MONTSÉGUR
Finales de febrero de 1244
La piedra alcanzó a Wigbold en la parte inferior del cuerpo. El gigante frisón fue catapultado por la fuerza del proyectil y se quedó tumbado en el suelo, incapaz de incorporarse. Levantó la mano y se tocó la cadera y la pierna que sólo estaba unida al cuerpo por unos cuantos tendones y pedazos de piel. Después sintió una punzada de dolor y empezó a gritar. Amaury se arrodilló junto al gigante derribado y le bastó un simple vistazo para comprender la gravedad de su estado.
—¡Tenemos que sacarlo de aquí! —dijo a unas mujeres que, al abrigo de la muralla, recogían trozos de piedras que pudieran volver a ser lanzadas al enemigo.
Hacía ya tiempo que las municiones del burgo se habían agotado.
Una piedra fue a estrellarse contra el resto de muralla que protegía a Amaury. Éste se acurrucó y acució a las mujeres.
—Todo saldrá bien, —le dijo a Wigbold pellizcándolo en el hombro para calmarlo. Sin embargo, el frisón seguía gritando como un poseso—. Te llevaré a…
El resto de sus palabras quedó encubierto por el estruendo de una estructura que se derrumbaba no lejos de allí.
—¡Me cago en Dios, mi pierna! —gimió Wigbold—. ¡Canallas!
Mientras tanto, las mujeres, entre las cuales había una Bonne Dame, habían llegado hasta el adarve. Se inclinaron sobre el herido y luego miraron a Amaury.
—Por el amor de Dios, lleváoslo, —dijo el caballero.
—¡No me pongáis las manos encima! —gritó el frisón al tiempo que agitaba los brazos para mantener alejadas a las mujeres.
La Bonne Dame lo miró horrorizada, mas no dijo nada. Amaury les indicó con gestos que debían intentar levantarlo. Las mujeres consiguieron cogerlo por las axilas, mientras el coloso seguía maldiciendo y vociferando, pero cuando intentaron levantarlo soltó un grito tan espeluznante que desistieron de su intento. Wigbold debía de sufrir horriblemente.
—Dejadme a mí, —dijo Amaury.
Se soltó la hebilla del manto y extendió la prenda sobre el suelo junto al cuerpo del frisón. Después empezó a deslizar la tela por debajo de Wigbold, ayudado por las mujeres, que habían comprendido cuál era su intención. Cuando el coloso ya estaba tumbado en gran medida sobre el manto, las mujeres lo levantaron por un lado mientras Amaury lo cogía por donde sus pies sobresalían de la tela.
—Te llevaremos a un lugar seguro, —dijo.
El recorrido por el adarve, la escalera y el patio hacia los edificios que se encontraban dentro de la fortaleza amurallada era una empresa muy arriesgada. Procuraron ponerse al máximo al resguardo de la muralla de la fortaleza y de los edificios. Las piedras volaban sobre sus cabezas y se estrellaban contra lo que quedaba de la mampostería. Las flechas zumbaban por el aire y rebotaban contra la piedra o se clavaban en la madera. La sangre de Wigbold goteaba a través del manto empapado.
—¿Dónde está el maestro Arnaud? —gritó Amaury por encima del estrépito.
La pregunta fue repetida hasta que Arnaud Rouquier, el médico y cirujano de Pedro Roger de Mirepoix, salió de la torre del castillo. Parecía cansado.
—¿Más heridos? —preguntó desanimado. No tenía intención de poner los pies fuera de la torre protegida. Quien saliera al patio arriesgaba la vida. Desde lo lejos evaluó el estado del frisón y negó con la cabeza—. Ya no puedo hacer nada por él. Llevadlo a un lugar donde pueda morir.
En cualquier caso ese lugar no era la torre. Las mujeres y los hijos de los señores de Mirepoix y Péreille se habían recluido allí con sus parientes y criados y muchos otros que ya no tenían techo bajo el que cobijarse a causa de los destrozos causados por las catapultas enemigas. La torre estaba abarrotada, al igual que las estancias donde se alojaban los caballeros, sus sargentos y los mercenarios que se apretujaban contra la muralla interior. Allí también permanecían los Buenos Cristianos que después de la conquista de la cima habían tenido que abandonar sus viviendas alrededor del burgo. Entre tanto Wigbold se había calmado un poco. Sin duda, la pérdida de sangre amortiguaba el volumen de su voz.
