17

17

Veintiocho años antes, aquella noche de las Navidades anteriores a la muerte de Franco, a las dos de la madrugada, vinieron los de la Social a por Borja.

Yo llevaba un rato inquieta revolviéndome en la cama, pensando en los acontecimientos del día sin poderme dormir, y oí el timbre de la puerta de casa. De un brinco, me levanté, encendí la luz y cogí la bata que estaba sobre una silla.

Corrí hacia el vestíbulo segura de que a Borja le había pasado algo, pero papá y mamá se me habían adelantado y habían abierto la puerta al portero, Julián, que había subido desde su casa muy asustado acompañado por dos tipos mal encarados. Los dos llevaban gabardina y los dos tenían bigote. Es lo que siempre recordé de ellos. Eso y que olían a tabacazo negro recién fumado.

—Señora marquesa —dijo Julián, escondiéndose con dificultad dentro de un batín de fieltro gris que le estaba pequeño, con apuro de molestar a los señores a estas horas de la madrugada—. Estos dos señores, que son policías y que quieren hablar con el señorito Borja.

—Buscamos a Borja Ruiz de Olara —interrumpió con brusquedad el más viejo de los dos.

—¿Y ustedes quiénes son? —preguntó papá con voz alterada. Se diría que había impresionado a los policías porque moderaron su tono.

—Servidor soy el inspector Gallego y me acompaña el inspector Ballesta, del Cuerpo General de Policía.

—¿Me enseñan su identificación? —A mí también me impresionó la autoridad casi despectiva con la que papá hablaba a los inspectores, casi como si se hubiera tratado de lacayos.

Gallego sacó una placa del bolsillo interior de su chaqueta y se la mostró a mi padre, que la miró sin tocarla, levantó la cabeza y no dijo nada más, esperando. Al cabo de unos segundos, el policía sacudió la cabeza, se apartó el faldón de la chaqueta que asomaba por debajo de la gabardina, rebuscó en el bolsillo trasero del pantalón y sacó una billetera sucia y abultada. Todos pudimos ver una funda sujeta al cinturón de la que asomaba la culata de una pistola. Quise acercarme a mamá para abrazarme a ella, pero levantó una mano para que no me moviera.

El inspector abrió la billetera y sacó un carné. Se lo enseñó a papá.

—Bien. ¿Qué desean?

—Debemos pedir a don Borja Ruiz de Olara, supongo que es hijo de usted, ¿no?, que nos acompañe a la Dirección General de Seguridad.

—¿A la Puerta del Sol?

—Sí, señor.

—¿Y de qué se le acusa? ¿Por qué se le detiene?

—No, no, perdone, no se le detiene. Solamente queremos hacerle unas preguntas.

—¿Y por qué no se las hacen aquí?

—No podemos hacer esta excepción. Además, en la Dirección General es más fácil comprobar algunos detalles, consultar archivos, cosas así.

Papá se volvió hacia mí.

—Despierta a tu hermano y que se vista.

Empecé a darme la vuelta pero mamá, ahora sí, dio un paso y me sujetó por un brazo.

—¡De ninguna de las maneras! Mi hijo no sale de esta casa a las dos de la madrugada bajo ningún concepto.

—Yo voy con él —dijo papá.

—No, Juanito, ni contigo.

—Somos la autoridad, señora.

—Pueden ustedes ser el mismísimo ministro de la Gobernación que Borja no sale de aquí.

—Tengo órdenes…

—Estoy segura de ello, pero si no lo van a detener, igual da que mi hijo acuda a la Puerta del Sol mañana por la mañana, motu proprio.

—No señora…

—Espere un momento, inspector. ¿De quién aceptaría usted una contraorden?

Gallego titubeó.

—¿Le bastaría con que se lo dijera el propio ministro?

—Claro, claro que sí, señora, pero a estas horas…

—En su despacho, mi marido tiene un teléfono oficial, puesto que es director general del Ministerio de Exteriores. Acompáñeme, que vamos a llamar al ministro.

