15
En la primera asamblea de estudiantes a la que asistí justo antes de las Navidades de 1974 la confusión era tan grande que aquella reunión, celebrada en el paraninfo de la Facultad de Derecho, acabó desconcertándome por completo. No era sólo el esfuerzo de enterarme de lo que estaba pasando en medio del ensordecedor griterío, sino la dificultad de asimilar un montón de cosas que oía por primera vez y que en el fondo me asustaban porque intuía que atacaban el corazón de los valores de nuestra gente. De los de papá, de los de mamá, de los míos.
—Quédate después de clase, anda —me había dicho José Luis.
—Bueno —le contesté—. ¿Para qué? —aceptando a ciegas. Marta decía que José Luis me tenía sorbido el seso.
—Te voy a enseñar cómo pensamos y luchamos el otro noventa y cinco por ciento, los que no somos cuerpo celeste como tú.
—Imbécil.
Cuando entramos en el paraninfo, estaba abarrotado. Habría unas trescientas personas ocupándolo y, salvo cuatro o cinco que se habían subido al estrado para dirigir o, más bien, intentar dirigir la asamblea, ninguno de los demás tendría más de veintidós o veintitrés años. No conocía a nadie o por lo menos, en aquel primer instante, no fui capaz de reconocer a nadie.
Varios de los chicos aquéllos intentaban hablar al mismo tiempo y no me aclaraba de si se estaban interrumpiendo unos a otros o si mantenían una discusión que nadie que no estuviera cerca podía comprender. La mayoría de los que estaban allí fumaba, de tal modo que flotaba en el ambiente una neblina que lo hacía todo impreciso y un olor desagradable, mezcla de humedad de ropa mala y tabaco rancio. Me picaban los ojos. Hacía un calor horrible y enseguida me quité el abrigo; menos mal que debajo sólo llevaba una blusa de algodón (y menos mal que José Luis no sabía que la había comprado el día antes en una tienda que estaba de moda en la calle Serrano en la esquina de casa: me habría tomado el pelo sin piedad).
Al cabo de unos momentos pude distinguir a Marta y Borja sentados cuatro o cinco filas más abajo. Estaban muy juntos y se los veía concentrados en escuchar al orador que tenían más cerca.
—¡Compañeros! —decía éste. Tenía la tez muy oscura y el pelo negro y ensortijado y grandes patillas que le llegaban hasta más de la mitad de la cara. Cuando hablaba, no paraba de gesticular. Llevaba puesto un grueso jersey de lana gris que debía de estar dándole un calor horroroso. Pero no parecía notarlo.
—Es Julián Gómez… de la Liga Comunista Revolucionaria —me dijo José Luis al oído.
—¿Qué?
—LCR. Son trotskistas. Ya te acostumbrarás. Hay siglas de partidos de extrema izquierda para aburrirse.
—¡Compañeros! —Se produjo un relativo silencio en la asamblea—. ¡Compañeros!
—¡Dejadle hablar, cono!
—Estamos aquí porque queremos, ¡no!, queremos, no: debemos mostrar al tirano un frente unido de todos los universitarios de Madrid. Reconozco a compañeros de casi todas las facultades y de las escuelas de ingenieros. —Miraba a su alrededor e iba saludando con la cabeza o señalando con la mano a muchachos, Borja incluido, con los que evidentemente tenía una relación cómplice—. Ésta es hoy nuestra lucha, la lucha que no supieron pelear nuestros padres para librarnos del tirano. Es a nosotros, a nuestra generación, a quien nos corresponde acabar con él y con toda su corrupción, con sus asesinatos y su bestialidad. —¡Dios mío! Nunca hasta aquel momento había oído hablar de Franco en esos términos: me dio vergüenza ajena, como si alguno de los míos fuera a enterarse y protestar o recriminármelo. El silencio en el paraninfo era ahora absoluto—. El día de mañana nos reconocerán porque fuimos nosotros los que triunfamos contra el régimen fascista. Estamos aquí hoy, 15 de diciembre, porque vamos a redactar un manifiesto, el manifiesto de la Universidad Complutense sobre la libertad y la democracia. Queremos que se nos reconozca nuestra libertad, que se reconozca que tenemos capacidad soberana de decidir y que estamos irrenunciablemente contra la tiranía. ¡Compañeros! El régimen de Franco, la oprobiosa dictadura de cuarenta años se cae a pedazos. Y nosotros la vamos a acabar de hundir en el infierno… Pero debemos hacerlo todos, toda la Complutense en pleno, para que se enteren…
Sus palabras fueron acogidas con un rugido de entusiasmo, una salva de silbidos y gritos, una ovación cerrada. Vi que Marta se ponía de pie con los brazos en alto y parecía bailar, moviéndolos a derecha e izquierda. Borja tenía la cara levantada hacia ella y sonreía. Detrás, justo detrás de ellos, una fila más arriba, un chico que me pareció más joven que la mayoría, con el pelo oscuro y lacio cayéndole sobre la frente, la miraba sin moverse, con total frialdad, me pareció. Al cabo de un momento, volvió la cabeza y fijó sus ojos sin pestañear en José Luis. Tenía la boca apretada con un gesto hosco y apenas se le distinguían los labios. Aquella mirada tan intensa me produjo una sensación de desasosiego en la boca del estómago. Me volví hacia José Luis y le tiré de la manga para llamar su atención, pero ya Julián Gómez había reanudado su discurso y se me pasó la ocasión.
