12
Mi relación con la medicina no fue siempre así de triste. Para empezar, el 3 de octubre de 1974, temprano por la mañana, aterricé en la universidad por primera vez. El corazón, desbocado, me retumbaba en la garganta, y al abrir la puerta del R5 regalo de papá, se me encogió el estómago y me dejé ir a un bienestar excitado, casi sensual. Marta, que venía conmigo, y yo nos miramos y nos pusimos a reír. «¿Te das cuenta?», dijo.
Unas niñas bien, pijas, protegidas hasta entonces por familias absorbentes y sin problemas, se enfrentaban de golpe con este mundo desconocido y misterioso, seguramente perverso, que tiraba de ellas y les tentaba de un modo que acabaría siendo irresistible. El desorden, el tabaco, los cubalibres a media mañana, el bar de Filosofía, los platos del café llenos de colillas, los chicos desconocidos que te rozaban al pasar, que robaban uno de tus cigarrillos sin pedir permiso, que se habían dejado crecer la barba y llevaban el pelo largo como los Beatles, las chicas con vaqueros y jerséis ceñidos o camisas de hombre, con el pelo desaliñado y con los ojos pintados como único maquillaje. Todas fumaban y paseaban por los jardines de la Complutense hablando con gran seriedad, imagino que haciéndose las interesantes (o al menos yo lo habría intentado) o las intelectuales, bajo la suspicaz mirada de decenas de grises inmóviles en grupos de cuatro o seis con sus porras colgándoles del cinto y las pistolas, de las cartucheras; eran jóvenes y me pareció que tenían miedo. ¿Por qué habrían de tenerlo si ellos portaban las armas?
En el vestíbulo de cada facultad, grandes tablones de anuncios desaparecían bajo innumerables carteles convocando reuniones, ofreciendo habitaciones, vendiendo vespas, llamando a la revolución. «¿Vas a estudiar aquí?», te decían. «¿Medicina? ¡Joder! ¡Qué bestia!». «¿Y tú?». «Yo, Derecho, es la más fácil y tiene salidas; eso dice mi padre, al menos». «¿Y tú?», le preguntaban a Marta. «¿Yo? Físicas». «¡Hostia!». La primera blasfemia, el primer taco. «¿Qué hacéis luego?». «Tú, rubia, ¿te quieres casar conmigo?». «¿Nos vemos en el bar de Filosofía?». «¿A las doce? ¡Venga!».
Fui instantáneamente feliz y durante días viví instalada en una nube, de la que sólo me bajaba para volver a la realidad cotidiana de la calle Serrano. En los primeros tiempos, durante el almuerzo, papá me interrogaba sobre lo que eran mis clases, mis profesores, algunos de los compañeros, el ambiente que se respiraba en el campus, ¿la política?, cuidado con los sindicatos comunistas, no te metas en líos. Miguel y Borja, que eran los dos hermanos que iban entonces a la universidad y que, según me enteré luego, sí se metían en líos, callaban para evitarse problemas en la mesa. Mamá nos miraba con desaprobación, a papá incluido, como si esta aventura mía fuera una locura. Seguro que habría preferido que me quedara en casa para evitarme el contagio algo maloliente de las gentes remezcladas, estudiantes de todas clases, desaliñados morales y desde luego peligrosos para mi bienestar y mi futuro. No se atrevía a decirlo, claro está, porque eran ideas más propias del XIX y ella lo sabía. Pero a veces le veía fruncir el ceño. Y unos días antes casi consiguió impedir mi acceso a la universidad: a mediados de septiembre alguien había puesto una bomba en la cafetería Rolando, en el centro de Madrid, justo enfrente de la siniestra Dirección General de Seguridad, «los calabozos de la Puerta del Sol». Era a mediodía, a la hora de comer, murieron doce personas, ninguna de ellas policía, y hubo un montón de heridos.
—Tú comprenderás, Juanito, que esto es un ataque en toda regla de los terroristas y que me niego a tener a mi hija suelta por las calles arriesgando la vida.
—¡Pero qué tontería, mamá! —exclamó Miguel sin poderse contener—. ¿Qué quieres, que encerremos a Lola en la carbonera?
