14
Había bailado agarrado en los guateques. También con Simon en Positano, en mis momentos de mayor coquetería y con un año menos de edad, pero no era lo mismo. Antes dominaba yo. En la boda de Juan hermano tres meses antes había bailado un par de veces con Chema el guaperas (desde entonces, cuñado mío en tanto que hermano de Charo) y lo había pasado bien, pero, con tanto amigo de mis padres, tanto pariente, tanto uniforme de embajador y tanto ministro escudriñándome, o eso me parecía, me había sentido incómoda, no muy a gusto, como si fuera un pato mareado. Sólo me divertí comiendo ensalada de langosta y cuando papá me sacó a bailar un foxtrot, aunque para mí, las estrellas de la noche habían sido Borja y Marta, que no habían parado de bailar y reír. Le pregunté a Marta al día siguiente camino de Villaurbina y puso los ojos en blanco.
En fin. Para la ocasión de la Boîte del Rugby, José Luis se había puesto mocasines, algo pelados en la punta pero, al menos, ligeros, como para bailar. Llevaba calcetines blancos, pantalón pata de elefante y una chaqueta de verano, milrayas. «De Bilbao», me aclaró. Yo me había puesto una falda bastante mini, con pliegues, pero ni mucho menos como las de Mary Quant; más al estilo de las que intentábamos aparentar acortándonos el uniforme del colegio a base de enrollarlas en la cintura. Las madres nos obligaban a ponernos de rodillas y si las faldas no llegaban al suelo, venía sor Angelines con una tijera y nos deshacía el dobladillo o nos tiraba de la enagua hacia abajo.
La Boîte del Rugby era un rectángulo alargado más bien pequeño, con grandes ventanales a derecha e izquierda que permitían ver los campos de deportes, todavía iluminados por el sol de la tarde.
—¿Qué quieres tomar? —me preguntó José Luis.
—¿Y tú?
—Yo, un cubalibre.
—Pues yo una coca-cola.
—¿Nada más?
—Nada más, que luego os propasáis.
Se sonrojó.
—Yo contigo no me propaso. —Bajó la vista y en voz baja, añadió—: Esperaré a que te propases tú.
—¡Sí, claro! Vas listo, chicarrón de norte. Ya te puedes sentar a esperar.
Bailaba mejor de lo que me esperaba, despacio, con mucho ritmo, un poco como papá pero sin ser papá. De pronto, en un bolero que tocaba la orquestina, un trío que supongo era de mala muerte, aunque no me acuerdo, mientras el vocalista cantaba sin estridencia, me sentí arropada, encajada en el cuerpo de José Luis, como si mi cintura lo hubiera estado esperando desde siempre. Me desconcertó sentirme tan turbada, casi encendida. Suponía que una chica como yo debía ser capaz de controlar estas cosas, pero no me lo esperaba y, por segunda vez en mi vida, me reblandecí por dentro y sentí que perdía la noción, supongo que del tiempo, como si me pudiera importar. Fue como con el esquiador italiano el invierno anterior en Zermatt, sólo que mucho más intenso, como si una borrachera repentina me hubiera puesto a merced de José Luis, ¡ja!, el embriagador involuntario. Borrachera de los sentidos lo llamaba Marta, que me advertía de estas cosas dándoselas de experimentada y yo la acusaba de ser una cursi.
Suspiré. José Luis debió de notarlo porque se apartó para mirarme. Después, como si fuera lo más natural del mundo, sonrió y acercó su cara a la mía (¡haciendo caritas a la primera, santo cielo!) y siguió bailando como si tal cosa.
Estuvimos allí hasta bien pasadas las nueve y media, casi sin hablar, moviéndonos al ritmo de los boleros y las rumbas y el rock de Hair, abstraídos, disfrutando de mi primera intimidad, de mi primer rato sin control.
Por fin miré la hora y exclamé: «¡Dios mío!».
—Corre, ven, te llevo a tu casa y me voy a la mía, que mis padres me matan. ¿Dónde vives?
—No, no, da igual. Déjame en el metro.
—Que dónde vives, anda, no seas pelma.
José Luis suspiró.
—Al final de Goya, en la plaza de Felipe II. Yo te digo.
