24
Fue Marta la que me lo descubrió un día a principios del tercer trimestre poco después de la Semana Santa de 1975. Acababan de nacer los gemelos de Juan hermano y andaba toda la familia revuelta con el acontecimiento, menos yo, que de golpe me sentía como una apestada; ¿cómo podía un embarazo producir tanta felicidad en unos y tanta miseria en otros?
Estábamos Marta y yo en el bar de Filosofía tomando un café, sentadas a una mesa cercana a uno de los ventanales. Desde la vuelta a Madrid, Marta había empezado a fumar, Winston, lo recuerdo bien. El humo de su cigarrillo, unido al de las decenas de gentes que también fumaban en aquel espacio cerrado, me produjo un rechazo tan violento que noté cómo me subía una arcada y me levanté de golpe para ir al servicio.
Todo hervía de vitalidad a nuestro alrededor. El bar estaba abarrotado de gente que reía, que se interpelaba de una esquina a otra, que coqueteaba, que se robaba cigarrillos, que pedía fuego prestado, que preparaba escapadas, que se pasaba apuntes y miradas. También había estudiantes que, sentados en el ojo del huracán, leían o estudiaban, concentrados en sí mismos, ajenos al ruido. Siempre me admiraba su capacidad de abstracción. Pero ahora tanto bullicio me redoblaba la náusea y, mientras me precipitaba hacia el baño, iba pensando sólo en retener las arcadas y que me diera tiempo a llegar sin ponerles el desayuno en el regazo a cuantos estaban en mi camino.
Cuando por fin volví a la mesa, Marta me miraba con preocupación.
—¿Estás bien?
—Sí, sí —contesté, secándome la boca con un pañuelo.
—Estás pálida… Desencajada.
—Que estoy bien.
—Te ha sentado mal algo.
—No sé. Pero ya estoy bien.
—Oye, a ti te pasa algo. ¿Te pasa algo?
—¿A mí? ¿Qué quieres que me pase?
—No me fastidies, Lola. Tienes la cara más rara que un pingüino. Como si tuvieras metido en el cuerpo un susto de muerte o te hubieras envenenado con la comida o algo, qué sé yo… Y encima, vas por ahí devolviendo hasta la primera papilla. Ay, mi madre —lo comprendió de golpe y se llevó una mano a la boca—, Lola, por Dios, estás esperando.
Me encogí de hombros. Marta me cogió de las manos.
—Es eso, ¿no?
Me volví a encoger de hombros.
—¡Dios del cielo! ¿Pero qué vas a hacer? Lola, por Dios, dime qué vas a hacer.
No contesté.
—Tienes que abortar —afirmó con tono decidido, como si no cupiera discusión alguna.
Era la primera vez que oía esa palabra dicha en alto y me sobresalté. Sonaba a horror, a espanto, a asesinato, a crimen imperdonable, a nada limpio ni quirúrgico. Matar a mi hijo. Vivir con un rastro de sangre toda mi vida.
Miré a Marta y me puse a llorar.
—¿Lo sabe José Luis?
Negué con la cabeza.
—¿Se lo vas a decir?
Suspiré y tardé casi un minuto en contestar:
—No, me parece que no.
—Se lo tienes que decir: es hijo suyo.
—Pero es mi cuerpo. Si… si decido perderlo, prefiero que no se entere. No podría hacerle frente si él quisiera tenerlo… y él seguro que quiere.
—Joder, Lola.
Volví a encogerme de hombros.
—¿Cómo aguantaría su mirada, eh? Dime. Tengo miedo, Marta. No estoy preparada, tengo una carrera que estudiar, un futuro… —Me callé de golpe porque me pareció indigno invocar excusas tan prosaicas. Suspiré y luego, al cabo de unos segundos—: Dime una cosa: ¿vale la pena que arruine la vida de todos? La de José Luis, la mía, la de papá, la de mamá. ¿Por un niño que no quiero, que es un accidente? —Me volvió a horrorizar la frialdad con que lo dije y cómo sonó aquel exabrupto pese a mis lágrimas, y me parece que a Marta, también. Palideció.
—Joder, Lola —murmuró de nuevo. Sólo pude leérselo en los labios.