—¡No es hora de medias tintas!
—¡No, no! Llega nuestra hora —saltó otro, poniéndose de pie.
—¿Y ése?
—¿Ése? —dijo José Luis—. Juraría que es del Opus Dei. ¿No le ves la pinta de meapilas? Son los peores, Lola, porque tienen gente para todo, unos tan a favor que parecen Trotsky, otros en contra como si fueran el mismísimo Franco… bah, qué más da: no hay que fiarse de ellos porque son unos traidores y denuncian a la gente…
—¡Venga!
—Lo que yo te diga.
No quise darle la razón, pero seguramente la tenía porque, a su lado, con la cara guapa y reluciente que conocía tan bien, estaba la babosa, la futura doctora Lidia Marugán, mirándolo con arrobo.
—¡Amnistía! ¡Amnistía! —Otro joven, éste con pinta de obrero, de Comisiones Obreras dijo José Luis, se había levantado como un resorte cerca del chico del Opus y con voz más bronca y más potente, había callado a su vecino.
—Amnistía sí —bramó entonces Julián Gómez, pero el hechizo se había acabado y tuvo que interrumpirse, ahogada su voz por las del gentío que volvía a atronar desde cada esquina: unos, puestos en pie, gesticulaban y gritaban intentando imponer su opinión sobre el futuro manifiesto o sobre el momento de la lucha contra Franco o sobre las huelgas que les parecían necesarias; otros, sentados sobre los pupitres corridos del gran salón, no hacían demasiado caso a los oradores y leían, a veces a gritos para hacerse oír, periódicos y papeles y comunicados de las sindicales obreras; otros más clamaban desde las escaleras laterales y muchos discutían con los vecinos, en corrillos que parecían hacer caso omiso de lo que estaba ocurriendo a su alrededor.
Uno de los jóvenes un poco mayores que estaba en la mesa principal intentando moderar aquel guirigay se giró en dirección a nosotros de tal modo que pudimos verle bien la cara.
—Ése es de la ORT, la Organización Revolucionaria de Trabajadores…
—¡Venga ya! —exclamé.
—Que sí, que son los maoístas, Lola…
—Que no, que yo a ése lo conozco bien y es un señorito…
—¿Sí? —José Luis me miró con cara de sorpresa—. Si es Javier Rosales…
—Pues por eso. Ése es amigo de Juan hermano. Ha pasado temporadas en la finca con nosotros… ¡Si es don remilgos, cómo va a ser maoísta!
—Pues te juro que lo es, es uno de los líderes de la ORT…
—¡Vaya! Mírale… El señorito rojeras. ¿Estás seguro de que no es un traidor… no sé, un soplón de la policía? —Se me ocurrió de pronto de esta manera porque me parecía imposible que el Javier al que yo conocía representara al maoísta revolucionario tipo. Menuda broma.
—Que no. Te lo juro. Todos aquí lo conocemos. Éste ha estado en los calabozos de la DGS detenido. Hasta parece que lo torturaron…
—¿De verdad? ¿Y cómo no nos hemos enterado? Tengo que preguntarle a Borja hermano… No sé, José Luis, a lo mejor estoy equivocada.
