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Regresé a mi habitación muy de madrugada. José Luis me imploró que me quedara, «quién te va a ver», pero tenía que irme antes de que despertara la casa y me topara con alguno de la servidumbre. Aun así, me crucé con la tata María que ya a esa hora subía al piso de invitados con un montón de toallas limpias en los brazos. No dijo nada, sólo me acarició una mejilla y siguió de largo.

Marta estaba ya en mi cuarto. Cuando venía a Villaurbina, lo compartía conmigo. También ella acababa de volver de pasar la noche con Borja.

Me arrellané en mi cama, di un largo suspiro de felicidad y me quedé dormida al instante.

Horas después, me despertó la Chispa, «que vengas, Lola, que todos», decía «todooos», «te esperan para el desayuno. Hay torrijas, Lola, venga».

—Voy, ya voy, terremoto.

Me duché y me puse ropa de montar, pantalones muy ceñidos y un jersey de cachemira de cuello vuelto. Marta siguió durmiendo; conociéndola, no aparecería hasta la hora de comer.

José Luis, Miguel y Borja desayunaban en el comedor. Al verme entrar, José Luis dejó el tazón de café con leche en la mesa y me miró. Poco faltó para que se me saltaran las lágrimas.

—Hola, chicos —dije y le puse las manos sobre los hombros.

—¡Lola, Lola! ¿Has visto? ¡Hay torrijas! ¿Puedo montar contigo? ¡Anda, llévame! ¿Puedo montar, Lola, puedo montar?

—No sé si te va a dejar la tata…

—Sí que me deja. La tata me deja. —Salió corriendo hacia la cocina gritando—: ¡Tata! Lola me lleva a montar, Lola me lleva a montar.

—¿Qué es eso de que vas a montar? —preguntó alarmado José Luis.

—¿Y tú no? —pregunté con aire inocente.

—No, yo no, Lola. Yo soy un borono de pueblo y no me he acercado a un caballo en mi vida. Bueno, ya sabes, cada vez que veo un caballo, salgo corriendo en la otra dirección.

Miguel y Borja rieron de buena gana. En ese momento se asomó a la puerta uno de los dos mozos de cuadra que había ayudado a servir la mesa la noche anterior.

—Oye, Boni, que nos ensillen los caballos. ¿Cómo está la Pola? Hace meses que no la veo, Dios mío.

—Está bien, un poco gorda, pero deseando salir a correr.

—Ahora voy.

—Oye, Lola, te lo digo en serio: no podría subirme a un caballo ni aunque me fuera la vida en ello. Además del miedo que me da, estoy molido a palos.

—Ya me lo imagino, tonto —le contesté, despeinándolo con la mano—. Pero vas a tener que aprender si quieres venir aquí más veces. Coge un Land Rover, empaqueta a la Chispa contigo y síguenos.

—Eso me parece mucho más razonable.

—Jo, noo —dijo la Chispa con tono plañidero.

—No seas quejica, que vas con un señor guapísimo y en coche los dos solos.

—¿Por qué no vas tú que te gusta mucho? ¿Eh, Lola?

—Porque yo tengo que llevar a la Pola para que luego montes en la dehesa.

—Bueno, vale.

Fueron unos días maravillosos. Hacía mucho frío pero nos paseábamos bien abrigados con chaquetones forrados de piel de cordero y, a la vuelta, nos esperaban en las chimeneas de cada cuarto los fuegos encendidos para secarnos la humedad que se nos había colado hasta los huesos.

Confieso que la primera mañana me subí a la Pola haciéndome la chula, caracoleando, poniéndola de manos, arrancando con un galope corto hasta la primera línea de árboles y volviendo después de costado hasta las caballerizas que estaban a un lado de la casa grande. Sabía que José Luis me miraba y tenía un coqueto deseo de impresionarlo. Me lo agradeció la Pola a la que casi no podía contener de las ganas de dar brincos que tenía.

A José Luis le pusieron uno de los Land Rover, de aquellos viejos e indestructibles Santana, y se dedicó a seguirnos a Miguel, a Borja y a mí por toda la finca. Íbamos al trote pero sobre todo a galope corto, que es lo cómodo con la silla campera. Nos parábamos con frecuencia en las dehesas, en los alcornocales, en los bosques de encina tapizados de bellota, y mirábamos a distancia los grandes rebaños de corderos, las piaras de cerdos moviéndose despacio, y, muy a lo lejos, algún venado apenas apercibido en la maleza.

