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Borja había vuelto. Estaba desplomado sobre uno de los sofás del salón, sucio y despeinado y con cara de cansancio. Tenía grandes ojeras violáceas y la barba medio crecida de dos días sin afeitar. Mamá, a la que molestaba mucho que nos tumbáramos sobre los sofás, siempre impecables, por una vez no había dicho nada.

Papá, sentado en un sillón cerca de él, lo miraba con preocupación. Mamá estaba de pie con las manos juntas, como si estuviera rezando. Me pareció que todo aquello los sobrepasaba y que estaban ahí sin saber qué hacer.

La tata María, plantada en el umbral de la puerta del salón con las manos en jarras y un trapo de cocina en la izquierda, contemplaba impasible la escena. Mucho tiempo después me dijo que en realidad estaba furiosa porque no entendía cómo unos padres podían dudar entre un hijo y el sistema político que lo castigaba. «Me habría gustado darle dos cachetes a tu madre, pero ya ves, siempre pudo con ella la corrección de las cosas como deben ser». «¿Y por qué no dijiste nada?», pregunté. «¿Yo? ¿Una empleada? Si hubiera estado tu abuelo, otro gallo nos habría cantado. Pero sin él… Era de derechas, pero tenía el corazón en su sitio y nadie se atrevía a rechistar delante de él».

—¡Borja! —exclamé y me abalancé sobre él—. Dios mío, ¿qué te han hecho?

—Nada. Estoy bien, cansado pero bien.

—Pero ¿te han pegado?

—Qué va. Me han tratado con exquisita cortesía —contestó con sarcasmo—. Dos días preguntándome chorradas, supongo que para ver si me contradecía. Pero nada. ¿Sabes qué era lo peor? Los gritos de los otros cuando les sacudían.

—Por Dios, hijo —dijo mamá.

—Es verdad… Vi a uno que estaba muy mal y me contó entre sollozos que le habían preguntado si tenía algún sitio que le doliera para no pegarle ahí. Monjitas de la caridad… Dijo que tenía una hernia y entonces le dieron sólo ahí. No os podéis imaginar. Yo creo que nos los enseñaban para que viéramos que nuestras vidas estaban en sus manos.

—¿Y a ti por qué no te pegaron?

—¿Un niño de familia bien que además es del régimen? Qué va. Pero no creáis que lo hacen por humanidad o por miedo a las consecuencias. Lo hacen para que nos avergoncemos de ser señoritos mientras aparentamos oponernos al régimen. Miedo ¿de qué? Ni siquiera nos respetan, Lola. El inspector Gallego, ese lameculos que vino aquí la otra noche, es el peor de todos. Ponía la mano abierta sobre la mesa para que viera los nudillos ensangrentados de tanto pegar a los demás. Y me decía: «¿Pero vosotros qué os habéis creído? Sois unos mierdas escondidos detrás de vuestros papas, señoritos de mierda. Ya os tocará. Ya os pillaré y entonces ni ministro de la Gobernación ni Franco ni la madre que los parió. Te partiré el alma en dos, niñito, cuando te vuelva a pillar».

Borja me cogió de la muñeca y añadió en un murmullo:

—Y me decía: «Y dile a tu hermana que se ande con ojo, que está muy buena y eso, aquí, se paga».

—¡Por Dios, Borja! —repitió mamá.

Me latía el corazón a toda velocidad y me pareció que me ahogaría de tanto como me retumbaba en el pecho. Me había puesto a llorar con grandes sollozos y mis lágrimas le caían a Borja sobre las mejillas, sobre la frente y sobre los ojos. Me apretó fuerte.

—Bah, Lola, son baladronadas de un hijo de puta que nunca se atreverá a tocarte un pelo. Sólo sabe insultar.

Me impresionó la entereza de Borja, cómo era capaz de recordar lo que le había pasado en esos dos días poniéndolo todo en su justa medida. Cómo, en vez de miedo, lo que tenía era rabia.

Papá se había puesto de pie con la cara descompuesta. Me agarró por los hombros y me obligó a levantarme. Luego me abrazó y me sostuvo así durante dos o tres minutos mientras me sacudían los jipidos.