«Qué fiera mamá», pensé. Todos sabíamos que tenía gran seguridad en sí misma, pero no le imaginaba estos arrestos defendiendo sin titubear a uno de sus hijos, que, si la policía venía a por él, en algún lío político estaba metido. Lío político en el vocabulario de mi madre quería decir conspiración comunista. Lo peor. Sólo que antes de la condición de rojo pasaba la de hijo. De todos modos, tal como estaban las cosas en Madrid, ignoro si su reacción de aquella noche fue por valentía o por estar convencida de que su clase social la hacía simplemente superior.

Papá, mamá, yo, el inspector Gallego y un soñoliento Miguel que acababa de aparecer preguntando «¿pero qué pasa?» nos desplazamos en bloque al estudio. El otro policía, Ballesta, se quedó en la puerta de casa junto al pobre y aterrado Julián. Supongo que era una forma relativamente discreta de impedir que Borja pudiera escapar escaleras abajo.

Mamá descolgó el teléfono oficial, un aparato pesado y antediluviano de baquelita negra.

—Diga, señor director —se oyó claramente que contestaba el oficial de guardia del gabinete telegráfico.

—Buenas noches. No, soy la mujer del embajador Ruiz de Olara y necesito hablar urgentemente con el señor ministro de la Gobernación.

—Sí, señora, yo le pongo, pero creo que es muy tarde para molestar a don José.

—Lo sé, y no estaría llamando con tanta urgencia si no fuera un asunto de vida o muerte. —Gallego hizo con las manos un gesto de apaciguamiento, agitando los dedos como si quisiera excusarse de la enormidad de lo que sugería aquella señora y para indicar que no le parecía que la cosa revistiera tanta gravedad; no conocía a mamá—. Él me disculpará cuando hable conmigo. No se preocupe, nos conocemos muy bien. Póngame, por favor.

—Sí, señora.

Al cabo de unos minutos que se me hicieron eternos, el operador del gabinete volvió a la línea:

—Al habla el señor ministro de la Gobernación.

Mamá inspiró profundamente:

—José, señor ministro, perdona que te moleste a esta hora tan intempestiva…

—Dime, Carmen. Conociéndote, tu llamada estará justificada. Dime qué pasa.

—Han venido ahora dos policías a detener a uno de mis hijos. —Gallego agitó de nuevo una mano como para protegerse de esa acusación.

—¿A uno de tus hijos? ¿Y por qué razón, Carmen?

—Bueno, Borja es estudiante y estoy segura de que el motivo es que, como muchos chicos de su edad, estará metido en los líos de la universidad. Pero bueno… no me niego a que responda de sus actos, cualesquiera que sean, pero sí me niego a que un hijo mío sea llevado a la Dirección General de Seguridad a estas horas de la madrugada. Te ruego que des órdenes para que esto no ocurra. Tú y yo, que hemos sufrido la guerra civil, sabemos bien el peligro que entrañan estas detenciones, así, de noche y sin garantías. Me da mucho miedo por mi hijo…

—No creo que debas preocuparte, pero… ¿Está contigo el inspector?

—Aquí, a mi lado.

—Dile que se ponga.

Sin pronunciar palabra, mamá le dio a Gallego el teléfono doblando la muñeca hacia atrás como queriendo decir «¿ve que esto no era complicado?».

—A sus órdenes, señor ministro… Sí, señor ministro… No, señor ministro, no faltaba más. Lo que usted mande, señor ministro. A sus órdenes.

El policía devolvió el auricular a papá.

—¿Ministro? —dijo éste—. Perdona esta llamada tan poco… en fin…, ya sabes. Sí, ya lo sé, es cosa de mujeres… De tu parte se lo digo, sí. Gracias una vez más, a tus órdenes y un abrazo.

