16
Casi treinta años después, el camarada Rosales me contemplaba con expresión burlona (sólo yo lo sabía; cualquier otro habría pensado que estaba chupando un limón) desde el otro lado de su enorme mesa de despacho en la Consejería de Sanidad de la Comunidad de Madrid. Era la segunda vez que lo visitaba en menos de un mes. Me daba la sensación de que experimentaba un perverso placer en recibirme. Era como visitar al muchacho que en los años setenta venía a Villaurbina con mis hermanos o se paseaba por los guateques de Madrid con su pelo negro planchado a la gomina y su cara delgada y morena, con brillantes ojos negros, duros como canicas. Ahora como entonces me incomodaba su mirada intensa fija en mí, aunque me empeñaba en no reconocer sus verdaderas razones. Siempre pensé que era complejo de inferioridad, que nuestra clase social le intimidaba y al tiempo le frustraba, pero supongo que mi interpretación de su actitud también se debía a nuestro complejo de superioridad.
Aquella mañana en su despacho, enseguida comprendí que había vuelto a cometer un error al venir. Estaba francamente a disgusto y de pronto se me quitaron las ganas de dirigirle la palabra. Allí sentada como un pasmarote, me arrepentía de no haber hecho caso a mi abogado. Enrique Lerma me había advertido de que, después de mi primera y desastrosa visita, nada tenía que ganar en una nueva confrontación con Javier Rosales y sí mucho que perder. También me dijo que me prohibía ir. Terca que es una: qué sabría él de cómo era yo capaz de manejar a aquel idiota. Además, me decía a mí misma, no lo hacía por una perversa terquedad, sino porque no tenía más remedio que hablarle: de él dependía mi futuro y, conociéndolo tan bien como yo le conocía, la doctora Lola sabría cómo manejarlo. Estupendo.
Y como siempre, entré como un elefante en una cacharrería. En verdad que parecía forzoso que nuestras entrevistas empezaran con mal pie. Culpa mía: no podía remediarlo, era más fuerte que yo ponerlo a la defensiva y, hoy, borrarle la sonrisilla. Lo conseguí, como siempre, a las primeras de cambio.
—Siempre me ha chocado —dije— que tu oficina no estuviera una calle más arriba. —Malo. Malo porque la Consejería de Sanidad está en una calle madrileña cercana a la Puerta del Sol, la de la Aduana, y la de más arriba, la de Jardines, es conocida porque en ella se pasean mañana, tarde y noche las prostitutas más baratas de la ciudad.
Rosales enrojeció intensamente.
—Lola, Lola, tus dotes diplomáticas no han mejorado nada en un cuarto de siglo —dijo con voz alterada—. Me parece que la última vez que entablaste una negociación con éxito fue aquel día en la Facultad de Derecho en que estabas tan aterrada que habrías hecho cualquier cosa para evitar la carga de la policía. —Sonrió de nuevo—. Las Navidades antes de la muerte de Franco.
—Caray, sí que tienes buena memoria…
—Ya lo creo. Has cambiado bien poco de actitud frente a la autoridad…
—En cambio, tú sí.
—… siempre coqueteando para conseguir lo que querías…
—¿Me estás diciendo que ahora…? Estás de broma —y a medio enfadarme, decidí que no valía la pena—. Porque contigo nunca lo necesité, ¿verdad? Hubieras hecho cualquier cosa que te pidiera… Sólo que aquel capitán de los grises era un señor, claro. —¿Cómo podía ser tan burra? Me estaba cavando mi propia tumba administrativa, por Dios. Pero era más fuerte que yo.
—Sí, como tú eras niña bien, una de las Villaurbina nada menos, a ti nadie se atrevía a tocarte un pelo.
—Será por eso que detuvieron a Borja hermano y a ti no.
—Eran chiquilladas.
—¿Eso pensabas, Javier? ¿El camarada Rosales hacía chiquilladas? Yo sí que era una chiquilla. Pero ¿y tú? ¡Si eras el de la célula maoísta!
No dijo nada durante unos segundos. Se limitó a tamborilear sobre el tablero de la mesa con los dedos de su mano izquierda sin importarle nada mi desprecio. Me miraba y sopesaba.
