2
El pequeño se nos había muerto de madrugada. Uno u otro, qué más daba: no hablo ahora de Dimas, por el que me acusaban, sino del otro, de Manolín. Siempre había otro más. Éste, por ejemplo, nos había llegado al hospital después de muerto Dimas y venía igual de malo. Estuvimos luchando contra el imparable avance del tumor durante semanas, igual que con todos. Pero yo sabía que no tenía remedio.
Durante sus últimos minutos de vida mantuve dos dedos de mi mano izquierda sobre su yugular. Luego, por puro instinto, disimulando para que los padres no sufrieran más, le tomé la muñeca para asegurarme de los latidos, como si los monitores electrónicos no fueran de fiar.
Por fin suspiré y me enderecé despacio para no romper el silencio, la solemnidad de la muerte. Me dolía el cuello por la tensión de las horas de espera. Apagué los monitores que había en la cabecera de la cama para que dejaran de sonar y luego, intentando interponerme entre el pobre Manolín y sus padres para que no vieran, lo desentubé. Le cerré la boca y le pasé una gasa por las mejillas. Después, apoyando las manos en la barandilla, miré al padre del chico.
—¿Se acabó? —preguntó éste en un susurro. Temiendo no haber sido oído, carraspeó para que no le temblara la voz—. ¿Ha muerto? —insistió. En el rostro, pálido y desencajado, se le notaba el cansancio de tantas semanas de agonía.
Asentí.
—No ha sufrido —afirmó una vez más el padre con desesperación, queriendo descargarse de responsabilidad por este horroroso final, librarse de toda culpa por la muerte del hijo, queriendo apartar de sí el sufrimiento sin remisión.
—No. Dormía. Estaba muy sedado.
Julita, la madre del pequeño, con los dos codos apoyados en la colcha sin arrugas, acercó su cara a la del hijo y murmuró «mi niño». Alargando una mano, le acarició la mejilla con dulzura y le rozó la frente con la yema de los dedos. Levantó luego la mirada hacia mí, buscando una explicación a este espanto que acababa de destruir sus vidas. Apenas unas horas antes, unos minutos incluso, José, Julita y el pequeño Manuel habían sido una familia. Y ahora, de golpe, ya no eran nada.
Julita no lloraba. Se le notaban los ojos enrojecidos y los párpados hinchados, pero era sobre todo a causa del cansancio de los últimos días pasados en vela sin separarse de la cabecera de la cama.
Ninguno de los dos había llorado en semanas dentro de la habitación del niño. A veces, en los momentos menos tensos, bromeaba con ellos y les decía que eso pasaba porque no eran de Bilbao, sólo de Madrid. Reíamos de buena gana. Hasta Manolín. En los peores momentos de la tragedia asoma el humor negro. Y luego, fuera de la habitación, Julita me abrazaba y rompía a llorar.
—¿Por qué? —preguntó, rechazando resignarse ante lo que ya no tenía remedio ni vuelta atrás. Por primera vez en todos los meses transcurridos hacía esta pregunta desgarradora que nada tenía que ver con la medicina: no quería que le explicaran las razones científicas del mal; quería que alguien le explicara la razón de que les hubiera tocado a ellos.
Levanté la cabeza y torcí el gesto en señal de impotencia. No dije nada. Sólo recuerdo haberme pasado la lengua por los labios resecos.
—¿Por qué nosotros? —repitió Julita.
Suspiré. Había que contestar, ¿no?
—Ya…, es horrible, pero ¿qué quieres?, estas cosas pasan y no tienen explicación. ¿Qué puedo decirte, Julia? Todo esto es terriblemente injusto: lo que habéis pasado los tres…, la muerte de Manolín… —Bajé la voz. Creo que casi ni se me oía—. El cáncer golpea sin distinguir, a los mejores y a los peores, a buenos y malos. —Todo esto me parecía tan ramplón—. Cuando les toca a los peores, la gente dice que les está bien empleado. Y cuando les ocurre a los mejores o a los más inocentes, pregunta qué hicieron para merecer esto. Nada. Nada, Julia, nadie hizo nada. Este mal no entiende de sentimientos, sólo de tejidos. ¿Qué puedo decirte sino que esta maldita enfermedad os ha dejado huérfanos?
Di la vuelta a la cama y le puse las manos en los hombros.
—No sabes cuantísimo lo siento.
La mujer se puso en pie. Probablemente no había oído nada de lo que le había dicho. Me aparté y dejé que diera un paso hacia atrás, hasta apoyarse en su marido, que la rodeó con los brazos. Sólo entonces empezaron a deslizársele por las mejillas dos gruesas lágrimas y le sacudió un violento sollozo, un dique que se rompía inundándolo todo de dolor.
—¿Podemos quedarnos solos un momento? —preguntó José. No habían querido que estuviera el capellán acompañándolos en los últimos instantes. Sólo yo. Me había parecido bien: no me inspiraba mucha simpatía el cura aquél. Me daba la sensación de que sus expresiones de solidaridad más bien aparatosas, sus manos regordetas agitándose en el aire, tenían algo de falso, un lastre de hipocresía que me causaba un poco de repugnancia. Pensé que debería haberle pedido a mi hermano Javi que estuviera con nosotros, pero ni se me había ocurrido. De todos modos, la tarde antes el niño había recibido los óleos, desde luego sin enterarse de nada, y el curita, vencido su optimismo estéril, había recitado conmovido un avemaría. «¿Qué más necesita para ir al cielo?», había dicho el padre encogiéndose de hombros cuando le habían preguntado si querían que el capellán estuviera presente de nuevo. «Que le dejen en paz».
—Claro —dije, y sin más salí de la habitación.
Mari, la enfermera jefe, estaba detrás de la puerta, a punto de dar dos ligeros golpes con los nudillos y entrar.
—¿Qué hacemos, doctora?
—Déjalos estar un momento, anda.
—Lo siento, Lola. Le habías tomado cariño a Manolín, ¿eh?
—Como a todos. A veces…
—A veces, ¿qué?
—Nada. A veces nada. —Con un gesto automático me estiré la melena y me rearreglé la cola de caballo—. Bueno, dales unos minutos, hasta que ellos quieran, y luego le dices a sor Herminia que vengan a preparar al pobre niño. Vuelvo enseguida. Me voy a tomar un par de aspirinas, que me va a estallar la cabeza. Y me daré una ducha rápida. ¡Buf! Menos mal que hoy no nos distingue con su presencia la buena de la doctora Marugán.
—Estará con sus rezos en otro lado —contestó secamente la enfermera jefe—, elevando a enfermitos hacia el Señor. La mataría.
Eché a andar por el pasillo hacia la estación de las enfermeras.
—Qué burra eres —dije sin volverme. Me descolgué el estetoscopio de alrededor del cuello y lo metí en el bolsillo de la bata.
—¡Ah! Lola, tienes un sobre de la Comunidad sobre la mesa de enfermeras. Algo de Sanidad o así.