—Pero no sé lo que voy a hacer, Marta, no lo sé —repetí con desesperación. Sólo estaba segura de una cosa: tenía que tomar una decisión, una de las dos posibles, antes de enamorarme del hijo que llevaba dentro, antes de comprender que era la encarnación del amor que nos teníamos José Luis y yo. ¿O no era así? El amor que nos teníamos José Luis y yo no necesitaba símbolos, no requería descendencia, era lo que era sin ayuda de nadie ni de nada. Y una vez que hubiera prescindido de mi hijo, si es que lo hacía, ¿pagaría el precio del remordimiento durante el resto de mis días?—. Me siento horrible, es mi culpa y me siento horrible —repetí. Se me escapó un sollozo largo y ronco que no pude contener. Los de la mesa de al lado giraron la cabeza sorprendidos, pero enseguida, después de mirar a Marta con aire de preguntarle lo que estaba pasando, volvieron a lo suyo, como si se les hubiera acabado la curiosidad y el asunto no fuera con ellos; total, algún mal de amores.
Marta estuvo callada durante un buen rato. Encendió un pitillo, le dio una calada y exhaló el humo en un largo suspiro. Después me miró, alargó la mano y me acarició la mejilla para quitarme una lágrima. Sus dedos olían a tabaco.
—Te digo yo lo que tienes que hacer, Lola —habló con dulzura—. No puedes tener ese hijo. No es posible. Tú misma lo has dicho: destruyes la vida de un montón de gente, incluida la tuya. No puede ser.
Imagino que fue en aquel momento cuando decidí no tenerlo. La determinación me debió de salir del fondo de un recoveco oscuro del corazón, sin yo saber que estaba ahí. Aunque no recordaba cuáles, me pareció que tenía argumentos más que suficientes para hacerlo. Tampoco quería pensarlo demasiado, para no sentirme una asesina. A lo mejor, no pensándolo lo hacía menos deliberado. No sé.
En medio de todo, tuve suerte: José Luis, aprovechando que ya no había parciales y que los exámenes finales quedaban aún lejos, acababa de irse a San Sebastián a ver a su madre, en un vagón de tercera, o de segunda, que ya no había tercera, la primera vez que lo hacía después de salir de la cárcel. «Tengo que visitar a la ama, que si no, se queja. Le hablaré de ti», me dijo. «Vente conmigo y te presento», añadió sonriendo con su mejor sonrisa canalla. «Tú estás tonto», contesté, pero me desconcertó lo poco que le habría costado convencerme. Sé que si él hubiera estado en Madrid, me habría obligado a confesar y me habría impedido hacer lo que ahora veía como única salida.
¿Qué haría de nosotros esta traición mía? ¿Qué destruiría entre nosotros un secreto así? Porque tenía que ser un secreto para siempre: debía quedar enterrado en lo más hondo de mi entraña. Me pregunté si sería capaz de engañar a José Luis de esta manera. No quise contestarme.
Por fin, asentí ligerísimamente. De nuevo Marta me cogió las manos y me las apretó. Se inclinó hacia mí y me dio un beso en los labios. «No te preocupes de nada», susurró, «déjame a mí».
Aquel beso tan tierno me consoló más que nada. Menos mal que no está por ahí Lidia Marugán, la babosa, pensé después. Es lo que me faltaba.
Llegamos a Londres Marta, Miguel y yo una semana más tarde. Ni recuerdo la clase de argucias que utilizamos con mamá para hacer el viaje, pero, inmersa como estaba ella en su papel de abuela (y al mismo tiempo, de abuela joven que no quería ser abuela para que nadie le robara la juventud), sé que nos costó poco convencerla. A papá, que sí andaba chocho con sus nietos, no le importó lo más mínimo.
Hicimos una colecta entre todos. El abuelo me había dejado una manda en el testamento y aunque la mayor parte del dinero estaba bloqueado hasta que fuera mayor de edad, tenía más que bastante para mis gastos y mis lujos. Con eso pude pagar los billetes de Miguel y mío y el hotel. Marta, como siempre, iba por libre.
Nos alojamos en un bed and breakfast cercano a Sloane Street. Marta y yo compartíamos habitación, un cuarto luminoso decorado con muebles y antigüedades de caoba delicada y una ventana grande que daba a un pequeño parque de los de llave de acceso reservada a los ribereños.
Marta había prohibido que le contáramos nada a Borja. «Es un moralista rígido, ¿no ves que va para arquitecto?, y lo que menos necesitas ahora es una discusión de ética; necesitas resolver un problema doloroso, Lola, no un curso de filosofía. ¿Y si encima se lo cuenta a Javi? Intentaría que te disuadiera hasta el mismísimo obispo de Madrid-Alcalá. No. Ni hablar». Yo estaba tan acelerada, tan angustiada, tan sin querer pensar en nada de todo aquello que me puse en sus manos sin reservas. Ella hacía lo que había que hacer y yo me limitaba a penar.