—Yo, me muero, —gimió—. ¡Me cago en Dios, los cabrones! ¡Yo, me muero!
—Nadie dejará este maldito burgo con vida, Wigbold, o tiene que suceder un milagro, —le respondió Amaury sombrío—. Tarde o temprano moriremos todos. La cuestión es cómo.
—¿Cómo? Yo, te cuento a ti cómo. ¡El demonio viene a buscar su carne! Él, ya ha cogido mi pierna.
—Lleváoslo, —repitió el cirujano.
—Coyhon! —gruñó Wigbold.
—Nosotros nos haremos cargo de él, —dijo la Bonne Dame.
Junto con la otra mujer volvió a coger el manto y Amaury las ayudó a mover al herido. Lo trasladaron a la barraca donde habían vivido los caballeros y lo depositaron en el suelo. El frisón ya sólo gemía. Estaba pálido y murmuró algunas palabras incomprensibles. Amaury miró alrededor. En la penumbra pudo distinguir algunos rostros. Los hombres estaban sentados en torno a una figura inmóvil que yacía en el centro sobre una cama de paja. Había más heridos. Uno de los Buenos Cristianos se puso en pie. Las dos mujeres se inclinaron ante él.
—Entre nosotros siempre hay sitio, —dijo el Bon Homme cuando vio la gravedad de las heridas de Wigbold.
—El maestro Arnaud dice que no hay nada que hacer, —le explicó Amaury.
—Ya veremos.
Se arrodilló junto a Wigbold, mientras las mujeres le quitaban con cuidado las ropas que podían y cortaban las demás. Después se retiraron. El rostro del Bon Homme reflejaba preocupación.
—No tengo nada para anestesiarlo. No nos queda nada.
En realidad faltaba de todo, pero principalmente alimentos. Los Buenos Cristianos, que ya comían poco, compartían ahora sus víveres con los guerreros. Debido al esfuerzo corporal que éstos hacían, comían por dos y la ración de alubias no era en absoluto suficiente.
Amaury estaba muerto de hambre.
El compañero del Bon Homme permanecía en pie a su lado y le entregaba todo lo que éste necesitaba. Humedeció los huesos y la carne, separó la pierna del tronco cortando los tendones que aún quedaban y colocó una venda para frenar la hemorragia. Wigbold chillaba tan fuerte que apenas podían oír el estruendo de las catapultas.
Amaury utilizó toda su fuerza para contener al gigante herido.
—Coyhon! —fulminó el frisón—. ¡Las Bonnes Dames te curan, los Bons Hommes te matan! —Intentó incorporarse, pero volvió a derrumbarse gimiendo—. ¡Ranquilhós! ¡Escucha, tú!
—¿Qué?
—Cuidado. El enemigo, allí. —Sus ojos inyectados en sangre bailaban de un lado a otro.
—Por todas partes. Lo sé.
Soltó una sarta de maldiciones incomprensibles, y después dijo:
—¡Sicard! El traidor se va con los franceses. Está allí fuera. ¡Yo, he visto su estandarte, ahora!
—¿Estás seguro?
No hubo respuesta. La cabeza calva del frisón cayó hacia atrás y sus ojos azules se quedaron mirando fijamente el techo. En aquel mismo momento se oyó un golpe seguido de un crujido ensordecedor. Una piedra atravesó el techo y fue a parar sobre el otro hombre que yacía en medio de la estancia encima de un lecho de paja. Toda la techumbre con vigas, largueros y ramas se vino abajo sepultando a los hombres. Amaury apartó la madera que había caído sobre él y se levantó con dificultad, cubierto de polvo. Sólo ahora vio que el hombre en el lecho de paja estaba muerto. Se hallaba tan mutilado que era totalmente irreconocible. Wigbold parecía ileso. Sólo estaba recubierto de escombros. En la fría luz de febrero, el rostro del frisón parecía aún más pálido de lo que era. Amaury podía hacer bien poco por él. Se dio la vuelta y liberó a los demás hombres de debajo de los escombros.