—Me ordena el señor ministro —dijo el inspector— que no llevemos a su hijo esta noche y así se hará. Pero también me pide que les diga a ustedes que don Borja Ruiz de Olara se presente en la Dirección General mañana a las diez de la mañana. —Nos miró a todos, uno por uno—. Sin falta.

—Yo mismo le acompañaré —dijo papá.

—Muchas gracias, señor director, y perdonen esta intrusión tan a deshora. Señora —añadió dirigiéndose a mamá—, siento haberle dado el susto y comprendo su reacción, pero su hijo habría estado seguro conmigo.

—Ya lo sé —concluyó papá.

Cuando se hubieron marchado los dos policías y Julián el portero, nos quedamos en el vestíbulo mirándonos los unos a los otros sin decir nada. Sólo al cabo de un par de minutos, Miguel se rascó la cabeza, se reajustó las gafas y luego dijo:

—¡Joé, mamá!

—No digas tacos —contestó ella. Después sonrió.

Entonces apareció Pili, seguida de Javi.

—¿Qué es todo este jaleo? ¿Papá?

—Nada, no es nada, que Borja se ha metido en un lío en la universidad, cosas de estudiantes, y que han venido dos policías a interrogarle… Pero nada.

—¡Otra vez Borja, el rojo señorito! —exclamó Pili sin que viniera a cuento tanta furia; siempre se enfadaba a destiempo—. Estoy harta de él y los apuros que me causa con mis amigos y con mis suegros. Que hasta me da vergüenza.

—¡Pero no digas tonterías, por Dios! —Miguel se había despertado de golpe de su pasividad. Pili era la única de la familia que tenía la virtud de sacarlo de quicio. Solía decir de ella: «Mira, estoy de acuerdo con Flor; Pili es más tonta que la burra de su pueblo. Y además es analfabeta».

—Dejad todos de pelearos de una vez —interrumpió papá—. Venga, vámonos al salón.

Mamá preguntó:

—¿Alguien quiere algo? ¿Café, coca-cola? Juanito, ¿un whisky?

Decididamente, aquella noche se estaba redimiendo.

Sólo me dio mucha rabia que Borja no asomara la cabeza durante todo el incidente. Se había ido de rositas y el susto nos lo habíamos llevado los demás. Por lo que nos contó después, cuando fue llamado a capítulo por papá, había seguido durmiendo plácidamente sin enterarse de nada y debajo de la cama tenía un montón de hojas a ciclostil con el «Manifiesto de los Estudiantes por la Amnistía y la Democracia». Así se llamaba. «Manifiesto de los Estudiantes por la Amnistía y la Democracia». Bueno.

Ingenua como yo era, siempre pensé que en el texto se planteaban nuestras reivindicaciones en tanto que jóvenes estudiantes que poco tenían que ver con la vida española en general. La vida española en general era para mí todavía la de mis padres y las gentes de su entorno. Nosotros estábamos a otra cosa, a la libertad de respirar y opinar e, intuía yo, a la vorágine del sexo, cuando me llegara el misterioso jardín de las delicias pecaminosas en el que pensaba todas las noches y que me producía sueños locos de los que avergonzarme por la mañana. Qué sabría yo.

Eran mis padres y su generación quienes debían manejar el problema casi insoluble de la muerte de Franco y sus consecuencias. Pero hasta que eso ocurriera, nuestra rebelión iba por otros derroteros más juveniles y entusiastas; sólo cuando chocaba con la represión policial gestionada por nuestros mayores, por ese ministro que, con una palabra, podía decidir la suerte de Borja, me asomaba a un pozo negro que me aterraba y en el que no quería buscar mi reflejo.

—No te engañes, Lola —me dijo Borja durante la larga charla de la madrugada, cuando nuestros padres se habían ido por fin a dormir, no sin antes coser a mi hermano a preguntas (¿pero qué has hecho?, nada, papá, firmar un manifiesto, vaya cosa, como otros cinco mil; venga, vamos, idos todos a la cama que se ha hecho tardísimo)—, no hay una caca para nosotros y otra distinta para papá y mamá. Este potaje es igual para todos. Va mal la universidad, va mal el gobierno, por muchos jueces del TOP que haya por ahí haciendo el bestia; van mal los obreros y van mal los ricos. Nos la jugamos todos. Y el ejército deseando intervenir… Y no te engañes, el inspector Gallego es de los de papá y mamá, es nuestro enemigo, el nuestro, tuyo y mío.

