MONTSÉGUR
16 de marzo de 1244
En el amanecer grisáceo, la puerta principal de Montségur se abrió para dejar paso al enemigo. El comandante Hugo des Arcis entró en el castillo, seguido del arzobispo de Narbona, el obispo de Albi y dos inquisidores con sus ayudantes, los rehenes y una escolta de soldados fuertemente armados. Pedro Roger de Mirepoix los saludó secamente. Detrás de él se habían agrupado los Buenos Cristianos, precedidos de los dos obispos. El comandante francés mantuvo una breve entrevista con el castellano. Seguramente quería saber si éstos eran todos los herejes. Había más de doscientos. A continuación, el arzobispo de Narbona dijo en voz alta que los que quisieran abjurar de la fe herética dieran un paso adelante. Nadie se movió, nadie habló. Hugo des Arcis gruñó algunas órdenes.
Los soldados formaron un cordón en torno a los Buenos Cristianos y la masa se puso en movimiento. Pedro Roger de Mirepoix se retiró.
Fue al encuentro de Ramón de Péreille, que se había situado delante de la entrada de la torre para presenciar la partida de su esposa y su hija. Los demás habitantes se escondían. Sólo la guarnición se había alineado con todo su equipamiento militar, en el adarve de las murallas y en el patio del castillo. Todos los hombres se habían quitado el yelmo y lo mantenían debajo del brazo, aparentemente en señal de respeto por el vencedor, pero en realidad para rendir un último tributo a los que iban a morir. Estaban todos en posición de firmes, y ninguno se movía, como si fueran un elemento más del castillo, que para los condenados se había convertido en la puerta del cielo.
Amaury observaba a los soldados en la luz cada vez más clara del día. Se hallaba a mitad de la escalera que conducía al adarve, desde donde podía verlo todo. Dentro de su armadura de hierro empezaba a inquietarse cada vez más. Algo no marchaba bien. Siguió examinando los rostros impasibles de los arqueros, los sargentos, los caballeros. ¿Por qué no estaba Roger entre ellos? ¿Acaso había…? Angustiado pasó su mirada hacia los Buenos Cristianos, que ahora eran empujados por los soldados hacia la puerta. Buscó nervioso entre la muchedumbre que se movía lentamente, aunque ahora hubiera preferido no mirar todos esos rostros conocidos y menos conocidos, temiendo no poder contener sus emociones. Allí estaba el molinero, el Bon Homme que había molido el grano transportado por él cuando aún estaban en contacto con el mundo exterior. Entre las Bonnes Dames figuraba la mujer que había cocido el pan que los Buenos Cristianos partían y bendecían. Allí estaba el fabricante de bolsas que le había hecho algunos arreglos, y un poco más lejos en la fila el diácono al que había protegido durante unos años y muchos otros que conoció durante su estancia en la montaña. Algunas mujeres se aferraban unas a otras, muertas de miedo a pesar de su firme convicción de que podrían soportar el fuego. ¿Dónde estaba Pedro Sabatier, el Bon Homme que unos días antes le había preguntado si quería cambiar de opinión?
—A fin de cuentas ya no sois tan joven. ¿No teméis morir sin haber recibido el consolamentum? —le había preguntado.
Él le había contestado que todavía no estaba listo, que por lo pronto no temía a la muerte. ¿Dónde estaba Sabatier? ¿Y Roger, dónde estaba Roger? Los Buenos Cristianos fueron empujados a través de la puerta. Las órdenes se oían cada vez más fuertes. En cuanto hubo desaparecido el último, la guarnición en el patio se puso en movimiento. Amaury subió los peldaños de dos en dos hasta el adarve y se asomó, de nuevo en contra de sus propósitos, entre las almenas. Los soldados de Hugo des Arcis espoleaban a sus prisioneros para que se apresuraran. Empujaban a los pobres desgraciados obligándolos a bajar a trompicones por el sendero, aunque cargaran con enfermos y heridos, y los más ancianos no pudieran sino arrastrar los pies. La cadena humana descendía lentamente como una serpiente por la pendiente. Eran tantos que no los había podido reconocer a todos. ¿Acaso Roger había conseguido escabullirse para recibir el consolamentum en el último momento, sabiendo que su padre intentaría impedírselo?
¿Se encontraba tal vez entre los condenados a los que pegaban y daban patadas porque no se apresuraban lo suficiente? ¿Acaso tenía que permanecer allí impotente para luego ver cómo su hijo moría en la hoguera? Ojalá hubiera aceptado la propuesta de Sabatier: así se habría podido unir a ellos y habría podido morir con él, al menos unidos en la muerte.
