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Dos semanas antes, que creo que fue cuando las cosas empezaron a estropearse en serio, el padre de Dimas estaba esperándome en la puerta de mi despacho cuando llegué a mi planta del hospital temprano por la mañana:

—Doctora Ruiz de Olara, ¿cómo van las cosas?

—Pues… Pase a mi despacho, ¿quiere?

—Sí, claro. —Y luego—: Me refiero a Dimas.

—Ya lo sé.

—No lo veo mejorar.

—No va muy bien, no. —Carraspeé. Descolgué la bata del perchero y me la puse por encima de la blusa. Rodríguez no hizo siquiera el gesto de ayudarme. Me metí las manos en los bolsillos de la bata y le miré—. Permítame que le sea franca. A su hijo le pasan tres cosas, señor Rodríguez. No le estoy descubriendo nada que usted no sepa, puesto que lo hemos hablado en más de una ocasión. Primero, el pobre crío lo está pasando muy mal. Muy mal. Sufre mucho, le duele todo el cuerpo y está asustado…

—¿Y usted cree que a nosotros no nos afecta?

—Segundo —seguí como si no me hubiera interrumpido—, la metástasis le ha llegado al cerebro y es más que probable que le afecte al nervio óptico y acabe dejándolo ciego, lo que le va a aterrar. Y tercero, me temo que por mucho que porfiemos, la prognosis no es buena. Siento mucho tenérselo que decir así, pero usted es al único a quien puedo hablar con franqueza.

Rodríguez había palidecido.

—No veo que Dimas esté mejorando —insistió con terquedad.

—No.

—¿Qué quiere usted decir? Hable con franqueza.

—Ah, señor Rodríguez, quiero decir exactamente lo que le estoy diciendo y lo que, con la mayor delicadeza posible, le estoy repitiendo desde que nos trajeron a Dimas. —Era bien consciente de lo injusto de mi tono desabrido, pero ¿qué otra cosa podía decir? ¿Debía enmascarar lo que le pasaba a Dimas para que aquel imbécil pudiera seguir ignorando la realidad y buscando consuelo sólo para sí mismo? Dios mío, ¿a donde había ido a parar mi carácter amable y cordial de siempre?—. La verdad, me parece cruel que sigamos haciéndole sufrir…

—¿Pero qué está usted diciendo? —exclamó con violencia.

—Sólo que sería conveniente empezar a aplicarle cuidados paliativos.

—¿Cuidados paliativos?

—Sí. No curan pero quitan el dolor. Para eso está la medicina del dolor. Y le repito, señor Rodríguez: su hijo está sufriendo mucho.

—¡Pero eso equivale a matarlo!

—No, desde luego que no. Equivale a que deje de sufrir, a que su dolor se le haga un poco soportable. Tenemos que mantenerlo con vida, pero no a costa de un sufrimiento insoportable…

—Eso quiere decir que Dimas se quedará amodorrado, igual que muerto y nos lo habrán quitado en vida. ¡De ninguna manera!

—Señor Rodríguez… —dije en tono conciliador.

—¡De ninguna manera! ¡Usted no me puede robar a mi hijo, no puede quitarnos a su madre y a mí sus últimos momentos de conciencia!

—¿Sólo para que no les duela a ustedes? —murmuré, pero el hombre estaba tan descompuesto que ni me oyó. ¡Qué cansancio me causaba todo esto!

—Además, ¿quién dice que Dimas no tiene cura? ¿Eh, doctora? ¿Quién?

—Bueno… Me temo que es una evidencia médica, que la metástasis es imparable…

—Tienen que darle más quimioterapia, que es lo que cura el cáncer, doctora —dijo con sarcasmo—. Parece mentira que yo se lo tenga que recordar.

—No tiene que recordarme nada, señor Rodríguez. Dimas está recibiendo quimioterapia. Lo estamos cuidando hasta el límite.

—No es lo que dice la doctora Marugán.

—¿Perdone?

Pillado en falta, se mordió los labios.

—Bueno…, ella, en realidad, cree que un tratamiento más agresivo curaría a Dimas…

—¿Un tratamiento más agresivo? ¿Quiere usted decir un tratamiento masivo que abrase los tumores…?

—Eso quiero decir.

—¿…y destruya al niño? Porque, no se engañe, el sufrimiento no amainará y el cáncer no se detendrá. Y Dimas morirá igual, pero sufriendo más.

