MÁS ALLÁ DE LORDAT

17 de marzo de 1244

—Lo más sensato sería que fueras a Lombardía.

Roger no reaccionó.

—Allí están los jefes de la Iglesia de Dios. También han huido muchos nobles desterrados y otros creyentes. En el territorio del emperador están por lo pronto a salvo, —argumentó Amaury—. El emperador Federico es suficientemente fuerte para ofrecer resistencia a Roma.

—¡Los Buenos Cristianos de aquí también me necesitan!

Habían encontrado un escondite en una gruta no muy profunda, pero que ofrecía suficiente protección contra el gélido viento. Se habían turnado para dormir algo. Ahora esperaban al anochecer a fin de poder seguir su camino. Los dos estaban muertos de hambre, mas no tenían nada que comer. Había suficiente agua para beber, pues al pie de la pendiente que llevaba a la gruta corría un arroyo entre las rocas.

—Hemos hecho lo que podíamos, —consideró Amaury—. Hasta ahora hemos actuado bajo el mando de Montségur. Allí llegaba toda la información y de allí procedían las instrucciones. Al matar al obispo Bertrán Marty y desterrar a Pedro Roger de Mirepoix, han arrancado la cabeza y el corazón de la resistencia. Ahora, mientras la Inquisición siga actuando impunemente, cada uno irá a lo suyo. Es demasiado peligroso. Si no quieres pasar el resto de tu vida encadenado, tienes que huir. ¿Qué te ata aún a este país? Estás en el mejor momento de tu vida. No la eches a perder por una causa perdida.

—¿Por qué tengo la sensación de que queréis libraros de mi?

—Porque sigues sin fiarte de mi.

No era un reproche, sólo constataba un hecho.

—¿Acaso no he emprendido esta huida con vos?

—Porque ninguno de los dos lo habría logrado solo.

—Os he dado el beneficio de la duda.

—¿Y a qué debo agradecer ese honor?

—Estuvisteis en Avignonet…

Amaury rió con desdén.

—¿Y eso me convierte en un héroe como los demás? Ya te dije en una ocasión que no me enorgullezco de haber estado allí. No hice nada. Fue una matanza horrible, indigna de un caballero. Lo único que conseguí fue examinar los documentos de la Inquisición, en los que aparecía tu nombre como testigo en la denuncia contra Sicard de Bessan. A partir de aquel momento tuve la certeza de que existías.

Hubo un silencio. Entonces Roger dijo de repente:

—Si Lombardía es para vos la única salida, os indicaré una ruta segura. Yo me quedo aquí.

Amaury negó con la cabeza.

—Conozco todas las rutas seguras, Roger. Las he utilizado a menudo para acompañar a los Buenos Cristianos. Pero si no quieres creerme y no estás dispuesto a seguir mis consejos, no sé qué demonios hago aquí.

—Tenéis razón. Es mejor que nos separemos.

—No me refería a eso.

—Seguiré solo. Prefiero que no me acompañéis a donde voy, —dijo Roger—. Además, eso despistará a Sicard.

Se puso en pie y se ciñó las armas al cinto.

—Espera por lo menos a que haya anochecido, —le advirtió Amaury.

—Sé lo que me hago. Conozco esta zona mejor que él.

Se dirigió a la entrada de la cueva y escudriñó los alrededores.

No se veía un alma, sólo rocas y árboles desnudos.

—Suerte, —dijo la voz de su padre. No volvió la vista atrás.

También Amaury se preparó para salir. Esperó en la entrada de la gruta hasta que Roger hubo desaparecido. Lo vio descender hacia el arroyo que susurraba por el valle y luego escalar corriente arriba siguiendo el curso del cauce. Abajo ya no había nieve y si seguía avanzando sobre las rocas no dejaría rastro. Amaury se preguntó adónde iría. En esa dirección no había más que montañas agrestes donde en invierno no había nadie, ni siquiera pastores. ¿Hasta dónde podría llegar en esa zona inhóspita sin víveres y sin flecha y arco para conseguir algo de comida? A pesar de ello, avanzaba seguro de sí mismo. Roger sabía lo que hacía, a fin de cuentas conocía esta zona. Más le convenía preocuparse de sí mismo. Lombardía no le atraía especialmente. A dos días de camino en dirección este había, eso sí, algunos castillos en manos de los señores occitanos, Puilaurens y Fenouillet. Y un poco más lejos, a lo largo de la frontera con Cataluña, el nido de águilas de Quéribus. Allí se refugiarían seguramente los faidits de Montségur, aunque quizá fueran asediados en poco tiempo por las tropas francesas.

Entre tanto, Roger había desaparecido detrás de los matorrales.

