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Los gemelos de Juan hermano, Carlos y Daniel, nacieron el 30 de marzo de 1975, domingo de Pascua.

En ese mismo mes me quedé embarazada. Lo comprendí a la primera vomitona que me dio, al primer mareo camino del baño. Hasta entonces no le había dado importancia al retraso de la regla. ¿Cómo me iba a pasar nada a mí?

Cuando me di cuenta, me aterré. Y al miedo se me sumó la angustia; me miraba en el espejo por si se me notaba ya, me estiraba la cintura de las faldas (dejé de ponerme vaqueros inmediatamente) y me metía el puño cerrado en ellas por si había engordado en las últimas horas sin darme cuenta. Y no hacía más que pensar: «¿Cómo me puede pasar a mí esto?, ¿qué puedo hacer?, no quiero este hijo, no estoy preparada, un hijo es para más tarde, ¿cómo se lo digo a mis padres?, apuesto a que mamá me manda a Villaurbina y me deja encerrada allá hasta que nazca y luego se lo da a un ama seca, papá querrá que me case con José Luis para evitar el escándalo». «No quiero», me decía yo. No me sentía responsable de aquel hijo que me crecía en las entrañas. Era un cuerpo extraño que alguien había puesto allí y que yo rechazaba. Pero a todas horas me vigilaba el ánimo por si, por sorpresa, se me despertaba el instinto maternal y empezaba a querer a mi hijo, por si, contra toda lógica, me ponía a discurrir como madre. Eso decían que pasaba, ¿no? Y era lo que me daba más miedo: que quisiera tenerlo, guardarlo para mí. No, no, no debía pensar eso: la mera idea de «guardarlo para mí» me parecía ya un fatídico paso adelante en la marcha voluntaria hacia la maternidad. No podía, ¿cómo iba a poder? ¡Si ni siquiera había terminado yo de crecer! ¿O esta reticencia mía era sólo monstruoso egoísmo, cobardía? Estaba engañando a la vida, me escudaba en pretextos insostenibles cuando en realidad debía apechugar con lo que había hecho. Haberlo pensado antes, guapita. Sabía que tenía que enfrentarme a todo esto y que tenía muy pocos días para hacerlo. Pero no sabía cómo. No sabía cómo.

¿Y José Luis? ¿Cómo se lo iba a contar? Me había quedado embarazada al poco de salir él de la cárcel, ¿y le iba a echar encima una responsabilidad que él no había buscado, una responsabilidad a la que él no estaba en disposición de hacer frente? ¡Si no tenía ni donde caerse muerto! Y además, el pobre estaba fatal después de mes y medio de detención en los calabozos de la Puerta del Sol. Había salido demacrado, flaco, ojeroso y con la mirada huida.

Lo había cazado Gallego a mediados de enero en cuanto puso un pie en la calle para marcharse del piso de Oleguer y volver a su pensión. Me había prohibido que lo acompañara porque era demasiado arriesgado y todo el mundo estaba histérico.

Se lo llevaron a la Puerta del Sol y pasaron muchos días hasta que Borja pudo decirme dónde estaba. No me dejó ir a intentar verlo.

Durante semanas estuve convencida de que lo habían matado (aunque Borja me decía que estaba bien, bueno, vivo, al menos) y de que nadie se atrevía a decirlo, ni siquiera a sugerir que se había suicidado tirándose por la ventana a un patio interior de la DGS, como habían asegurado unos años antes de un chico al que torturaron hasta la muerte y luego tiraron por el patio de su casa en la calle General Mola. Las cosas en España estaban mal y no creíamos que el sistema pudiera aguantar otra muerte en los calabozos; no la muerte, claro, sino que se supiera. Qué absurdo. ¡Qué poco intuíamos de lo que iba a pasar en septiembre, cuando fusilaran a los cinco chicos de ETA y el FRAP! ¿Que el régimen no aguantaba una muerte? Una no, cinco.

Fueron dos meses de angustia, de vigilia interminable, de esperanza pronto frustrada. Luego resultó que la mayor parte del tiempo lo había pasado en la cárcel de Carabanchel, pero nadie nos lo dijo, ni siquiera el inspector Gallego. Se trataba de añadir a la tortura del de dentro la tortura de quienes lo esperábamos fuera.