Clara, la novia catalana de Miguel, tan fina ella, nos esperaba en Londres desde el día antes. Ella y su hermano Oleguer (que mucho más tarde me confesó haberse sentido culpable de mi embarazo por aquello de permitir que convirtiéramos su piso de Chueca en mí nido de amor; dijo «nido de amor», palabra) habían organizado con gran eficacia, eficacia catalana, supongo, mi visita a la clínica, la consulta médica y, si todo iba bien, el… el aborto. Pagó la cuenta de la clínica y cuando me negué a que lo hiciera, dijo: «Ya me lo devolverás y a más a más, no es para tanto». Es injusto que le tuviera tanta manía. Le pagué nada más volver a Madrid por una transferencia bancaria, para que no pudiera negarse.
Todo ocurriría al día siguiente o, todo lo más, al cabo de dos, me dijo Clara. Marta y ella me preguntaron cómo quería pasar la tarde después de visitar al ginecólogo y antes de cenar temprano y ligero (la recomendación y el tipo de comida estaban en las instrucciones impresas que me dio Clara y que le habían facilitado en la clínica de Cromwell Road) e irme a la cama. Pues quería ir a la National Gallery a ver la Venus del espejo, qué queréis que os diga. «Y además, quiero hacerlo sola», dije mirando a Miguel. «Vale, vale», contestó.
Y allí estuve, una hora delante del cuadro, escudriñándolo sin comprender las similitudes que veía José Luis, pero sintiéndome halagada, enternecida y enamorada y, por primera vez desde que había descubierto mi embarazo, excitada. Fue un bálsamo para mis nervios.
Había ido con mucha vergüenza a la visita ginecológica. Sólo quería que me tragara la tierra en un agujero bien profundo, pero me trataron con simpatía distante, mejor las enfermeras que el médico y, al cabo del rato, me relajé. Ellos no consideraban que la cuestión del aborto fuera un trauma o un delito que debiera esconderse, sino un derecho que yo tenía de decidir qué hacer con mi cuerpo. Era mi problema con mi conciencia, no el de ellos con la suya. «¡Qué respiro!», le dije después a Marta. «Voy a ir paseando hasta el museo».
Londres relucía como una novia en la primavera temprana. Hyde Park estaba sembrado de narcisos y crocus, llenos los parterres de tierra húmeda recién trabajada esperando el estallido de flores y arbustos. Hacía fresco bajo un sol radiante y la hierba de los parques tenía de nuevo el verde jugoso que el largo invierno había hecho mortecino. Autobuses rojos de dos pisos y taxis negros cuyos conductores iban tocados con gorras y viseras de fieltro a cuadros. Siempre me habían hecho gracia los tipos con bombín y paraguas, chaqueta negra y pantalón a rayas, elegantes trasnochados con su flor en el ojal, aunque me divertían más si eran gordos y algo desastrados con el cuello de la camisa de celuloide blanco (bueno, blanco cuando se lo habían puesto limpio a principio de semana) y las puntas dobladas hacia arriba. Los antiguos héroes de la Gran Guerra y los algo más jóvenes de la II Guerra Mundial paseaban por King’s Road con la guerrera roja cubierta de medallas y se apoyaban para andar en bastones de caoba negra y empuñadura de plata. En los pubs, pero sobre todo en sus aceras, preferiblemente las de Beauchamp Place, los bebedores de cerveza del fin de mañana sostenían las grandes jarras de medio litro mientras, sin dejar de charlar, miraban con fingida indiferencia a las chicas que salían de las tiendas elegantes cubiertas de paquetes y zapatos nuevos. Para cruzar de acera, cuidando de no mancharse las minifaldas con los guardabarros, ellas se dedicaban a sortear con coquetería los Rolls Royce, los Jaguar y los Aston Martin que circulaban por las estrechas calles de Belgravia casi sin caber. Siempre me había encandilado el espectáculo, como si nos hubiéramos colado todos en un set de cine. Rodando una película de Rex Harrison y Audrey Hepburn.
Pero no esta vez.
Mi hijo no nació el 19 de abril de 1975, al principio de la peor primavera de mi vida. Bueno, tal vez de la segunda peor primavera de mi vida.
Casi treinta años más tarde he recordado las razones; sé por qué lo hice y sé que tuve razón o tal vez no. Aún me pesa el hijo que nunca llegó a ser mi hijo. ¿Qué sería de él ahora? Fue una oportunidad perdida como tantas otras en la vida, ignoro si buena o mala. Sólo que hoy cada niño que salvo en mi hospital es un trozo del hijo que perdí.