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Lola, te llaman por teléfono —dijo la tata.— ¿Otra vez?

—No sé si es el mismo. Suena igual, pero vete a saber.

—Óigame, capitán —dije agarrando con fuerza el auricular—, no puede usted monopolizar mi teléfono, ¿sabe? ¿Qué quiere ahora?

Hubo un largo silencio.

—Diga, oiga, dígame —repetí con impaciencia y, cuando ya estaba a punto de colgar, José Luis, que era quien era, carraspeó al otro lado de la línea.

—Lola —dijo por fin en voz muy baja—, soy yo.

—¡José Luis! —exclamé, reconociéndolo de golpe—. ¿Te pasa algo?

—No, no. Estoy bien, pero es que no puedo volver a la pensión por el momento…

—¿Por qué? Ay, José Luis, a ti te pasa algo y no me lo quieres decir.

—No, de veras que no me pasa nada. Es sólo que la policía está enfrente de mi pensión, un par de agentes de los de gabardina, ya sabes, y me parece que me buscan a mí porque en la pensión no hay más que viajantes y jubilados.

—¡Cómo te van a buscar a ti! ¿No dices que no te conoce nadie?

—Luego lo hablamos. Ahora tengo un poco de urgencia…

—Perdona, perdona. Tú ahí perseguido y yo dándote palique. ¿Qué quieres que haga?

—Pues no puedo volver… Esto… tendría que buscar un sitio donde dormir esta noche, donde estar un par de días. Me tengo que esconder, todo esto me da un poco de miedo, ¿sabes?

—¡Pero, por Dios, José Luis! Pero, por Dios, ¿qué vamos a hacer?

—Pues como no se te ocurra algo a ti… No dejes de traerme bollos suizos al calabozo.

—Qué gracioso. Pero de verdad que no se me ocurre nada. Lo que sí es seguro es que no puedes volver a la pensión. Fíjate —añadí atropelladamente—: Tienen detenido a Borja hermano siendo mis padres quienes son, imagínate lo que no harían contigo…

Le sentí sonreír:

—Bueno, chica, agradezco tus palabras de apoyo…

—No, no. ¡Qué idiota soy! No quería decir eso. Quería decirte que estoy de acuerdo, que no podemos dejar que te detengan. —Toda esta conversación, cuchicheada a toda velocidad para que nadie nos oyera en casa y pensando vanamente que la policía no sería capaz de averiguar de dónde venía. Decididamente había visto demasiadas películas.

Miré a mi alrededor. No había nadie en el pasillo. Sólo la tata María me miraba impertérrita desde la puerta entreabierta del office. Hice un gesto negativo, de desamparo, perdida en mi angustia, sin saber qué hacer.

—Tengo que pensar algo. Algo, no sé, algo. Mis hermanos conocen a gente o… o… o mis padres. A lo mejor te podemos esconder. Déjame que hable con ellos y me vuelves a llamar. Llámame dentro de unos minutos, ahora mismo.

—Pero no tardes, ¿eh?

—No, claro que no. ¿Puedes aguantar sin que te vean? En un bar o en un portal… De todos modos, pase lo que pase, no te voy a dejar ahí. No puedo dejarte ahí. Te iré a buscar y ya veremos lo que hacemos. ¿Dónde estás?

—En una cabina enfrente de la pensión, al otro lado de Goya.

—No te muevas de allí. Escóndete. Disimula. Yo qué sé… Un bar, un portal…

—Ahora te llamo —dijo, y colgó.

Di dos pasos hacia María. Estaba confusa, asustada.

—¿Qué hago, tata?

—Primero de todo, cambia esa cara. Tus padres no deben verte así porque sabrán que pasa algo malo… además de lo de Borja, quiero decir, y no te dejarán en paz hasta que se lo cuentes. Y no te quiero ni decir si adivinan que ese chico —señaló el teléfono con la barbilla— está metido en líos.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Venga, Lola, que no he nacido ayer.

—¿Qué hago? No puede quedarse por la calle, no puede ir a su pensión, no puede salir de Madrid… ¿Qué hago?

La tata María asintió.

—Ya, ya lo sé, ya. Habla con Miguel.

—¿Con Miguel? ¿Con mi hermano?

—Con tu hermano.

—¿Por qué? ¿Qué puede hacer?