Me paseaba por la Facultad de Medicina como una zombi, sin mirar ni hablar con nadie, la mayor parte del tiempo atendiendo a las clases como una autómata. Un día de alivio, un día de desesperación. Hasta haciendo caso omiso de las recomendaciones de mis hermanos, fui a la DGS haciendo de tripas corazón a preguntar por el inspector Gallego y ver si conseguía ablandarle el corazón. Me tuvieron horas esperando, sentada en un banco de madera. Luego llegó Gallego, con la gabardina puesta, como si acabara de volver de la calle. Ni siquiera me importó que se refocilara como un baboso haciendo bromitas sobre José Luis y su estado de salud y sobre cómo yo temblaba de nerviosismo y miedo. Pensaba para mis adentros: «Muérete», le deseaba la peor muerte, pero lo único que me salía era implorarle que soltaran a José Luis, que no había hecho nada.

—¡Pero señorita Ruiz de Olara! Esto no depende de mí. Es el TOP quien debe decidir. Si por mí fuera…

Se sentían seguros y se burlaban. Controlaban la situación. Se movían en la impunidad, detenían, torturaban, encarcelaban, como si nada les pudiera pasar. En la represión, el tiempo se había interrumpido: mientras el país vivía a trancas y barrancas, ellos estaban inmóviles en su charca de sangre, convencidos de que el régimen perduraría para siempre. Los apoyaba el «bunker», vaya un nombre que habían escogido los políticos franquistas de la ultraderecha. Y el «bunker» estaba decidido a que nadie moviera un dedo, como si Franco nunca fuera a morir, seguros de que nunca moriría. Me parece que estaban tan seguros y tan histéricos que ni se daban cuenta de que la marea contra ellos crecía día a día. Y no les importaba.

Tuve una discusión terrible con papá. Le pregunté cómo podía apoyar a un régimen de asesinos. Recuerdo verle palidecer como si lo hubiera abofeteado. Tardó unos segundos en serenarse y luego dijo:

—¿Cómo puedes decir eso? No apoyo nada de eso, es más, me parece horroroso todo lo que está pasando. Pero debemos mantener esta estructura puesta en pie a lo largo de casi cuarenta años de paz. Cuando salimos de la guerra civil, de una cruzada de terrible dureza, poco a poco, entre todos fuimos construyendo este país nuevo. Ahora que la dictadura se acaba, nuestra responsabilidad consiste en mirar más allá, en conservar lo bueno que tiene este sistema, ignorando sus crueldades y esperando que acaben pronto. No podemos hacer nada para impedirlas. Los coletazos de un régimen son siempre duros… Pero, además, Lola, una sociedad como la nuestra se tiene que defender: no puede permitir el terrorismo en su seno, los secuestros, los desórdenes… por muy duro que resulte. Se tiene que defender.

Papá estaba sentado en el saloncito de la esquina de casa y miraba el Turner que colgaba frente a él como si mi indignación estuviera poniendo en peligro el cuadro, como si mi rebeldía amenazara todo lo bello, todo lo privilegiado que constituía el patrimonio de la familia. Un patrimonio rico, orondo y en paz.

—Venga, papá —dijo Miguel, siempre tan perspicaz—, que nadie te va a confiscar tu colección.

—Pero, papá, ¡esta gente mata! ¡Vosotros matáis! ¿Cómo podemos estar así, tan tranquilos, como si no pasara nada?

—¡No puedo aceptar una acusación así! —exclamó poniéndose violentamente de pie—. Son unos ignorantes primitivos, pero no matan. Sólo hacen su trabajo. Y los míos no matan a nadie, a nadie, ¿me oyes?

—¿Que no matan? —grité.

Pero papá había dado por terminada la discusión y ya salía del saloncito rezongando «a este Gallego tan bestia…».

—Déjale —dijo Miguel—. Déjale que se vaya. Está más asustado que tú. Déjale: no sabe qué decir.

Al día siguiente fui a ver a Enrique Lerma para suplicarle que hiciera lo posible por sacar a José Luis de la cárcel. Y lo cierto es que debió de hacerlo porque, por fin, una mañana de finales de febrero, me llamó para anunciarme que José Luis salía. Casi un minuto después de que Lerma colgara, volvió a sonar el teléfono.

—Y señorita —dijo en tono cómplice la voz que conocía tan bien y que tanto me repugnaba y aterraba—, Lola, ay Lola, dígale a su novio que no se meta en más fregados porque a la siguiente no lo cuenta.

Fui corriendo en busca de la tata María.

—¡Tata! —grité—. Lo sueltan. ¡Lo sueltan hoy! Miguel ha ido a la Puerta del Sol a buscarle y lo traerá aquí.

La tata frunció el ceño.