El portal de la casa donde vivía, una pensión que, según me dijo, era muy barata y admitía estudiantes, resultaba bastante lóbrego; sólo lo iluminaban dos o tres bombillas de débil luz. Pensé en el portal de casa y, por primera vez en mi vida, me dio vergüenza aquella entrada noble que daba a Serrano, con nuestra escalera a la derecha, alfombrada hasta arriba y decorada con grandes tapices en las paredes; por su parte, la escalera que subía a los tres pisos superiores, con un ascensor antiguo en el centro, de los de cristales biselados y madera de caoba, quedaba a la izquierda, enseguida después de la jaula acristalada del portero y el acceso a la escalera de servicio, que era lo primero con que se topaba uno al entrar. Al fondo del portal, la puerta de cochera daba al patio donde guardábamos los coches.
—No es lo más bonito de Madrid —dijo José Luis—, pero es barato y el metro me deja en Arguelles…
—Pero ¿no te iría mejor un colegio mayor?
Rió.
—¡Claro! Y un chófer a la puerta con el coche de papá. —Me apoyó una mano en el brazo—. Perdona, Lola, no me quería meter contigo. No me lo tengas en cuenta, que ahora me voy a ir solo a la cama, así, solo y triste, a recordar tu cintura y tu jersey de angora dándome calor.
Me puse como un tomate y, para disimular mi confusión, dije:
—No era de angora, idiota. Era de Shetland.
—Uuuh, de Shetland, nada menos.
—No seas imbécil.
—¿Te veo mañana? ¿Quieres que vayamos a bailar? Dime que sí y haré una colecta entre mis compañeros.
—No seas tonto. Anda, bájate, que me tengo que ir a casa.
Se inclinó hacia mí para abrir su portezuela y, de pronto, muy deprisa, me dio un beso furtivo en los labios y salió del coche de un brinco.
—¡Idiota! —exclamé. Decididamente estaba utilizando un vocabulario más bien restringido de insultos y tontunas.
Quise arrancar y, como era de esperar, se me caló el Renault. No quise ni mirar hacia donde estaba José Luis y, por fin, pude marcharme con la dignidad casi intacta y la boca llena de ensoñaciones.
—¿Y a ti que te pasa? —preguntó Miguel cuando nos sentamos a cenar. Por suerte, mis padres habían salido a un cóctel seguido de comida y no estaban en casa al llegar yo.
—Nada. ¿Qué me va a pasar?
—No sé, tienes cara de pasmarote.
—Déjame, anda.
Mi hermano se encogió de hombros y reabrió el libro que tenía cerrado sobre su dedo índice. Lo colocó encima del plato y se puso a leer como si eso fuera su cena. Era de la colección Penguin, una novela de Evelyn Waugh, me pareció.
Cenábamos en el comedor de diario. Pili no estaba. Supongo que había ido a hacer manirás con el pobre Perico a Parsifal o al Whisky and Jazz. Perico había aprobado las oposiciones y, como estaba previsto, pediría la mano de Pili ese mismo otoño o, todo lo más, en enero. Como de costumbre, mamá había acertado al fijar la fecha con meses de antelación, dando por hecho que el chico cumpliría.
Javi bendijo la mesa. Lo hacía siempre. Borja estaba en las musarañas y Miguel, a quien la religión dejaba indiferente, seguía leyendo como si tal cosa.
De pronto, desde detrás de la puerta del office, asomó la cabecita de la Chispa. Venía recién bañada, con una bata rosa muy cursi, lista para irse a la cama, girando por todo el comedor como una peonza y riendo como un gorrión.
—Vamos, Chispa —dijo la tata María, apareciendo detrás de ella—. A la cama, pilla.
—No María, anda —interrumpí—, déjamela un rato y luego la llevo yo. Que no la veo nunca.
La Chispa se abalanzó sobre mí y se encaramó a mi silla. Agarrándose de mi cuello, se sentó a horcajadas sobre mis muslos.
—Hey, pilonga, que eres una pilonga, te ha hecho dos trenzas la tata, ¿eh?
—Sí —contestó la pequeña y se apretó contra mi pecho.
—Pues estás muy guapa.
—Sí.
Flor, la vieja cocinera, entró cojeando en el comedor. En las manos todas retorcidas por la artrosis, traía una fuente con una enorme tortilla de patatas encima. Fue recibida con una aclamación general.
—Anda, que estáis más tontos que qué… Venga, María, llévate a la niña que a éstos se les enfría la tortilla.
