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Y tú ¿por qué estudias Medicina? —le pregunté el lunes siguiente cuando nos tomábamos un café en el bar de Filosofía.

Se encogió de hombros.

—Ni idea.

—O sea, que te metes en un lío de carrera de diez años y no me digas que tienes dieciocho años porque tienes pinta de mucho más. Para cuando termines serás el decano…

—Veintidós.

—¿Veintidós? ¿Y dónde has estado hasta ahora?

Levantó un hombro.

—Por ahí.

—¿Sí? ¿Haciendo qué?

—Mis cosas.

—O sea, que te haces médico y no sabes para qué.

—No. Perdona: sí sé para qué. Lo que no sé es por qué lo hago.

—¿Para qué?

—Para curar a gente. No como tú, que lo haces para descubrir enfermedades y que te den el Nobel. ¿Montas a caballo? Tienes pinta de montar a caballo.

—¿Y qué? —Me había puesto colorada como un tomate.

—Nada, que yo no. Lo más cerca que he estado de un caballo es de los de los grises en las manifestaciones.

¿Por qué este hombre conseguía ponerme a la defensiva todo el rato, en cuanto abría la boca?

—Pues sí que monto a caballo. Al menos me servirá para calmarlos cuando venga a por mí un gris con la porra levantada. —Sonreí—. Tú ponte detrás de mí, chicarrón del norte, que te ahorrarás algún mamporro.

Sacudió la cabeza con sorna:

—Con esa cinturita no te veo yo haciéndoles frente. Apuesto a que también esquías.

—Como los ángeles —intervino Marta que hasta entonces había estado leyendo un ejemplar de Pueblo. Era una perversa.

—No digas bobadas, Marta.

—Y además apuesto a que sólo esquías en Suiza. Sólo que ahí no me ganas, porque yo también. Quiero decir que yo también esquío. No tan fino, porque sólo voy a Baqueira, pero ahí te quiero ver.

—Cuando quieras, pequeño. Si eres tan bueno, te pondré a hacer carreras con Paquito Fernández Ochoa, que éste va a ganar las olimpiadas.

—Mira —dijo Marta de pronto—, ahí va Borja.

En efecto, mi hermano acababa de entrar en el bar acompañado por una chica rubia con aire de americana.

—Borja, ¿eh? —dijo José Luis—. ¿Es tu novio? Tiene una pinta de señorito que no puede con ella. ¡Cono! Se ha puesto hasta el colrulé negro para parecer proletario.

—Es mi hermano —dije sin moverme para que Borja no me viera. Marta volvió la cabeza hacia mí y sonrió—. Y se viste siempre de lo mismo. Estudia arquitectura. —Como si eso le quitara el estigma.

—Ya me parecía igual de guaperas que tú. ¿Cuántos jerséis iguales tiene? Porque yo sólo tengo uno. ¿También monta a caballo?

—Pero ¿tú eres tonto o qué? —Me puse de pie—. Me voy a clase.

Andando hacia la facultad, le pregunté a Marta:

—Oye, ¿a ti no te molesta que Borja ande con otras chicas?

—¿A mí? ¿Por qué me va a molestar? Él sabrá.

—Creí que…

—Las apariencias engañan, chica.

Luego, ya en clase, José Luis me ignoró del todo. Sólo al final, cuando recogíamos los textos, me pasó una nota escrita a lápiz en un trozo de papel doblado. «¿Te vienes a bailar esta tarde a la Boîte del Rugby? Di que sí, anda». Le miré e hice que no con la cabeza.

—¿Qué te dice ése? —preguntó Marta mientras íbamos hacia el coche.

—Nada, que me quiere llevar a bañar esta tarde.

—¡Venga ya! ¿A dónde?

—A un sitio que se llama la Boîte del Rugby. No sé ni dónde está.

—Boîte. Vaya cómo son éstos. Es una discoteca aquí al lado, en la pista de atletismo detrás del colegio mayor brasileño.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—He ido con Borja.

—¿Mi hermano?

—Sss. ¿Vas a ir?

—Ni hablar. Mamá me mata. Oye, ¿de verdad que a ti no te molesta que Borja ande con otras chicas?