—Tú habla con él.

Entré de sopetón en la habitación de Miguel. Estaba tumbado sobre la cama leyendo.

—Chica —dijo. Se apoyó el libro sobre el estómago—. ¿Ha vuelto Borja o qué?

—No… Tengo un problema. Es urgente, Miguel. Me tienes que ayudar.

Se empujó las gafas hacia arriba y no contestó. Se limitó a esperar.

—¿Me vas a ayudar o no?

—No sé —dijo por fin—. Depende, ¿no?

—Un amigo… estudiamos juntos en Medicina, quiero decir un amigo, está metido en un lío.

—¿Lío?

—Sí, Miguel, venga. Está metido en un lío, no puede volver a la pensión porque le esperan los de la Social y no tiene donde esconderse.

—¿Desde dónde te llama?

—Desde una cabina.

—¿Y por qué no se pone una bombilla en la cabeza y así llamará mejor la atención? En un teléfono público con toda la policía buscándole. Qué disparate. Pero dime a ver, ¿es un lío de los de Borja?

Asentí.

—Pues vaya, como lo enganchen lo van a hacer picadillo. —Se puso el brazo debajo de la cabeza—. ¿Y qué puedo hacer yo?

—Es que dice la tata María que te pida ayuda.

—Yo no puedo hacer nada. Ésa también… Como es roja, le da por la solidaridad obrera.

—¿Roja?

—¿Te caes de un guindo o qué? Venga. ¿Cómo se llama este novio tuyo? —No habría sido necesario que confesara: me puse como un tomate. Miguel sonrió y dijo—: Vaya.

—José Luis Mendieta. Borja le conoce bien.

—Mendieta, ¿eh? Además de rojo, vasco.

—¿Cómo lo sabes?

—¿Con un apellido así? Seguro que está en esto del manifiesto y la libertad universitaria y la amnistía y, como si lo viera, creía estar a salvo porque nadie lo conoce. Hasta esta tarde, en que lo conoce la Brigada de lo Social en pleno además de medio Madrid, incluido el ministro ése que es amigo de mamá. Pues vaya. Bueno, Lola, aquí no puede venir; no hace falta que te diga que mamá llamaría al ejército para que se lo llevaran más atado que la pata de un romano. No es de nuestra clase, es rojo y además se ha puesto a ligar contigo. Para mamá, tres pecados mortales. No, no puede ser. De tapadillo tampoco lo podemos colar en el planchero —se rió—, y en el garaje, menos…

—¿No podríamos decir que es un compañero tuyo que está de paso, que, qué sé yo, ha venido de Londres y se va de vacaciones a casa de sus padres en… en… en Valencia?

—A mí no me metas en líos… Ni hablar.

—Sólo por un par de noches. ¿En la habitación de huéspedes?

—Pero ¿tú qué te crees, que mamá es tonta o qué? Tardaría menos de un minuto en olerse la tostada. No, aquí no puede estar.

—Lola —interrumpió la tata María desde el pasillo—, te llama el de antes.

—Por Dios, Miguel. Date prisa. No hay tiempo que perder, te lo juro. ¿Qué le digo? ¿O me voy sola a por él?

Mi hermano resopló y por fin, con gran parsimonia, dobló una esquina de la página que estaba leyendo, cerró el libro y se puso de pie.

—Venga, va, dile que no se mueva de donde está, que se meta en el portal más cercano, en una tienda de ultramarinos a mirar turrón para la Navidad, lo que sea, y que lo recogemos dentro de veinte minutos en la esquina donde está ahora. Pero no te prometo nada. Igual no podemos hacer nada…

No fue fácil convencer a mamá de que Miguel y yo nos íbamos a dar una vuelta en coche porque no aguantábamos más la espera y por si veíamos a Borja volviendo y le podíamos echar una mano. No recuerdo si la excusa fue exactamente ésa o si invocamos cualquier otra igual de tonta. Sí recuerdo que se había hecho de noche desde un buen rato antes y que me pareció que la nocturnidad, lejos de protegernos de miradas hostiles, aumentaba el peligro. Había visto demasiadas películas, en efecto.

Después de recorrer bastante despacio media calle de Serrano para no llamar la atención, nos fuimos Goya arriba y pudimos recoger a José Luis en la esquina de Alcalá, delante de una cervecería que aún sigue ahí. Siempre que paso delante, me acuerdo del pavor de aquella noche de diciembre de 1974. ¡Treinta años ya!

