MONTSÉGUR

Febrero de 1244

Los sitiadores y los sitiados llevaban ya semanas hostigándose sin cesar. En el bando francés llegaban continuamente nuevos soldados para reforzar y ampliar la cabeza de puente en la cima de la montaña. Lentamente se acercaban al revellín, que en el lado este protegía al burgo y al pueblo que lo rodeaba. La defensa de Montségur tenía que arreglárselas con varias docenas de caballeros, sus sargentos y peones, y los mercenarios. Los refuerzos no llegaban.

Los demás habitantes cargaban piedras y suministraban víveres a los guerreros.

Las catapultas del enemigo se hallaban ya a tiro del revellín. Las piedras talladas en redondo bombardeaban día y noche la muralla, haciéndola temblar hasta sus cimientos.

—Si destruimos la catapulta del obispo de Albi, Montségur estará salvada.

El rumor, que no parecía proceder de ninguna parte y que pasaba de boca en boca como una profecía, tuvo un efecto mágico en los combatientes de Montségur. En sí era una idea lógica. La monstruosa catapulta causaba tales destrozos que su destrucción sería una verdadera suerte. Los asediados prepararon un ataque nocturno cuyo único resultado fue que la guarnición del burgo perdió a unos cuantos hombres y tuvo más heridos.

Poco después la fortaleza fue asaltada. Aunque consiguieron repeler el ataque porque se dio la alarma a tiempo, el enemigo dominaba ya toda la cima y había avanzado hasta el revellín. Se combatía casi todos los días, por un lado para mantener a distancia al ejército de Hugo des Arcis, por otro para romper la inflexible resistencia de los asediados.

Amaury se desplomó sobre el catre. Por prudencia no se había desprendido de la armadura. Estaba demasiado cansado para dormir y aunque también lo estaba para comer, primero se había obligado a sí mismo a comer un poco de pan y alubias. Por fin consiguió sumergirse en el compasivo vacío de un sueño sin sueños, como si se dejara caer de espaldas por la pendiente vertical de la montaña hacia un valle sin fondo, donde se adormecían todos sus sentidos. No ver nada, no oír nada, no sentir nada.

—¡Ranquilhós!

Luchó por salir de la profundidad insondable de su sueño.

—¡Ranquilhós!

Se incorporó, cogió a ciegas el yelmo y las armas que yacían junto a él, y salió afuera sin decir ni preguntar nada.

El enésimo asalto había estallado con toda su violencia súbitamente justo antes de amanecer. Los soldados de Hugo des Arcis intentaban entrar a través de las brechas que habían abierto a golpes en el revellín. Se mantenían en pie en las escaleras de asalto, que podían aguantar el peso de seis o siete hombres a la vez. En los lugares donde la fortaleza aún estaba intacta, se habían dispuesto cestas con piedras en el adarve. Las mujeres se apresuraban a apedrear con ellas al enemigo. Mientras tanto, el burgo detrás de la primera muralla sufría el continuo bombardeo de las catapultas del obispo de Albi.

Las casas de los Buenos Cristianos, situadas en el espacio entre las dos murallas, se hallaban en el campo de tiro. Imbert de Salles, un joven sargento con poca experiencia en la guerra y mucho valor, se dirigió a las viviendas medio derruidas para poner a salvo a las Bonnes Dames.

Amaury subió corriendo por la escalera que llevaba al revellín y se precipitó hacia el lugar donde un peón se desplomaba sosteniendo aún su lanza entre las manos. Dos soldados enemigos trepaban ya sobre el trozo de muralla que había defendido. Amaury se enfrentó a ellos blandiendo la espada. El golpe que le dio con el arma hizo caer al primero hacia atrás. El segundo dejó de resistirse tras tres estocadas y herido de muerte quedó colgado del muro destrozado.

Amaury agarró al hombre por las piernas y lo lanzó al vacío. En su caída, el cuerpo arrastró a otros cinco soldados. A su lado, un sargento se asomaba por encima de los restos de las almenas. Punzaba con su lanza todo lo que se movía al tiempo que insultaba al rey francés y al papa de Roma. Una flecha zumbó por el aire y lo hirió en el hombro, penetrando hasta el esternón. Una ola de sangre ahogó sus insultos y el sargento se desplomó de espaldas. Amaury lo apartó y lo dejó deslizar por la parte interior de la muralla. Abajo, lo recogieron dos Bons Hommes que se hicieron cargo de él enseguida. El sargento dio unas cuantas sacudidas y exhaló el último suspiro antes de que pudieran hacer nada por él.

Ya totalmente despierto, pensó Amaury que se hallaba en una pesadilla. Los heridos gemían a ambos lados de la muralla y los agresores seguían afluyendo, como si ésta fuera atacada por una horda de dragones cuyas cabezas sanguinarias se multiplicaban cada vez que eran cortadas. Pidió a gritos que enviaran más soldados hacia el lugar de la muralla donde más intensa era la lucha.