Entonces desmontaba, José Luis se asomaba por la ventanilla del jeep y yo le cubría la cara de besos. Luego lo hacía bajar del coche, tiraba de él para separarlo de hermanos y guardas y, cogidos de la mano, lo hacía subir a una loma para ver en el infinito los grandes espacios de mies, las labrantías en barbecho y, muy a la derecha encarados al mediodía, los viñedos aún resecos. Y al fondo de todo, casi sólo intuido, el brillo intenso del río iluminado por el sol del invierno.

—¿Ves aquel pueblo a la derecha? Por ahí pasa la carretera nacional… Está dentro de la finca, como otro que hay a nuestras espaldas, y es cabeza de partido. Ya ves.

—Te van a hacer alcaldesa el día menos pensado. ¿Te das cuenta de lo que tenéis aquí? Es como si fuera un país rico y próspero y vosotros, la familia real. ¡Buf!, Lola, durante la república os habrían cortado el cuello…

—No. El abuelo trataba a todos como un padre y además, les dio a ganar dinero. A los chicos más listos los mandaba a hacer el examen de Estado a Valladolid y les pagaba la carrera. De Villaurbina han salido peritos agrícolas, médicos, ingenieros, qué sé yo. Hasta montó una escuela de capacitación agraria.

—El ajusticiamiento de la revolución tiene poco que ver con las condiciones de bienestar de los alzados…

—Huy, qué cosa más solemne —dije—. Venga, vamos abajo que en el Land Rover llevamos caldo caliente, pan y jamón. Conociendo a Miguel, también habrá una botella de fino.

—Lo único fino que me interesa por aquí es tu cintura.

—Idiota.

—Te veo montar y te comería entera, por todos lados, y después te…, bueno, no hay otra palabra para explicar lo que te haría…, te echaría el polvo del año, todo el polvo de este camino.

—Grosero —murmuré. Siempre me cazaba desprevenida y hacía que me ruborizara hasta la raíz del pelo.

Volvimos a casa y comimos tarde, menestra y carne asada. Después estuvimos un rato tumbados en los sofás del salón pequeño, tomando café perezosamente. Miguel se había puesto a leer y Borja y Marta hablaban de tonterías. Agarré a José Luis de la mano y le forcé a seguirme a su cuarto. Cuando vio que salíamos, Miguel levantó una ceja pero no dijo nada y volvió a su lectura.

Hicimos el amor con descaro, con impudicia. Me rindió del todo y yo me dejé ir río abajo, sin retener nada de mi cuerpo, entregándole todo lo que guardaba dentro, todo lo que él me pedía. Debí de haber pensado que tanta pasión satisfecha sin freno, tanta fogosidad, iba a tener a la fuerza un precio.

—¿Qué es aquella construcción como de planchas metálicas allá al fondo? —me preguntó al día siguiente cuando estábamos encaramados a una loma cerca de la linde de los trigales.

—¿Eso? Eso es la villa romana, bueno, es el cobertizo que la protege. La descubrió hace años uno de los capataces de la finca cuando delimitaban tierras para sembrar trigo. El tractor se enganchó en un pedrusco enorme. Se le rompió la pala y cuando el capataz fue a ver, descubrió allí mismo, a menos de un metro de profundidad, el principio de un suelo de mosaico lleno de colores. El pobre no sabía lo que era y fue corriendo a llamar al abuelo. Y el abuelo tampoco sabía qué era aquello. Al final fue la abuela la que dijo: «Éstos son los restos de una villa romana».

—¿Cómo los restos de una villa romana?

—Pues sí. Esta Tierra de Campos fue durante siglos granero del Imperio romano. Aquí venían romanos ricos y se instalaban en grandes casas para cuidar los campos, recoger la mies, hacer harina y mandarla para Roma. Vivían todo el año y sus casas eran bien lujosas. Luego te presentaré al arqueólogo que se ocupa del yacimiento para que te explique cómo es la casa y qué descubrimientos se han hecho. Ya verás… —Me volví hacia el guarda jurado que nos acompañaba y le dije—: Tomás, luego le dices a Canaima que venga a almorzar a casa, que le quiero presentar a mi novio.

—Sí, señorita.

—Aunque, bien pensado, creo que papá preferiría ser él quien te diera el paseo por la villa. Bueno, que Canaima te dé una primera explicación y mañana cuando venga papá, que te lleve y te haces el tonto. Los hijos del embajador inglés, que pasaron unos días en la finca el año pasado, se quedaron pasmados de que tuviéramos una joya así, pérdida en medio de la nada, nosotros, los españoles inciviles. Ya ves. —Me reí—. No me hagas caso, son encantadores.

