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Hubo suerte de que me llevara enseguida los manifiestos para entregárselos a José Luis, porque esa misma mañana, al poco de irse papá y Borja y cuando yo subía después de haber metido el paquete de ciclostiles en el maletero del R5, volvió el inspector Gallego. Venía como si no hubiera dormido, como si no se hubiera lavado ni afeitado (y no digamos cepillado los dientes), con la misma gabardina cochambrosa y el mismo tono meloso de disculpa. Tenía las comisuras de los labios manchadas de saliva seca.

—Lamento volverles a molestar, pero nos ha quedado alguna duda sobre si hubiere algún documento en la habitación de don Borja Ruiz de Olara que pudiera ser de interés. Cualquier cosa, cualquier papel… ya sabe, cualquier tontería. ¿Les importaría que echáramos un vistazo?

—Hagan lo que juzguen necesario —contestó mamá, encogiéndose de hombros con altanería. Vi que estaba furibunda y pensé que en cualquier país civilizado, el inspector habría necesitado un mandamiento judicial para entrar en casa. A pesar de todo, no podía demostrar indignación ni miedo. Mamá estaba por encima de todo aquello, segura, además, de que el ministro de la Gobernación o Franco o el príncipe o cualquiera estaban al alcance de una llamada de teléfono para resolver este enojoso problema.

Luisa le acompañó a la habitación de Borja para asegurarse de que no lo desordenara todo. Como estaba casada con un policía, parecía la persona más indicada para vigilar lo que hacía el inspector. Según salían pasillo adelante, oí que Luisa le decía: «Mi marido es compañero suyo». «¿Ah sí?».

Llena de aprensión, mirando a todos lados por si me estuvieran vigilando y alguien me fuera a detener al menor descuido, me fui a la facultad con mi carga subversiva en el maletero. Calé el R5 dos veces en dos semáforos seguidos y un taxista me preguntó si había conseguido el carné en una tómbola. Lo de siempre con una chica. Vaya cosa más original.

Encontré a José Luis en el vestíbulo de la Facultad de Medicina. Parecía estarme esperando y enseguida nos pusimos a hablar con precipitación, los dos al mismo tiempo.

—Venga, Lola, que llegamos tarde. Tienes mala cara.

—Espera, espera. Te voy a… ¿A qué llegamos tarde?

—A clase de anatomía, ¿a qué va a ser?

—Pues espera a que te cuente… Mira, pues hoy no vamos a clase.

Me miró con sorpresa.

—¡Doctora Ruiz de Olara! Pero si nunca quieres hacer novillos.

—Hoy sí. Anoche estuvieron dos inspectores de la Social en casa —anuncié con solemnidad—. Querían llevarse a Borja a la DGS.

Eso tuvo la virtud de callarlo en seco. Asentí. Y después le conté todo lo que había pasado. Cuando concluí, dio un largo silbido.

—O sea —dijo—, no sólo tengo a Juana de Arco en la universidad abriéndose paso entre una marea de grises y salvando al pueblo elegido de una tunda de palos, sino que su mamá manda en el mismísimo ministro de la Gobernación. Joder, tía, para que luego digas que no somos de mundos diferentes. Madre mía. Me pasa a mí y tengo a mi madre envolviendo bocadillos en papel de periódico para visitarme en Inchaurrondo. Eso sí, bollos suizos para que pueda masticarlos con los dientes que me queden después de las tortas… Voy a tenerte que mirar con catalejo.

—Sí, pero tú eres el único con el que hago caritas.

Ésta es la fecha en que no consigo explicarme qué me llevó a hacerlo, qué mecanismos románticos me derrotaron, cómo yo, siempre comedida y dueña de mí, yo, la chicacontrol, pude dejarme arrastrar a un inesperado torbellino de sensualidad, aunque bien pudo ser que la tensión emocional acumulada desde la tarde anterior acabara desencadenando ese momento de locura que repentinamente me arrebató. En fin.

Dejé en el suelo la pesada bolsa llena de manifiestos, me giré hacia él, le rodeé el cuello con los brazos y le di mi versión algo patosa e inexperta de un beso de tornillo. Como en las películas, sólo que él, de pura sorpresa, abrió la boca tarde. Después me aparté, le puse las dos manos sobre los hombros para empujarlo hacia atrás y me quedé quieta, jadeando, roja como un tomate. Y como él me miraba con la boca aún abierta, le empujé la barbilla con el dedo índice hasta cerrársela.