—¡Pero niña! ¿Y qué va a hacer ese pobre chico en esta casa? Tu madre lo funde. No, no. Aquí no puede estar.

—¿Y qué hago?

Se mordió los labios:

—Te digo yo lo que vas a hacer. Te lo llevas a la finca. Sola no, ya te digo que no porque tu madre no lo permitiría. Y tu padre, no digamos. Eso lo tiene que organizar Miguel. Son amigos, ¿no?

—Bueno…

—Nada, Lola, que son amigos. Y Miguel se lo lleva a Villaurbina para que el chico se recupere un poco de las caricias de los polis. Y tú los acompañas porque sois un poco novios y además vas a organizar las cosas en la casa.

—Pero no van a querer —dije con desesperación.

—Te lo deben. Tus padres te lo deben, especialmente don Juan. No te creas que no oí la discusión que tuvisteis la semana pasada en el salón. Nada, Lola, te lo debe y no se va a negar… Venga, y si sirve de algo, le digo a Carmina que también voy yo y santas pascuas.

—¿De verdad que lo harías? ¿De verdad?

Me lancé a sus brazos y le di un sonoro beso en la mejilla.

—Vamos, niña —dijo la tata riendo y me apartó—. Y no harás tonterías, ¿eh?

Creo que fue la alegría del reencuentro o la ternura, no sé.

El pobre José Luis llegó a casa como si volviera de la guerra, como si fuera a morir de hambre y deshidratación en cualquier momento. Venía demacrado, sucio de días sin lavarse, con grandes ojeras violáceas que le llegaban hasta debajo de los pómulos y un hematoma en el cuello. Cuando me vio en el garaje, cerró los ojos, se tambaleó ligeramente, como si estuviera borracho, y fue a apoyarse contra mi Renault.

—Lola —murmuró. Tenía la voz bronca, afónica. Luego sonrió débilmente—: Necesito un médico… bueno, con la doctora Ruiz de Olara me conformo. —Y se puso a toser como un tísico.

Me acerqué a él y le puse las manos en el cuello.

—Dios mío, mi amor, ¿qué te han hecho?

—Lola, hay que subirlo a casa a que se duche en el cuarto de Borja, se arregle, se ponga ropa limpia —Miguel sonrió— de Borja, claro, que como tarde mucho en morirse Franco, se le va a agotar el vestuario.

—Ven, mi amor, ven, vamos a subir a casa.

Fuimos por la escalera de servicio. Arriba nos esperaba la tata María.

—Vaya, hijo —exclamó—. Estás hecho un Cristo. Ven conmigo, que te vamos a dar un baño. ¿Quieres un tazón de leche y unas madalenas?; las hago yo en Villaurbina.

José Luis asintió en silencio.

La Tata lo sentó en el office a la gran mesa alargada de madera en la que los hermanos siempre habíamos comido de pequeños y que ahora usaban el servicio y la Chispa. Flor, Josefi y Jacin observaban mudas la escena desde el umbral de la cocina. Benito no estaba, había salido con mamá de compras.

—Ponemos un plato más a la mesa, ¿eh, María? —dijo por fin Flor, sonriendo por una vez en su vida—. Hijos de puta —rezongó.

—En el comedor de diario, Josefi. No es cuestión de asustar al chico. Venga, tómate la leche y las madalenas y nos vamos al baño, que buena falta te hace —dijo la Tata, arrugando la nariz.

Al cabo de unos minutos durante los cuales José Luis dio buena cuenta de lo que le había puesto la tata delante («Tal y como te veo comiéndote todo eso, no necesitas un médico, sino un par de huevos fritos con chorizo»), nos pusimos en marcha en dirección al cuarto de Borja. Yo le iba sujetando por la cintura.

—¿Es que hay un comedor para los domingos? —preguntó José Luis en voz baja.

Miguel se rió.

La tata me puso una mano en el hombro:

—Ya sé que quieres, pero tú no entras en el cuarto de baño. Tonterías, las justas, Lola.

Ella fue la única que acompañó a José Luis, como si fuera una madre. Oí cómo corría el baño y cómo remojaba la esponja y, supuse, le frotaba por todo el cuerpo. Me dio una envidia horrorosa. Se les oía hablar en voz baja y, finalmente, cómo él se ponía en pie con un gran chapoteo.

Tardó unos minutos en abrir la puerta y salir al pasillo. Se había afeitado y, pese a su aire demacrado, me pareció que estaba guapísimo. Me abracé a él y me puso una mano en la cintura. La camisa que llevaba puesta olía a Borja.