Entre todos convencimos a José Luis de que montara. En el picadero que hay detrás de las cuadras lo subimos a una yegua vieja y cansina que se ponía al trote sólo con una buena patada en los ijares. «Dale con los talones», le gritaba Miguel, pero él no hacía ni caso, aterrado como estaba de verse tan lejos del suelo y tan incapaz de gobernar aquella masa de músculo que se movía a su antojo de un lado a otro y que lo mantenía en permanente desequilibrio. Iba agarrado al pomo de la silla con cara de espanto.

—Ya he probado, ya —decía José Luis con voz trémula—, ¿me puedo bajar?

—Ni hablar. ¿Qué quieres que te pase? Déjate ir un poco y verás qué bien.

Yo estaba en medio del picadero, subida a la Pola y giraba al tiempo que la yegua de José Luis, por ver si se animaba y se le quitaba el miedo lo suficiente como para salir al campo y darnos una vuelta al paso.

—Venga, va —dije—, vamos a salir un poco…

—¡No!

—No tengas miedo que estaré a tu lado. Venga, mi amor, vamos.

En ese momento apareció papá todavía vestido de calle. Acababan de llegar, mamá y él, desde Madrid a la finca.

—¿Pero qué estáis haciendo con ese pobre chico, Lola? Con la zurra que lleva, me lo vais a matar como llegue a caerse.

—¡Pero papá! ¿No ves que es la Bermeja? A ésa no la mueves ni tú. No se va a caer.

—Bueno, bueno, de acuerdo. Pero tú bájate, José Luis, que mañana temprano te llevará el capataz a dar un paseo tranquilo por la dehesa, lejos de esta pandilla de locos, si es que para entonces te apetece. Pero no les hagas caso.

—Jo, papá, lo habíamos conseguido.

—Muy bien, de acuerdo. Mañana más. Vamos, José Luis, la pierna derecha por encima de la silla y abajo. Muy bien. Dice mamá que se cambia y que tomemos el té en el salón grande.

Minutos más tarde fuimos llegando todos al salón. Yo llevaba cogida la mano de José Luis en la mía; desde que habíamos llegado a Villaurbina íbamos siempre así, era natural. Y cuando papá levantó la vista, hizo como que no veía mientras yo me soltaba como si me hubiera dado un calambre.

Mamá se había cambiado y se había puesto pantalones grises de franela y jersey de cachemira rosa con la chaqueta igual de botones, como se llevaba entonces, y un discreto collar de dos filas de perlas en la garganta. Estaba guapísima. La Chispa se había sentado a su lado con aire modoso, por imitarla.

—Lola, ¿sirves el té?

Encima de la mesa rectangular que había a la espalda del sofá, Benito había preparado una gran bandeja de plata sobre la que descansaban el samovar, la tetera, una jarra de leche, el pequeño colador y el azucarero, todo del mismo juego que había pertenecido a la abuela y que había sido el regalo de boda del rey Alfonso XIII. Al lado de la bandeja, otra con pequeños platos y tazas y otra más con una montaña de sándwiches de Embassy comprados aquella misma mañana por Benito antes de emprender viaje.

Marta y yo fuimos sirviendo a todos, mientras la Chispa pasaba la bandeja de los sándwiches con más entusiasmo que equilibrio.

Así fueron los días en Villaurbina, pacíficos, felices, sin sobresaltos, olvidada la represión de allá fuera, a salvo del inspector Gallego. Charlas amables, aunque papá, por muy cordial que intentara ser, no podía borrar de la cara el rechazo que le producía un rojo empeñado en reventar el sistema, un rojo metido en su propia casa; misa de domingo oficiada en la capilla de la casa por don Julián, el párroco de Villaurbina pueblo, largos paseos (hasta nos dio para una visita detallada a la villa romana; me pareció por un momento que la atención con que José Luis seguía las explicaciones de papá, y sus preguntas, suscitaban el interés curioso de éste, casi su afinidad intelectual), partidas de siete y media antes de cenar, incluso un vals que bailé con papá una noche. José Luis nos miraba mientras dábamos aquellas vueltas elegantes y pausadas a los sones del Danubio Azul. Y mamá lo miraba a él. Lo trataba con simpatía distante y algo de condescendencia, como si hubiera admitido a un pariente pobre en el círculo familiar, sólo que con la decisión tomada de que nunca, en ninguna circunstancia, permitiría que yo me casara con él.