—Mírale, está hablando.
—¡Compañeros! —clamó Javier en ese momento—. Estamos llegando al punto final. Ha llegado el momento de la revolución, de que los explotadores paguen por haberse pasado cuarenta años robando al pueblo, explotándolo, torturándolo…
—No me lo creo —dije para mí, sacudiendo la cabeza.
—Debemos… nos ha llegado el momento, compañeros…
—¿Y eso cómo se hace? —gritó uno desde las últimas filas del aula.
—¡Sí! ¿Cómo se hace? —preguntó otro a pocos metros de dónde yo estaba.
—Claro, camarada Rosales —insistió el primero en un tono que me pareció burlón—, ¿cómo se hace? Porque déjame que te recuerde quién tiene las armas en este país, quién tiene los medios de represión, quién es capaz de sacar los tanques a la calle… Nosotros no, desde luego. Son ellos, ellos, los de ahí fuera, grises y fachas.
—Debemos hacer acciones puntuales que contribuyan a desestabilizar al régimen. —Puede que fuera idea mía, pero me pareció que en aquel momento «el camarada Rosales» titubeaba un poco, como si no estuviera muy seguro de lo que decía o de lo que proponía. Manías mías.
—¿Con el TOP de por medio?
—¿Qué pinta el Tribunal de Orden Público en todo esto?
—¿Necesitas que te recuerde el proceso 1001? ¿Te acuerdas de las condenas que les cayeron a los camaradas de Comisiones? ¡Veinte años a la mayoría de ellos! ¡Veinte años!
—¡Les forzaremos a dar la amnistía!
—¡Un momento! —interrumpió Julián Gómez—. Nosotros, los de la universidad, no tenemos capacidad de emprender acciones violentas por las calles. Podemos manifestarnos, sí, podemos hacer huelga. Podemos ocupar las plazas, sí…
—¡Podemos arrancar adoquines y levantar barricadas!
—¡Arroja la bomba que escupe metralla! —se puso a cantar uno con cara de loco. Entre todos lo hicieron callar, abucheándolo, y tuvo que sentarse con cara de desconcierto.
—¡Justo eso! Somos capaces de resistir, compañeros. Tenemos capacidad de resistencia. ¡Ésa es nuestra fuerza! Y huevos para hacer frente a los grises que, como decís, nos esperan ahí fuera —señaló a la ventana con el brazo extendido—. No os engañéis: están ahí fuera y en las calles de Madrid y en las de Barcelona. Pero les demostraremos que su violencia es estéril y los derrotaremos. ¡Si son gente como nosotros! Tienen miedo como nosotros… Pero ¿les habéis mirado a la cara?
—Sí, pero no se la vimos porque la tenían tapada con el casco.
Hubo una carcajada general.
—Y cuando le iba a mirar a los ojos y decirle que le quería, me sacudió con la porra…
—Dejaos de tonterías, que esto es muy serio. Ha llegado el momento de redactar un manifiesto exigiendo la amnistía para todos los presos políticos, para los del 1001, exigiendo libertad para todos los españoles, exigiendo libertad de cátedra y de enseñanza…
—Exigiendo que devuelvan sus cátedras a los que se las quitaron por apoyar a los estudiantes, a Tierno, a Aranguren, a García Calvo… —intervino uno más.
—Servirá de poco.
—Pero servirá. —El que había pronunciado esas dos palabras tenía una voz profunda, fuerte y tranquila. Era más sólido que grande e iba pulcramente vestido con un jersey azul oscuro y un pantalón de lana también azul. Estaba una fila más abajo que nosotros y su presencia parecía llenar el salón. A mi lado, José Luis se removió inquieto.
—¿Qué te pasa? —le pregunté.
—Ése es Iñaki Arritzabalaga.
—¿Y?
—Lo conozco bien de San Sebastián. Todo el mundo allí sabe que es de ETA. Hasta se dice que era uno de los del comando que mató a Carrero. Realmente arriesga viniendo aquí, a Madrid. Como lo pillen, lo filetean. Por eso le respetan tanto…
De golpe se me puso la carne de gallina. Miré detenidamente a aquel hombretón, un tipo serio de cara bondadosa, joven y barbilampiña. La verdad es que no daba sensación de amenaza, pero su aura de etarra imponía mucho.
