores, que acabaron quitándolo de allí para hacer casas.

Al pobre Perico, ya oficialmente novio de Pili, mamá lo había alojado en el hotel Tenis, por el qué dirán y la corrección, y a José Luis, oficialmente inexistente y desde luego más pobre que una rata, lo alojé yo durante diez días en un hotelillo de Torreguadiaro, el pueblo contiguo a Sotogrande.

Allí estábamos todos, lo que quería decir en palabras de mamá «los que cuentan», incluyendo a alguna gente del norte amenazada por ETA. Sevillanos, madrileños, catalanes, Oleguer y Clara, naturalmente, y su padre; la familia de mi cuñada Charo, su hermano Chema, el guaperas; Enrique Lerma, su mujer Isabel y los tres niños pequeños; Marta y sus padres y sus hermanas, que tenían una de las casas más espectaculares de toda la urbanización y que, según Miguel, jugaban al golf en el salón. La duquesa y los barones. Propietarios y editores de revistas que ya habían amagado con el salto a la libertad, banqueros americanos, millonarios filipinos que habían creado la urbanización, políticos de Gibraltar que de día reclamaban la independencia y de noche se refugiaban en Sotogrande. Todos, vamos.

Hacíamos una vida normal sin grandes alharacas: por la mañana íbamos al Cucurucho a tumbarnos en la playa y a darnos un chapuzón en el mar antes de volver a casa a comer; hace muchos años que no he vuelto, pero sí puedo asegurar que el agua del mar en Sotogrande, por muy mediterránea que sea la costa, está helada.

Los más deportistas, como Juan y Chema, por ejemplo, hacían dieciocho hoyos muy de mañana sin que importara la hora a la que se habían ido a la cama la noche antes. El golf siempre me ha aburrido. En vista de lo cual, los que no jugábamos nos pasábamos la mañana antes del chapuzón pegándole a una pelota de tenis con raquetas medio de tenis, medio de pala en los dos frontones que había pegados a la playa. Naturalmente, José Luis, con su experiencia de chicarrón del norte a remonte y a pala corta, jugaba al frontenis como los ángeles y nos pegaba verdaderas palizas. «Esto es una mariconada, ¿no?», decía riendo, pero todos querían jugar con él.

El almuerzo, en casa, preparado en la terraza siempre para al menos quince personas: litros de gazpacho, montañas de ensaladas, de tomate, de patata, de pasta, de atún, de trigueros, carne asada fría, melón con jamón y fruta y más fruta, todo preparado por Flor, que maldecía el calor y rezongaba sin parar.

Yo coqueteaba con Chema, porque le había perdido pudor y me divertía tomarle el pelo. Eso sacaba de quicio a José Luis. Se sentía inseguro y creo que algo acomplejado de encontrarse frente a un grupo homogéneo del que él no era parte. Desde el principio, los dos se tuvieron una antipatía manifiesta, que saltaba a la menor chispa, a la menor sugerencia de una opinión a favor o en contra de lo que fuere. Tanto que Miguel y Borja impusieron que en las comidas no se hablara de política o de religión. «¿De qué se habla, entonces?», preguntaba José Luis en voz baja, «¿de Peret? ¿De Eurovisión? ¿O del destape?».

Después de comer, siesta y una partida de tenis al caer la tarde. Luego, indefectiblemente nos íbamos a Marbella a cenar y a bailar.

Los mayores, papá y mamá y a veces Juan y Charo, que tenía que cuidar de los gemelos, se quedaban en casa y, al anochecer recibían en la gran terraza, sentados en los butacones de paja, a los amigos que quisieran tomar una copa y charlar. Y llegaban, cuatro o seis parejas, ellos de uniforme: recién duchados, mocasines sin calcetín, camisa azul celeste con las mangas remangadas hasta por debajo del codo y el Rolex bien visible; todos repeinados y oliendo a colonia 4711 o a lavanda Atkinson. En cambio, a ellas sólo se les veía el oro de las pulseras, los collares de Cartier y las sortijas de Bulgari; Chanel número 5, Yves Saint Laurent, Eau de Rochas… Hablaban de cosas serias, del coste de la vida, de operaciones financieras y cuando el tema acababa en política, todos aseguraban que había que defenderse porque iban a por ellos. ¿Cómo se sustituía a Franco? ¿Dónde podían encontrar garantías de mantenimiento de la paz tan duramente conseguida? Con Arias Navarro, el presidente del gobierno medio lelo, no, desde luego.