—Tú te callas —dijo mi madre—. Lo que es evidente es que el centro de la agitación, de los movimientos terroristas, de… de todo, es la universidad. Y no quiero que mi hija se exponga a… a…
—A nada, mamá —dijo Borja—, a nada. También le puede caer una maceta en la cabeza. Lo que es evidente es que todo Madrid se está moviendo, sacudido porque el régimen se acaba…
—¡Pero qué tontería!
—De acuerdo, no se acaba. Más a mi favor: por mucho terrorista que haya, no nos van a matar a cuarenta millones de españoles.
—Esto de Rolando —continuó Miguel— es un clásico: la mejor defensa es un ataque.
—¿De qué ataque hablas? —preguntó papá, abriendo la boca por primera vez.
—Bueno, está claro, ¿no? ¿Eh, papá? Pones una bomba para que muera gente y acusas al enemigo. Tira la piedra y esconde la mano. Para desestabilizar. Y mano dura.
—Pero ¿qué tonterías dices? Admito que el régimen se está pasando, pero esto… —Papá estaba enfadado—. O sea, que los propios policías han puesto una bomba para matar a sus compañeros. No. Esto ha sido la ETA, como lo de Carrero, para matar policías y sembrar el desconcierto y el miedo.
—Será eso —farfulló Miguel—. Ya veremos cómo acaba.
—Sí, pero, mientras tanto… —concluyó mamá.
—Mientras tanto, nada, Carmen. Los chicos tienen razón, por Dios. No podemos encerrar a la niña. Irá a la universidad como una chica cualquiera. Y sanseacabó. —Mi padre el demócrata.
Y así fue. En aquellos días de octubre del 74, Marta y yo nos enfrentábamos por primera vez a un mundo nuevo y lleno de vida. Pero no sabíamos si el miedo, combinado con la excitación que nos producía todo, se debía a la novedad brutal de lo que sucedía a nuestro alrededor o a la agitación que hervía en cada rincón de la ciudad. Manifestaciones, huelgas, reuniones, carreras fueron el pan nuestro de cada día. Y, claro, tanto trastorno hacía que un mundo como el nuestro, hasta entonces tan apacible, se removiera hasta las entretelas.
¿Pero dónde habíamos vivido, por Dios? ¿Cómo era posible que desconociéramos la realidad hasta tal extremo? ¿Y era todo aquello de verdad tan peligroso como decía mamá? Y, claro, en otoño del 74, la angustia de lo desconocido se convirtió de golpe en un bullicio que me corría por las venas quitándome la respiración. ¿Peligroso? Ahora comprendo que era tan peligroso como respirar, como estar enamorada. Todavía me da vergüenza pensar en lo que tenía en casa, en lo que eran mis privilegios, hasta entonces tan asumidos como si fueran la cosa más natural del mundo. Pues vaya.
Mi primera clase en la Facultad de Medicina, en un aula abarrotada por más de trescientos estudiantes, fue de Bioquímica. En ese primer curso nos propinaron de todo menos medicina: Biofísica, Biología, Biogenética, hasta Bioestadística. Bueno, y rudimentos de Anatomía. «Aquí no empiezan a ponerse serios hasta tercero, que es cuando nos trasladan a los hospitales», dijo uno que estaba sentado tres o cuatro asientos a mi izquierda.
Lo mejor de todo ese primer día fue el catedrático de Bioquímica, un hombre ya mayor que, dándole la vuelta a la gran mesa que lo separaba de nosotros, se cruzó de brazos, se apoyó contra el tablero y dijo:
—Buenos días, doctores.
Era una broma, claro, pero casi se me saltaron las lágrimas.
Un chico sentado a mi derecha me dijo.
—¿Cómo te llamas, doctora?
—Lola, ¿y tú?
—¿Yo? José Luis. ¿Nos tomamos luego un café en Filosofía?
Lo estuve mirando de hito en hito durante unos segundos.
—De acuerdo —dije por fin.
Era delgado, moreno, no demasiado alto y tenía cara de golfo. Le caía un mechón de pelo lacio sobre la frente y se había comido las uñas de la mano izquierda hasta la raíz. Cuando vio que le miraba la mano, la cerró.
