MONTSÉGUR

3 de marzo de 1244

Pese a que habían acogido, protegido y defendido a los Buenos Cristianos, Pedro Roger de Mirepoix había obtenido todo lo que había podido de las negociaciones: la libre retirada de los sitiados; la revocación de las condenas en rebeldía por la Inquisición; la amnistía para quienes eran cómplices de la matanza de Avignonet.

Además había exigido una prórroga de dos semanas. ¿Acaso confiaba aún en que llegaran las tropas de apoyo del conde, para liberarlos? Antes de Pascua, había dicho el conde Raimundo. Pero todavía faltaba un mes para Pascua, en la primera semana de abril, un lapso de tiempo que la extenuada guarnición y los castigados habitantes ya no podían aguantar. El 16 de marzo, el castillo y todos los Bons Hommes y Bonnes Dames que se hallaran entre sus murallas debían ser entregados al enemigo y todos sabían lo que eso significaba.

De súbito, un silencio se posó sobre el castillo, un silencio que era irreal. Todo y todos callaban, nada se movía. Amaury se había despojado de su yelmo. Se acuclilló en el suelo del adarve, detrás de las almenas, y se apoyó contra el parapeto que desde hacía semanas era el lugar donde dormía. En su estómago, el roedor llamado hambre seguía excavando un laberinto de túneles. En su cabeza resonaban aún los últimos bombardeos.

En el patio nadie se movía. Todos intentaban acopiar las fuerzas que les quedaban para la última desgracia, abrumados por la lluvia de piedras que había durado semanas, debilitados por la escasez de alimentos y aturdidos por el miedo. La aplastante noticia de que al final de este respiro más de doscientos Buenos Cristianos serían entregados al enemigo gravitaba como una carga de plomo sobre los hombros de quienes iban a sobrevivir gracias a este sacrificio.

Una figura se desmarcó de la sombra en la puerta abierta de la torre y avanzó en dirección a Amaury. Cuando el hombre estuvo más cerca, reconoció a Ferrou, el escudero de Pedro Roger de Mirepoix.

—El señor Pedro Roger os convoca con urgencia en su cuartel general, —dijo Ferrou.

Amaury se puso en pie con dificultad y bajó a trompicones entre los escombros. Seguía apático las pisadas del escudero, sin preguntarse por qué lo mandaba llamar el comandante. Ni siquiera miraba a su alrededor, como había hecho continuamente los últimos días, para ver si podía descubrir a Roger entre los destrozos, entre los heridos o las figuras acurrucadas que apenas se daban cuenta de que ya no había peligro. Todos parecían iguales en sus ropas desgarradas, cubiertos por el polvo, paralizados por el miedo, muertos de hambre y de cansancio.

La sala del piso inferior de la torre, desde donde Pedro Roger de Mirepoix había dirigido la defensa del castillo y donde había comido y dormido con sus parientes y allegados, se hallaba envuelta en la penumbra y hacía casi tanto frío como fuera. La lumbre no estaba encendida, aunque sí había una nueva reserva de velas, un regalo de los Buenos Cristianos, que estaban repartiendo sus posesiones.

Ellos habían sido los primeros en enterarse de las condiciones de la rendición. Antes de negociar con los sitiadores, Pedro Roger de Mirepoix lo había consultado todo con el obispo Bertrán Marty y otros Bons Hommes influyentes.

—Adelante, —dijo el noble con su voz ronca. Puso la mano sobre el hombro del caballero, que no era mucho mayor que él, y lo hizo pasar a la sala. También su rostro estaba marcado por las duras pruebas de los últimos meses y la pesada responsabilidad que gravitaba sobre sus hombros—. Os he mandado llamar a ambos para pediros una explicación.

Amaury miró asombrado al caballero que al igual que el señor Pedro Roger estaba algo separado de los demás hombres. Saludó a Roger con una leve inclinación de la cabeza. No obtuvo respuesta.

—Seré breve, —prosiguió el comandante—. El sitiador exige algunos rehenes como garantía de que cumpliremos las condiciones de la tregua. El señor Ramón de Péreille entregará a su hermano y a su hijo. Sin embargo, Hugo des Arcis no se da por satisfecho. Como garantía adicional pide que le entreguemos a dos rehenes más: vos, Amaury de Poissy, y vos, Roger de Limousis. ¿Podéis explicarme por qué?

Amaury se adelantó a Roger.

—Estamos unidos por…, por parentesco en un asunto con Sicard de Bessan, un vasallo de Cabaret. Este intenta vengarse de nosotros. Hace poco que nos enteramos de que se encontraba en el campamento enemigo. Sólo Dios sabe qué servicio habrá prestado Besan al enemigo para que Hugo des Arcis se deje utilizar por él.

—Ambos bandos utilizan traidores y espías. ¿Qué asunto es ése?

Amaury se encogió de hombros.

—Una vieja enemistad, —dijo cauteloso—. A estas alturas todos se han vengado de todos, pero al parecer Bessan no piensa lo mismo. —No quería entrar en detalles, pero tampoco podía dejar de lado la cuestión—. Es mezquino y despreciable aprovecharse de una situación como ésta, en la que están en juego tantas vidas, para satisfacer los intereses propios.

El noble asintió aprobatoriamente.

—Estáis dando al señor Pedro Roger una imagen falsa de las cosas, —le espetó Roger. Se volvió hacia el noble—. Somos enemigos mortales de Sicard de Bessan. Lo hemos provocado conscientemente. El hecho de que se encuentre en el campamento enemigo es responsabilidad nuestra y no podemos eludirla. Sólo os pido que, antes de que nos entreguéis, me deis tiempo para hacer una última visita a los Buenos Cristianos a fin de poder recibir el consolamentum.