En las comidas, papá, al que mandaban por la mañana desde el ministerio resúmenes de noticias de España y del extranjero y telegramas secretos, nos contaba las últimas (y a veces, las últimas tonterías, como un día en que nos explicó que Arias Navarro había pensado seriamente en declararle la guerra al Portugal de la Revolución de los Claveles porque le parecía que se hundían en el comunismo y eso sería peligroso para la España eterna; se lo impidieron los americanos). «No se entera de nada», murmuraba papá. Había días en que venía muy serio ya fuera porque el FRAP, los maoístas, habían asesinado a un policía en Barcelona o porque los habían detenido a todos o porque un juicio sumarísimo había condenado a muerte a dos etarras. Esto último ocurría el 17 de septiembre de 1975. Para entonces habíamos vuelto todos a Madrid y, por casualidad, aquel día almorzábamos en la casa de Serrano los mismos que habíamos pasado el verano en Sotogrande. Recuerdo que Chema y yo fuimos los únicos que volvimos la cara hacia José Luis para comprobar su reacción. Chema, con aire de revancha; yo, conociéndole, con angustia. Le vimos sorprendido, pálido y desencajado. Borja intervino enseguida para desviar la conversación hacia otros temas.

Luego, por la tarde, paseando a solas, pregunté a José Luis si conocía a los dos etarras.

—¿A Chiqui y al otro?

—Sí.

—A Chiqui, sí. Somos de la misma edad y nos conocemos de Zarauz, de donde es él, y de jugar al fútbol en la Concha en verano. A Otaegi no lo conozco, no. Es bastante mayor.

—¿Por eso has reaccionado de esa manera?

—¿En la comida? Claro. Me he quedado de piedra. No sé el otro, pero Chiqui es tan de ETA como yo. Qué disparate.

—Bueno, los indultarán, ¿no?

—¿Éstos? —Resopló.

No consigo recordar la fecha con exactitud, pero me parece que después de ese día, José Luis nunca más volvió a mi casa. Por aquel tiempo previo a la muerte de Franco, un día u otro, antes o después, dejó de venir. Así, sin más. Mamá, implacable barómetro de las cosas que afectaban a la familia, no volvió a preguntar por él. Papá andaba en otras cosas y sólo muy de vez en cuando inquiría distraídamente: «¿Y José Luis? ¿Se ha ido a San Sebastián? No le habrá pasado nada, ¿eh, Miguel?».

Por un tiempo, José Luis y yo pretendimos desandar camino en nuestra relación, que, del amor apasionado, sensual y enloquecido que había sido hasta entonces, debía acabar (o al menos eso queríamos) en una sencilla relación de novios formales y de cafetería, manitas, bailes en las discotecas y besos robados. Nos pareció lo más prudente y sensato. Claro que los buenos propósitos nos duraron más o menos dos días. El tiempo de robarnos el primer beso. Pero no volvimos a dejarnos arrastrar al ambiente algo opresivo de mi familia.

Durante las primeras semanas después de mi vuelta de Londres, José Luis me había mirado con extrañeza. Lo sorprendía con los ojos clavados en mí, preguntándose si algo iba mal. Pero en cuanto me daba cuenta, él bajaba la vista como si temiera ver en mi mirada algo, algún sentimiento que le hiciera responsable de algo que ignoraba y que le iba a costar mi amor por él. Aguantó cuanto pudo y un día, a pesar de ello, a pesar de su autoimpuesta y atemorizada discreción, no pudo más y me preguntó si me había tragado un palo o una hoja amarga. «Tienes una cara más rara…».

—No, no me pasa nada. —Se me había desbocado el corazón—. No sé, tengo mucho que estudiar para sacar estos dichosos exámenes, nunca sé si te van a detener esta noche y vuelta a empezar, me achuchan para que acepte estar en la mesa de no sé qué movimiento político… ¡Pero si lo sabes mejor que yo!