—Esto no quedará así —repetía—, esto no quedará así.

Estuvimos mucho tiempo todos juntos en el salón, charlando en voz baja o guardando largos silencios acongojados.

De pronto, Flor apareció con una tortilla de patatas guisada especialmente para Borja, que al principio la rechazó diciendo que no tenía hambre, pero que poco a poco se fue comiendo hasta que en el plato apenas quedó un rastro de cebolla frita. También se durmió un rato, pero enseguida se despertó sobresaltado y al final mamá lo mandó a ducharse y a la cama.

—Bueno —concluyó ella—, en cuanto sea posible, mañana, pasado o al otro, empaquetamos y nos vamos todos a la finca a pasar las Navidades y a reponernos, que falta nos hace.

Luego, mamá tuvo que retrasar su viaje por unas cenas y cócteles prenavideños que «ni papá ni yo podemos saltarnos». Quedaba sobreentendido que lo hacía para plantar sus reales ante la sociedad madrileña en defensa de sus hijos, pero ni Miguel, que me miró con sonrisa burlona, ni yo nos lo creímos, claro.

A la mañana siguiente metí en mi mochila de estudiante un par de camisas de Borja y unas mudas, unos vaqueros que me parecía que le irían bien a José Luis y calcetines. Anuncié que me iba a la facultad.

—Ve con cuidado, hija —me recomendó mamá.

En el portal de casa me esperaba el inspector Gallego.

Me dio un vuelco el corazón aunque por una vez, por algún milagro inexplicable, no me sonrojé.

—Buenos días, señorita Ruiz de Olara.

—Buenos días —tartamudeé.

—Perdone que la moleste. Son sólo un par de preguntas sin importancia. —Sonrió amablemente—. ¿Volvió bien a casa su señor hermano anoche?

No contesté. Tragué saliva.

—Vería usted que, contrariamente a los horrores de que se nos acusa, don Borja sólo había tenido que contestar a un pequeño interrogatorio.

No contesté. Me temblaban las manos y me las puse a la espalda, como si estuviera en la clase de la madre Assumpta.

—Ya. Le di recuerdos para usted para que viera usted nuestras buenas intenciones. Espero que se los diera. —Su sonrisa se había tornado malévola y me dio un escalofrío.

Tenía ganas de vomitar. Respiré profundamente. Pero seguí sin contestar.

—Sólo quería preguntarle por un amigo suyo, José Luis Mendieta. Querríamos hablar con él, una mera formalidad, pero ha desaparecido. ¿No sabrá usted dónde se encuentra? ¿No? Si le ve, no deje de decirle que lo buscamos. Hasta pronto, señorita.

El inspector Gallego se dio la vuelta, pero, como si de pronto hubiera recordado algo importante, giró la cabeza y añadió:

—Dígale… si lo ve, naturalmente, dígale que le buscamos y que él es de los nuestros. Que no es un señorito, no.

Tuve que apoyarme contra la jamba del portalón de casa para no caerme. Me pareció que me desmayaría. Entonces apareció Julián, el portero, y me preguntó:

—¿Está usted bien, señorita?

Asentí y fui caminando como una sonámbula hacia el patio que nos servía de garaje. Julián abrió entonces la puerta de cristales que daba al paso de carruajes y a la acera de Serrano. Estuve un buen rato sentada en el Renault para intentar calmarme. Pensé en volver a subir a casa y quedarme allí hasta que se me quitara el susto, pero recordé que José Luis me esperaba en el piso de Chueca y comprendí que no tenía más remedio que ir. Pero ¿y si el inspector Gallego seguía allí afuera esperándome? ¿Y si me seguían? ¿Y si, sin darme tiempo a decírselo a mis padres, me detenían por la calle y me llevaban a la Puerta del Sol?

Decidí que no tenía más remedio que salir y tratar de despistar a quienquiera que fuese el que me vigilaba. ¿Y eso cómo se hacía? Claro que en mi estado de nervios y de ignorancia, no me daba cuenta de que yo tenía más posibilidades de moverme deprisa que la policía secreta. Y otra realidad mucho más terrible, aunque ahora suene a melodrama: España entera era una cárcel y los inspectores sabían que al final todos acabaríamos cayendo en sus redes si querían; no tenían que molestarse en persecuciones.