Por fortuna, la fuente de máquinas de guerra humanas no era inagotable. Tras una resistencia enconada, el asalto se detuvo, tan de repente como había empezado. El enemigo se retiró, y sólo prosiguió con los bombardeos. Pedro Roger de Mirepoix examinó los daños y dio la orden de desalojar las viviendas de los Buenos Cristianos, pues el terreno entre el burgo y el muy dañado revellín era ya demasiado peligroso. Se interesó por el estado de los heridos.

Junto a la puerta del revellín yacía el caballero Jorchin du Mas sobre la tierra empapada de sangre. Estaba tan malherido que ya no podían transportarlo hasta los Bons Hommes. Cuatro caballeros, unos siete guerreros y dos Buenos Cristianos lo acompañaban en su lecho de muerte. A pesar de que había perdido el conocimiento, otros dos Bons Hommes le administraron el consolamentum, pues anteriormente había aceptado la convenenza. Se arrodillaron varias veces entre los restos de la lucha, colocaron sus manos y el libro sagrado sobre la frente del moribundo y lo besaron en la boca aunque ya apenas respiraba. Después llevaron su cuerpo exánime adentro, donde lo velaron hasta que su espíritu hubiera iniciado con calma su siguiente viaje. El Bon Homme que había dirigido el ritual cogió la armadura del caballero e hizo una señal a Imbert de Salles, el joven sargento que, arriesgando su propia vida, había rescatado a las Bonnes Dames de debajo de los escombros de sus viviendas. Por sus gestos, Amaury comprendió que el Bon Homme le regalaba el yelmo y las demás piezas de la costosa armadura de Jordán en señal de gratitud por su ayuda.

Unos días más tarde, uno de los Bons Hommes que habían sacado a escondidas el dinero de los Buenos Cristianos regresó a la fortaleza. Iba acompañado de dos hombres armados. Venían para comunicar a Pedro Roger de Mirepoix que las negociaciones de paz entre el papa y el emperador se habían retrasado porque Federico de Hohenstaufen había rechazado las cláusulas redactadas por Raimundo.

El castellano tenía que aguantar hasta Pascua. Entonces, el conde Raimundo acudiría en su ayuda con su ejército y el del emperador.

En cuestión de horas, la noticia había alcanzado a todos los habitantes de la fortaleza asediada. La mayoría le prestaba crédito y ello les daba nuevas esperanzas. Amaury esperaba de todo corazón que el conde pudiera cumplir su promesa.

Aquel mismo día, las catapultas callaron súbitamente. Hugo des Arcis apareció en el sendero que conducía a la puerta oeste del castillo. También en ese lugar sus tropas habían llegado hasta la primera muralla. Quería saber cuántos muertos habían de caer aún antes de que Pedro Roger de Mirepoix empezara a usar la cabeza.

¿Acaso no comprendía el castellano que luchaba por una causa perdida? ¿Acaso las fuertes pérdidas de los últimos días no habían dejado bien claro de qué lado estaba Dios?

Los centinelas en la muralla le respondieron con un silencio sepulcral. El comandante intentó provocarlos insinuando que su señor carecía de criterio. Podrían salvarse muchas vidas si no fuera demasiado orgulloso para reconocer su derrota.

—¡Eh, Des Arcis! —se oyó de repente desde la muralla del castillo—. ¿No te está entrando frío allá afuera? Si el emperador llega con sus tropas de apoyo, ¡ya puedes marcharte con tu banda de traidores!

El sargento se quitó el yelmo, que llevaba los colores de Jordán du Mas, y saludó con él.

—¡Nuestros caballeros caídos siguen luchando hasta después de su muerte! —gritó.

La risa desdeñosa del comandante retumbó contra la muralla. Se alejó. Los hombres que manejaban las catapultas se pusieron de nuevo manos a la obra.

Mientras tanto, en el patio había surgido cierta conmoción. Pedro Roger de Mirepoix cruzó el patio y lanzó una orden. Su escudero Ferrou, que había formado parte del escuadrón asesino de Avignonet, trepó por la galería. Habló con el sargento, que entre tanto se había vuelto a poner el yelmo. Imbert de Salles lo siguió escaleras abajo, alentado en el camino por los demás soldados, y se plantó delante del castellano, quien lo recibió echando chispas por los ojos.

—Salles, has desobedecido mis órdenes. ¡Nadie habla con Des Arcis salvo yo! —exclamó—. No mereces llevar la armadura de un caballero. ¡Ferrou, confíscalo todo!

Gruñó una orden y se alejó mientras su escudero recibía el yelmo y el resto de la armadura de Jordán du Mas. Más tarde, cuando Imbert de Salles apareció de nuevo en la muralla, ciñendo su habitual jubón reforzado con cuero y placas de metal, fue recibido por sus camaradas con palmadas y risas disimuladas. Amaury se compadecía del joven sargento, aunque sabía que Pedro Roger de Mirepoix llevaba toda la razón.