—En boca cerrada no entran moscas —concluí, y me dio una vergüenza espantosa. Hice un gesto brusco con la cabeza, de arriba abajo, como para decir «ahí queda eso».

No sé de dónde había sacado el descaro. Sí sé que en ese instante dejé de ser dueña de mí y que José Luis, sin él saberlo, ni yo, se había apoderado hasta de la sangre que me corría por las venas. Se lo entregué todo, incluso la entraña derretida que me hervía a borbotones. Estaba anonadada. Yo, la Hija de María, el orgullo del colegio de la Asunción de Velázquez.

Habría querido que me tragara la tierra.

¡Qué disparate! En una mañana de policías, hermanos a los que detenían, revoluciones, manifiestos, libertad y anarquía, me dio por perder la cabeza por un chico. No podía haber nada más incongruente o fuera de lugar. Después, Miguel me dijo que eso me pasaba porque estaba viva, como el capullo de una rosa en primavera (eso dijo, como el capullo de una rosa), no tenía ni veinte años y, como a un cachorro, me vibraba la nariz con los aromas que estallaban a mi alrededor. Mi hermano estaba entonces en vena poética y se le escapaban muchas cursiladas. Pero en aquel momento esos bombones de nata montada reflejaban mi estado de ánimo a la perfección.

Por fin, le espeté «qué», así, retándolo, pero luego, notándome el cuello y las mejillas encendidas del calor que me derrotaba, aparté la mirada. José Luis carraspeó, intentando decir algo.

Desde el otro lado del inmenso vestíbulo de la facultad, nos contemplaba Lidia Marugán, con los ojos como platos. Recuerdo perfectamente su cara de panoli y todavía me dan ganas de reír. Claro, en diciembre de 1974, tal vez no a ella, pero a mí me parecía bastante corriente ver a una pareja besándose en público a plena luz del día, en la universidad, además. También me dije: «Cuéntaselo a la madre Assumpta, anda». Le saqué la lengua.

—Mira cómo te miran —dijo José Luis, carraspeando otra vez.

—Ya, por besarme con un tío.

—No, Lola. Es por lo de ayer con los grises. Ha debido de correr la voz como la pólvora.

—Qué tontería. Oye, tú sabes más de lo que me cuentas, ¿eh?

—No te entiendo.

—Sí, hombre. O sea, que Borja hermano…

—Me encanta cuando dices Borja hermano. Hace tan fino…

—Calla y déjame hablar. Mi hermano me da un montón de ciclostiles y me dice que te los entregue, ¿que tú ya sabrás qué hacer? ¿En qué andas metido sin yo enterarme?

—En nada, Lola, jopé. Estoy como todos…

—Ya.

—No, de verdad. Lo que pasa es que soy un poco el tío en la sombra, ¿sabes?, una especie de secretario de todas estas cosas de la universidad sin que se me conozca. Así hay una mínima posibilidad de que me pillen, puesto que de momento no saben quién soy ni dónde estoy. De este modo puedo tener en depósito, ya sabes, listas de gente, borradores, proyectos de actuación, cosas así…

—¡Pero eso es arriesgadísimo! ¡Si te cogen… Dios mío!

—Qué va. No pasa nada.

—Júrame que vas a andar con cuidado. Pero si no hay más que verte. Estás indefenso, no conoces a nadie, nadie puede defenderte.

José Luis guardó silencio. Luego sacudió la cabeza:

—Claro que tengo a quien me defienda. Delante de mí la tengo. Juana de Arco.

—¿Tú eres idiota o qué? —le grité.

Dos chicas y un chico que pasaban delante de nosotros en aquel instante me miraron con sorpresa y se detuvieron a ver lo que estaba pasando.

—Oye, Ruiz —dijo por fin una de las chicas—, qué bueno lo de ayer…

—¿El qué?

—Pues lo tuyo con los grises.

Me encogí de hombros.

—Que sí —dijo el chico—, que tienes más huevos que el caballo de Espartero…

Levanté una mano para saludar y puse una mueca dubitativa.