En un descampado al pie de la montaña, los soldados de Hugo des Arcis habían levantado una empalizada. Dentro del cerco pudo distinguir algo que parecían ramas y paja. Los recuerdos de las quemas de herejes de las cuales había sido testigo volvieron a surgir como si acabara de presenciarlas: Castres, Lavaur, Carcasona, Tolosa.
Y también las historias que había oído sobre las de Minerve, Termes y Les Cassés. Imágenes terribles, indeleblemente grabadas en su alma. Se quedó paralizado, con los ojos fijos en lo que no quería ver, lo que nunca más hubiera querido volver a contemplar y que sin embargo tenía que ver.
La comitiva seguía bajando lentamente por el tortuoso sendero, a pesar de los gritos y la violencia de los soldados. El ruido parecía subir hacia el burgo, aunque las figuras eran ya tan pequeñas que no podía reconocer a nadie. Mientras tanto, habían encendido el fuego de la empalizada. El humo se elevó formando volutas y después las llamas se alzaron al cielo lamiendo las estacas. Sólo cuando los Buenos Cristianos hubieron llegado allí y fueron empujados contra la pared de madera, pudo ver Amaury que habían colocado escaleras, por las que debían subir los hombres y las mujeres para descender al otro lado en la hoguera. Uno por uno fueron trepando por los escalones, recibiendo a veces golpes o empujones. Algunos se lanzaban literalmente a las llamas después de tambalear sobre el último peldaño. El cántico in crescendo de los frailes que celebraban aquel momento de triunfo con odas ahogaba los toscos gritos de los soldados.
El arzobispo de Narbona y el obispo de Albi presenciaban el espectáculo emperifollados con toda su parafernalia. La sinagoga de Satanás, como ellos llamaban a Montségur, estaba purificada de la herejía. Su dios había vencido a los poderes satánicos con que los herejes habían intentado socavar a la Iglesia católica.
Amaury sintió náuseas. Cerró los ojos, pues a pesar de la gran distancia no podía seguir contemplando por más tiempo el terrible espectáculo. Sabía exactamente cómo era de cerca. ¿Era así como había llegado Colomba a su fin? ¿Era por esto por lo que no había podido encontrar su tumba? Y su hijo, ¿se encontraba allí abajo entre los que esperaban entregarse al fuego o era ya pasto de las llamas?
Pasó muchísimo tiempo hasta que el último hubo escalado la empalizada y hubo sido tragado por el humo. Amaury seguía allí petrificado, impotente. Eso tenía que ser lo peor, pensó, ser el último y contemplar la tortura que le esperaba. Se preguntó si el obispo Bertrán Marty habría dado el primer paso. Tal vez no había podido hacerlo, pues los habían trasladado como ganado al matadero. Desde este lugar, aquí arriba, no había podido verlo. A los de abajo eso les traería sin cuidado.
Entre tanto, los soldados de Hugo des Arcis se habían puesto en movimiento. Empezaban a subir por el sendero que conducía a la entrada del castillo. Por supuesto, Montségur sería entregada a los franceses. Para ellos, aquél debía de ser un momento triunfal: poder escalar la montaña que habían mirado durante casi un año. Los estandartes bailaban al ritmo de su paso, colores que él ya no reconocía, salvo los de los señores occitanos que se habían sumado a la Cruzada contra Montségur. Entre ellos distinguió el blasón de Limousis, agitándose con orgullo al viento que seguía azotando la montaña. El blasón que en realidad pertenecía a Colomba.
—¡Allí llega Bessan con su hijo! —dijo una voz atenuada a su espalda.
Amaury regresó de golpe a la realidad. Volvió la cabeza. Detrás de él estaba Roger. Tenía el rostro crispado y los ojos enrojecidos.
Sin pensar más Amaury cogió al joven caballero por los hombros.
—¡Dios mío, creía que estabas allá abajo…! —no acabó la frase.
—Teníais razón. Viene a ejecutarnos, —dijo Roger, sin responder al gesto cálido de su padre—. Los rehenes han oído ese rumor en el campamento enemigo. Seremos arrestados y ejecutados, en cuanto abandonemos el burgo. ¡Como traidores a la patria! —añadió indignado.
Era evidente que su padre se merecía tal calificativo, aunque personalmente creía que Amaury había traicionado a la causa occitana. Pero la idea de que lo consideraran a él, Roger, un francés que había traicionado a su patria era totalmente ridícula.
—Estamos atrapados como ratas en la trampa, —sentenció Amaury.
—Tenemos vía libre, —dijo Roger.
—¿A qué te refieres?
—Los Bons Hommes ya han escapado.
—¡¿Qué?! ¿Quién? ¿Cuántos?
