MONTSÉGUR

Diciembre de 1243

La Navidad se acercaba a paso rápido. Del conde de Tolosa no había aún ni rastro. En noviembre, éste había hecho saber que las cosas iban bien. Había viajado a Roma para convencer al papa de que levantara la excomunión que le impedía gobernar su país. No decía nada de una tropa de apoyo. Alrededor de Montségur habían tenido lugar nuevas escaramuzas que habían causado heridos. Ambos bandos estaban alerta. Aparte de algunas provocaciones, la estrategia parecía ser esperar a ver quién tenía más aguante. Ahora todo estaba tranquilo. Cuando el invierno empuñaba el cetro sobre las tierras montañosas, los demás soberanos debían decir bien poco.

Los sitiadores se morían de frío en sus tiendas de campaña. Con aquel tiempo era imposible luchar.

Amaury hacía su ronda en el adarve del burgo. De una zancada saltó por encima de un arquero que dormía envuelto en su manto.

Las noches eran largas y frías. El viento aullaba alrededor de las torres y penetraba hasta los huesos. Abajo, a lo lejos, podía ver las hogueras con que los hombres de Hugo des Arcis intentaban calentarse. Brillaban en la oscuridad como brasas candentes. Arriba, el pálido brillo de la luna sobre las primeras nieves dejaba ver los contornos de la montaña. Todavía más cerca, en las casas de los Buenos Cristianos, que se hallaban apretujadas en la ladera al pie de la muralla, un débil resplandor delataba que alguno que otro aún abandonaba la montaña para ir a confesar, predicar o administrar el consolamentum a un moribundo, siempre en compañía de un hermano y escoltado por un par de hombres armados. Los demás se levantarían en plena noche para rezar como era preceptivo. En eso no se diferenciaban de los frailes y las monjas católicos que por la noche acudían a la capilla para las jaculatorias y las laudes. Sólo que los Buenos Cristianos se arrodillaban junto a la cama, en la oscuridad, acompañados únicamente de su hermano o hermana.

Amaury siguió andando un poco más, sacudiendo los pies para hacer circular la sangre. Después continuó el descenso por la escalera para dirigirse al patio. Estaba a medio camino cuando lo detuvo un grito. Volvió a subir de dos zancadas. Un centinela, que hacía guardia al abrigo de la torre, señalaba en dirección este. Amaury se asomó todo lo que pudo y miró fijamente en la oscuridad. El ruido procedía del barranco, pero lo encubría en gran medida el rugido del viento. Distinguió unas figuras a la luz de una antorcha. Gritaban algo y señalaban al este.

—¡Avisa al señor Pedro Roger! —gritó Amaury al centinela—. ¡Y que alguien detenga a los Bons Hommes que están a punto de dejar la montaña!

Se apresuró a bajar. Las órdenes retumbaban por el patio. Los caballeros, sargentos y peones se vestían y se ceñían las armas apresuradamente. Mientras tanto, Amaury ya había abandonado el patio.

Cruzó la palestra y subió a la galería del revellín.

—Han escalado la montaña. ¡Están luchando cerca del peñasco de la atalaya!

—¡¿Qué?!

Parecía increíble. Las vías de acceso estaban vigiladas. Era imposible que los soldados franceses hubieran escalado por otro lado la escarpada ladera iluminada tan sólo por la luz de la luna. Tenían que haber recibido la ayuda de los habitantes de las montañas que conocían el terreno, sin duda sobornados por los jefes del ejército francés.

Amaury reunió a unos cuantos peones y descendió con ellos por el sendero que primero cruzaba un prado y luego penetraba en el bosque que se extendía por la cima de la montaña. En el extremo este, donde las rocas se alzaban verticalmente sobre el barranco, había una atalaya. Amaury hizo parar a los hombres a una distancia segura de la atalaya y entornando los ojos miró por entre los árboles. Al pie del robusto edificio se movían soldados enemigos. Debían de haber alcanzado la cima por ese lado, seguramente con pocas armas. Por el borde de las rocas seguían apareciendo nuevos soldados que habían enfilado el peligroso sendero en la oscuridad. No se vislumbraban signos de lucha. Sin duda, habían cogido por sorpresa a la guarnición de la atalaya, matándolos a todos. Algunos peones procedentes del burgo que habían asaltado a los intrusos con lanzas habían sido asesinados por el enemigo, muy superior en número.

Amaury retuvo a sus hombres y se agachó entre los matorrales.

No tenía sentido enfrentarse al enemigo con su pequeña unidad de combate. Tampoco los arqueros podían hacer nada en la oscuridad.

Regresó a la fortaleza para informar al comandante.

Pedro Roger de Mirepoix evaluó rápidamente la situación. Dejó que le informaran brevemente e impartió órdenes. Los arqueros se escondieron en el bosque que cubría gran parte de la cima. Los peones empezaron a hacer una barricada para impedir que el enemigo siguiera su camino hacia la cima. Otros partieron con la misión de transportar la única balista de que disponía la fortaleza hacia un lugar estratégico.

Hubieron de esperar una eternidad hasta que empezó a clarear.

Solo al amanecer, cuando tuvieron suficiente luz para disparar, colocaron la balista en posición y los arqueros hicieron zumbar sus flechas. Pedro Roger de Mirepoix dio la orden a sus soldados de que cargaran, pero el sendero a lo largo del flanco noreste de la montaña escupía cada vez más soldados, y pronto los hombres de Montségur se vieron obligados a retirarse detrás de la improvisada barricada.