—¿Por qué? El mundo es libre, ¿sabes? Él no me pregunta y yo no le pregunto. No me he casado con él, ¿eh? ¿Vas a ir a la Boîte con José Luis o no?

—No sé. No sé lo que hacer con mamá.

—Ya eres mayorcita, Lola, y además no se va a enterar.

—Ya, no se va a enterar. ¡Dios mío! ¿Y eso qué es? —exclamé señalando hacia una confusión de gente que, un centenar de metros más allá de donde estábamos, parecía correr, dispersarse, volver atrás y saltar adelante, todo al mismo tiempo. Un muchacho vino corriendo hacia nosotras con cara de pánico hasta que se detuvo a unos pasos de donde estábamos. Se volvió a mirar hacia la conmoción y se quedó quieto, como si no pasara nada. De pronto, unos grises, tres o cuatro, se separaron del grupo y echaron a correr hacia donde estábamos todos los demás. Llevaban las porras desenfundadas en actitud amenazante. Me pareció que corrían a tontas y a locas sin saber muy bien lo que hacer. A un hombre de mediana edad, que se había detenido a un costado de la gran explanada que bordeaban las Facultades de Medicina, Farmacia y Odontología, y que se mantenía inmóvil por si acaso, uno de los policías le propinó al pasar un porrazo en un hombro. Me dio tiempo a ver que el hombre doblaba una rodilla, al tiempo que oí la voz imperativa de José Luis que nos gritaba «¡atrás, atrás!» a Marta y a mí. Nos agarró por un brazo a cada una y tiró de nosotras hacia la escalinata y el interior de la facultad.

—Aquí no nos pasará nada —dijo jadeando.

Cortada la respiración, tuve que dejar pasar unos instantes antes de poder decir nada. Marta también jadeaba pero había en su cara una expresión excitada, casi sonriente.

—¿Qué ha sido eso? —pregunté. Me latía el corazón desbocado. Sentí pánico de golpe y me puse a temblar. Tenía las rodillas flojas—. ¿Habéis visto cómo venían? Al pobre señor casi lo tumban…

—Es un catedrático de Odontología.

—¡No me lo puedo creer! Pero ¿a qué viene todo esto?

—Si fueras de San Sebastián, estarías acostumbrada, chica. Eso es lo que se llama una carga policial de las fuerzas de seguridad, que se han visto obligadas a utilizar sus defensas para dispersar a una muchedumbre de peligrosos elementos.

—¡Pero si eran cuatro gatos! —exclamé.

—Cuatro gatos, pero peligrosos al fin. Elementos disolventes de la sociedad, ya sabes. No, no sé lo que habrá pasado, pero no es nada nuevo. Esto, en la universidad, es el pan nuestro de cada día, ya veréis. Están ahí en el jardín, sentados en una asamblea, qué sé yo, para redactar algún manifiesto, una cosa más bien inofensiva, y de pronto llegan quince o veinte fachas con el pelo engominado y guantes negros y se ponen a sacudir. Como son unos descerebrados, en vez de ilustrarse, se pasan el día en el gimnasio y están cachas, de modo que sacuden la badana a los pobres compañeros sin que éstos tengan fuerzas para defenderse. Y entonces —añadió levantando un dedo—, llegan los grises, se ponen de parte de los fachas y también sacuden a los de la asamblea libre. ¡Ya!, libre.

—Gracias por sacarnos de ahí. Porque nos habrían cascado a nosotras también.

—Seguro… Pero no tiene mérito. A vosotras, que sois muy finas, nunca os ha pasado esto. Yo tengo costumbre. Costumbre de correr, vamos.

Marta rió.

José Luis nos miró a las dos.

—Ahora en serio —dijo—, tenéis que andar con cuidado e intentar no meteros en líos. Para eso estamos los demás. De verdad que hay muy mala gente por ahí y no se andan con remilgos. Cuanto más monas y más finas, más arriesgáis. Y otra cosa, Lola. En la Boîte del Rugby es en el único sitio en el que no hay grises ni fachas. De modo que no corres ningún peligro yendo conmigo esta tarde. —Me miró serio de hito en hito y de pronto soltó una carcajada. Tenía los dientes muy blancos y los labios algo espesos. Creo que me conquistó entonces.

—Sí, pero están los panteras como tú, que sois peores que los de las porras.

