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Nada más subirse al Renault, en el que íbamos a ir solos porque los demás viajaban en el coche de papá, y sin haber salido del portal, José Luis se quedó dormido como un bendito. Antes de bajar, había llamado a su madre a San Sebastián para decirle que lo habían puesto en libertad, que estaba bien y que se iba con unos compañeros a pasar unos días de descanso. Me dio la impresión de que hablaba a su madre con demasiada sequedad y se lo reproché: «Oye, que ha debido de pasar mucha angustia sin saber nada de ti en semanas». «Nos entendemos», me contestó y no explicó más.

Estuvo dormido durante todo el viaje, un montón de horas en aquellos años, cuando se iba por carreteras todavía infectas de Madrid a Zamora, por Tordesillas y Toro. A mí no me importaba porque siempre me encantaba ir a Villaurbina pero el trecho era muy largo.

Cuando íbamos llegando al portalón de la finca, ya era muy de noche y los faros iluminaban la ventisca que barría la carretera de un lado a otro, José Luis se desperezó de pronto, como si un sexto sentido le hubiera anunciado el final del trayecto. Se estiró levantando los brazos hacia atrás por encima de la cabeza:

—Huy, me he quedado traspuesto.

—Traspuesto, no, mi amor, que has venido roncando como un trombón todo el camino.

Se puso serio, me miró y me apretó la muñeca con la mano izquierda:

—Perdóname, Lola, de verdad. Es que estaba muerto y me dolía hasta el tuétano de los huesos.

Se puso derecho en el asiento y repitió «perdóname».

—No importa nada. Así he podido mirarte a gusto durante todo el camino para hablarte en voz baja.

—¿Y qué me decías?

—Es un secreto.

—Ya te lo sacaré. Ahí fuera hace un frío que pela. ¿Dónde estamos?

—En la entrada de la finca. La casa está ahí, a quinientos metros.

Y en efecto, a los pocos minutos de seguir el ancho camino que flanqueaban enormes robles y los castaños plantados cien años antes por el bisabuelo y los setos de flores ahora congelados por este tiempo, la gran casa apareció delante de nosotros con su sólida fachada de piedra. De frente, en medio de ella, el arco de entrada al patio, sobrio y frío, enmarcando la fuente en la que todos los hermanos habíamos acabado tiritando alguna vez a la vuelta de una cacería. El granito de los muros refulgía en la claridad estrellada de la noche. Ahora me doy cuenta de que el palacio de Villaurbina era un edificio impresionante, imponente y severo, testimonio de poderío y riqueza, pero entonces me parecía simplemente nuestra casa, así, sin más.

José Luis dio un largo silbido. «Vaya por Dios», dijo en voz baja.

—¿Qué?

—A cualquier cosa le llamas tú casa.

Hacía rato que habían llegado los del Mercedes de papá. La Chispa había sido bañada, alimentada y arrebujada en su cama; decía que me quería esperar despierta pero había caído como una piedra nada más tocar la almohada. Marta, que se había unido a la expedición a última hora, y Borja y Miguel nos esperaban en el salón de lectura bebiendo vino blanco del de la finca y comiendo almendras y jamón de casa frente a un gran fuego de chimenea. La tata, después de preparar una habitación de huéspedes para José Luis, estaba ocupándose de la cena de todos nosotros: potaje de verdura, huevos fritos con patatas fritas y un filete para quien lo quisiera. Todavía hoy me parece que la hogaza de pan blanco de trigo que se hacía en Villaurbina no tenía, ni tiene, punto de comparación con nada; y mojada en huevo frito, más. Y de postre, natillas, que la vieja Salustiana hacía como los ángeles. La vieja Salustiana era muy bruta y nos hacía reír con sus tonterías: de vez en cuando se le caía un cacharro al suelo y se hacía añicos; entonces, Salustiana exclamaba: «¡Ay, le di!». Y añadía: «Azuquiqui tres chicas dos». Nunca supimos lo que quería decir.

Nos sentamos a comer a la mesa de pino que había en la estancia anterior a la cocina, una especie de cuarto-almacén en el que se amontonaban botas de montar, botas de caza, zahones colgados de perchas, chalecos y un par de armarios en los que se guardaban las escopetas de los guardeses y de los guardas jurados. El abuelo insistía siempre en que las armas quedaran en casa cuando los que las tenían que portar estaban de asueto.

Olía a fuego de leña y a paja.

Presidía la tata, claro, y nos sirvieron dos de los mozos de cuadra y la mujer de uno de ellos.

—Tu padre es un buen tío —dijo José Luis de pronto.

—Ya. ¿Y eso a qué viene?

—Pues que me ha acogido como uno más y me invita a su casa.

—¿Qué pasa, que hueles mal y estás leproso o qué?

—No. Soy rojo y eso para tu padre tiene que ser lo peor.

—Vaya chorrada. —Lo agarré de la mano y se la apreté—. Qué bobo eres.

—Oye, ¿te dieron mucho? —dijo Marta, pero no había morbo en su pregunta.

—No sé qué es mucho. Me cascaban, sí, pero no siempre, bofetadas y así con la mano abierta en la cara o en la oreja, que eso sí que duele. Una vez me rompieron el tímpano. Tuvo que venir un médico a verme. Pero era más el miedo que el dolor. El miedo de lo que estaban haciéndoles a los demás y de los gritos…

—¿Y qué te preguntaban?

—Nada, nunca me aclaré mucho. Que quién era mi contacto, que si en San Sebastián tenía relaciones con la ETA, imagínate tú, que si conocía al grupo que había puesto la bomba de Carrero, que cuál era la célula de la universidad con la que operábamos… No soy un héroe: les conté de todo. Hasta habría confesado el asesinato de Alfonso XIII si me hubieran dejado.