La pálida luz del sol rozaba la cima de la montaña. Detrás de la barricada, al borde del bosque detrás del cual se escondían los hombres de Montségur, Pedro Roger de Mirepoix volvió a estudiar la situación y convocó a sus caballeros.

—El estado de las cosas es grave, señores, —dijo secamente—. Los franceses se han apoderado de la atalaya. Son ya tantos que no podemos expulsarlos. Que los arqueros ataquen sin descanso sus posiciones. Apedreadlos con la balista. Hemos de impedir que traigan artillería pesada.

Amaury siguió las órdenes. La estrategia de los franceses era clara. Habían hecho pie en la cresta y ya no la abandonarían. Su siguiente jugada sería sin duda traer material de guerra para poder atacar la fortaleza con catapultas. Después procederían al asalto. Los defensores de la fortaleza debían procurar aplazar al máximo el ataque, en cualquier caso hasta que las tropas de apoyo que había prometido el conde Raimundo llegaran a Montségur.

—Que refuercen la barricada, —ordenó Pedro Roger de Mirepoix.

Mientras tanto, él regresó al burgo para consultar con Ramón de Péreille, el segundo castellano, y Bertrán Marty, el obispo de los Buenos Cristianos.

Unos días más tarde apareció de pronto un rostro nuevo en la fortaleza. Era un especialista en la fabricación de catapultas. Muy pocos sabían de dónde venía, aún menos cómo había llegado hasta Montségur, y quién lo enviaba era un misterio todavía mayor. Se murmuraba que había sido el senescal del conde, que dirigía el país desde Tolosa durante su ausencia. Gracias a este refuerzo, ahora se construían balistas a un ritmo infernal para responder a las catapultas, que el enemigo había instalado. El obispo de Albi había mandado fabricar una gigantesca catapulta capaz de lanzar piedras a una distancia de seiscientos pies.

Pedro Roger de Mirepoix procuraba dar ánimos a sus hombres.

La llegada del especialista había levantado la moral de todos. Sin embargo, el rostro preocupado del guerrero hacía sospechar que las cosas no iban tan bien como pretendía. El conde Raimundo no llegaría en Navidad, eso era evidente. Pero nadie sabía cuándo vendría. ¿Acaso había encargado a su senescal ayudar a Montségur con apoyo y consejos? ¿Qué sucedería si no llegaba a tiempo? Las provisiones empezaban a menguar a ojos vistas.

Los Buenos Cristianos seguían con su ritmo de vida, como si nada hubiera cambiado, en las casitas de piedra del tamaño de una celda, construidas en la roca. Pasaban el día rezando y meditando.

La afluencia de creyentes que acudían a la montaña para rendirles pleitesía se había interrumpido al iniciarse el asedio. Hacía ya mucho tiempo que tampoco llegaban enfermos, que antes eran llevados hasta allí para ser instruidos en las reglas de su fe a fin de poder recibir en el último momento el consolamentum. Sin embargo, los habitantes del burgo seguían visitando a los Buenos Cristianos para venerarlos, para rezar con ellos y comer el pan bendecido. El Bon Homme encargado del molino molía el grano, la Bonne Dame que en otro tiempo había sido esposa del panadero cocía el pan, lavaban y remendaban la ropa de todos los habitantes de la montaña o confeccionaban nuevas prendas si era preciso. Incluso arreglaban las armaduras y las armas, pero se mantenían alejados de los hombres groseros que utilizaban dichos atributos.

Mientras que en el campamento del ejército al pie de la montaña los prelados católicos se preparaban para la misa nocturna de Nochebuena, el obispo Bertrán Marty celebraba como de costumbre el gran apparelhamentum anual en el patio, donde confesaba a los Buenos Cristianos y a los demás creyentes. Los castellanos, sus damas y su séquito estaban presentes y también la mayoría de los caballeros con sus escuderos y sargentos. El sermón de Bertrán Marty tenía que levantar el corazón de los oyentes. También habló de las prometidas tropas de apoyo. El emperador Federico acudiría al mando de su ejército para liberar Montségur.

—No te dejes engañar, —dijo un arquero justo detrás de Amaury a su compañero de armas—. Ellos mismos no lo creen. La prueba es que ya han sacado todo el oro que tenían de la montaña.

—¿Cómo lo sabes?

—Lo vi con mis propios ojos. Me tocaba hacer la última guardia. Se fueron con toda la pasta. A socapa.

El otro soltó una maldición.

—¿Cuánto? ¿Qué llevaban consigo?

—No pude verlo, estaba demasiado oscuro. Eran dos Bons Hommes. Por su forma de andar pude adivinar que llevaban algo pesado. ¡Te digo que han puesto a buen recaudo el dinero de la Iglesia de Dios!

Amaury se dio la vuelta.

—¡Calla! —le dijo al que hablaba. Lo atrajo hacia sí—. Lo que hagan o dejen de hacer los Buenos Cristianos no es cosa tuya. Si has sido testigo de algo, ¡te lo callas! ¡Lo único que consigues con semejantes rumores es quitar a los demás la chispa de esperanza que aún les queda de salir de aquí con vida!

No cabía la menor duda. Tanto los jefes de la fortaleza como los de la Iglesia de Dios sabían que la situación era crítica. La promesa de que llegarían tropas de apoyo, capitaneadas o enviadas por Raimundo de Tolosa o el emperador, tenía como único objetivo mantener alta la moral.