—Pedro Sabatier y otros tres. Tienen que llevar el dinero de la Iglesia de Dios, que se puso a buen recaudo poco antes de Navidad, a los Buenos Cristianos en Lombardía. Se había previsto que se ocultaran y escaparan esta noche, pero el señor Pedro Roger no estaba tranquilo. Los dejó ir anoche. Con cuerdas, por el precipicio, —dijo señalando hacia el noroeste.
—¿Ocultarse? ¿Dónde?
—En la grieta de una roca debajo de la pared norte de la torre.
—Allí no podemos llegar a plena luz del día. Tendríamos que habernos escondido allí anoche.
—El señor Pedro Roger me acaba de dar su permiso. Podemos intentarlo. Los Bons Hommes que huyeron prometieron avisar a los acompañantes que les ayudaron a cruzar las líneas enemigas de que esta noche habría un nuevo intento. Nos esperarán abajo.
Roger abrió su manto y le mostró una larga cuerda que había enrollado alrededor de su cintura.
Amaury escudriñó a su hijo.
—¿Por qué? —preguntó.
—No le temo a la muerte, —dijo Roger orgulloso—. Sólo que no quiero morir a manos de Sicard. Aún me queda mucho por hacer. Nuestra tarea aquí ha acabado, pero quedan muchos Buenos Cristianos que se ocultan en el país. Necesitan ayuda.
Amaury asintió. Tenía que actuar con rapidez. En pocos momentos, el enemigo ocuparía el castillo. Agarró a Roger del brazo y bajó corriendo por la escalera hacia el patio.
—Que nos entierren, —susurró.
Hizo una señal a uno de sus sargentos, le dio instrucciones y entró en las barracas de los caballeros, donde los Buenos Cristianos habían cuidado de los heridos, amortajado a los muertos y pasado sus últimas horas. Allí se desprendió de su cota de malla, pues la armadura sería demasiado pesada para el descenso.
—Procura vaciar la vejiga, —dijo Amaury.
Roger siguió su ejemplo. Se repartieron las cuerdas que sujetaron alrededor de sus cuerpos. Después se restregaron ceniza, tierra y gravilla por la cabeza y las manos. Mientras tanto, el sargento había regresado con un arquero y dos peones. Amaury estrechó la mano de Roger y le deseó buena suerte. Los hombres los envolvieron en telas manchadas de sangre y humores de moribundos y después los envolvieron en la mortaja. Por último trasladaron a los caballeros a la capilla del castillo, donde el obispo Bertrán Marty había administrado el consolamentum a los últimos creyentes, los depositaron y se arrodillaron para rezar por los muertos.
Poco después, Amaury oyó los ruidos atenuados de botas sobre el suelo de baldosas. Contuvo la respiración. Alguien gruñó algunas preguntas. Sintió que algo le punzaba el costado. Empezó a sudar. La punta de una espada levantó un poco la mortaja, pero ver las asquerosas telas, el rostro gris ceniza y el cabello seco y gris y cubierto de porquería fue al parecer suficientemente convincente.
—Lleváoslos, —oyó decir en francés, y después la voz de su sargento, que imploraba:
—Señor, dejadnos enterrar a los muertos. No hemos tenido aún oportunidad de hacerlo.
—Aquí no, —dijo el francés—. Esta capilla volverá a consagrarse al verdadero Dios. ¡Fuera!
Sintió que lo alzaban y transportaban. Al poco oyó una nueva discusión.
—¿Enterrarlos?
—Por orden de aquel noble.
—¿Dónde?
—Allí.
Hubo una pausa. Después, un gruñido desde la lejanía. Lo volvieron a levantar y transportar. ¿Habían salido de las murallas del castillo? Empezaba a sentirse sofocado. Pasó una eternidad antes de que lo volvieran a dejar en el suelo.
—Ya hemos llegado, —dijo el sargento.
Oyó el ruido de las palas que se hundían en la tierra. Había más de un palmo de nieve en la cima y las laderas de la montaña; la tierra estaba dura, pero no helada. ¿Acaso el enemigo no sabía que aquí la tierra no era lo suficientemente profunda para enterrar a alguien?
Los golpes del pico contra las rocas le indicaron que sus hombres se tomaban en serio su trabajo. De repente, alguien tiró de la mortaja que cubría su cabeza. Un cuchillo rasgó la tela. El rostro del sargento apareció encima del suyo.
—¡A medianoche! —dijo sonriendo.
—¿Y Roger?
El sargento levantó el pulgar. Vio que le recubrían la cara con el yelmo y poco después sintió la tierra sobre su cuerpo y el peso de varias piedras. Sobre el yelmo habían amontonado varias piedrecillas.
A través de una pequeña ranura podía ver la luz del día. Debajo tenía suficiente espacio para respirar.
