MONTSÉGUR

Octubre de 1243

Los clérigos reunidos en el concilio de Béziers habían decidido asediar Montségur en un esfuerzo común. Los monjes reclutaban en los alrededores a creyentes para emprender una Cruzada contra el bastión de los herejes. Incluso los había que llegaban procedentes de Gascuña para unirse al ejército que había juntado el senescal francés de Carcasona, Hugo des Arcis. También el obispo de Albi y el arzobispo de Narbona habían formado tropas que marchaban bajo los estandartes ondeantes de los jefes espirituales hacia las montañas de Olmes. A finales de mayo, el asedio era un hecho. Aunque debido a su situación natural era imposible aislar por completo Montségur del resto del mundo, casi cuatrocientos hombres y mujeres veían seriamente limitada su libertad de movimientos. Varios miles de soldados, apostados al pie de la montaña, bloqueaban el acceso principal, controlaban las vías de salida y observaban los movimientos dentro y alrededor de la fortaleza para poder emprender un ataque en el momento más propicio. Intentaban descubrir cuáles eran los puntos flacos de la defensa del burgo, mientras al otro lado los exploradores buscaban las mallas en la red en que estaba atrapado el burgo.

“Los asuntos del conde marchan bien. Ha contraído matrimonio con Margarita de la Marca y confía en que ella le dé descendientes para que su estirpe pueda seguir gobernando Tolosa. El conde acudirá en vuestra ayuda en Navidad. Tened valor”.

El mensaje que el hermano de Pedro Roger de Mirepoix envió en junio desde Queille hasta Montségur reforzó al comandante en su convencimiento de que había tomado la decisión correcta. Comprendía muy bien que con varios cientos de hombres tendría que acabar abandonando la lucha. Sin embargo, si conseguía aguantar hasta que llegara ayuda desde el exterior, podría salvar Montségur.

El matrimonio del conde Raimundo ofrecía buenas perspectivas, pues sin sucesión todo lo que emprendiera carecería de sentido. Ahora se dirigía hacia una misión diplomática: el papa tenía que levantar la excomunión que impedía la plena rehabilitación del conde Raimundo. A continuación, debía convencer al emperador Federico de que le devolviera el marquesado de Provenza, que éste le había usurpado. En cuanto hubiera superado este último escollo, regresaría y reclamaría el País de Olmes. Guy de Lévis, el noble francés que dominaba la región desde el ataque de Simón de Montfort, tan sólo podía impugnar los viejos derechos del conde con el argumento de que se había adueñado del territorio por el derecho de la victoria. Y por último Montségur sería liberada.

Pedro Roger de Mirepoix había preparado bien a sus hombres y su fortaleza para un asedio, y el aprovisionamiento no se interrumpió durante el asedio en los meses de verano, pues aún era posible transportar pequeñas cantidades de alimentos y armas ligeras por los tres senderos de montaña con que Montségur seguía en contacto con el mundo exterior.

De tarde en tarde se producían escaramuzas cuando el enemigo se acercaba demasiado al burgo o intentaba asaltar la fortaleza. Por la noche, los caballeros descendían de la montaña con sus hombres para causar el mayor número de destrozos en el bando enemigo y tender emboscadas en las que caerían las patrullas al día siguiente. Durante todo el verano hubo muertos y heridos en ambos bandos.

Llegó el otoño. El tiempo empeoró. De Roma llegó la noticia de que el conde Raimundo se había reunido con el emperador Federico y que en aquella ocasión había recuperado su marquesado de Provenza. Pero ello no suponía aún el fin de su viaje diplomático. La excomunión le seguía impidiendo regresar y recuperar el dominio de Tolosa. Era cuestión de ganarse al papa y, por consiguiente, el conde se propuso mediar entre el papa y el emperador, que estaban en guerra. Las negociaciones se hallaban en pleno apogeo. ¿Cumpliría el conde su palabra y enviaría un ejército de apoyo en Navidad, fuera o no comandado por él mismo? Los habitantes de Montségur se prepararon para el invierno.

Amaury descendía con sus hombres por la montaña a lo largo de una de las sendas. Acompañaban a un grupito de Bonnes Dames que querían pescar en un arroyo al sur de Montségur, contra las laderas del Pico de Saint-Barthélemy. Había mucha trucha, y el pescado podía salarse y secarse. Con eso aguantarían unas semanas más. En plena noche, las mujeres se pusieron en camino con sus arpones, redes y cestas. Los hombres iban fuertemente armados. En tales expediciones, Amaury se desprendía tan sólo de su cota de malla, que era demasiado pesada para el largo recorrido a pie. Silenciosamente avanzaron rodeando el campamento enemigo a una prudente distancia y antes de que saliera el sol desaparecieron en las montañas.