Amaury controló como de costumbre si sus armas colgaban en su lugar, y se disponía a emprender el descenso hacia el arroyo cuando de súbito vio que algo se movía. Se quedó quieto, fundiéndose con la sombra de la entrada de la gruta. Junto a la orilla, en la parte seca del lecho del río que Roger había cruzado poco antes, se movía cautelosamente un ballestero. Se había quitado el arco del hombro. Con una mano sujetaba una flecha, dispuesto a cargarla. Llevaba los colores de Limousis.

Roger estaba ya demasiado lejos. No podría avisarle con un grito y ello no haría sino delatar su presencia al ballestero. Sin duda el hombre no estaba solo, pero Amaury no podía ver a nadie más.

Abandonó la cueva y avanzó entre los árboles, en lo alto de la pendiente. No era fácil seguir el ritmo del arquero. Su camino estaba sembrado de matorrales y ramas caídas, mientras que el terreno allá abajo estaba más despejado. De súbito, el otro apretó el paso. Después de correr un poco se detuvo para tensar la ballesta. Amaury se olvidó de las precauciones de seguridad. Roger, al que no podía ver, no había notado que lo seguían. Mientras el ballestero se tomaba el tiempo de apuntar con precisión, Amaury atravesó los matorrales hasta que estuvo a la altura del enemigo y entonces bajó retumbando por la pendiente blandiendo la espada. Alarmado por los crujidos de las ramas secas, el ballestero se volvió y apuntó a Amaury, que ya no podía frenar y seguía descendiendo a gran velocidad. Su ojo avezado reconoció el momento en que el ballestero soltaba la cuerda del arco. Justo a tiempo se lanzó contra un árbol.

La flecha pasó zumbando junto a su oreja. No dio oportunidad al otro de volver a cargar y se abalanzó sobre él. Empuñando su espada con ambas manos atacó al ballestero, que había desenfundado la daga y que tuvo justo el tiempo de esquivar el arma del caballero.

El segundo mandoble le alcanzó en el cuello, y justo después le dio el golpe de gracia, que se hundió en su cintura. El hombre se desplomó sin hacer ruido. Amaury retiró la espada y alzó la vista. A apenas treinta pasos de donde estaba había un segundo ballestero, inclinado sobre el arma y con el pie aún en la ballesta. Antes de que Amaury pudiera ponerse a cubierto, el ballestero se levantó y apuntó. Detrás de él se acercaban dos jinetes. Amaury sólo podía intentar agacharse a sabiendas de que una flecha siempre era más rápida.

La punta de hierro penetró en su hombro, le atravesó el cuerpo y volvió a salir por el otro lado. La fuerza con que lo alcanzó el proyectil lo derribó. Con un grito de dolor fue a parar entre los guijarros y los cantos rodados del lecho del río. La flecha se partió contra las piedras.

Cuando intentaba incorporarse vio que el ballestero preparaba una nueva flecha y tensaba la cuerda. El hombre se había acercado y desde aquella distancia podía herirlo mortalmente. El hombro de Amaury estaba aún entumecido por el golpe. Luego, el dolor se extendería por todo el cuerpo y lo dejaría indefenso. Sabía por la experiencia de otros heridos que se sentiría mejor si conseguía sacar el trozo de madera de su carne. Apretó los dientes, asió la flecha, la sacó de un tirón de la herida y sostuvo en alto el trofeo ensangrentado.

—¡Bessan! —gritó—. ¡Cobarde! ¿Por qué dejas siempre que otros hagan el trabajo sucio? ¡Sé un hombre y lucha!

Se puso en pie con dificultad y avanzó hacia el ballestero. El hombre dudó y volvió la vista fugazmente hacia los dos jinetes.

Desde su caballo, Sicard de Bessan hizo un gesto impaciente hacia el barranco en el que debía de encontrarse Roger. El ballestero comprendió que su señor quería ajustar personalmente cuentas con Amaury. Se puso el arma al hombro y echó a andar dando un rodeo al pasar delante del caballero, el cual arrodillado y encogido de dolor, se apretaba la herida con la mano. Cuando el ballestero hubo pasado delante de Amaury, éste cogió dos grandes piedras, se levantó de un salto y las lanzó con puntería a la cabeza del ballestero, que cayó al suelo inconsciente. Sólo tenía que dar unos cuantos pasos para llegar hasta él, hundir la espada en su cuerpo y agarrar la ballesta a fin de mantener a distancia a sus dos contrincantes. Pero no tuvo oportunidad de hacerlo. Sicard de Limousis espoleó al caballo, se inclinó hacia un lado en su montura y lo atacó con la espada.

Amaury consiguió detener el golpe con su propia arma. Los hierros entrechocaron. El jinete hizo avanzar el caballo y volvió a acometerlo. Amaury tuvo que hacer acopio de fuerzas para afrontar el ataque.