—Dios —me dije en voz baja—. ¿Te das cuenta?
Me sentí hipnotizada, completamente incapaz de moverme o de apartar la vista de él; sólo pude agarrar con fuerza la muñeca de José Luis. Héroe o asesino, mesías o demonio, la presencia allí, a dos pasos, de este mito (supongo que era un mito, ¿no?) de la lucha clandestina, en el mismo espacio que ocupaba yo, ahí, al alcance de mi mano, era lo más fuerte que me había pasado en la vida. ¿Asustada? ¿Excitada? No lo sé. Ahora que lo revivo, más bien lo segundo. Y me dio un escalofrío culpable. Se me agarrotó el vientre; debería decir «tripa», pero el momento era demasiado solemne para usar un término tan vulgar; todo mi cuerpo se revolucionó. José Luis debió de intuirlo porque se volvió hacia mí y estuvo un rato mirándome fijo con el ceño fruncido. Pero no dijo nada.
Una vez más, las voces callaron y de nuevo se hizo un silencio absoluto en el paraninfo, como si le hubiera caído una manta húmeda encima.
—Camaradas, todas estas disquisiciones son una pérdida de tiempo —empezó Iñaki Arritzabalaga—. Éstos son momentos para la acción y no para la discusión. Hace un año, un grupo de valientes os señaló el camino a seguir. Acción. Acción y más acción. Si no hubieran decidido actuar, aún estarían discutiendo del sexo de los ángeles y el almirante seguiría firmando sentencias de muerte. Ahora ya no está y el régimen ha quedado tocado de muerte. Da zarpazos, pero sabe que sus días están contados… El manifiesto servirá porque lo apoyaremos nosotros por las calles de todo el país y convenceremos a los burgueses y se unirán a nosotros.
José Luis se volvió inquieto a mirar hacia atrás. En estas asambleas, me había dicho, siempre había soplones, cuando no agentes de la Brigada de lo Social, cuando no falangistas que luego esperarían fuera para pillar a algún rezagado o a un grupo poco numeroso para sacudirles la badana, decía.
Yo también me puse a escudriñar a la gente, aunque no sabía qué señal de aviesa intención o qué expresión de odio debía adivinar en uno o diez o cien de los presentes. ¿Sería aquél que apartaba la vista, aquel otro que resoplaba o aquél de la sonrisa suficiente? Y de pronto me topé con la mirada del muchacho que me había inquietado un rato antes, pero él enseguida desvió los ojos. Me quedé paralizada de miedo. Y unos segundos después volví a tirar de la manga de la chaqueta de José Luis para llamar su atención.
—Allí —dije, señalando al chico con la barbilla. No nos miraba ya.
—¿Qué?
—Ése es uno. —¿Uno qué?
—Uno de los… malos, de los enemigos, vamos. —Pero ¿qué dices, Lola?
—Mírale… Ahora está mirando a Borja hermano y a Marta. Me da miedo, José Luis.
—Tranquila, que éstas son las cosas que pasan últimamente. En las asambleas se dice de todo y parece que vamos a ir todos detenidos a la DGS. ¿Te lo imaginas? Trescientos tipos en los calabozos de la Puerta del Sol. ¡Si no cabemos! Bah, siempre es lo mismo. Todos tomamos nota de quiénes son los enemigos, nos miramos con truculencia, parece que nos vamos a matar, nos damos unas cuantas tortas en la calle y no pasa nada. Y hasta otro día. No te preocupes, anda. El único que tiene que andarse con cuidado es Iñaki, pero supongo que tiene la salida bien preparada y protegida. Y tú y tu hermano, aunque es de los socialistas, y su chica, que sois gente fina, de la misma clase que los fachas, estad ojo avizor. Pero no os preocupéis de los fachas. —Fue el único consejo de José Luis al que no debí hacer caso, Dios mío—. A los únicos a los que tenéis que temer es a los de la Brigada de lo Social, que no distinguen un polo Lacoste de una camiseta de Galerías Preciados.
—Sólo sé una cosa, compañeros —continuó Julián Gómez—, sé que nosotros somos los únicos dispuestos a hacerles frente. Por eso —señaló a Iñaki sin nombrarlo—, debemos seguir adelante con el manifiesto, redactarlo y distribuirlo a todo el mundo… Aquí y fuera. Se lo daremos a Nováis y lo publicará Le Monde y así se enterarán fuera de lo que pasa aquí dentro.