Había empezado a nevar otra vez. Lentamente, el agua derretida le goteaba en el yelmo y chorreaba por su cara y su cuello. Amaury estaba aterido hasta los huesos. Primero había temblado de frío, pero ahora ya no. En lugar de ello empezaba a apoderarse de él una especie de entumecimiento que lo amodorraba. Por la ranura ya no se veía luz. Sin embargo, no sabía si ello se debía a la nieve o a la llegada de la noche.
Tenía que hacer algo. Amenazaba con invadirlo un sentimiento de angustia. ¡Tranquilo! Mejor moverse ahora que esperar al sargento. Si seguía esperando, la temperatura bajaría tanto que Roger y él morirían de frío. Intentó mover la mano derecha con la que sujetaba la daga. No sabía si realmente hacía algo, pues sus dedos estaban totalmente agarrotados. Con cuidado empezó a hundir y mover la daga en la tierra. El esfuerzo le hizo entrar en calor y poco a poco fue creando más espacio. Rezando para que fuera de noche y nadie pudiera ver que la tierra y las piedras debajo de las cuales se hallaba comenzaban a moverse, intentó girar un poco a la izquierda y luego a la derecha. Gradualmente fue creando más espacio hasta que consiguió cortar la mortaja con la daga. Ahora podía liberar las manos de las vendas que lo envolvían. Después, todo fue mucho más sencillo. Apartó la tierra, quitó las piedras y el yelmo que tenía sobre la cabeza y respiró profundamente. Era de noche. Palpando a su alrededor avanzó a rastras sobre sus entumecidos miembros hasta dar con la tumba donde debía de estar Roger. Las piedras y el yelmo tapaban un rostro helado con los ojos cerrados. Empezó a cavar febrilmente, sacó el cuerpo del hoyo y le dio varias bofetadas en las mejillas. Roger se movió y gimió suavemente. Amaury cogió los mantos, se cubrió con ellos y luego a su hijo, lo apretó contra su cuerpo, que entre tanto ardía por el esfuerzo, y comenzó a frotarlo para que entrara en calor.
—Hijo, despierta. ¡Tenemos que descender! —susurró.
Roger tardó bastante tiempo en haberse recuperado lo suficiente para moverse.
—No esperaremos al sargento, —dijo Amaury—. Quizá no haya podido llegar hasta nosotros. No tengo ni idea de la hora que es. Nos iremos en cuanto podamos.
A lo largo del último año había bajado innumerables veces por la montaña, siguiendo diferentes senderos. Ahora avanzaban tres veces más despacio. Era una aventura arriesgada. Ayudados por la luz de la luna que de vez en cuando se asomaba detrás de las nubes e iluminaba su camino, fueron descendiendo cautelosamente, junto al peligroso abismo donde las rocas se alzaban verticalmente a más de seiscientos pies. En algunos lugares, donde no podían agarrarse a nada, tenían que bajar con ayuda de la cuerda. En otras partes avanzaban, pegados a la pared de piedra, sobre salientes que apenas bastaban para una cabra montés, agarrándose a las puntas de las rocas y las raíces o sólo a la mano del otro. Abajo se abría un oscuro vacío cuya profundidad era insondable. Amaury recordó el sermón de Bertrán Marty. El único consuelo era que allí abajo no había ningún dragón, sino sólo las hogueras del campamento francés, un poco más allá, frente a la cara sur de la montaña.
Los hombres de Camon, un pueblo cercano a Queille, se reunieron con ellos, tal como habían convenido. Hugo des Arcis los había reclutado a la fuerza para asediar la fortaleza, y no tenían ninguna aspiración de servir al comandante francés. Al igual que hicieran la noche anterior al guiar a los cuatro Bons Hommes a través de las líneas enemigas, ahora indicaron a los dos caballeros el camino hasta que al final dejaron atrás el campamento y siguieron la senda que, bordeando el río Lasset, subía hacia Col de la Peyre y luego volvía a bajar hasta Lordat.
Amaury deseaba que nevara otra vez. Pero desde que habían abandonado Montségur no había vuelto a nevar y detrás de las montañas empezaba a clarear. Miró atrás y vio el rastro que dejaban sobre el manto blanco. Aún había algo que le preocupaba. Una vez que hubiera amanecido, las dos tumbas serían descubiertas. A Sicard, que sin duda ya buscaba a sus víctimas, no le resultaría difícil reconstruir los hechos. Emprendería de inmediato la persecución. Roger había pensado lo mismo.
—Tenemos que abandonar el camino, —dijo—. Si cruzamos el Aridge, podremos escondernos en los bosques de la orilla sur.
—¿Adónde quieres ir?
—Aquí hay muchas cuevas. Algunas están fortificadas y pertenecen al conde de Foix, por tanto no podemos escondernos en ellas. Pero otras son seguras. Conozco bien esta zona.