—Hemos de buscar refugio, —dijo el Bon Homme que había auxiliado al herido.
Entre todos levantaron al frisón y también trasladaron al muerto a un lugar más seguro, que aún estaba más lleno y donde el ambiente era todavía más sofocante. Colocaron a Wigbold encima de un banco. El frisón ya no se movía. Primero parpadeó unas cuantas veces y buscó entre los rostros que lo rodeaban. Amaury se inclinó sobre él.
—Aguanta, compañero. Estamos a salvo.
Wigbold quería decir algo y abrió los labios, pero empezó a toser. Unas manchas rojas salpicaron su camisa. El Bon Homme se levantó de un salto y palpó el pecho del frisón hasta dar con la causa de la hemorragia: una astilla de madera del techo que se había clavado firmemente como una flecha entre sus costillas. Agarró a Amaury del codo y lo alejó del herido.
—Me temo que le quede poco de vida, —dijo suavemente—. ¿Es creyente de la Iglesia de Dios?
—No estoy seguro, —contestó Amaury—, pero creo que simpatiza con vuestra fe.
—Vos lo conocéis. Preguntadle lo que quiere.
Amaury asintió y se inclinó sobre Wigbold, que respiraba cada vez con mayor dificultad y que de vez en cuando escupía sangre. El caballero puso la mano encima de la manaza del frisón, que se apoyaba crispada sobre su pecho. Wigbold volvió la cabeza hacia él y lo miró con una mueca de dolor.
—Yo, miro el estandarte de Sicard. Yo, veo piedra demasiado tarde, —consiguió decir con dificultad.
—No hagas esfuerzos, Wigbold.
—Yo, te aviso contra Sicard, —resopló.
—¡Al diablo con Sicard de Bessan! No merece la pena.
—Yo, muero por ti. Me lo merezco, ¿qué?
—Tonterías.
—¡Coge a ese hijo de puta! —dijo el frisón.
—Sí.
Wigbold empezó a toser de nuevo. Su rostro cobró un tono azulado. Amaury se acercó a su cabeza y susurró:
—Si mueres, Wigbold…, aquí no hay sacerdotes y…
—¿Te has vuelto loco?
—¿Quieres morir en manos de los Buenos Cristianos?
El frisón respiró con dificultad. La sangre le goteaba de la comisura de los labios.
—Yo, quiero un buen fin, —respondió tosiendo.
—¿Entonces deseas recibir el consolamentum? —preguntó Amaury en voz alta.
—Sí, sí.
Para el Bon Homme eso era más que suficiente. Sacó el legajo de pergamino en el que estaba escrito el evangelio, colocó la epístola sobre el pecho del moribundo, las manos del frisón sobre el libro, y sin más preámbulos inició el ritual, asistido por su compañero. No había tiempo que perder. Acababan de decir las palabras principales cuando Wigbold se incorporó de súbito. Se llevó la mano al pecho y jadeó. Con la otra asió el brazo de Amaury. El pergamino cayó al suelo. Con la boca abierta de par en par y los ojos fuera de las órbitas cayó de espaldas y expiró soltando una última maldición. Sus brazos cayeron flojos junto al cuerpo. Amaury se arrodilló y juntó las manos, pero dejó que fueran los Buenos Cristianos los que rezaran. Todos los que estaban presentes en la pequeña habitación se arrodillaron. ¿Habían llegado a tiempo? ¿Habían salvado el espíritu del frisón? ¿Regresaría en una próxima vida como un hombre mejor, capaz de dar la espalda al Mal para así reunir su alma con su espíritu celestial? ¿Quién debía darle a él el consolamentum? ¿Cuántos Buenos Cristianos quedarían cuando llegara el momento? ¿Dónde tendría que buscarlos? ¿En Lombardía? Allí aún estaban a salvo y podían profesar su fe en libertad.