—Ven, vamos al saloncito a ver quién ha aparecido.

—¿Qué pasa, que también hay un salón de los domingos?

En este día de final de febrero lucía un sol tímido y frío pero suficiente para llenar de luz el salón de la esquina con su colección de pintura. No había nadie aún; era un poco pronto para que hubiera llegado la familia para almorzar. José Luis se detuvo bruscamente en el umbral.

—Madre mía —dijo paseando la vista por los cuadros y después por las ventanas de la esquina de Serrano con Juan Bravo—. ¿Desde aquí dais los mítines a los ricos?

Miguel y yo nos quedamos callados, creo que avergonzados. Me parece que era la primera vez que alguien que no era de nuestra clase veía cómo vivíamos y cómo asumíamos nuestra posición con total naturalidad. Tardé unos instantes en reaccionar.

—El único que se dirige desde el balcón a las masas en fechas señaladas es papá. Los demás vitoreamos.

—¿Quién vitorea? —preguntó Javi que entraba en ese momento con Pili, el pobre Perico, Juan hermano y su asustada y preñadísima Charo. Y Borja, que fue el único que le dio un abrazo—. Yo soy Javi. ¿Qué vítores son ésos?

—Nada, tonterías.

—Y tú eres José Luis Mendieta —dijo Juan que, claro, había seguido las gestiones y llamadas de Lerma desde el despacho. Se acercó con la mano abierta a estrechársela. No dijo nada sobre su lamentable estado físico.

—Es Juan hermano y su mujer Charo. Él es uno de los que ha hecho gestiones para que te soltaran.

—Vaya, Juan, no sabes cuánto os lo agradezco a todos.

—Nada, no tiene importancia.

—Ésta es Pili y su novio Perico —Pili se limitó a hacerle un gesto seco con la cabeza—, y el torbellino —por la Chispa que entraba en tromba en el salón— es la pequeña.

—¡Lola! —chilló y se me lanzó a los brazos.

—¿Qué es este escándalo? —preguntó mamá, que llegaba de la calle y todavía no se había despojado del abrigo de pieles. De pronto vio a José Luis y se quedó bruscamente callada. Levantó las cejas.

—Es José Luis Mendieta, mamá —dijo Miguel—. Es nuestro amigo, de Lola, Borja y mío. Lo han tenido en la Puerta del Sol como a muchos compañeros… igual que a Borja. Ha salido hoy y le hemos dicho que viniera a comer.

A mamá, estas cosas le ponían furibunda. Que no se contara con ella para las decisiones de casa le sacaba de quicio. No sonrió ni dijo nada.

—¿Le habéis dicho a Flor que seremos uno más? —preguntó por fin.

—Sí, mamá.

—Muy bien.

Papá se tomó a José Luis con seriedad, como si no fuera un peligroso rojo, vamos, le dio un vaso de vino y un plato de jamón recién cortado, lo apartó del grupo y se puso a preguntarle toda clase de cosas sobre su calvario (lo llamó calvario, sí). Hablaban en voz baja, sentados en uno de los sofás; papá fruncía el ceño de vez en cuando y hacía gestos negativos con la cabeza.

—Mejor será que vaya a salvar a José Luis —dijo Borja—. No me parece que papá esté aceptando la orientación política del chico —añadió sonriendo de costado. Se unió a los dos, sentándose en la mesa de delante del sofá y así estuvieron un rato hasta que Benito se asomó desde la puerta:

—Señora marquesa, la comida está servida.

—Vamos allá.

La disposición de la mesa era la de todos los días en el comedor pequeño: papá en la cabecera, mamá a su derecha, Charo, más aterrada que nunca, a su izquierda; a la derecha de mamá, Juan por ser el mayor y luego Pili, el pobre Perico y Javi. A la izquierda de Charo, Miguel, luego yo, después José Luis y, finalmente, Borja.

Había suflé de queso. Nadie hacía el suflé como Flor, ni en la casa del príncipe, decía papá.

La primera en servirse era siempre mamá. Luego papá y después Benito seguía por Charo y todos los de la izquierda y por fin los de la derecha empezando por Javi, al fondo de la mesa.

—¿No se pone más, señorito Juan?

—Estoy intentando adelgazar, Benito, gracias.

Cuando estábamos servidos todos (incluido José Luis, que había seguido las maniobras atentamente y aun así se sirvió con la cuchara y el tenedor cambiados), hubo un silencio y Javi entonó:

—Te damos gracias, Señor, por estos alimentos que vamos a tomar por tu bondad y providencia. Dios, el padre amantísimo, siempre provee. En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

—Amén —dijimos todos a coro, José Luis después de que le diera yo una patada por debajo de la mesa.