—¿De dónde eres?
—De Madrid, ¿y tú?
—Ya me parecía que eras una niña fina del barrio de Salamanca. Hueles a perfume caro.
—Y tú, un poco a tigre. —Me puse roja como un tomate porque creo que era la primera impertinencia que le decía a alguien que no fuera conocido.
—Es que no me da para colonias, chica. A lo mejor me puedes prestar un tarro. Igual me pongo tan guapo como tú, que no te falta más que el collar de perlas y el conjunto Escorpión.
Aquello me sentó fatal porque, a propósito, me había vestido con vaqueros y sin ponerme joya alguna. Ni siquiera me había maquillado.
—Idiota —le dije. Y luego insistí—: Que de dónde eres.
—De San Sebastián. Allí le decimos Donostia, pero no a todo el mundo porque, con esto de ETA, te detienen sin preguntar y, hala, al calabozo de la DGS. Para los de aquí, especialmente para los de la Brigada de lo Social, los vascos somos todos terroristas. No sabes cómo lo hemos pasado con lo de Carrero.
—¿Por qué?
Resopló.
—¡Uf!, helicópteros sobrevolando el barrio viejo y la Concha, camiones llenos, pero llenos, de grises cubiertos con cascos aparcados al lado del ayuntamiento. Te paraban por nada y si no llevabas el DNI… a Inchaurrondo.
—¿Inchaurrondo?
—Sí, es el cuartel general de la Guardia Civil. Lo escribimos con tx, Intxa…, ¿sabes?, pero a ellos no se lo decimos porque también eso es sospechoso. En España no hay más ch que la ce hache.
—¡Pero vosotros habéis matado a Carrero!
—¡Pero qué vamos a matar a Carrero! Yo estaba en San Sebastián celebrando la Navidad. Entiéndeme, no es que no celebrara su muerte, pero desde luego no intervine. Ni yo ni el noventa por ciento de los vascos.
—¿Y de qué sirve su muerte?
—¿De qué? Pues para cortarle las alas a los fachas.
Reí.
—Te debería presentar a mi madre.
—¿Sí? ¿Qué le pasa?
—Nada, que está empeñada en que vais a por nosotros.
Me miró a los ojos.
—Yo sí: a por ti.
Me ruboricé otra vez. Decididamente, el José Luis éste me iba a acabar confundiendo con un semáforo.
—No digas tonterías.
—No digo tonterías.
—Bueno.
—¿Por qué estudias Medicina?
—¿Por qué? —titubeé—. Desde siempre he querido. —Reí una vez más pero para disimular mi confusión—. No creas que lo hago porque voy a salvar el mundo o voy a descubrir una cura para el cáncer o me voy a ir a las misiones…
—No tienes pinta de eso, no.
—¿Y tú qué sabes?
—No sé. Sólo digo que no tienes pinta de redentora.
—Bueno. La verdad es que desde hace mucho tiempo decidí que quería curar a gente, ¿sabes? Sólo eso. Sobre todo a niños… Los niños enfermos lo pasan fatal.
—Ya. Premio Nobel. ¿Qué haces este fin de semana?
—Me voy fuera.
—Vaya… ¿Con la gente de tu clase? ¿A la finca de papá?
—No digas bobadas. —De hecho, era verdad que me iba a Villaurbina pero no se lo iba a contar a este descarado.
De golpe, entonces, José Luis pareció desinflarse, como si se le hubieran bajado los humos y toda esta bravata fuera no más que una coraza que endosaba para reforzar el ánimo y vencer su timidez. Me habría gustado que así fuera.
Me acompañó hasta mi R5, todo reluciente. Quise esfumarme y perderme entre la gente antes de llegar al coche, pero no me dejó.
—Vaya —dijo, recuperando de golpe su osadía—. ¿Me das tu número de teléfono?
Me subí al Renault sin contestar, arranqué y le sonreí mientras pensaba: «¡Por Dios, que no se me cale, por Dios, que no se me cale!». No se me caló el motor y pude hacer una salida que me pareció triunfal.