Plantado en la acera con aire de desconsuelo, José Luis parecía un monigote abandonado y tierno. Tenía las manos en los bolsillos y se le había borrado de la cara la expresión algo suficiente con la que solía pasearse por la vida. Debía de haber pasado mucho miedo durante las últimas horas y traía el semblante desencajado y pálido.

—¿Dónde están los polis que te buscan? —le preguntó Miguel en cuanto José Luis se hubo acomodado en el asiento de atrás del R5.

Respiraba algo entrecortadamente y, señalando con la barbilla hacia la plazoleta que había a unos cien metros, dijo:

—Ahí.

—Ahí ¿dónde? —pregunté entonces.

—Allí, al lado de mi pensión. ¿No los ves? Son dos, uno a la izquierda de la puerta y el otro en el banco de delante. Cuando llegué, se les veía poco porque había más gente… Arranca, por Dios, que nos van a ver.

Arranqué despacio y, como dos idiotas, Miguel y yo fuimos torciendo la cabeza a medida que avanzábamos e íbamos dejando atrás las siluetas algo borrosas de los policías, dos pasmarotes allá lejos en el portal de la pensión. Menos mal que estábamos a cierta distancia de ellos porque había poca gente por la calle y podrían habernos divisado perfectamente.

La tarde-noche era desapacible y fría. Había empezado a lloviznar, las tiendas acababan de cerrar y el barrio se quedaba vacío. Los pocos transeúntes que aún deambulaban por allí cruzaban las calles con la cabeza gacha para protegerse del agua y de los remolinos del viento. Sólo los escaparates iluminaban los trozos de acera que les quedaban delante y en el halo de las farolas fluorescentes revoloteaban gotas pulverizadas por la brisa helada.

—¡Sigue, Lola, jopé! —me empujó mi hermano dándome en el codo como si, con ello, pudiera acelerar el movimiento del Renault. Cuando ya habíamos recorrido una cincuentena de metros Alcalá abajo, uno de los dos policías, como empujado por un resorte o quizá por la intuición fruto de años de sospechas, se volvió a mirar fijamente hacia mi coche.

—¡Dios! —exclamó José Luis.

—¡Sigue, sigue, sigue! —apremió Miguel y una vez que se aseguró de que habíamos alcanzado la calle de General Mola y estábamos más tranquilos, lejos del alcance de los secretas de la Brigada de lo Social, añadió—: De modo que tú eres el famoso José Luis.

—Sí… Oye, gracias por venir a buscarme. No sé qué habría hecho si no venís.

—Dale las gracias a mi hermana, que yo no quería.

José Luis me puso la mano en el hombro.

—¿Y ahora qué hacemos? —pregunté.

—Vete hacia el Oliver, ¿sabes dónde está?

—Claro. Detrás del cuartel general del ejército, en la calle Almirante…

—Pues vete hacia allá. Y sin hacer tonterías, oye, que no es cosa de que nos pare la policía.

Mira por donde, iba yo a conocer el Oliver, ese antro, por razones totalmente distintas a las que había imaginado y para las que me había preparado; ni minifalda ni blusa escotada ni crápula, un par de vaqueros, un jersey y un anorak y nada más. Y habría jurado que Miguel hermano me leía el pensamiento:

—Hey, hermana, del glamur al escondite, ¿qué te parece? Nos os mováis de aquí que ahora vuelvo.

Se bajó del coche y entró en el bar.

Estuvimos un rato interminable, esperando. No nos dijimos palabra. Sólo esperábamos mirando fijamente hacia la entrada del Oliver.

Al cabo de un tiempo que se nos hizo eterno, Miguel salió del bar acompañado por un chico muy joven, alto, espigado, con un mechón de pelo rubio que le caía sobre la frente. Guapísimo. Se acercaron al Renault riendo y charlando amigablemente. Bajé la ventanilla.

—Éste es Oleguer —dijo Miguel; me sonó a Ulagué—, hermano de Clara —santo cielo, pensé, la novia catalana tan fina—. Mi hermana Lola y su novio, José Luis.

Oleguer esbozó un saludo con la mano abierta.

—Qué hay.

—Hola —dije.