Me miró.

—¿Qué? —pregunté.

—También querían saber de ti.

—¿De mí?

—Claro, y de Borja.

—¿Qué de mí?

—Machadas, Lola. ¿Sabes qué? Que eres demasiado guapa para ser líder revolucionaria.

Me puse como un tomate.

—Y demasiado fina. Eso piensan… Te llaman Agustina de Aragón, pero te van a dejar en paz. Ese día me dieron en serio por todo el cuerpo, como si me estuvieran castigando a mí en vez de a ti… Me metieron la cabeza en una bañera llena de agua y me pareció que me iban a ahogar. Me agarraban por el pelo y sacaban mi cabeza del agua y la volvían a meter sin que me diera tiempo a coger aire. Fue horrible. Gallego es el peor de todos, os lo digo de verdad.

—Qué hijos de puta —dijo Marta. Miguel no hablaba; sólo nos miraba a José Luis y a mí, de uno a otro, de uno a otro.

—¿Por qué me van a dejar en paz?

—Porque no quieren hacer de ti una estrella mártir; «Joder», decía Gallego, «que además es hija de un marqués con tierras».

A Marta le dio un ataque de risa.

—Venga ya.

Terminada la cena, la tata María, que no había dicho apenas nada, se fue a la cocina y los demás, al saloncito. Cuando íbamos por uno de los grandes pasillos, José Luis me agarró por una de las mangas y dijo:

—Me gustaría que me enseñaras la casa. ¿Puedes?

—¿Ahora? ¡Si es noche cerrada!

—Ya, pero es para hacerme una idea.

Miguel se rió.

—Os esperamos en el salón…

Lo llevé primero al salón grande de los trofeos de caza, el piano de cola de la abuela y las fotografías de personajes. Encendí todas las luces. Delante de la mesa con las fotos, José Luis estuvo largo rato en silencio escudriñando cada uno de los retratos. De vez en cuando volvía la cabeza para mirar fijamente el gran óleo del abuelo pintado por Lázsló.

—Tu abuelo tenía que ser un tipo estupendo y lleno de carácter, conociendo y tratando a tanta gente buena y mala sin que, por lo que veo, le temblara el pulso.

—Todos lo respetaban, del rey para abajo… todos. Y nosotros le queríamos mucho. En Nueva York por lo visto les parecía un millonario muy exótico que se alojaba en el Pierre todos los años, y en México mandaba más que el presidente de la República…

—Pero aquí hay intelectuales, artistas, pintores —iba diciendo José Luis, fijándose en cada foto—, poetas, toreros, bueno, le pega haber intimado con toreros con ese aire pinturero que tenía…

—Claro. Tenía una ganadería de reses bravas muy sonada. La divisa de Villaurbina, roja y verde. Mira, ¿ves ahí colgando al lado de la chimenea? Ése es el hierro de la ganadería, una uve y una u entrelazadas. ¿Lo ves allí?

—Lo veo.

—También tuvo una ganadería en México, por eso iba todos los años. Mamá vendió la de aquí hace ya no sé cuánto, un montón de tiempo, a unos ganaderos de Salamanca. Costaba demasiado mantenerla y, además, no había nadie que quisiera ocuparse en serio. El mundo del toro es muy exigente. Y la verdad es que cuando murió el Gallo en 1960 o 1961, el abuelo dejó de interesarse por la fiesta. Eran muy amigos… Me contaba que siempre andaban de tertulia en Sevilla con Juan Belmonte y Joselito.

—Seguro que te pareces a tu abuelo.

—Eso dicen, pero no hagas caso. —Estuve un momento pensativa—: De haber sido mayor, creo que me habría ocupado yo de la ganadería.

—Me alegro de que no lo hayas hecho. Me daría miedo besarte.

—¿Por qué? —Me volví hacia él.

—Verás, es que me impones mucho. Y con una ganadería, más.

—No te lo crees ni tú. —Traía conmigo hambre de semanas: días y días y noches añorando su piel y sus labios y su pelo, aterrada de que pudiera no volver a mí… Me lo debió de notar porque me rodeó con sus brazos y allí, junto a una foto de Franco vestido de uniforme, nos volvimos a besar con la avidez de quienes, después de una larga travesía por el desierto, fueran incapaces de apagar su sed hasta en el más generoso y profundo de los pozos.

Estuvimos deambulando por pasillos y estancias, incluido el sanctasanctórum del abuelo, que tenía un ala sólo para él, y el apartamento de mis padres, la capilla con el tríptico de la Anunciación de Van der Weyden («Santo cielo», exclamó José Luis, «¿pero tú te das cuenta de lo que tenéis aquí? El día de la revolución vengo con un camión y me lo llevo todo»), el comedor, el salón de billar (con dos mesas, una de billar americano y otra de carambolas) y la enorme biblioteca con sus miles de libros, sus cómodos sillones de lectura y sus mesas bajas para repanchigarse y colocar los pies. Una chica muy despierta del pueblo, la Pepi, que había querido estudiar para archivera, tenía toda la biblioteca catalogada y clasificada; también la correspondencia del abuelo.

Con la casa ya en silencio, lo llevé hasta la puerta de su habitación. Allí, lo empujé contra la pared y le dije «a dormir».

—¿Cómo?

—He dicho que a dormir que mañana hay muchas cosas que hacer.

—Ni hablar… no me puedes dejar así, con la miel en los labios.

Bajé la voz:

—No, tonto. Ponte el pijama que ahora vuelvo. Me doy un baño y vengo. Y como te duermas… te mato.

Fue, sí, la noche más tierna y apasionada de todas las que tuvimos José Luis y yo.