—De veras, que me voy a comprar una colonia para oler como tú y levantaré el meñique al coger la copa.

Mirando a Marta, dije:

—Se ponen muy pesados, ¿eh?

—¿Qué contestas? ¿Eh, niña bien?

—Uf, bueno, vale, pelma, que eres un pelma. —Me latía el corazón desbocado.

—No te has resistido nada —dijo Marta.

Me encogí de hombros. Se me habían subido los colores.

—Ándate con tiento —me dijo luego Borja en casa antes de comer. Mirábamos por las ventanas del comedor hacia la calle de Serrano.

—¿Por qué?

—Sé lo que me digo, Lola. Está la universidad muy peligrosa… Por mucho que le quitemos hierro delante de los jefes…

—¿Tú también estás con esta historia de que me tengo que quedar en casa no vayan a venir los lobos? De verdad, que pareces mamá.

—No, no lo digo por eso. Oye, guapina, que respirar aires de libertad está muy bien y se ensanchan los pulmones. Es por otra cosa. Te lo advierto porque los peligrosos son los grises y, peor aún, los de la Brigada de lo Social. Sólo quiero que tengas cuidado con quién hablas y qué cosas haces y a qué sitios vas…

—Oye, Borja, voy con quien quiero y a donde me da la gana.

—Chica, qué bárbara, dos días en la universidad y ya pareces Rosa Luxemburgo. No te estoy diciendo nada, sólo que andes con cuidado. De verdad, Lola, que sé lo que me digo.

—¿De qué habláis? —preguntó mamá entrando en el comedor.

—De nada, de carreras —contestó Borja.

—¿Universitarias o de las otras? —dijo Miguel, que venía detrás de mamá.

—¿Qué otras hay? —quiso saber Javi.

—Nada, Javi, las eclesiásticas, que vas para papa, no hay más que verte.

—¿Eres imbécil o qué?

—Lo que quería decir Borja —insistió Miguel— es que, además de las de provecho, están las carreras que se pega uno huyendo de las cargas policiales…

—Miguel, joé. —Juan, que también acababa de entrar en el comedor, se frotó las manos vigorosamente para disimular. Era un gesto medio de expectación medio de entusiasmo que había copiado de Enrique Lerma, su nuevo jefe. Pero se le notaba la preocupación por lo que pudiera pensar mamá de los peligros de la vida de estudiante, no se le fuera a ocurrir alguna tontería como prohibirme ir a la facultad. En el anular, a Juan le relucía la alianza de oro, bien nueva, sin una sola muesca del uso. Se había puesto bien guapo con el matrimonio; le sentaba bien. Y, por si alguien no fuera capaz de comprender que era un recién casado, detrás, pegada como una lapa, venía Charo, tan asustada de su suegra como de costumbre.

—Qué idiotas sois —dijo mamá con una media sonrisa—. Lo único que queréis es alarmarme. Ahora en serio, Lola, la universidad es un semillero de problemas, pero sé que te andarás con cuidado.

—Sí, mamá.

—No me «simamaees» como si estuviera senil, Lola.

—No, mamá.

—¡Aj! —Se dio la vuelta para mirar hacia la puerta del office por donde ya asomaba Benito—. Ya puede servir, Benito. No vamos a esperar al señor, que está a punto de llegar.

—Sí, señora marquesa.

—¿Tú también?

—No, señora marquesa.

—¿Qué hay de comer? —se oyó que preguntaba papá desde la puerta de entrada.

—Menestra y merluza rebozada, señor marqués.

—¡Qué bueno!

Papá siempre vestía impecablemente. Hoy traía un traje de franela gris, la camisa de seda cruda y una corbata azul de Hermes, también de seda, con pequeños dibujos de delfines. Me encantaban sus corbatas y los zapatos ingleses de lazo, brillantes de lo mucho que los cepillaba Benito.

—Papá —dije y fui a darle un sonoro beso en la mejilla.

—Vaya, menos mal que alguien me hace caso. Tengo complejo de mueble.

—No, papá, que te queremos —dijo Pili, sonriendo.

—¿Tú cómo le ves? —preguntó Miguel a Borja.

—Yo, más bien como aparador.

—Yo, como armario Luis XV, que estás engordando, papá.