Amaury abrió los ojos y miró el cuerpo de su camarada. Apenas podía moverse debido al cansancio de la lucha y los bombardeos que duraban ya casi dos meses. Le dolían todos los músculos. Sin embargo, el peso de su armadura no era nada comparado con el de sus párpados, que sólo conseguía mantener abiertos con gran esfuerzo.
También la cabeza le pesaba enormemente. El calor en la abarrotada habitación y el murmullo de los Buenos Cristianos lo amodorraban.
Con los ojos entornados contempló el cuerpo sin vida. La porra, que había colgado de su cinto, se había deslizado cuando le quitaban la ropa y se había quedado trabada entre sus piernas, con la cabeza señalando hacia arriba, como un gigantesco falo. Ya no podía hacerle daño a nadie. Mientras contemplaba el fenómeno con una sonrisa, Amaury descubrió una figura un poco más lejos. Levantó lentamente la cabeza, dirigió su mirada a las sombras de detrás del féretro improvisado y miró de hito en hito a un par de ojos profundos en un rostro delgado, enmarcado por el cabello oscuro. Tenía que ser un sueño. Era el cansancio, se había quedado dormido, tenía que ser eso.
—¿Colomba?
El rostro se endureció. Un delicado joven de unos treinta años de edad se incorporó cuán largo era. Amaury también se puso en pie.
Era más alto de lo que había sido ella, pero no más que Amaury.
—No deseo estar con vos en una misma estancia, donde además oís los rezos de los Buenos Cristianos. ¡Traidor!
Se dio la vuelta dispuesto a salir precipitadamente, pero había subestimado la fuerza y la rapidez de Amaury. Éste saltó por encima del cuerpo de Wigbold y asió al otro por el brazo.
—¿Adónde querías ir, Roger? ¿Desde cuándo te ocultas de mí en este burgo? Ya no quedan muchos rincones donde esconderse de mi. —La voz se le quebró—. ¡Dios mío, si lo hubiera sabido antes!
—¿Y qué? ¿Creéis que eso hubiese cambiado algo?
Los Bons Hommes y los demás hombres los miraban perplejos sin dejar de rezar.
—¿Por qué crees que soy un traidor?
—Sois uno de ellos. ¡Un cruzado! —pronunció la palabra como escupiéndola.
Por un momento todos contuvieron la respiración. Amaury sintió las miradas recelosas posadas sobre él, esperando que se justificara.
—Antes de que tú nacieras, yo ya luchaba para Tolosa. Nunca he traicionado a los Buenos Cristianos, ni a ti, ni a Colomba. Y ahora ya llevo ocho años luchando con vosotros.
Roger se soltó y dio un paso atrás. No podía retroceder más.
—No soy vuestro hijo, —dijo entre dientes.
—¿Habrías preferido ser hijo de Sicard? —le increpó Amaury.
—¡Habría preferido no existir!
En aquel momento se interpuso entre ambos el Bon Homme que había dirigido el ritual. Hizo retroceder a Amaury, que aún estaba encima del cuerpo sin vida.
—Creo que tendré que rogaros que sigáis vuestra disputa fuera, —dijo ligeramente irritado.
—Eso es un suicidio, —le espetó Amaury.
—En tal caso tengo que pediros que dejéis vuestras diferencias para más tarde o, si no admiten demora, os ruego que atenuéis al máximo vuestras voces, para que podamos seguir rezando por la salvación de sus espíritus. Si deseáis mediación, estaré a vuestra disposición tan pronto como hayamos concluido nuestras oraciones. —Su tono era frío, pero correcto.
—No será necesario, —dijo Amaury—. Esto es algo entre él y yo. Lo solucionaremos entre nosotros.
—No hay nada en lo que mediar, —dijo Roger—. Ni tampoco nada de que hablar.
—Mi experiencia me ha enseñado que en la mayoría de las situaciones es preferible hablar a luchar o huir —observó el Bon Homme—, pero en vuestros círculos se aprecia poco esta idea.
Les lanzó de nuevo una mirada de reproche antes de reanudar su tarea religiosa.
—Me detestas, —dijo Amaury en voz baja después de haber pasado por encima del cadáver de Wigbold y de colocarse junto a Roger—. Te comprendo. Creo que yo en tu lugar habría hecho lo mismo. Pero me alegro de una cosa.