Estuve un buen rato dando vueltas por el barrio. Luego me fui a la Gran Vía, aparqué y entré en Galerías Preciados. Allí compré jabón, un champú caro, cepillo y pasta de dientes, desodorante, cosas de afeitar y un cepillo para el pelo. Finalmente, en un colmado de Chueca compré leche, café, azúcar y madalenas (la Bella Easo, lo recuerdo bien porque fueron el marco goloso de un rato de felicidad total).

Di dos vueltas a la plaza escudriñando las caras de la gente, sin comprender que deambular con una bolsa de compra en cada mano intentando adivinar quienes eran mis perseguidores resultaba bastante más sospechoso que una simple actitud de inocente cotidianidad. Pero, en fin. ¡Tenía dieciocho años, por Dios!

Entré en el portal y subí los tres pisos todo lo deprisa que me lo permitían las bolsas. Llamé al timbre y vi que por la mirilla aparecía un ojo de José Luis.

Abrió la puerta.

Sólo me dio tiempo a ver que llevaba puesto un albornoz blanco y que tenía el pelo aún mojado de la ducha. Tiró de mí, me quitó las bolsas y las dejó caer al suelo. Me pasó los brazos por encima de la cabeza, me sujetó por la cintura y me besó como si no hubiera hecho otra cosa en su vida y se apoderó de mi boca, de mi lengua y de mis dientes. De mi saliva. No me dio ni vergüenza notar que nuestras salivas se mezclaban deslizándose por la barbilla. Nada me dio ya vergüenza: de golpe me sentía casi impúdica y me encantaba.

Sin dejar de besarle, empujé a José Luis para apartarlo de la entrada y llevarlo hacia el salón de los almohadones y las alfombras de seda. Echó la cabeza hacia atrás y me miró, sorprendido de verme sonreír con mi nuevo descaro de neófita (supongo que lo era, ¿no?, una neófita de los sentidos; y eso que diez minutos antes ni me habría atrevido a confesármelo). Lo empujé más con todo el cuerpo, de pronto envalentonada y libre de inhibiciones en el ambiente protector de aquel piso exótico que invitaba al abandono y a otros mil desvaríos inesperados. Hasta me sorprendió aquella falta mía de recato. Ay, Lola, pensé en un último momento de lucidez. Supongo que se me había juntado todo para desarmarme, para ponerme del revés con la excitación: el miedo, la aventura, las descargas de adrenalina; el susto de la mañana con el inspector Gallego, el horror de pensar en lo que quería hacerme aquel baboso, los problemas de Borja, las idas y venidas clandestinas a la universidad, el capitán de los grises, tan tímido y tan tonto, las ironías de Miguel… Y el amor sin freno que se me había despertado como una riada que me arrastraba sin control.

Lo agarré por los hombros y el albornoz se le deslizó hacia atrás. No llevaba nada debajo. Estaba desnudo y no me importó: me pareció que sus hombros y sus brazos y su pecho y su cintura eran lo más bello, lo más excitante que había acariciado en mi vida. Carne suave, perfumada de hombría (qué sabría yo) que abrasaba, que hubiera querido devorar y en la que empecé a dejar la impronta de mis besos y el rastro de mi saliva. Salvo a los idiotas de mis hermanos, nunca había visto a un hombre desnudo y menos, con lo que me ofrecía José Luis. Se me hizo un nudo en la garganta. Todavía hoy se me acelera el corazón al recordarlo.

—Tú —dije.

Me quitó el anorak, y nos seguíamos besando, y el jersey, y seguíamos, y la blusa y se armó un lío con el sujetador. Le cogí la cara con las manos, le di un sonoro beso y le dije: «Espera». Estaba tan excitada que hasta a mí me costó trabajo desabrochar el corchete de la espalda.

—Dios mío —dijo José Luis en voz casi inaudible.

—¿Qué? —pregunté, echando los hombros hacia atrás, combándome.

—Dios mío —repitió.

Y me besó, primero un pecho y luego el otro con suavidad y después más fuerte y más fuerte.