Flor no quería vivir en casa; tenía su propio piso cerca de la avenida de América y lo compartía con una hermana costurera a la que un año antes habían diagnosticado alzhéimer. Balbina, que era como se llamaba la hermana, siempre venía dos veces por semana a coser a casa. Cuando se enteró de su mal, mamá dijo que iba a conseguirle una residencia de la Seguridad Social para que la pobre fuera internada o, si no, que pagaríamos una privada. Meses después, Balbi dejó de venir; entonces la sustituyó Luisa, que era un sol de persona, siempre algo asustada por sus hijos y por el marido, que era inspector de policía. Además de coser, Luisa limpiaba la plata y si no estaba Flor, que libraba los domingos, hacía una tortilla casi igual de buena. No quería que se enterara porque no se llevaban muy bien y Flor, que, además de malhumorada, era muy celosa de sus competencias en la casa, se enfadaba con ella. «Bastante tengo con mis hijos», decía Luisa. Cuando se casó uno de ellos, fui a la boda en Torrejón de Ardoz.
La mayor parte de los días Benito recogía a Flor en su casa y luego la volvía a dejar por la noche. Una vez que, en octubre o noviembre del 75, más o menos un año después del momento «primer baile con José Luis», estuvo cenando en casa José Solís, que entonces era el ministro encargado del inmutable Movimiento, se empeñó en que saliera la cocinera a saludar para que él pudiera felicitarla por la espléndida comida. Los hermanos que estábamos cenando en el comedor de diario nos enteramos de aquello y fuimos en tropel a darle la enhorabuena a Flor. Nos miró a todos con el ceño fruncido y, sacudiendo la cabeza, dijo:
—¡Payaso!
Eso me parece que también opinaba de él papá. Aquella misma noche, después de la cena, nos contó que el caudillo, ya gravemente enfermo, casi agonizante, acababa de encomendar al ministro inmutable un viaje a Marruecos para, gitaneando con el rey Hassan II («gitaneando», había dicho Franco, «gitaneando», le repitió Solís a mi padre), salvar lo que pudiera salvarse del desastre del Sahara, después de la Marcha Verde, el fracaso de la resistencia del Ejército español a entregar el territorio y el desastre de la misión del príncipe, que había ido a animar a las tropas («Le aconsejé que no fuera pero, qué queréis, no tuvo más remedio»).
—¿Creéis posible un lenguaje tan burdo? —exclamó papá—. Hombre, sé que no estamos en el Congreso de Viena, pero, caramba, una expresión un poquito menos chusca le daría a la misión de Solís en Rabat un barniz algo más diplomático. No nos quedan muchos amigos en el mundo, qué se le va a hacer. En fin, me ha dicho que tengo que ir con él. ¿Para qué? —concluyó sacudiendo la cabeza. Entonces Miguel le preguntó si creía que mandaban a Solís porque hablaba el mismo lenguaje que Hassan II y de este modo conseguiría hacerse entender y acabaría convenciendo al rey. Papá lo miró con el ceño fruncido—: El rey de Marruecos es bastante más fino que eso y la gente en España se equivoca si cree que es sólo un moro de mierda con el que se puede chalanear así como así. —Dijo «¡moro de mierda!», de verdad, de verdad que lo dijo. Me quedé muda de la sorpresa: muy enfadado debía de estar papá para decir una grosería semejante. Nunca antes le había oído soltar un taco o recoger una expresión tan despectiva respecto de nadie.
Se encogió de hombros:
—De todos modos, lo mejor que nos puede ocurrir es que Marruecos se quede con el Sahara y nos deje en paz. Bastante tenemos con lo que está a punto de pasar aquí.
—¿Crees de verdad que hay que soltar el Sahara así, sin más? —preguntó Borja.
—No, hijo, no lo creo. Creo que tenemos obligaciones internacionales que respetar y obligaciones con los saharauis y que deberíamos de quedarnos allí incluso a riesgo de una guerra con Marruecos.
—¿Y entonces?
—Pues… que una cosa es enseñar los dientes, y eso lo puedes hacer si eres Estados Unidos, y otra es plegarse a las circunstancias en un momento de especial debilidad como ahora, con el caudillo en el lecho de muerte y la incógnita del futuro. Hay que hacer lo que hay que hacer, incluso si es tapándonos la nariz.
Para entonces, todo en España estaba ya mal y los hermanos entendíamos que papá viniera caliente del trimestre horroroso que le había tocado vivir. Faltaba apenas una semana para que muriera Franco, el ejército acababa de fusilar en septiembre a cinco chavales y en Europa se había armado la gorda, como decía Miguel: hasta nuestra embajada en Lisboa, el palacio de Palhavá que mis padres conocían tan bien, había sido asaltada y casi destruida por masas de manifestantes indignados con las ejecuciones. «Comunistas», dijo mamá, escandalizada, «se han llevado hasta la plata».