El otro lo miró expectante, pero no se dignó preguntar qué era.
—Prometí a Colomba que si teníamos un hijo, lucharía por la Iglesia de Dios, que defendería a los Buenos Cristianos.
Posó la mirada sobre el equipo de combate de Roger. Llevaba las armas de un caballero. No hubo respuesta. Amaury sonrió.
—Te pareces mucho a ella, —dijo—. No tienes ni idea del bien que eso me hace.
Ahora que lo veía de tan cerca se dio cuenta de que su cabello tenía el color de las avellanas maduras, pero que ondulaba como el suyo y que la forma de las manos era exactamente como la de las suyas. Tuvo que reprimir el impulso de coger al joven por los hombros y apretarlo contra su pecho. Roger lo mantenía a distancia con su mirada intensa, inaccesible como un gato acorralado. Todo su cuerpo estaba rígido debido a la resistencia.
—Si sigues la doctrina de los Buenos Cristianos, —dijo Amaury con calma—, sabrás que no hay lugar para el rencor. Si no somos capaces de perdonarnos los unos a los otros, ¿cómo podemos esperar ser perdonados algún día?
—¡Esto último es una afirmación católica! —gruñó Roger—. Nosotros no pedimos perdón a Dios. No le pedimos que tenga compasión por la carne corrupta, sino que sea misericordioso con el espíritu que está prisionero en ella. No nos juzgará el último día con los infieles que han traicionado al Espíritu Santo. Somos nosotros los que hemos de separarnos del pecado. Nadie puede hacerlo en nuestro lugar. No hay juicio final. ¡Dios no ha creado a sus criaturas para volver a destruirlas! ¡Pero los que no creen, ésos serán condenados!
Los ojos oscuros miraban amenazantes a Amaury.
—También hablas como Colomba, —respondió el caballero—. Los sermones no nos unirán. Siempre se interpusieron entre tu madre y yo. Esta lucha por la fe lo está destrozando todo, cuando en realidad tendría que reconciliar a las personas. He ansiado tanto este momento que soy capaz de soportarlo todo, aunque me duela.
Sus palabras socavaron un poco la seguridad del joven.
—¿Seguís siendo católico?
—No. Desde la Inquisición no he vuelto a ver a un sacerdote católico, salvo los que matamos en Avignonet.
—¿Estuvisteis allí? —La voz de Roger delataba respeto.
—Sí, pero no me enorgullezco de ello.
—Entonces, ¿sois seguidor de la Iglesia de Dios?
—No. He ido a parar en algún lugar entre ambas.
—¿Qué hacéis aquí entonces?
—Quiero saldar mi deuda.
—¿Deuda?
—Por dos veces llevé la cruz en el pecho. Intento compensar mis errores.
—Nadie puede compensar lo que nos han hecho, a nosotros y a nuestra Iglesia.
—Tienes razón. La vida de un hombre es demasiado corta para ello.
—Me dais siempre la razón. Vuestra comprensión, vuestro arrepentimiento y vuestra disposición al sacrificio son conmovedores. Pero no podréis engatusarme.
Amaury suspiró.
—Si no quieres perdonarme, admite al menos que tenemos un enemigo común.
—Sicard de Bessan.
—Ambos cometimos un error al provocarle sin saber lo peligroso que era.
—Yo no lo provoqué, no lo denuncié por iniciativa propia. Me interrogaron porque buscaban a Colomba. Denuncié a Sicard ya que pensé que así podía protegerla, —dijo Roger—. Funcionó.
—¿No lo hiciste por vengarte?
Roger se encogió de hombros.
—En cualquier caso, no por la herencia. Sus posesiones me traen sin cuidado.
—Pero ¡son tuyas! Por mi culpa te las han arrebatado. Y tú conseguiste poner a Sicard fuera de combate durante seis años. Eso es lo único que cuenta para él. Está aquí y su hijo lo acompaña sin ninguna duda. Han levantado sus tiendas de campaña delante de las murallas de Montségur. Nos asedia un enemigo con un rencor personal. Tendremos que apoyarnos el uno al otro.