—Se crece, Lola, se envejece y se madura. Y de pronto, cuando te tienes que ganar la vida y miras a tu alrededor, comprendes que los ardores de la juventud, las ilusiones revolucionarias —dijo «revolucionarias» como si fuera una broma—, las bombas, las marchas, las huelgas y el antisistema no sirven para nada. Llega un momento en que creces y se te cae la venda de los ojos, el muro de Berlín se desmorona y piensas que los setenta y cinco años de la famosa Revolución de Octubre no han servido más que para hacer sufrir a millones de gentes que encima no consiguieron enriquecerse ni progresar ni tener coche. Hubo un momento, Lola, en que me dio vergüenza haber querido eso para nosotros. Ya ves, tuve que ser consecuente. A vosotros, seguir con las mismas ideas no os preocupaba; no pasaba nada, ¿verdad? No parece que hayáis madurado, ¿eh? Allí, en tu nidito bien protegido del hospital no te ha sido necesario madurar, ¿eh? —Sacudió la cabeza—. ¿Qué vamos a hacer contigo, doctora Ruiz de Olara?
—Reconocer que os habéis equivocado, echar marcha atrás y dejarme en paz para que yo me siga ocupando de mis niños con cáncer.
—¿Cómo, reconocer que nos hemos equivocado? ¿En qué nos hemos equivocado? Ya hemos tenido esta conversación una vez y no veo por qué debemos cambiar de actitud. Hasta que no esté completamente satisfecho de que no has incurrido en prácticas médicas delictivas o, lo que es lo mismo, que no te has dedicado a mandar al otro barrio a tus enfermos sólo porque sufrían…
—¿Cómo que «sólo porque sufrían»? Todos los casos de niños con cáncer son casos de niños que sufren…
—… sólo porque sufrían, pero en los que existía un resquicio de esperanza de curación…
—¿Esperanza de curación? No seas ridículo. ¿O es que crees que no soy capaz de reconocer quién se me muere entre las manos sin remedio?
—¿Y entonces los matas? Dime, doctora, aquí, entre estas cuatro paredes sin nadie que nos pueda oír, dime, ¿mataste al pequeño Dimas? Atrévete.
Di un respingo, pero me había metido yo sola en el berenjenal. Tragué saliva.
—¡Qué voy a matar! Es una ofensa sólo que lo pienses. Soy médico, no verdugo, y sé bien a lo que me obliga mi profesión.
Al pobre Dimas lo mató un cáncer que lo tenía invadido y fue su padre el que lo hizo sufrir sin necesidad. Lo sabes mejor que yo…
—No sé bien si eso de que te obliga tu profesión es lo que piensas tú o si el diario El País, conocido partidario de la eutanasia, aprovecha tu caso para sacudirnos como si fuéramos una pandilla de fascistas.
—No seas idiota, Javier. El diario El País hará lo que le dé la gana, pero mis declaraciones a ellos son bien claras y no pueden interpretarse como tú haces. Vuestros problemas con el periódico son cosa vuestra. —También a mí me habían parecido exagerados los artículos, cuatro nada menos en un mes más un reportaje en el colorín semanal, en los que me defendían y atacaban sin piedad al consejero de Sanidad. Pero no iba a contárselo a este mequetrefe.
—En cambio, ya ves, el periódico de tu papá de toda la vida, el ABC, te sacude a ti.
—No metas a mi padre en esto. Oye —dije cambiando de tono—, por cierto, ¿has visto mucho últimamente a la célebre doctora Marugán, la babosa meapilas?
Había dado en el clavo: la mirada de Rosales me acababa de confirmar sin lugar a dudas quién era la chivata. Me puse de pie sin darle tiempo una vez más a que fuera él quien terminara la entrevista.
—Ya ves, camarada Rosales, mis abogados me dijeron que no debía acudir a esta cita, es más, me lo prohibieron. Pero he venido y, por lo menos, entre tú y yo no quedan ya resquicios de hipocresía.
Rió de buena gana. Falso, falso.
—Ya que no queda nada que aclarar, ¿te apetecería cenar conmigo esta noche?
—Te pega más la doctora Marugán.
Tuve la última palabra, pero el encuentro lo había ganado él.