—¿Y quiénes firmaremos? —El que había hablado era un hombre flaco, enjuto, de aire casi fanático y mayor que todos nosotros; llevaba una camisa a cuadros y, debajo de ella, un jersey de cuello alto negro. Tenía el pelo escaso, entreverado de gris y aventado, como si se hubiera puesto el pulóver sin después alisárselo—. ¿Quiénes firmaremos? —repitió para mayor énfasis.
—Damián Santisteban, cura obrero —me aclaró José Luis, pero yo ya lo conocía. Me lo había presentado Javi hermano un día a la salida de misa en los jesuitas de Serrano.
—Firmaremos todos, Damián —dijo Julián Gómez—, todos los que estamos aquí hoy y todos los que se quieran sumar.
—Es que la Iglesia tiene que estar presente…
—Sí, bajo palio, ¿no te jode? ¿Y por qué no Peret y el Porompompero? —saltó otro desde la primera fila. Llevaba el antebrazo y la muñeca escayolados; debía de ser una rotura vieja porque la escayola estaba muy sucia y pintarrajeada.
—No hablo de esa Iglesia del régimen, hablo de la Iglesia de los pobres, la de nuestros hermanos.
—Un respeto —interrumpió Iñaki—. Que al obispo Añoveros casi lo echan de España por una homilía defendiendo la diversidad de los pueblos de este país.
—¡Al grano, compañeros! —cortó Javier Rosales—. Propongo que se constituya un comité de redacción y que mañana a más tardar colguemos el manifiesto en los cartelones de anuncios de las facultades y le entreguemos una copia a Nováis.
—¡Bien! —un grito al unísono.
—El comité de redacción estará compuesto por los de esta mesa más Julián Gómez, el compañero —señaló al etarra con la barbilla—, el cura Santisteban, Ruiz de Olara —di un respingo al oír el nombre de Borja, y José Luis me apretó el muslo—, los tres de Comisiones y el camarada del PSP que representa al viejo profesor Tierno. ¿Hay acuerdo?
—¡A mano alzada!
Una nube de manos se levantó y así se dio por aprobada la moción.
—Los demás, tranquilos a casa.
Nos estaban esperando. Ya lo creo que nos estaban esperando: un frente de grises, todos con el casco puesto y las porras desenfundadas. Detrás de ellos, más grises llevaban fusiles preparados para disparar balas de goma y, en medio de todo, siete u ocho montados a caballo, también con las porras en la mano. Aquel dispositivo lo mandaban un capitán y un teniente, me dijo José Luis, que en esto de las estrellas en la bocamanga se manejaba bien. Nos iban a masacrar.
Todos, estudiantes y policías, nos quedamos inmóviles, nosotros en la escalinata de la facultad, ellos, al otro lado de donde se aparcaban los coches, justo entre la calzada y el jardín al fondo del cual estaba la Facultad de Filosofía. Creo que todos teníamos el mismo miedo.
—Es el momento de que demuestres tu dominio con los caballos —me dijo José Luis en voz baja, pero luego me apretó la mano para que supiera que era una broma e infundirme confianza—. A ver quién echa a correr primero.
—Espera —exclamé de pronto—. Esperad.
—¿Qué? ¿Pero qué haces?
No sé qué clase de locura me impulsó a hacerlo. Es posible que pensara por instinto que a mí no me iban a hacer nada. Tonterías de una insensata. Muerta de miedo, me abrí camino entre todos los que estábamos allí, bajando los anchos escalones, sorteando a unos y otros hasta que llegué a la calzada. Entonces anduve unos pasos más y me paré, allí en medio, Dios mío, me iban a matar. El corazón me latía desbocado. Sentí que, de puro pánico, se me habían saltado las lágrimas y me corrían por las mejillas. Sólo los caballos piafaban y se agitaban inquietos. Dos o tres recularon contra los grises de a pie. Pero los caballos no me inquietaban.
El capitán, que estaría a unos diez metros de mí, levantó la mano derecha y dijo:
—Deténgase.
Como si yo no estuviera ya más parada que una estatua.
—Oiga —carraspeé porque no me salía la voz—, oiga, señor…
—Capitán.
—Eso, capitán.