—Cuéntanos cómo es la cárcel —quiso saber Pili, con un punto de curiosidad que, conociéndola, sabíamos que venía cargado de una intención tan mala como idiota.

—Esto está muy rico, doña Carmen —dijo José Luis.

—Gracias. Flor lo hace buenísimo.

—Cómo es la cárcel —insistió Pili.

—No seas pelma, Pili —intervino Borja.

El pobre Perico (que era menos pobre desde que había aprobado la oposición a abogado del Estado y un poco más pobre a medida que se acercaba la fecha de su boda con Pili) carraspeó y levantó una mano.

—No creo que le pueda apetecer contarnos lo que ha pasado en estas semanas, Pili —dijo medio titubeando.

Pili lo fulminó con la mirada.

—No, déjala. La cárcel es mala —José Luis sonrió—, y no dan suflé ni los domingos.

Papá se rió de buena gana. A mamá no le hizo gracia. A Charo, sí y se cubrió la boca con la servilleta para que no se le notara que ella también reía. Mamá la miró con frialdad durante unos segundos hasta que Charo dijo «perdón» en voz baja.

—Bueno —continuó José Luis—, no se lo deseo a nadie. En la cárcel eres menos que nada, eres una rata, más pequeña que las que corren por las galerías. Y de vez en cuando viene un celador, te saca por la camisa y te lleva a un cuarto en donde te espera el que te interroga. Creo que habéis oído hablar del inspector Gallego. Ése. Y te dan de tortas. Nada más. Y así pasan los días.

Hubo un largo silencio y yo le apreté la mano por debajo del mantel.

Mamá miraba a José Luis con intensidad, sin apartar los ojos de su cara. Seguro que estaba recordando la noche en que Gallego vino a buscar a Borja para llevárselo a la Puerta del Sol. Seguro que pensaba «menos mal que nosotros somos gente de orden».

—Creo que lo menos que podemos hacer —dijo papá de pronto— es que José Luis, que es amigo y compañero de Borja y de Lola y amigo de Miguel, vaya con ellos a la finca unos días a recuperarse… —Tenía un corazón de oro y era muy generoso incluso con las personas que, como en este caso, chocaban con todas sus convicciones, con sus adhesiones y con sus sentimientos personales. Tenía que tenerle antipatía y desconfianza aunque hacía lo imposible para que no se le notara.

A mamá no le gustó la idea. Últimamente no le gustaban las ideas. Gentes como José Luis hacían que se le encendieran todas las alarmas. Le parecía que era meter la peste en casa, como si el contacto con gente de otra clase social contaminara, ensuciara las alfombras. Y además, estoy segura de que la presencia de José Luis le parecía una amenaza para mi virginidad o mi futuro como marquesita o sus proyectos de boda para mí. Todo lo tenía que controlar, desde las carreras eclesiásticas de unos hasta la defensa de otros frente a la sucia policía, por mucho que fuera su policía, pasando por la política matrimonial de la familia. Yo todavía no llegaba a comprenderlo con claridad: me daba la impresión de que se trataba del amparo amante de la madre clueca más que de la voluntad calculadora de una esnob. Era aún muy inmadura.

—Hombre, Juanito —dijo—, no estoy muy segura de que tantos jóvenes en Villaurbina…

—¿Pero qué quieres que hagamos allí? ¿Sodoma y Gomorra? —interrumpió Miguel—. De verdad, mamá.

—Como la mujer del César, Miguel, hay que parecerlo —contestó con severidad—. En fin, cedo a regañadientes. Digamos que no me parece mal que vayáis en grupo pero sólo si va la tata y de paso se lleva a la Chispa. Yo, de todas maneras, tenía pensado ir este fin de semana para ver cuentas con don Carmelo.

—Bueno, igual me animo yo también —dijo papá—. Así veo un poco cómo van las obras de la villa romana. —Miró a su alrededor—. De modo que resuelto. Vosotros os vais esta tarde, ahora, después de comer. Que os lleve Benito…

—Benito no puede ser porque me tiene que llevar a un té a casa Alba.

—Bueno, que se lleven mi Mercedes. Conduces tú, Borja. No quiero que esta loca —por mí— se acerque a cien metros de un volante.

—Somos muchos, papá. Que Borja lleve el Mercedes y yo llevo el R5, anda.