Perdí el sentido y no me di cuenta de cómo le había acariciado hasta que me sorprendió su gemido. Tampoco supe por arte de qué misterio me quedé desnuda y cómo atravesamos juntos la diminuta puerta que llevaba al salón. Sí recuerdo la sensación de lujuria que causó en mi espalda el contacto con los almohadones cuando José Luis, sujetándome por la cintura, me recostó en ellos. Y, oh sí, Dios mío, recuerdo cuando separé las piernas y se puso entre ellas temblando.

Decían que la pérdida de la virginidad duele, por el desgarro. Pues a mí no me dolió. Hubo un momento de suspenso, de total posesión, de una unión que me pareció imposiblemente maravillosa. Entonces noté que a José Luis se le escapaba un largo suspiro.

—Oh, Lola, lo siento, lo siento, perdóname…

—¿Por qué?

—Porque… porque me he ido y tú no has podido…

Me reí. Estaba emocionada, tocando el cielo. ¿Qué tenía que perdonar? ¿Le iba a castigar por no haber llegado al jardín de las delicias? Bastante tenía con haberme rendido en sus brazos.

—¿Pero hay más?

Me abrazó con fuerza, me cubrió la cara de besos. Después, me miró con gran seriedad:

—Hay más.

—Te adoro.

Estuvimos así, abrazados, acariciándonos, durante mucho rato. No sé cómo se cuenta eso, no hay una unidad de tiempo de caricias. Sí sé que al rato le dije «no te muevas», me levanté, fui a la entrada, recogí la bolsa de las provisiones, volví a pasar delante de él.

—Te voy a hacer el desayuno, que necesitas reponer fuerzas, mi amor. —Aunque, como llamarle «mi amor» me pareció poca cosa para lo que me tenía derretido el corazón, me corregí—: Mi amor entero para toda la vida —añadí. Se lo dije en voz alta, sin rubor, riendo mientras pasaba por delante de él con los ojos llenos de lágrimas.

Fui a la cocina de alquimista para hacer zumo de naranja y café. Hacía frío allí.

—Tengo frío, José Luis. ¿Me traes el albornoz?

Al instante oí su voz que me decía:

—¿Tú has visto la Venus de Velázquez? La del espejo, ¿sabes? Cuando estuve en Londres me pasé dos tardes enteras en la National Gallery mirándola.

—Tápame que se me ha puesto la carne de gallina. ¿Y qué te pasa con Velázquez?

Desde detrás, me colocó el albornoz sobre los hombros y me besó en el cuello. Me puso las manos en los pechos.

—Que tienes la espalda y la cintura igual que las pintó Velázquez.

Se me volvió a desbocar el corazón. Me di la vuelta y me colgué de su cuello. Esta felicidad me parecía imposible, como bajada del cielo, un regalo de Afrodita. Nunca se lo dije, porque me parecía tan cursi como los versos de Miguel hermano.

—¿Cuánto llevabas ahí mirándome el trasero, sinvergüenza? ¿Eh?

—Casi nada comparado con la Venus. O sea, que me quedan por lo menos dos tardes de contemplación. Y luego pasaré a la delantera…

—No te pienso dejar.

Nunca había creído que un amor pudiera ser tan alegre, tan despreocupado, tan absolutamente feliz, tan desprovisto de consecuencias; no era lo que leía en las novelas. Mucho más tarde, aquella noche, se me serenó la respiración y, sola en mi cama, comprendí por primera vez que el pecado no atrae desgracias, no tiene nada que ver con las desgracias propias o ajenas, que quién ha dicho que se deba pagar con tristeza un momento de felicidad. «El amor es el amor», me dije y pensé en las tonterías que nos enseñaban las monjas, en cómo nos cargaban de responsabilidad por cualquier cosa sin importancia (que toda la culpa del mundo, los niños hambrientos, la lepra y hasta la bomba atómica pudieran recaer sobre nuestros hombros sólo por pensar en el sexo un instante) y cómo eran capaces de ensuciar lo más bello que nos ocurría. Aquel día en el apartamento de Chueca me dije que no podía ser y dejé de creer en Dios y me sentí liberada…

Ah, sí. Mi dios era José Luis Mendieta, carne y hueso de mi concupiscencia, piel adorada, sonrisa reidora. Y entre su cuerpo desnudo y el Dios de los demás no había color ni comparación posible.

