MONTSÉGUR
13 de marzo de 1244
—Y cuando el dios de las tinieblas hubo seducido a los ángeles, los sacó del cielo y los llevó a la tierra que había creado de la nada. Allí encerró sus espíritus en cuerpos de carne y hueso. El buen Dios, que es el dios de la luz, al ver los asientos vacíos, comprendió cuánto había perdido por la caída de los ángeles seducidos y viendo que quedaban muy pocos ángeles, se sintió muy afligido. Reflexionó para encontrar alguna manera de vencer al demonio. Y empezó a escribir un libro, que acabó después de cuarenta años y en el que describía los muchos dolores, temores, desgracias, la envidia, el odio y la venganza, y todos los caprichos del destino que podían advenirle al hombre que viviera en el mundo malvado. Estaba escrito que quien estuviera dispuesto a afrontar estas pruebas sería el hijo del padre celestial.
»Después de que el buen Dios hubiera completado el libro, fue con él a los ángeles que lo rodeaban y les dijo: «Quien realice lo que aquí está escrito será mi hijo».
»Por supuesto, todos los ángeles deseaban ser el hijo del padre celestial. Cogieron el libro y lo abrieron, mas en cuanto leyeron las terribles vicisitudes que contenía, los ímprobos horrores que debería superar quien quisiera estar entre los hombres, se sintieron desfallecer y luego se retiraron. Ninguno de ellos quería renunciar a la gloria que disfrutaba y someterse a tales pruebas para ser el hijo de Dios.
»Al verlo, el buen Dios dijo: «¿No hay entre vosotros ninguno que quiera ser mi hijo para que yo sea su padre?». Puesto que nadie contestaba, uno de ellos se puso en pie y dijo: «Yo quiero ser tu hijo y realizar todo lo que está escrito en este libro. Iré a donde me envíes». El ángel que así había hablado tomó el libro en sus manos, lo abrió, leyó unas cuatro o cinco páginas y se desmayó junto al libro. Y allí permaneció durante tres días y tres noches. Cuando hubo recuperado el conocimiento, lloró mucho. Pero dado que había prometido llevar a cabo lo que estaba escrito en el libro y que por tanto habría mentido si no lo hacía, le dijo al buen Dios que quería ser su hijo. Y Dios lo envió a este mundo para que anunciara su nombre y ejecutara todo lo que estaba escrito en el libro.
»Y así fue como llegó a este mundo un hombre enviado por Dios y al que llamaron Jesús, y que era la luz verdadera. Bajó del cielo y apareció junto a María como un niño recién nacido, mas no nació de ella ni recibió de ella un cuerpo humano. Era un ángel escondido en un cuerpo simulado, que no comió, ni bebió, ni murió ni fue enterrado nunca, pero que sufrió sobremanera. Vino a liberar a las criaturas que habían caído en este mundo debido a su ignorancia y que eran presa de los vicios de la materia perecedera y cambiante, por lo que herían constantemente sus almas y regresaban a través de la reencarnación, un círculo infinito del que no podían escapar. Se habían tornado ciegas, sordas e insensibles. Ya no sabían distinguir el Bien del Mal, no sentían las heridas que causaban ellas mismas a sus almas, ni veían las tinieblas que las envolvían. Él enseñó al alma del hombre su verdadero origen, el cual había olvidado, permitiéndole así conocerse a sí mismo otra vez y romper el ciclo de la reencarnación después de la muerte si conseguía purificarse por completo.
Bertrán Marty, obispo de la Iglesia de Dios de Tolosa, calló unos instantes. Era consciente de que sus fieles habían oído ya decenas de veces este sermón. También sabía que seguramente no habían escuchado la mitad de sus palabras, pues estaban ya con el pensamiento en lo que les esperaba al cabo de tres días. Por ello no había hablado de lo que Cristo había dicho a los hombres, de cómo debían vivir y cómo podían salvarse. Sus vidas llegaban a su fin.
Todo estaba ya dicho y no hacía falta convencer a nadie. Se habían despedido y todo estaba listo. Sus hermanos y hermanas habían repartido sus pertenencias y los víveres que les quedaban entre los que quedarían atrás. Habían pagado sus deudas. Habían puesto a buen recaudo el dinero recibido de los creyentes y habían entregado a Pedro Roger de Mirepoix el dinero que les había dejado en depósito. Habían dado cuatrocientas monedas de soldada al castellano para que pagara a la guarnición. Al mismo tiempo le habían pagado una gran suma por sus servicios. El obispo Bertrán Marty consideró que había llegado el momento de animar a sus fieles.