—Bah.

—¿Ves como tengo razón? —preguntó José Luis.

Dándome la vuelta, señalé los ciclostiles que estaban en el suelo para que se los llevara a donde se le ocurriera, me aparté de él, salí de la facultad, monté en el R5 y me fui a casa. No se me caló ni una sola vez.

A partir de ese momento y a lo largo de los muchos meses que siguieron, viví en un doble plano, mezcla de ansiedad y excitación, como si fuera una aventurera por un lado y una colegiala, por otro. No sabía qué pesaba más en mi vida, si la excitación adolescente o el miedo irracional. Una podía imaginar cosas que resultaban emocionantes y hasta divertidas, pero después tenía que bajar a la realidad de las cargas policiales, de los sustos, de las miradas aviesas, de los gestos de amenaza y del control de los padres… ¡Si era una niña de dieciocho años con zapatos de Mata Hari!

Borja no volvió a casa a almorzar. Papá dijo:

—Ya me avisaron al llegar a la Puerta del Sol que el interrogatorio no empezaría enseguida porque había otros muchachos antes que él y que, en cualquier caso, podía prolongarse hasta bien entrada la tarde… Yo no me inquietaría. Toda esa gente de la DGS me pareció bastante de fiar.

—¡Huy, papá! —interrumpió Miguel—, ¿cómo puedes decir eso? ¿Gente de fiar? ¡Si son conocidos torturadores! Oye, por algo les tienen terror. No tengo ni idea, pero me parece que a Borja hermano lo tienen sentado ahí, macerando y oyendo los gritos de los otros estudiantes…

—No es eso en absoluto. Es verdad que muchas veces hacen el bestia, pero no con nuestros hijos —como si la mera idea le pareciera un disparate—. No con nuestros hijos. ¿Se llevó algo el inspector Gallego del cuarto de Borja, Carmen?

—Nada. Por lo visto, buscaba un paquete pero no debió de encontrarlo. Eso me dice Luisa.

—¿Veis? Para que veáis. Debajo de la cama de Borja no había nada inquietante, ni en los cajones ni debajo de la moqueta. Tonterías.

Miguel me miró con cara de sorna.

—Sois todos unos idiotas —dijo de pronto Pili sin que viniera a cuento—. Tanta manifestación para nada, tanta gente detenida —titubeó—, están deteniendo a muchos, ¿no?, tanto final de una época…

—Pili —interrumpió Javier en tono de advertencia—, venga.

—No, si es verdad, Javi. Tanta monserga inútil me va a acabar estropeando la petición y hasta la boda…

—A ti no te estropea nada ni Bakunin —intervino Miguel.

—Vamos, Pili —dijo por fin mamá—, no estamos para esas cosas. —Se le notaba molesta.

—¡Si es verdad, mamá! ¿Qué van a conseguir? ¿Van a acabar matando a Franco?

—No —aclaró Miguel—, a Franco lo matará su yerno. Se basta y se sobra sin necesidad de ayuda externa.

—¡Miguel! —exclamó papá con severidad.

En ese momento, la tata María asomó la cabeza desde el pasillo.

—Con permiso, don Juan. —Siempre pedía permiso a papá para interrumpir. A mamá, no, porque, habiéndola criado, era casi como su hija—. Lola, te llaman al teléfono.

—¿Quién es?

—No sé. Un chico, un señor, no sé, no me ha querido decir. Joven.

Pensé: «¡Jo!, José Luis. ¡Si no le he dado mi número! ¿Cómo lo habrá conseguido? Ah, claro, Marta».

—¿Me puedo levantar, mamá?

—Ya sabes que no me gusta…

—Eso le he dicho, Carmina —siguió la tata—, pero ha insistido mucho, que era urgente.

Sin esperar a más, fui al salón y descolgué el auricular.

—¡José Luis! No puedes llamarme así…

—No, Dolores, no soy José Luis. Perdone que la interrumpa. —De inmediato supe quién era: nada más oírle, reconocí su voz. Además nadie me llamaba Dolores así como así. Tenía el recuerdo de cada incidente del día anterior grabado en la memoria—. Soy Francisco Perea…

—¿Quién?