Retrocedió metiéndose en el lecho del río donde el caballo resbalaba entre los guijarros movedizos, por lo cual su jinete no podía apuntar con precisión. Era una lucha desigual que finalmente perdería. Se sentía muy vulnerable en su jubón, que no era nada comparado con la armadura de Sicard. Por ello recurrió a una táctica que en otras circunstancias habría considerado deshonrosa. Desenfundó la daga y asestó una puñalada al caballo. Ni siquiera le dio de lleno porque no tenía suficiente fuerza con el brazo izquierdo, pero consiguió lo que pretendía. El animal corcoveó y se encabritó, lanzando a Sicard al suelo. Ahora Amaury se hallaba por lo menos en igualdad con su contrincante. Mejor incluso. Sicard cayó al suelo y necesitó tiempo para incorporarse debido a su pesada armadura; entonces Amaury clavó su espada en la masa recubierta por la malla de hierro. A juzgar por el bramido del joven noble, lo había alcanzado.

—¡Bessan, ésta era para ti! —gritó—. ¡Por qué has enviado a tu hijo, Bessan! ¡Atrévete a dar la cara!

A su espalda, Sicard de Bessan debía de contemplar la escena desde su caballo. Amaury no podía volverse, pues el joven Sicard se había puesto en pie y había reanudado la lucha. Sin embargo, sintió que el jinete se acercaba. Y también temía que el ballestero se inmiscuyera en el combate tan pronto como volviera en sí. ¿Qué más daba? Iba a morir, eso era seguro, pues un caballero herido no podía enfrentarse a tres hombres sin una armadura decente. Si por lo menos pudiera llevarse consigo a la tumba a uno de sus contrincantes, —¡preferiblemente, Bessan!—, Roger tendría más posibilidades de huir de sus perseguidores. Haciendo gala de auténtico desprecio por la muerte, atacó a su contrincante apretando los dientes y empuñando la espada con ambas manos. Golpeó al otro con todas sus fuerzas, mas éste se defendía con la espada y estaba protegido por su cota de malla, aunque por los gemidos de su contrincante comprendió que por lo menos había sufrido contusiones. Al borde de la desesperación, lanzó un bramido al tiempo que ponía todo su peso en un mandoble que alcanzó el brazo con que Sicard sujetaba la espada. El joven profirió un grito, mientras que con su arma atravesaba el jubón de Amaury. Sicard dejó caer la espada y se agarró el brazo que colgaba desvalido, fracturado por encima del codo. También Amaury se desprendió de su espada. Cayó de rodillas y se llevó las manos al costado. Respiraba con dificultad y su jubón desgarrado se iba tiñendo de rojo. La sangre le goteaba entre los dedos. Junto a él, Sicard de Bessan echó pie a tierra y exigió con un gesto de impaciencia la espada de su hijo. Amaury alzó la vista. Bessan se había quitado el yelmo y desde lo alto lo miraba con desdén por encima de su nariz aguileña. Había cogido el arma con la mano izquierda, mientras mantenía apretado contra su cuerpo el otro brazo, que no tenía ni la mitad de la longitud normal. La mano deforme colgaba de él sin fuerzas. Amaury recordó de pronto los registros de los caballeros hospitalarios de Carcasona: “No apto para el servicio militar debido a una tara de nacimiento en el brazo derecho”.

—Me gustaría matarte lentamente, colgándote de la misma cuerda con la que escapaste de Montségur, —dijo Bessan con menosprecio—. Pero aún tenemos que atrapar a tu hijo.

Punzó el pecho de Amaury con la punta de la espada.

—Vete al diablo, —gimió Amaury—. ¡Seguro que ya te estará esperando!

Amaury no era capaz de moverse y se preparó para la estocada mortal. Se preguntó si debía santiguarse y pedir perdón a Dios o si debía confiar en una próxima vida, en la que pudiera hacerlo todo mejor. Finalmente no hizo ninguna de las dos cosas. Respondió con entereza a la mirada de odio de Bessan, demasiado orgulloso para demostrar miedo, y haciendo acopio de valor para el momento en que la espada se hundiera entre sus costillas. Pero en lugar de atacar, el noble lo miró asombrado. Algo pasó zumbando justo por encima de la cabeza de Amaury. Oyó el sonido nauseabundo de una flecha que penetraba en un esqueleto, atravesando la armadura y el esternón. El brazo corto se elevó en un reflejo y Sicard de Bessan se desplomó con una expresión desconcertada en el rostro. El joven Sicard cogió la espada de las manos de su padre y se fue con ella dando traspiés. Su brazo roto se tambaleaba junto a su cuerpo. De súbito, Amaury empezó a sentir un hormigueo en la cabeza, como si alguien le clavara miles de alfileres en el cuero cabelludo. Poco antes de sumergirse en un pozo negro vio cómo Roger daba alcance a Sicard de Limousis y le rompía el cuello con un golpe de espada.