Esa alegría tan despreocupada fue la que me dio mi primer orgasmo más tarde, aquella misma mañana. Y me hizo glotona.

—¡Mi madre! —exclamé ya muy tarde. Era casi la hora de comer y tenía que llamar a casa para decir algo que justificara mi retraso. No llegaría a las dos y cuarto a Serrano ni por casualidad.

—¿Eh? —dijo José Luis.

Me incorporé sobre los almohadones y busqué con la mirada un teléfono. Estaba en una esquina sobre un pequeño velador medio escondido entre las cortinas. Me puse de pie, fui hasta él, descolgué y marqué el número de Marta.

—Marta… —Dime.

—He estado contigo toda la mañana.

—Ay, ay, ay. ¿Toda la mañana?

—Toda.

—Qué bien. ¿Dónde?

—Ya te lo contaré, pero no llego a casa a comer.

—Pues yo salía ahora hacia allí.

—¿Puedes no ir?

—No. Ya le he dicho a tu madre que voy y además no he visto a Borja desde que volvió ayer.

—¿Qué decimos?

—¿También te ha fundido el cerebro ese chico?

Me reí y me salió una carcajada alegre, tan cantarina que no podía querer decir otra cosa.

—Ya ves.

—Pues, mira. Hemos estado juntas casi toda la mañana y te has tenido que quedar a terminar una disección de hígado, una autopsia, un rascado de tibia… ¡yo qué sé! Es lo último que te queda antes de las vacaciones y es para sacar nota, que el catedrático es un pelma. —Soltó una risa ronca—. Te acabo de regalar la tarde. Oye —dijo luego poniéndose seria—, dúchate bien, que estas cosas se notan… se huelen. Y pon cara seria. Pero hoy no te libras de contármelo todo de pe a pa, en cuanto te eche la vista encima. Me muero de la curiosidad. Oye… Que seas feliz.

Nada más entrar en casa, la tata María, que venía por el pasillo con un fardo de toallas, me vio, se detuvo y dejó la ropa sobre el aparador. Luego me puso la mano en la cara y con gran ternura me preguntó:

—Pero chiquilla, ¿qué has hecho?

Me encogí de hombros.

—Qué bonita estás. Anda, vete a cambiarte y dame tu ropa, que te la lavaré.

—¿Y mamá?

—En un té por ahí. —Sacudió la cabeza—. En vez de estar aquí acogiéndote en sus brazos… —murmuró.

—¿Se me nota mucho?

—Yo sí… Me pasó lo mismo a tu edad. Sólo que no tenía a nadie salvo a tu abuelo. Tu abuela era como tu madre: no se le podía molestar con tonterías. De modo que el que me descubrió fue el marqués. Me miró y no dijo nada. Y un buen rato después, cuando le servía el café, sacudió así la cabeza, se conoce que se lo había pensado mucho, ¿sabes?, y luego se puso de pie y me dio un abrazo… la única vez que lo hizo en toda mi vida. Y me dijo no hagas más tonterías, anda. —Levantó la cabeza, recordando—. Seguro que con tu madre no habría sido tan tolerante. No sé.

—Ay, tata, soy tan feliz…

—Sí, pues ándate con cuidado, venga.

Abrió los brazos y me refugié en ellos como había hecho mil veces cuando era niña y llegaba con una herida en la rodilla después de caerme del caballo o me había pegado con un hermano o, aterrada con mi primera regla, no entendía lo que me estaba pasando.

Me olió el pelo y me dio un beso en la coronilla. Luego dijo:

—Anda, ve a ducharte.

Con los años comprendí que la tata María era como una diosa pagana, como la estatua de Ceres que habían desenterrado en Villaurbina cuando el abuelo encontró las ruinas de la gran villa romana en los lindes de los trigales. Esperé que fuera Ceres, la protectora del campo, y no Hera, la protectora de las mujeres y los partos. Al final de aquel día, ni se me había ocurrido la posibilidad. Estaba demasiado enamorada para pensar en riesgos.

