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Lady Lavinia Russell y mamá (conmigo de testigo, aburrida a muerte por estar siendo exhibida como trofeo de caza ante todas las cotillas oficiales de Madrid) se encontraron merendando cada una con su grupo de amigas, en Embassy, el salón de té de la esquina de la Castellana con la calle Ayala.

—He oído que Simon ha invitado a tu muy guapa hija Lola —me saludó con una sonrisa— y a su hermano Miguel a unas excavaciones disparatadas en Anatolia este verano —dijo lady Lavinia, riéndose—. No quiero decir que sean una locura, sino simplemente que hay que ser decididamente excéntrico para ir a remover tierra a un desierto bajo un sol abrasador sólo para buscar botijos rotos —dijo «botihos».

—¿A ti qué te parece, Lavinia? —preguntó mamá.

—Bueno, un pago escaso y algo envenenado para la espléndida semana que mis chicos pasaron con los vuestros en la finca.

—Fue un verdadero placer.

—Lo pasamos muy bien —añadí.

—¿Sí? Dice mi hijo que montas muy bien a caballo.

—Bah. Y él hace muy bonitas acuarelas.

—Bueno. Estas excavaciones, que a nosotras nos parecen unas ocurrencias extravagantes, son dirigidas por profesores de universidad especialistas en arqueología y financiadas por una fundación muy sesuda, así que me parece que pueden ser tomadas con cierta seriedad. En cualquier caso, diría que un veraneo en Anatolia es desde luego menos arriesgado que un curso para extranjeros en la Sorbona de París. ¿No te parece?

Mamá me miró con su aire de sopesar opciones. Si la conocía, sin embargo, ya había decidido que Simon representaba poco peligro para mi honestidad. De no haber sido así, ni con una pistola apuntándole a la cabeza habría permitido esa vacación, por mucho que yo acabara de sacar la máxima puntuación de España en el bachillerato y me mereciera un premio («sonado», había dicho yo al plantearle mi viaje a Turquía). Papá ya me había prometido un regalo sorpresa para cuando cumpliera los dieciocho años (estaba bastante segura de que sería un Renault 5), pero era mamá la que decidía sobre las cuestiones mayores. Sabía que ella empezaba a relajar sus estrictas normas porque la tata me había contado que mis padres habían discutido cómo y cuándo debía abrirse la mano con una chica, buena estudiante y a punto de ir a la universidad a cursar una durísima carrera.

—Un poquito de flexibilidad —había pedido papá—, caramba, Carmen, que la niña es ya una mujer.

Sí, el día menos pensado mamá iba a dejar que me quitara las medias de lana negra del colegio. Una vez que le había pedido que me sacara de la Asunción para ir a terminar el bachillerato al colegio Estudio, a donde iba Marta, se negó en redondo.

—Bastante laicismo vas a tener en la universidad para que yo ahora te deje abandonar al final de una sólida formación religiosa como la que te dan en la Asunción. No, hija, ni hablar. Terminas allí.

No sé lo que entendería por «sólida formación religiosa».

—Un día deberías ir a clase de religión en la Asunción, mamá —dije en voz inaudible.

Fue el veraneo más maravilloso de toda mi vida y lo único reseñable de él fue aquel viaje, puesto que la boda de Juan en junio, después de tanto esperarla, había sido un tostón.

El vuelo a Estambul se me hizo cortísimo. Fuimos Miguel y yo haciendo escala en Atenas y nuestro avión, antes de aterrizar, pasó de tal modo que por la ventanilla izquierda pudo verse la Acrópolis. Nada que ver con las postales: un verdadero espectáculo de grandiosidad y de fuerza. Y antes de la Acrópolis, el comandante también llamó nuestra atención sobre el cabo Sunion.

—¡Mira! —exclamó Miguel—. El templo de Poseidón… Parece un esqueleto de columnas blancas sobre el mar.

—Eres un cursi, pero es verdad que es precioso. Hemos hecho bien en sentarnos a este lado del avión. Deberíamos habernos guardado un día para visitar Grecia.

—Ya… Nos paramos en Atenas y no llegamos a excavar ni a Anatolia ni a nada.

—Está bien. Está bien.