Amaury lo miró desconcertado.

—Comprendo que vuestra principal preocupación sea no morir sin antes recibir el consolamentum. Pero para eso aún hay tiempo. Partís como rehenes, —aclaró Pedro Roger de Mirepoix—. Si cumplimos las condiciones del tratado, regresaréis sanos y salvos. No dejaré que ningún Bon Homme se vaya antes de que todo esté listo. Ellos ya no volverán.

—Roger quiere decir que Sicard de Bessan no nos tratará como rehenes. Para él somos enemigos a los que hay que eliminar cuanto antes. Si nos ha mandado llamar es con este propósito, —aclaró Amaury—. Considero que su deseo de venganza será saciado sobradamente si me enviáis a mí solo como rehén. Si con ello puedo ayudaros estoy dispuesto a sacrificarme. Entonces Roger podrá aplazar un poco más su consolamentum.

—¡No os he pedido que os sacrifiquéis por mi! —exclamó Roger.

—Sicard de Bessan ya ha hecho suficiente daño. Quizá todo acabe con esto, dado que ya no tendrá que vengarse más de mí.

El castellano frunció el ceño y se restregó pensativo la barbilla.

—No voy a permitir que me utilicen para satisfacer un rencor personal, —dijo—. Tampoco pienso entregar rehenes a un enemigo que tiene intenciones distintas de las que pretende. Las negociaciones de este tipo han de ser formales y deben estar exentas de emociones. Es preciso poder confiar en la palabra de honor del otro, por difícil que sea en estas circunstancias. —Se dirigió a Amaury—. Mi escudero me dice que estuvisteis en Avignonet. —Sonrió—. Es una pena que no me hayan traído el cráneo del inquisidor. ¡Habría mandado forjar un borde dorado para poder beber mi vino en él! Podéis contar siempre con mi ayuda.

—Entonces, dejadnos escapar, —dijo Amaury.

El rostro del castellano se endureció.

—¿Por qué?

—Si os negáis a entregarnos como rehenes, Sicard y sus verdugos nos estarán esperando. Ni siquiera nos darán la oportunidad de protegernos, a pesar de la palabra de honor de su comandante. Al fin y al cabo, Sicard cuenta con su aprobación. ¿Cuántas veces no ha sucedido ya en esta lucha que se asesinaba a la gente a pesar de habérseles prometido una retirada libre?

—Estaremos alerta hasta el último momento.

—Dejadnos escapar antes de que la rendición sea un hecho.

—Es imposible ya escapar de este burgo.

—No si descendemos de noche por el precipicio en la parte noroeste del burgo. La pendiente es tan escarpada que los franceses ni siquiera consideran necesario vigilarla.

En los ojos del noble apareció una mirada de alarma. Negó decididamente con la cabeza.

—Nadie tiene mi permiso para intentar escapar. Pondríais en grave peligro nuestra posición, —dijo secamente—. He dado la garantía al enemigo de que durante la tregua nadie escapará del burgo. Si rompo esta promesa, los rehenes morirán. Podéis contar con mi apoyo, tendréis que daros por satisfecho con eso.

Acto seguido hizo un ademán en señal de que la entrevista había finalizado.

Amaury no insistió y abandonó la estancia, seguido de Roger.

Una vez fuera, en medio de los edificios anexos derrumbados y los escombros de las defensas, Roger lo detuvo.

—¿Descender por el lado noroeste? —preguntó ávidamente—. ¡Pero eso es un suicidio! ¿Cómo…?

—Con cuerdas, —dijo Amaury.

—Primero quiero verlo.

—El señor Pedro Roger no nos ha dado su permiso, —respondió irritado. Ahora estaba realmente agotado.

—¿Y qué?

—¿Acaso no has notado que tiene otros planes?

—¿Con nosotros?

—No con nosotros. Con los Bons Hommes, si no me equivoco. Si intentamos huir, estorbaremos sus planes. Imagina que el nuestro fracasa, entonces habremos alarmado al enemigo y pondremos en peligro a los Bons Hommes y a los rehenes. Tenemos que esperar hasta que se hayan ido.

—Pero entonces quizá sea ya demasiado tarde.

En la voz de Roger no había reproche. Estaba claro que los Buenos Cristianos tenían prioridad. Quien después emprendiera un segundo intento había de tener mucha suerte.

—Necesitamos tiempo, —opinó Amaury—. Primero hemos de recuperar el aliento.

—Tenéis razón. Sois demasiado viejo para tal hazaña.

—¿Viejo? Simón de Montfort tenía tan sólo unos cuantos años menos que yo cuando entró en Carcasona con el ejército de cruzados. Y aún no había agotado sus fuerzas al morir nueve años más tarde.

—¡Montfort! ¿Era acaso vuestro compañero de armas? —soltó Roger con desdén.

Era demasiado joven para recordar algo del comandante, pero había oído las historias sobre las atrocidades perpetradas por el francés. Amaury se detuvo en seco y se volvió de golpe hacia su hijo.

—Si no quieres aceptarme porque soy quien soy, ¿por qué tendrías que querer huir conmigo? —gruñó.

—Por un momento me tentó esa posibilidad, —admitió el joven—. En tal caso, sólo hay una solución, por lo menos si no quiero caer en manos de Sicard.

Amaury lo miró sin comprender. Entonces empezó a entender lo que Roger quería decir.

—Por el amor de Dios, —exclamó—, todavía hay tiempo. No hagas nada que luego ya no puedas remediar.