—Dice Miguel que José Luis necesita un escondite por unos días. Cosa de que no te pille la pasma. —Se inclinó sobre la ventanilla para mirar al interior del coche.

—Pues sí, la verdad es que sí —contestó José Luis con tono inseguro.

—Ningún problema. Tengo un piso aquí al lado, en la plaza de Chueca con sitio más que suficiente. Mira, mañana me voy a pasar las Navidades a Barcelona y puedes estarte el tiempo que quieras.

—Gracias, de verdad, gracias.

—¿No te crea problemas? —pregunté.

—No. Mira, deja que me suba al coche y vamos hacia allá.

El piso de Oleguer estaba en la tercera planta de un vetusto edificio con balconcillos, dos por planta, que daban a la plaza. En los años setenta, nada en el barrio de Chueca era muy recomendable: suciedad, droga y mucho crimen callejero. Pero, aunque el portal olía a humedad y a pis y no era muy distinto del resto de la plaza, cuando entramos en el apartamento, nos asaltó una vaharada a incienso y a otros olores exóticos que parecían permanentemente enganchados a las paredes, como si la casa estuviera siempre cerrada y hubiera bastoncillos incandescentes de olor por todos lados.

De todos modos, no era eso lo más sorprendente: era la abigarrada cantidad de alfombras persas e indias que, tiradas por los suelos, se pisaban las unas a las otras, haciendo de todo ello un conjunto mullido de mil colores oscuros, rojos, azules, con dibujos de grandes flores, pequeños animales, elefantes y camellos y grecas multicolores. Daban la sensación de abrir las puertas a un mundo misterioso y seductor. Por la parte de dentro, la misma puerta de entrada, forrada en tela de seda, estaba claveteada con clavos de cabeza de latón cuadrada y la enmarcaban unas jambas ricamente repujadas en madera y cobre. Vista desde el descansillo, nadie lo habría adivinado.

En una esquina del vestíbulo, una gran estatua de Buda de tamaño natural en bronce presidía la estancia. Una puerta estrecha y pequeña (literalmente pequeña, puesto que había que doblarse casi en dos para pasar por ella) daba al salón, otra habitación cubierta de tapices en la que no había sofás para sentarse, sino grandes almohadones forrados en seda y una mesa rectangular cuya tapa era de cobre bruñido. Una celosía de madera disimulaba la entrada a un pequeño pasillo desde el que se accedía a las dos habitaciones de dormir, de decoración igualmente abigarrada, a un cuarto de baño y a una extraña cocina de alquimista.

Desde la calle nada sugería que detrás de los dos balcones pudiera esconderse un viaje al oriente de las deidades hindúes. Me pareció esplendoroso todo aquello, como entrar en un decorado de las mil y una noches.

—Oye —dije, mirando a Oleguer con sorpresa—, tienes una casa maravillosa.

Se encogió de hombros y sonrió. Tenía los dientes muy blancos.

—A mí me gusta… Toma, José Luis, un juego de llaves. Ya me las devolverás cuando vuelva a Madrid. Te puedes quedar hasta que regrese si te viene bien.

Me emocionó la generosidad de aquel chico que no nos conocía de nada y que, sólo por ser yo hermana de Miguel, nos abría las puertas de su casa y nos dejaba de dueños y señores de un palacete lleno de tesoros y misterios orientales.

—Tenemos que volver, Lola —dijo Miguel.

—Sí. José Luis, tú te quedas. Mañana te traeré algo de ropa de Borja, desayuno y cosas para que te laves y te cepilles los dientes… que te vendrá muy bien. —El pobre olía a sudor, pero me parece que era más por el miedo que había pasado que por otra cosa.

—Muy graciosa.

Le di un beso, apenas un casto roce de labios para así poder ignorar la revolución de mis entrañas cada vez que me acercaba a él.

—Gracias, tú —le dijo entonces Miguel a Oleguer y le dio un beso en la mejilla. Fue la primera vez que vi una cosa así. Me chocó muchísimo pero no dije nada y cuando ya nos habíamos subido al R5, Miguel me miró:

—Hombres y mujeres se dan besos en la cara por simpatía o por cariño. ¿Por qué no entre amigos del mismo sexo? En Francia lo hacen y además, tres veces. Oye, chica, a ver si te modernizas.