El capitán miró detrás de mí. Volví la cabeza y, allí, a pocos pasos estaban José Luis, Borja y Marta que se habían puesto delante de todos los demás. Alcé una mano para que no se movieran, por favor, que no se movieran. Noté, sentí en el estómago, que la fila de grises se agitaba y, volviéndome de nuevo hacia ellos, mantuve la mano levantada, pero ni siquiera me di cuenta. No sabía lo que hacía con mis gestos.
—Oiga, capitán. Ninguno quiere líos. Nadie quiere pelea ni follón. Sólo queremos irnos a casa. Ha sido un día muy largo. Estamos cansados, tan cansados como ustedes. Y yo, yo al menos, tengo muchísimo miedo. ¿Por qué no nos deja que nos vayamos en paz?
—Acérquese.
Me acordé de que cuando ordenaba al Ton, mi perro labrador, que acudiera, tardaba unos segundos en decidirse a venir hasta mí, como si temiera que lo fuera a castigar.
No me moví. Y el capitán dijo:
—Venga aquí.
Entonces eché a andar, remolona. Cuando llegué a su altura, sonrió, tenía una bonita sonrisa.
—Tiene usted más valor que todos ésos, que todos sus compañeros.
—Se equivoca. Ellos están dispuestos a pelear y a que ustedes los machaquen con sus porras. Yo sólo quiero irme a casa. —Suspiré—. ¿Qué tengo que hacer?
—Diga a sus compañeros que se pongan en fila de a dos y que salgan por aquí en medio. —Me parece que este capitán no tenía muchas ganas de guerra.
—¿Puedo pedirle una cosa?
—Dígame.
—No les haga sentir que los ha vencido. No los humille. —Todavía no sé qué me impulsó a decir semejante tontería. ¿En qué estaría pensando? ¡Qué humillaciones ni qué ocho cuartos! Debí de imaginar que éramos actores en una novela de aventuras. Y yo, una heroína romántica. No lo recuerdo y no le encuentro otra explicación. Ahora estoy segura de que arriesgué llevarme un buen porrazo: no me parece que los grises estuvieran atentos a los sentimientos de la gente y menos, a los de los sufridos estudiantes. Estábamos todos, todos, muertos de miedo. Ésa era la verdad. Y seguro que entre la probable violencia de la policía y el incongruente desfile pacífico de mis compañeros de asamblea no habría más que un suspiro. Cualquier mínimo movimiento en falso desencadenaría una batalla campal.
El oficial me miró fijamente en silencio. Y luego:
—Está bien. ¡Teniente!
—¿Mi capitán?
—Que los hombres se aparten, que guarden las defensas y dejen un pasillo para que los estudiantes se vayan en paz.
—A la orden, mi capitán.
—Y ¿teniente?
—Diga, mi capitán.
—No toleraremos desmanes. Si esta gente se quiere ir en paz, que se vayan. Si quieren lío, lo tendrán.
—Gracias —dije.
—Que se lo agradezcan a usted, señorita. ¿Cómo se llama?
—Lola. Dolores, vamos, Dolores Ruiz de Olara.
—Dolores Ruiz de Olara, ¿eh? ¿Y qué estudia?
—Medicina.
—Doctora Ruiz de Olara, ¿eh?
Asentí.
Guiados por un impulso que nadie entendía, todos los asistentes a la reunión desfilaron en silencio, sin alborotar, como si no pasara nada y no fuera necesario retar a nadie con la mirada para sentirse victorioso. Cuando sólo quedábamos nosotros cuatro, el capitán me miró e hizo con la cabeza un gesto seco de asentimiento. Habíamos cumplido los dos. Se giró en redondo y dirigiéndose al teniente le espetó: —A los coches todos.
Fuimos andando despacio hacia mi coche, que había quedado aparcado en la Facultad de Medicina. Hacía frío, un atardecer ventoso y desapacible. Ninguno decía nada. De pronto, cuando íbamos a cruzar la gran avenida de la ciudad universitaria, a la altura del caballo de Huntington, mis rodillas cedieron y, de no haber sido por Borja hermano y José Luis, que me sujetaron cada uno por un brazo, me habría ido al suelo.