Me quedé en silencio y por fin exclamé:

—¡Pero eso hace que nuestros padres sean también nuestros enemigos! No puede ser. Mamá no se habría expuesto por ti de ese modo.

—¡Claro que sí! Hombre, aparte de que me quiere un poco, podía permitirse el lujo de demostrarle a su aliado (o lacayo, lo que prefieras) que ella tiene mando en plaza. —Y añadió engolando la voz—: ¡Ella es amiga de la generalísima! Y a sus hijos no se les toca. A los de los demás, vale; a los suyos, no.

—Eres un desagradecido, Borja.

—Bueno —dijo de pronto Miguel—, ya veremos lo que te hacen mañana en la Puerta del Sol. Por si las moscas, ponte un salvapelotas de aluminio… Y ¿sabes lo que te digo, Lola? Haz como yo. No te metas en líos. Pásate las Navidades en Villaurbina y convence a papá de que te mande a estudiar Medicina a Estados Unidos. Te irá mucho mejor. Nada de todo esto vale la pena.

—¡Joder, Miguel! —exclamó Borja—. No digas sandeces. Pues vete tú a Barcelona con la novia ésa y no te metas en líos aquí.

—Uf, me aburre bastante la Clara y, además, ni siquiera es de la gauche divine. Sólo es rica, eso sí, riquísima. Y te diré, querido, que yo soy el único que no se mete en líos de toda esta puñetera familia. Ni me interesa ni me importa. Me parece mucho más fructífero leer una novela de Camus que correr delante de los grises. Además, se suda menos. Y tú, Lola, por lo que me cuentan, tienes una manera muy particular de no meterte en líos. Joder, que te van a hacer Miss Complutense el día menos pensado.

—Qué tonterías dices. De todos modos, la verdad es que no te entiendo, Miguel.

—¿Qué?

—Que tienes una novia en Barcelona, dices que te aburre, no la ves prácticamente nunca, sólo tenéis una relación epistolar, ni siquiera os habláis por teléfono…

—… que tú sepas…

—Que yo sepa, vale. La verdad, no sé para qué la tienes.

—Bueno —dijo Miguel en tono reflexivo—, es… una novia estética…

—¿Y eso qué quiere decir?

—Correspondemos, versificamos, esperamos nuestro momento…

Al día siguiente, a las nueve y media de la mañana, papá y Borja se metieron en el coche oficial y se fueron a la Puerta del Sol. Iban serios, graves, y mi hermano tenía además cara de susto. Era lo menos que podía llevar, cara de susto. La DGS tenía mala fama.

También había venido Marta a desayunar con nosotros muy temprano. Se hubiera dicho que Borja y ella eran novios para que ella pudiera tomarse estas familiaridades y que eso explicaba su presencia, pero, en realidad, Marta era como de la familia, una hermana más, y no tenía que pedir permiso para venir a casa, novio o no novio. Su expresión siempre picara tenía hoy poco lustre y su cara tan guapa, grandes ojeras amoratadas.

—Me parece que no has dormido mucho —le dijo Miguel.

—Estuve leyendo hasta tarde —contestó ella secamente.

—Vaya.

—¿Queréis dejar de decir chorradas? —exclamó Borja.

—No harás ningún disparate, ¿eh, enano? —Siempre le llamaba enano.

—¿Qué disparate quieres que haga?

—Yo qué sé, que te dé heroica y te pongas a gritar «muera Franco».

Borja no contestó. Simplemente se la quedó mirando con aire dolido.

—Huy, chico, perdona. Era broma. Sólo quería decirte que midieras tus palabras…

—¿Y eso cómo se hace?