Pero sí tuvimos dos días de estancia en Estambul. Al principio, mamá se había alarmado pensando que seríamos raptados, asesinados o alguna cosa por el estilo, pero papá, que para eso mandaba mucho, habló con el cónsul general allí y se aseguró de que nos esperaría en el aeropuerto y nos daría cobijo. «Éste quiere ser embajador y está haciendo méritos», oímos que le decía a mamá para vencer su resistencia. A Miguel y a mí nos habría gustado más estar solos a nuestras anchas, el primer sabor de la libertad, pero, bueno, menos daba una piedra. No recuerdo que hubiera mucho que reseñar de nuestra estancia: el cónsul nos llevó a ver las dos mezquitas, la Azul y la de Santa Sofía, el Topkapi y el zoco, haciéndonos correr por sus callejas llenas de cachivaches, alfombras, especias y metales bruñidos, como si estuviera a punto de producirse el fin del mundo y resultara urgente salir de allí. Luego nos dio de cenar croquetas y tortilla de patatas. Una imaginación fulgurante puesta al servicio del Estado. En cualquier caso, su tortilla no le llegaba ni a la suela del zapato a la que hacía Flor en casa y no digamos las croquetas que ella llamaba «cocretas». El cuarto de baño de la habitación de huéspedes olía a cañería, como los de Villaurbina.

Había contemplado Estambul con el aire suficiente de una señoritinga que está de vuelta de todo y, a la salida de una de las mezquitas, Miguel me llamó paleta. Algo avergonzada, me prometí volver cuando no me impusieran una pesada carabina y pudiera moverme como me diera la gana por los bares y los pequeños restaurantes de comida turca y de delicias de las mil y una noches, con el rastro aún vivo de poetas franceses de la sensualidad, encaramados a pequeñas terrazas cubiertas de buganvilla. Desde ellas se divisaban los puentes que cruzan el Cuerno de Oro abarrotados de gentes y coches. Pero aquella vez seguimos camino hacia Ankara.

La capital turca era entonces, y creo que sigue siendo, una de las ciudades más feas del universo: llena de piedras, calor y polvo.

Al llegar allí, se acabó la vida muelle.

En el aeropuerto nos esperaba Simon Russell con un todoterreno y un conductor de aire feroz y grandes bigotes llamado Oglül. Oglül nos llevó a una velocidad de locos por una carretera que era peor que los caminos y dehesas de Villaurbina. Íbamos botando de un sitio a otro de los asientos y poco me faltó para acabar sentada en el regazo de Simon. Durante casi una hora fuimos bordeando Ankara en dirección este.

—Me da un poco de vergüenza preguntar —dije a gritos para hacerme oír—, pero ¿adónde vamos ahora?

—Bogazkóy —contestó Simon, también a gritos.

—Bogazkóy —repitió Oglül con expresión salvaje.

—Boga… ¿qué?

—Bogazkóy es el poblado donde se encontraron los primeros restos de la civilización hitita en el siglo XIX. Está como a 130 kilómetros de Ankara…

—¿Por esta carretera?

—Por esta carretera.

—Los hititas —dijo Simon al cabo de un rato de horrorosas sacudidas— fueron un pueblo que ya era citado en la Biblia. De hecho, hay referencias en el libro segundo de Samuel el profeta a un Urías el hitita, que combatió al lado del rey David contra los amonitas. —Rió—. David le pagó mandándolo asesinar porque Betsabé, la esposa de Urías, mientras su marido combatía, había acabado en la cama de David y, encima, éste la había dejado encinta.

—Espera —interrumpió Miguel—, Betsabé fue la madre de Salomón, ¿no?

—Sí.

—¡Pero si creía que el rey David era tierno y desayunaba miel y frutas! —exclamé.

—Desayunaría lo que quieras —dijo Miguel—, pero por lo que parece era un pájaro de mucho cuidado.

—No se andaban con vicios menores, desde luego —dijo Simon riendo de nuevo—. Los hititas fueron un pueblo muy belicoso. De hecho, guerrearon con Amenothep IV, el faraón egipcio, y le disputaron la hegemonía en la región, en lo que hoy es Turquía, Siria, la Mesopotamia, casi hasta el Sinaí. Ya lo creo. Hasta llegaron a saquear Babilonia…

—¿Y todo esto cuándo ocurrió? —pregunté.

—Pues desde el siglo XIX antes de Cristo hasta el X o el IX.

—¿Y cómo no sabemos nada de esto? Sabemos de Babilonia y Nínive, de los faraones egipcios y su civilización, de Creta y las tribus de Israel, ¿y no sabemos nada de los hititas?

—Desde luego, en lo que hace a las monjas de la Asunción no tenían ni idea —cortó Miguel con una carcajada—, pero no tenían ni idea de nada.

—Estas cosas pasan porque las civilizaciones se extinguen, destruidas por batallas, degeneración, pobreza, hambre, qué sé yo.

—¿Y qué hacemos aquí?

—Exhumar botijos, como diría mi madre. En realidad pasaremos calor, dormiremos en tiendas sobre unas parihuelas de lona, nos ducharemos poca…

—Poco —le corregí.