¿Pero cómo podía yo estar diciendo semejantes cosas? Estaba furiosa, desde luego, y había perdido toda mesura. Sabía que debería haber callado todo lo que estaba saliendo de mi boca, pero me sublevaba comprobar la ceguera de aquel tipo. Esta conversación, además, me pillaba cansada y con el nivel de tolerancia muy bajo: los últimos quince días en la planta de oncología infantil del hospital habían sido terribles. Se nos habían muerto cinco niños, uno detrás de otro. Para mí, para mis médicos, para todas las enfermeras, aquello resultaba moralmente insoportable. El desgaste emocional estaba siendo excesivo. Sin embargo, debería haber comprendido lo que el estado de salud de Dimas estaba haciendo con el ánimo de sus padres, que era lo verdaderamente importante, por mucho que las reacciones de éstos fueran las equivocadas. Y me escandalizó este ejercicio mío de autocompasión, me anonadó este sorprendente egoísmo. ¿De dónde me salía?

Lidia Marugán era la gota que colmaba el vaso. En aquel momento tuve que resistir la tentación de ir a buscarla para sacarla a patadas del hospital: junto a la cerrazón del padre, ella era la provocadora de tanta supersticiosa estupidez. Tratamiento más agresivo le iba yo a dar. Me habría gustado decirle a Rodríguez que, si tanto le seducían los métodos curativos de la doctora Marugán, se llevara a su hijo a la clínica de Lidia y nos dejara en paz a todos. Pero, claro, era imposible. La deontología más elemental, por no hablar del juramento de Hipócrates y mi corazón comprometido, me impedían desentenderme de un paciente sólo por la rabia que me producía su padre: tuve que recordarme que mi obligación era Dimas, el cuidado de Dimas, el dolor de Dimas, y maldita si iba yo a permitir que aquella hipócrita meapilas, con sus melifluas beaterías, se pusiera a fingir que iba a ser capaz de curarlo. ¿Qué iba a hacer? ¿Rezar el rosario? Porque a Dimas no lo curaba ni la Virgen María.

Estaba furibunda. Suspiré hondo:

—En esta enfermedad no ocurren milagros, señor Rodríguez. Sé bien cuánto dolor sienten ustedes, pero…

—Como dice la doctora Marugán, no hay enfermedades incurables, hay terapias equivocadas…

—Perdone, pero me parece bastante imprudente que la doctora Marugán discuta y acuerde con los padres de un niño gravemente enfermo la prognosis del mal y el tratamiento que le es aplicable. Debo decir que estoy más que sorprendida. ¿Quiere usted que la doctora Marugán se encargue del tratamiento de Dimas a partir de ahora?

Tardó unos segundos en contestar:

—No, claro que no.

—¿Se lo ha propuesto usted? ¿O ella a usted?

El hombre titubeó.

—En realidad, no. La propia Lidia me dijo que aunque quisiera, no podía arrebatarle el cuidado de Dimas. Usted es la médico que tiene a mi hijo a su cargo…

—Sí que puede usted. Le basta con decirlo. Pero es usted quien tiene que decirlo, sólo usted. Es libre de hacer lo que quiera, naturalmente, pero no olvide que yo tengo la obligación de cuidar de Dimas y yo le digo lo que como médico creo que debe hacerse para atender a su hijo de la mejor manera posible y con el menor sufrimiento para él.

—Bien. Acepto lo que me está diciendo. Dicho todo lo cual, doctora, rechazo de plano cualquier idea de terapia paliativa porque no sirve de nada a efectos de la enfermedad.

—Sirve a efectos de que a Dimas no le duela, amigo mío. —Error: no debí llamarle amigo.

Rodríguez me miró con frialdad.

—No voy a discutirlo más, doctora Ruiz de Olara. A mi hijo no se le hunde en un mar de inconsciencia para que muera y el último y permanente recuerdo que guardemos de él sea el de una piltrafa agonizante.

—Está bien, está bien. De acuerdo. Los padres mandan. Dejémoslo aquí por el momento. Si le parece, iremos hablando a medida que pase el tiempo. Dependiendo de cómo evoluciona Dimas, decidiremos el curso a seguir.

Que llamara a Dimas «piltrafa» me escandalizó tanto, me había sublevado de tal manera que salí de mi despacho sin más, dejándolo plantado y con la palabra en la boca.

—Venga, Lola —me dijo Mari al verme salir del cubículo.

Con la palma de la mano me sequé una lágrima de rabia que se me había saltado sin querer. Las enfermeras me miraron con aprensión.

—Mari, llama a José Luis Batalla a El País y dile de mi parte que como con él mañana.

—¿No sería mejor esperar unos días a que se te pase el cabreo?

—No.

Además, sabía por qué Lidia Marugán no había querido hacerse cargo del pobre Dimas. Estaba tan segura como yo de que ese niño se moría y no quería cargarse con la responsabilidad y el fracaso. La muy perra.

Fui derecha a los lavabos de la planta y doblada sobre la taza del váter, me dieron cuatro o cinco arcadas secas y luego vomité el desayuno de aquella mañana. Café con leche y bilis.