—Existe un animal que tiene forma de caballo, pero que lleva un cuerno en la frente, —prosiguió—. Por eso lo llaman unicornio. Es el símbolo de la castidad y de la pureza, del poder del espíritu y de la presencia de la palabra de Dios. Por eso también es el símbolo de Cristo.
»Había una vez un hombre que se hallaba en un bosque y que vio aproximarse a este animal. Dado que no conocía el nombre de Cristo, tuvo miedo y huyó. Era tan grande su temor que no miró por dónde andaba y cayó en un hoyo. Mientras caía consiguió agarrarse a un árbol y allí se quedó cogido del árbol. En la pared del hoyo había también un tocón sobre el cual pudo apoyar los pies. Consideró su situación y descubrió que en la raíz del árbol había dos ratas, una blanca y otra negra. Las ratas comían de la raíz, que ya estaba tan roída que apenas ya aguantaba su peso.
»Luego miró en la profundidad del hoyo y vio que en el fondo había un terrible dragón que escupía llamas y que mantenía abierta su boca para devorarlo. Volvió a mirar si sus pies estaban bien apoyados sobre el tocón y notó que de éste salían las cabezas de cuatro serpientes. Por último alzó de nuevo la vista y vio que arriba salía un chorro de miel del árbol del cual se aguantaba. La codicia por la miel le hizo olvidar los peligros que lo rodeaban. Se le hacía la boca agua.
»Esta es la imagen de todos los que aman este mundo. Sólo ven las cosas apetecibles con que el demonio ha adornado su creación, están ciegos para el Mal que está al acecho. Quien dé la espalda al Mal y a la tentación, quien viva puramente y reniegue de la materia, se reunirá con el espíritu al que tuvo que abandonar en el cielo. Será liberado de la esclavitud del demonio y regresará a la luz.
»Vuestros enemigos os han tratado según les guiaba su ira, os han agraviado y robado, os han mancillado con calumnias y cubierto de heridas. Después os matarán. Se os exige esta última prueba porque os habéis alejado de Él y sin Él os habéis convertido en criaturas de la Nada.
»Vosotros, que habéis venido a mi, estáis a punto de entrar en un nuevo cielo y un nuevo mundo. Luego, dentro de unos días, cuando bajéis conmigo por esta montaña, estaréis regresando a vuestra patria.
Los que iban a dar este paso con el obispo estaban arrodillados delante de él. Más de veinte hombres y mujeres que habían decidido aprovechar la última oportunidad y recibir el consolamentum. Entre ellos estaban la mujer y la hija de Ramón de Péreille, un escudero, un sargento con su mujer, un arquero y algunos caballeros, faidits, autores del atentado de Avignonet, uno de los cuales había sido gravemente herido justo antes de la tregua.
Ramón Agulher, el obispo de Razés que ayudaba a Marty, le entregó el manuscrito que contenía el evangelio con que se celebraría el ritual.
Amaury volvió a recorrer con la mirada las cabezas de los creyentes arrodillados. No pudo descubrir a Roger entre ellos. Tampoco estaba entre los testigos de la ceremonia. A partir del día en que habían anunciado la tregua, venía siguiendo de lejos las actividades de su hijo, temeroso de que acudiera a los Bons Hommes para que le administraran el consolamentum, lo cual significaría irremediablemente la hoguera. Pero aunque Roger había comido varias veces con los Buenos Cristianos y había compartido con ellos el pan bendecido, y aunque también había visitado por última vez a algunas Bonnes Dames que conocía bien, seguía formando parte de la guarnición que hacía la guardia, pues también ahora era preciso mantenerse alerta y no dejar nada al azar.
Tranquilizado, Amaury ordenó a sus sargentos que siguieran vigilando. Salió afuera y se ciñó el manto. Las nubes grises colgaban del cielo como coladeras saturadas sobre la cima. Los copos de nieve caían lentamente, como si aún vacilaran en abandonar ese mundo nublado. Amaury recorrió el patio con la mirada. Habían arreglado algunos tejados, pero por lo demás sólo se había llevado a cabo lo imprescindible. A pesar de la tregua, los hombres seguían haciendo guardia sobre las murallas. Roger se hallaba junto al refugio destrozado de los caballeros y arqueros, y hablaba con sus soldados. Amaury suspiró aliviado. Seguía llevando armas.