—Francisco Perea, el capitán de los guardias de asalto que habló con usted anoche en la explanada de la Facultad de Derecho. ¿Me recuerda?

Estuve en silencio durante unos instantes para que pensara que rebuscaba en algún recuerdo impreciso.

—¡Ah, sí! —exclamé por fin—. Sí, sí, claro.

—Dolores, ¿me permite que la llame Dolores?

—No, señor Perea. Me llamo Lola.

—Muy bien. Lola, entonces. La llamo para darle un consejo que es un ruego, en realidad.

—Espere, espere. ¿Cómo ha conseguido mi número de teléfono? ¿Qué pasa, que me tienen fichada o qué? Pues es lo que nos faltaba.

—No, de veras que no. No la tenemos fichada ni nada por el estilo. Es sólo que su padre es muy conocido y me ha sido sencillo conseguir su número.

—¿Ah, sí? ¿Y qué es lo que quiere? —me daba cuenta de que estaba siendo muy brusca.

—No vaya usted hoy a la facultad. Ni hoy ni mañana.

—¿Y se puede saber por qué?

—Se lo puede imaginar. Habrá desórdenes, los estudiantes de Derecho y Filosofía pretenden hacer una sentada en el campus para dar lectura pública a un manifiesto, pueden ser necesarias cargas policiales para disolverlos…

—Vamos, que van ustedes a caer sobre los estudiantes desarmados y los van a moler a palos.

—… y no quiero que a usted le pille en medio.

—¿Y por qué me lo dice a mí?

—Pues porque no quisiera ver que le hacen daño.

—¿Y por qué yo?

Arrinconado, titubeó:

—Eh… Bueno, de hecho se nos ha ordenado que carguemos y no quiero pillarla en medio con esa afición que tiene a ir de valiente por la vida, librando a sus compañeros de padecer…

—Está bien, me doy por enterada.

—Dígame que no va a ir.

—¿Y a usted qué le importa?

—Vaya. Es que es usted la única estudiante que conozco aparte de mi hermana…

—Oiga, capitán, ¿y usted cómo se ha metido en esto? ¿No estaría mejor en Ifni o en algún sitio así? Al menos no perseguiría a sus compatriotas. Y no tendría que llamarme de extranjis…

—No la llamo de extranjis. Además, estas cosas tocan por sorteo.

—Eh…

—Dígame.

—Gracias por avisar. Adiós.

Colgué.

—¿Quién era? —preguntó mamá.

—Nada, mami. Uno que conozco de la facultad que está avisando a la gente de que va a haber follón en la universidad esta tarde y que no vayamos. De todas maneras no pensaba ir. Tenemos que esperar a que vuelva Borja, ¿no?

Borja tampoco volvió esa tarde. Y papá, de regreso del ministerio, llamó al director general de Seguridad. Después nos miró a todos con aire serio:

—Este hombre dice que no nos preocupemos, que Borja está bien y que se retrasa porque no han empezado aún los interrogatorios de los detenidos esta mañana…

—¿Detenidos, papá? ¿Ahora está detenido? ¿No habíamos quedado en que Borja no…?

—Ya, eso mismo le pregunté yo, pero él me tranquilizó diciendo que no pasaba nada y que no estaba de más darles un susto a los chiquillos, chiquillos dijo ese idiota, para que fueran aprendiendo que con las cosas de comer no se juega.

—Voy a llamar a la Huétor para que se lo cuente a la generalísima —exclamó mamá, levantándose de golpe.

—No, no llames a nadie, Carmen. Vamos a hacer las cosas bien. Piensa en el chico Sartorius: ni su padre siendo general, ¡general!, le ha librado de la cárcel. No, Carmen. Cuanto más ruido hagamos, peor será.

—¡Pero papá! —dije—, no podemos quedarnos cruzados de brazos.