—Sí, pero de pronto parecemos dos extraños, Lola.

—Es que no me encuentro muy bien.

—¿Estás mala o qué? —preguntó con alarma.

—No, no, nada de eso. Sólo tengo un bajón primaveral. —Sonreí—. Ya se me pasará.

—Sí, pero mientras tanto hasta se me ha olvidado cómo te huele la piel.

Lo miré con seriedad.

—Este fin de semana. Nos escondemos tú y yo. En una casita que tiene Marta al fondo del jardín de sus padres en La Moraleja. Y encima te vas a dar el gustazo de acostarte con una niña pija a escondidas y en el jardín de unos millonarios en una urbanización elegante de Madrid. ¿Qué te parece? Ya verás a qué me huele la piel.

—A Chanel, no hace falta que me lo jures.

—¿No decías que se te había olvidado?

—Sí. Es que con vosotras nunca se sabe si habéis cambiado de perfume. Vais a París sólo a comprároslo. Y la vuelta en primera.

En la clínica de Londres, el ginecólogo me había dado suficientes píldoras como para pasar un año sin tenerme que preocupar de la posibilidad de quedar embarazada y, además, me había soplado el nombre de dos farmacias de Madrid que las vendían bajo cuerda. En España no estaba aún permitida y los médicos decían que era peligrosa y que luego te nacían niños sin brazos o te daban embolias. ¿Cómo era posible que a una niña inocente de dieciocho años ni el propio ginecólogo de la familia le dijera que el método de la píldora anticonceptiva era seguro, estaba probado y se distribuía libremente por el mundo entero? ¿Cómo era posible que las recomendaciones del ginecólogo de la familia de toda la vida fueran dos, por este orden: abstenerse del sexo hasta el matrimonio, que era lo que mandaba la Iglesia, y, dos, utilizar el método Ogino, que daba buenos resultados, no del todo fiables, pero buenos? Vaya unos idiotas. Tonta yo que era una timorata y no me enteraba de nada hasta que caí en brazos de José Luis. Así éramos las niñas de la Asunción: no es que no supiéramos de la existencia del método anticonceptivo (susurrado entre nosotras con deliciosa sensación de culpa), es que nos daba miedo y además era pecado. Hasta los curas en el confesionario prohibían su uso y casi te amenazaban con la excomunión y el infierno. Por eso, salvo Marta que sabía de lo que hablaba, a las demás se nos llenaba la boca con conceptos progres sobre la vida y la sexualidad, aunque nunca nos atrevíamos a actuar en consecuencia.

Me parece que fue entonces cuando empecé a decidir cómo iba a practicar la medicina en mi país: con compasión y sin atender a reglas que marcaran los pasos de mis convicciones. Tonterías ilusas.

Se me pegó a la piel la sensualidad de aquel sigiloso fin de semana en la casita de Marta. Aún lo recuerdo como el sueño de un cuento de hadas. Marta vino el sábado por la mañana a despertarnos y a hacerse un café en su cocina. Se sentó al borde de la cama en la que, apenas cubiertos por una sábana, José Luis y yo, languidecíamos desnudos. Estuvimos así, charlando perezosamente hasta casi la hora de almorzar. Marta nos prometió una pizza para media hora más tarde. «Y una coca-cola, que no hay otra cosa».

Me había podido de nuevo el apasionamiento, el amor irresistible hacia José Luis. Sólo por momentos me angustiaba al recordar de pronto por qué había levantado sin saberlo una pared de vergüenza entre nosotros. Pero luego le amaba y se venían abajo mis reservas. Otras veces no quería el riesgo de amarlo, me pesaba el remordimiento. Entonces estallaba en sollozos y me agarraba a él como si fuera un clavo ardiendo. «No me dejes», le decía, «no me dejes». Y él me miraba sorprendido y triste sin comprender. «No te dejo, Lola, no te voy a dejar nunca, sea cual sea la razón de ese dolor que me escondes».

Luego me tranquilizaba y me parecía que Londres quedaba bien lejos, bien secreto, sólo como una amenaza remota. «Estuve un buen rato mirándole el trasero a la Venus en la National Gallery y no sé qué le viste. ¡No me toques!».