—Pues que no te comprometas, que tú ayer en la reunión de la Facultad de Derecho no conocías a nadie, que te pilló allí, que saliste con todos nosotros…

—Jopé, Marta, yo creo que lo saben todo. Por saber, hasta deben de tener una copia del manifiesto. Pero, por Dios, ¡si lleva mi firma! Qué va. Está la universidad trufada de chivatos y de policías disfrazados, de modo que… —Se encogió de hombros—. Ya veremos.

—Hola, Carmen —dijo entonces Marta saludando a mamá que entraba en el comedor a desayunar con nosotros. Detrás de ella, cosa extraordinaria, venía también papá.

—Señor marqués, ¿le pongo el café aquí? —preguntó Benito.

—Sí, sí, desayunaré aquí, gracias.

—Y tú ten cuidado con lo que dices en la Puerta del Sol.

—Mamá —contestó Borja con voz de exagerada paciencia—, que no soy subnormal…

—Bueno, cualquiera lo diría, Borja, hijo, que os metéis en unos líos que, que…

—¿Y qué quieres que les cuente a los de la Social? ¿Qué soy bueno y no he roto un plato? Eso a ellos no les importa si ya han decidido que soy un criminal. ¿A qué vinieron a buscarme si no? ¿Para qué nos fuéramos de copas?

—Tranquilidad —interrumpió papá—. No digáis más tonterías. El momento es grave y vamos a ver cómo lo capeamos. Para eso te acompaño, Borja.

—Sí, pero a ti no te dejarán pasar. —Puso voz de burla—: Al nene lo tiene que acompañar su papá para que no se haga pis en los pantalones.

—Venga Borja —dijo Marta—, que es normal que tus padres se preocupen.

—Bueno, bueno, perdón, no quería ofender.

—Juanito, tendrás que mandarle un ramo de flores a la mujer del ministro, pidiendo perdón por la lata que le dimos anoche. —Mamá estaba tranquilísima, como si no pasara nada y lo de la noche anterior hubiera sido una bagatela sin importancia.

—Eso pensaba hacer esta mañana… Venga, Borja, vámonos.

—Me lavo los dientes y nos vamos, papá.

Pensé: «¿Y a cuántos de los que detienen e interrogan en Sol les da tiempo a lavarse los dientes? ¿Y luego van con su padre en coche oficial a que los detengan?». Me pareció tan ridículo que poco faltó para que soltara una carcajada. Mucho más tarde, y mirándolo desde lo que creía era la perspectiva contraria, me pareció que los policías no eran en realidad meros represores a sueldo de la dictadura: pertenecían a una clase social tan distinta de la nuestra que su actitud tenía que deberse a un odio acomplejado o a un temor rabioso más que a su celo investigador. Tal vez por esa razón se ensañaban con los suyos, con los obreros, con los sindicalistas, con la gente cuyas casas eran iguales a las suyas y las apreturas de fin de mes, también.

Me levanté para seguir a Borja a su cuarto por aquello de la solidaridad entre revolucionarios. Estábamos buenos. En fin, este principio de rebeldía tenía que tener su miaja de idiotez, ¿no?

—Me tienes que hacer un favor —dijo Borja cuando estuvimos a solas—. Como os dije anoche, debajo de mi cama hay un montón de manifiestos a ciclostil. Mételos en una bolsa, llévatelos a la facultad y dáselos a José Luis. Él sabrá qué hacer con ellos.

—¿A José Luis?

—A José Luis. No te creas que es sólo un borono del norte que no sabe ni hablar.

—No, eso ya lo sé.

—Bueno, pues dáselo y ándate con cuidado.

Hubo una pausa y luego añadí:

—Eh.

—¿Qué?

—Ándate con cuidado tú.

—Ya. Estoy cagado de miedo.

—Venga, bah, Borja, nos vemos a la hora de comer.

—Dios te oiga.

Pero no nos vimos a la hora de comer.