—¿Ducha no es femenina?

—Ducha sí, Simon, pero los que nos ducharemos poco seremos los demás.

—Bueno… Comeremos camera viejo y arroz y estaremos tres semanas picando barro seca para sacar a la luz unas tablillas de escritura hitita cuneiforme que nos darán las claves de su civilización…

—¡Qué horror! —exclamé.

—En realidad —continuó Simon riendo—, ninguno tendremos acceso a las claves de su civilización, que sería lo única interesante. De eso se ocuparán los profesores que dirigen las excavaciones… Nosotros somos meros peones.

—Hace falta ser inglés para dejarse engatusar de esta manera —dijo Miguel.

—Por cierto, Lola, te he traído tus instrumentos de trabajo para que te vayas familiarizando con ellos. —Y sin más explicaciones, Simon me entregó un pincel de los usados para pintar acuarelas y una pequeña rasqueta de metal—. Guárdalos como si te fuera en ello la vida. Si los pierdes, tendrás que cavar con las manos.

Fueron, sí, tres semanas de un calor insoportable, de un trabajo agotador y minucioso bajo un sol de justicia aun cuando nos protegieran unas sombrillas rectangulares hechas de hojarasca seca, con el rastro permanente del olor a carnero viejo, y la piel de las manos raspada, las uñas rotas y las rodillas ensangrentadas y llenas de costras. Tenía la culpa de nuestros disfraces la canícula: sólo llevábamos pantalón corto y camisetas de algodón. En mi caso, el precio a pagar por la relativa comodidad eran las miradas furibundas de Oglül, no sé si a mi trasero o a mi poitrine, cuyo tamaño entonces me tenía avergonzada.

Todo valió la pena: aún recuerdo la excitación de encontrar, limpiar y extraer mi primera tableta de escritura hitita. Había pasado cuatro o cinco días mimándola y quitándole el barro y las esquirlas de piedra hasta que apareció en todo su esplendor. Pegué un grito y enseguida acudieron los dos profesores que nos dirigían, tan entusiasmados como yo. Por lo visto el hallazgo fue valiosísimo puesto que la tablilla tenía un texto bilingüe egipcio-hitita que facilitaba su interpretación.

Aquella noche fui muy festejada y tuve derecho a dos tazas de té en lugar de una.

Sacamos centenares de fotos de todo aquello, incluida una del bajorrelieve de una diosa desnuda verdaderamente sexy con alas de grandes plumas que le asomaban por detrás. Los catedráticos dijeron que se trataba de Aserdus, la diosa de la fertilidad. Bueno. Todavía conservo el álbum de fotos de Muñagorri de todo aquel verano.

Cada instante fue maravilloso: sudábamos, reíamos, cantábamos a la luz de la luna con el acompañamiento de chirimías y tamboriles, y yo veía cómo Simon me miraba con arrobo. Me dediqué a coquetear con él de manera descarada; no me gustaba nada, pero era la primera vez en mi vida que me sentía segura y controlando una situación y me volqué en ella con la malicia del neófito.

Algunas noches, antes de caer rendidos de cansancio, Simon y Rose, con la ayuda de los dos profesores, organizaban lecturas escenificadas de tragedias de Shakespeare. Un día era la escena del foro romano tras la muerte de Julio César, otro, el balcón de Romeo y Julieta, tan sensual, otro, alguna batalla de Ricardo III o las dudas del príncipe de Dinamarca. El testuz maloliente del carnero de turno acabó siendo la calavera de Hamlet.

Se nos fueron las tres semanas en un soplo.

Y además, para quitarnos el cansancio y la suciedad, los Russell nos llevaron a la villa que tenían en Positano y pasamos diez días más nadando en el agua azul del Mediterráneo, visitando Capri, Pompeya y Herculano y comiendo pizza. Simon nunca se atrevió a declararse.

Franco estaba en el hospital desde julio y el príncipe hacía de interino. «Algún día se tiene que morir», dijo Borja. «¿Sabéis que hay un tío en España con el dedo índice más gordo de Europa? Es de tanto pegarle a la mesa diciendo ¡de este año no pasa!».

Papá veía mucho al príncipe, al que llamaba don Juanito y al que conocía bien de la estancia de ambos en Estoril. Por lo que decía, se entendían bien y eran buenos amigos. Los despachos (así los llamaban) le encantaban: el príncipe, jefe de Estado por unos pocos meses («por desgracia», aseguraba papá), demostraba saber de los asuntos del mundo y me parece que los dos se divertían mucho arreglándolos.