Roger no respondió y durante un rato miró a Amaury en silencio mientras alrededor seguía incesante el estruendo de las piedras proyectadas y el murmullo de las oraciones de los Buenos Cristianos.
—Queréis que me reconcilie con vos porque pensáis que el odio por un tercero nos une. Es típico de un católico, —dijo finalmente.
—¿Tu afirmas que no le guardas ningún rencor a pesar de que te ha arrebatado tu herencia?
—Las Escrituras dicen que si alguien exige tu camisa has de darle también tu manto. Los bienes terrenales sólo están expuestos a la decadencia, provocan la envidia y mueven al robo.
Parecía que recitara una lección en voz alta.
—Son palabras sabias para alguien tan joven. Estoy de acuerdo contigo, pero sólo ahora, después de todo lo que he vivido. Tú aún tienes toda una vida por delante.
—Gracias a los vuestros no tengo futuro. Gracias a vos tampoco tengo pasado.
Los reproches de Roger lo herían como cuchilladas. El derrotismo que envolvía al joven era como un abismo del que parecía imposible escapar.
—Tienes un pasado. Procedes de un linaje del que puedes sentirte orgulloso, castellanos del rey, aunque sean franceses. No creas que sois mucho mejor que ellos, al margen de la Iglesia. Ambos bandos se han comportado como bestias.
—Vosotros nos habéis arrebatado nuestra tierra. Nosotros la hemos defendido, estamos en nuestro derecho.
—Hace un momento querías regalar tu manto con la camisa. Ya ves que no es tan fácil actuar de acuerdo con las Escrituras. Entonces, ¿por qué soy peor que Sicard, porque soy francés y porque seduje a tu madre?
El rostro de Roger se contrajo en un rictus de dolor.
—Me he equivocado, —dijo Amaury—. No es el odio lo que nos une, sino el amor.
—¡Ja! —exclamó Roger indignado.
—Nuestro amor por Colomba.
Roger lo miró con el ceño fruncido y cara de pocos amigos.
—Adoras a tu madre y yo soy quien ha mancillado su inmaculado blasón. Quizá pienses que la tomé con violencia, como las mujeres que fueron violadas por mis compatriotas. Te juro que en aquel momento, y también después, se entregó a mí por propia voluntad.
Alguien le dio un codazo y susurró:
—¡No juréis en presencia de los Buenos Cristianos! Decid lo que tengáis que decir sin juramentos.
—No la tomé con violencia, —repitió Amaury.
Frente a él, Roger se aferraba a su silencio.
—Nos amábamos. Cuando me la arrebataron… —Se le hizo un nudo en la garganta que le impidió seguir hablando. No podía soportar la mirada cargada de reproche de esos ojos que se parecían tanto a los de ella, y apartó la vista posándola en el cuerpo sin vida del frisón. Después respiró profundamente y añadió—: Ni la venganza, ni eso que llaman justicia podía compensar aquella pérdida.
Lo único que me ha mantenido en vida desde que desapareció era la esperanza de encontrarte.
Sin mirar a Roger se dio la vuelta y abandonó apresurado el refugio de los Buenos Cristianos. Cruzó el patio hacia el lugar donde poco antes había defendido la muralla, sin preocuparse por las piedras y flechas que zumbaban sobre su cabeza. Hubiera querido que uno de los proyectiles lo alcanzara como le había sucedido a Simón de Montfort, de un golpe, contra el cráneo, para exponer sus sesos que se devanaban en su cabeza y desparramarlos sobre la tierra.
Así, sin cerebro, caería en un agujero negro, un espacio infinito donde no existía el miedo ni la esperanza, donde no había recuerdos ni deseos. Simplemente, la nada.
De milagro llegó sano y salvo a la escalera de piedra que conducía al adarve. A ambos lados de la muralla resonaban incesantes las órdenes. Se oían maldiciones, gritos y oraciones. No había tiempo para descansar. Nadie sabía cuándo iniciaría el enemigo el siguiente asalto contra las murallas. Nadie sabía si conseguirían detener de nuevo el ataque.