Me ayudaron a sentarme en un banco y, de golpe, me puse a temblar como una hoja. Hubiera querido parar, pero no lo conseguía. Me castañeteaban los dientes y recuerdo que jadeaba y me caía saliva de la boca. Creo que estaba en estado de shock. Me dio una arcada. José Luis me dio un pañuelo y después me sujetó la frente y me bajó la cabeza hacia las piernas. Sudaba frío. Ahí quedamos durante un buen rato hasta que empecé a respirar mejor. Levanté la cabeza, miré a los tres y finalmente asentí.
Borja me pidió las llaves del R5 y lo fue a buscar.
En una cafetería de Moncloa nos sentamos a una mesa del fondo. Marta fue a por coca-cola para mí y un café para ella. Me parece que los otros dos se pidieron un lingotazo de coñac o de ron.
Ninguno abrió la boca durante unos minutos.
—Ya —dije por fin—. Estoy mejor.
—Lola —dijo Borja—, estás como una cabra. ¿Pero cómo se te pudo ocurrir semejante disparate?
Me encogí de hombros.
—Ya ves. —Miré a mi hermano con más detenimiento—. Oye, ¿pero tú no tenías que quedarte en el comité de redacción?
—Sí, pero les dije que volvería enseguida.
José Luis me tenía cogidas las manos entre las suyas y me miraba con una media sonrisa. De vez en cuando hacía gestos negativos con la cabeza, moviéndola con incredulidad de derecha a izquierda.
—Esto que te decía yo del control que tienes sobre los caballos no debías tomártelo tan en serio…
—Imbécil. —Solté sus manos.
—¡Ah! Menos mal, vuelve a ser la Lola faltona de siempre. La heroína del día. Tuviste suerte de que te tocara un capitán menos bestia de lo habitual. Y además, no podía apartar los ojos de tus tetas…
—Idiota. —Me había puesto como un tomate.
—Huy, lo que ha dicho —exclamó Marta—. ¡Si las niñas de la Asunción no tienen tetas! Es un hecho conocido.
Por fin nos reímos todos, yo con risita de conejo, bah, pero lo peor había pasado, aunque todavía no podía sujetar el vaso de coca-cola, de tanto como me temblaban las manos.
—¿Pero cómo se te ocurrió? —repitió José Luis.
—No sé. No lo sé. Me dio de repente. Me dio un miedo horrible de que se armara una carnicería. —Reí de nuevo—. ¿Sabéis lo que pensé en ese momento? Que no se podía armar una carnicería porque yo todavía no era médico y no sabría cómo curar, ya sabéis, coser heridas de bala.
—Tú estás tonta —dijo Borja. Luego se puso muy serio y añadió—: Por mí, eres la heroína del día, ¿eh? Nos libraste de un buen follón, pero no creas que todos pensarán igual. Muchos de los que estaban ahí querían el enfrentamiento, querían pelear, tirar piedras, levantar una barricada… Querían que los detuvieran y se los llevaran a la Puerta del Sol. Ésos no saben lo que es una buena tunda en los calabozos. Pero es parte de la lucha, ¿no? ¿Protestas contra Franco? Las fuerzas del orden tienen que ser consecuentes con sus ideas preconcebidas y tienen que salir a hacer el bestia… Es su modo de legitimarse. No es así, claro está, pero si son malas ellas, es malo el dictador.
—¿Qué quieres decir?
—Pues que parte del ejercicio de esta tarde, Lola, consistía no sólo en redactar un manifiesto, sino en salir a pelear.
—¿Y?
—Pues que lo has impedido y no va a gustar a los compañeros. Allí había románticos, había gente genuinamente decidida a luchar contra la dictadura y a conseguir una amnistía para todos los presos y esas cosas, y había tipos de partido, gente dura y encallecida que seguía consignas. No te quepa la menor duda de que una de las consignas es el desorden callejero.
—¿Y entonces por qué no se pusieron a pegar puñetazos cuando estaban en medio de los grises? Nadie se lo impedía.
—Sí. Tú. Tú se lo impedías. Con un solo acto de valor les habías robado el protagonismo y los habías dejado sin capacidad de reacción. No te lo van a perdonar. —Miró el reloj—. ¡Buf!, tengo que volver… Mañana nos vemos.
—¿Viste a Javier Rosales arengando a las masas? —le pregunté.
—Ya lo creo. Es el típico maoísta agazapado.
Todos soltamos una carcajada.