—¿Tata? —le pregunté más tarde. Había ido a buscarla al cuarto de plancha desierto porque tenía miedo de quedarme sola y derretirme a la vista de todos. Lola se quedaría en un charquito en medio del salón. Tenía que serenarme, distraerme, porque seguir reviviendo el sueño, contándome los besos, recordando sus manos sobre mi vientre y su boca sobre mi ombligo, iba a hacer que me volviera loca.

Hubo un momento, al salir de la ducha, en que me pareció estar al borde del desmayo: me dio un vahído y tuve que apoyarme en el lavabo para no caer al suelo. Pero no estaba mareada; estaba como flotando. Entonces, me miré desnuda en el espejo, me enrollé el pelo sobre la mano derecha en una trenza espesa y lo empujé hacia arriba pero sólo por ver cómo subían mis pechos con el gesto. Me había pedido José Luis que lo hiciera y luego había cerrado los ojos. «Sátiro», le había dicho.

—¿Qué quieres, niña? ¿Te has lavado bien el pelo?

—No lo sabes tú bien. ¿Cómo era el abuelo?

—¿El abuelo? Anda, ésta. Ahora quieres saber del abuelo…

—Por pensar en otra cosa, tata María… Hay veces en que me acuerdo mucho de él pero, ya sabes, de cuando era muy pequeña. Me daba miedo.

—Tu abuelo era muy serio y a los pequeños os inspiraba terror pánico. Todos lo respetábamos mucho, pero vosotros siempre queríais esconderos cuando llegaba.

—No sé por qué le tenía miedo: nunca me regañó…

—No, no te regañó, no. A ti te quería mucho. Siempre me decía «esta niña se me parece» y es verdad que has sacado sus ojos y su nariz. El pelo, no, porque él era muy moreno. —La tata suspiró y me rodeó con sus brazos—. «Para ser tan pequeña», me dijo, «tiene la cabeza muy bien amueblada». Una sola vez me mandó que te cuidara: «María, cuídala, cuídala mucho, tienes que protegerla porque de todos mis nietos, es la que tiene el corazón más grande y con eso se llega a sufrir demasiado. No dejes que lleve el peso de las tristezas de esta familia de locos», me dijo, «no lo merece». Estaba ya muy enfermo y casi no se le oía cuando hablaba. Pero yo sí le oí —añadió con orgullo—. Le gustaba verte montar, ¿sabes?, y aprender a disparar.

—Ya, sí, bueno. Me acuerdo de cuando me regaló la Pola y cómo quiso que aprendiera a montarla enseguida… Y me acuerdo de los paseos por la finca con él… como ahora con papá…

—Tenías seis o siete años…

—Sí, pero es del abuelo de quien quiero que me hables, tata.

—¿De qué habláis vosotras dos? —dijo de pronto mamá asomando por la puerta del planchero. Iba elegantísima con un traje de cóctel y su gran collar de perlas con el broche de diamantes y me miró con las cejas levantadas, sorprendida por mi atuendo de bata y zapatillas.

—Hablábamos de tu padre, Carmina.

—Del abuelo, mamá.

—Ya. Bueno. Salimos a cenar. A la embajada de Francia. Tata, ¿le dices a Jacin que me haga el bolso, que me voy a cambiar?

—Claro.

A mí entonces lo de que Jacin «le hiciera el bolso» me parecía natural. En casa, como en cualquiera de las que conocíamos, la doncella sacaba el bolso vacío de la señora, el que iba a utilizar para salir a cenar, y le ponía un pañuelo de encaje bordado con sus iniciales, la barra de labios, una polvera con espejo, un frasquito de cristal de roca con su perfume y un pequeño peine. Si fumaba, cosa que mamá no hacía, se añadía la pitillera y un encendedor de oro.

—¿Y estos niños qué tienen para cenar?

—Sopa juliana, huevos fritos y patatas fr… —contestó la tata, pero mamá ya había desaparecido rumbo a su cuarto—… itas —concluyó en voz baja.

—¿Para qué se querrá cambiar si ya va como la Torre Eiffel?

—No seas boba, Lola. Cada cosa tiene su atuendo. Y, tú, mi bella princesa, vete con cuidado con el chico y toma precauciones. Que las carga el diablo…