—No nos quedamos cruzados de brazos, Lola. —Me miró con severidad—. Juan —señaló a Juan hermano con la barbilla— y yo hemos hablado con Enrique Lerma. Sé que se ocupa más bien de inversiones extranjeras y que no es penalista, pero eso no es lo importante, sobre todo cuando hablamos del TOP. Lerma es influyente, temido, hijo de Antonio Lerma, el que fue ministro de Justicia, y representa el futuro. Todos lo saben, saben que es la puerta para los negocios de los americanos en España y eso, tal como están las cosas, es algo que no se toca. Pues ha aceptado ocuparse del caso y se ha puesto en marcha para que Borja no sea llevado al TOP ni le juzguen por delitos que evidentemente no ha cometido. Enrique es una garantía. También he hablado esta tarde con el ministro de la Gobernación y con el de Educación para que Borja salga pronto. Ninguno de los dos cree que la cosa sea muy grave y me han pedido que te tranquilice, Carmen. En fin, tranquilos todos, que Borja volverá pronto, con el susto en el cuerpo y con ganas de dormir en una buena cama. Y se habrá acabado el asunto…

—¿Y si le han zurrado?

—Nadie va a zurrarle, como tú dices, Lola. Eso sí lo sé con toda seguridad.

—Dios te oiga —dijo mamá.

—Sí, Carmen, claro que sí. ¿Y sabes por qué? Además de por ser nosotros quienes somos y nuestros hijos díscolos, eso, sólo díscolos y de los nuestros, es que este final de régimen tiene sus particularidades bien curiosas. Nunca se sabe bien lo que castiga o lo que reprime y lo que pasa por alto. Y ahora que todo esto se está acabando —gesticuló como señalando vagamente al mundo en general—, me parece que hay dos vertientes, una que pone al régimen de los nervios y la otra que le supera, con lo que se enteran de poco. Sabemos que esto se está acabando —insistió—, y hay mil cosas de la vida diaria que se les escapan de las manos, la cultura, el cine, el destape, los viajes al extranjero, los bancos… Todo eso florece al margen y no saben qué hacer para impedirlo. Lo único que se les ocurre es mantener una censura patética en el cine y en la televisión. Sólo porque a doña Carmen le escandalizan los escotes, y perdona, Carmen. No comprenden y no saben qué hacer. Bueno, sí saben: cerrar los ojos.

Me sorprendía esta ausencia de angustia en papá. Estaba tan tranquilo, hablando de la mar y de los peces, como si Borja fuera de otra familia. Más tarde, a solas con Miguel, llegamos a la conclusión de que la calma de papá era fingida y que aparentaba esta indiferencia para tranquilizar a mamá, que era la que de verdad estaba como un manojo de nervios.

—De todos modos, papá —interrumpió Javi con vehemencia—, eso está muy bien y Borja no es alborotador ni corre peligro y no le va a pasar nada y lo que tú quieras, pero sigue en la Puerta del Sol y por mucho que no nos debamos preocupar, no ha vuelto. Está allí y no sabemos…

—Ya, ya, ya —hizo un gesto cortante—, he dicho que Borja está bien y basta.

—¿Sí? Pues a mí no me basta —dijo Miguel. Papá lo fulminó con la mirada.

—¿Y lo otro, lo que les pone de los nervios? —preguntó de pronto Pili, que había guardado un silencio hosco desde que mamá la mandara callar y dejar de decir tonterías.

—¿Cómo?

—Eso que decías tú antes de que hay cosas que no entienden y con las que no hacen nada y cosas que les sacan de quicio…

—Sí. Me refiero al desorden público, hija. Al ministro de la Gobernación le molesta menos un manifiesto, por incendiario que resulte y por mucha adhesión que suscite, que una manifestación, un plante multitudinario con estudiantes en la calle y obreros en huelga.

—Pues no quiero ni pensar en lo que les habrá parecido la caída de los coroneles en Grecia y lo de los claveles en Portugal —dijo Miguel—. ¡Venga, papá!

—Claro, hijo. Lo malo es que la caída de los coroneles en Atenas y, peor aún, la de Portugal han reforzado la terquedad de la gente del régimen: quieren impedir a toda costa que lo mismo ocurra en España. Y ahí está su error. Si se impide rígidamente cualquier movimiento para que todo siga como está, sin fisuras, el derrumbe será estrepitoso. Mucho me temo que cederán a la tentación de ahogarlo en un baño de sangre. Ya me contarás. Por el momento, las opciones son dos. O baño de sangre o revolución comunista. Y hay que evitar los dos.

—Pero, papá, Borja es tan rojo como yo arzobispo de la China.

—¿Has oído hablar de los compañeros de viaje?