Wigbold los seguía de mala gana, diciendo con refunfuño que hubiera sido mejor ir de caza para conseguir carne.

Descendieron hacia un arroyo en el que podían ver saltar los peces. Sin embargo, antes de ponerse manos a la obra, las mujeres formaron un círculo en torno a la más anciana de ellas, que se arrodilló. Las demás también se hincaron de rodillas en la hierba mojada.

Rezaron sin parar una serie de padrenuestros que no parecía tener fin. Wigbold empezaba a impacientarse. La caminata nocturna había despertado su apetito.

—Ellas, rezan día y noche. Nosotros, vamos a comer, —dijo al oído de Amaury. Y añadió su sencilla máxima—: No comer: no luchar.

—Rezan quince veces, —dijo Amaury—, repartidas durante el día. Se levantan varias veces en plena noche. Muestra algo de respeto y espera a que hayan bendecido y partido el pan.

Las mujeres se pusieron en pie sólo después de que la más anciana hubiera rezado la oración por decimocuarta vez y las demás la hubieran repetido tres veces conjuntamente. La más anciana cogió un pan en una servilleta y lo cortó sin repartirlo aún. Después murmuró unas palabras, tras lo cual las mujeres volvieron a rezar el padrenuestro y se sentaron. A continuación, cortaron rebanadas de pan.

La más anciana las repartió en el mismo orden en que se habían sentado las mujeres mientras intercambiaban palabras en latín. Por último, ofreció a los soldados una rebanada de pan, que mantenía sobre la servilleta para no tocarla con las manos.

—Benedicite, —dijo Amaury inclinando la cabeza antes de aceptar el pan.

—Que Dios te bendiga, —contestó la Bonne Dame.

Cuando presentó la servilleta a Wigbold, éste negó con la cabeza, y sacó sus propios víveres.

—Nosotros, comida de verdad, —dijo con la boca llena de queso y tocino. La Bonne Dame se apartó asqueada.

Las mujeres no llevaban mucho tiempo pescando cuando uno de los centinelas dio la alarma. Amaury subió por la pendiente y se asomó cauteloso por encima del borde de la colina. A lo lejos se acercaban dos jinetes con un grupo de gente. Una patrulla enemiga, sin duda alguna. Wigbold se había colocado detrás de él. Se dejó caer boca abajo, se quitó el casco, cortó una rama de un arbusto con la que se tapó la coronilla y levantó un poco la cabeza por encima del borde de la colina. Su cara se iluminó.

—¡Mujeres!

El pequeño grupo se componía en efecto de dos soldados a caballo, que no eran caballeros, unos cuantos soldados de a pie y unas cuatro mujeres que por lo visto se ocupaban del avituallamiento y que habían viajado con la patrulla porque el campamento enemigo necesitaba variar el menú. Amaury se llevó el índice a los labios e hizo una señal a sus hombres.

—Poned a las Bonnes Dames a salvo, —ordenó.

Mientras dos soldados se ocupaban de ellas, él dirigió a sus hombres para preparar una emboscada.

—Esperaremos hasta que hayan pasado todos de largo. Que no escape nadie. —Con un rápido movimiento, se pasó la mano por la garganta y desenfundó su daga—. Todos, y ni un ruido.

—¡Las mujeres no! —protestó Wigbold.

—¡Todos, sargento!

Escondidos detrás de los matorrales dejaron que la patrulla se acercara hasta quedar encerrada. A la señal de Amaury, los arqueros se levantaron silenciosamente y tensaron sus arcos. El ruido de las cuerdas al destensarse y el zumbido de las flechas fueron tapados por el viento que soplaba entre los árboles debajo de los cuales se habían escondido. Los jinetes alcanzados acababan apenas de caer de sus monturas cuando los soldados de Amaury atacaron a los demás.

—¡Los caballos! —gritó el caballero mientras ensartaba con la espada a un peón.

En otras circunstancias habría salvado a los animales, pero ahora eran inútiles porque era imposible pasar silenciosamente con ellos por las líneas enemigas. Los arqueros hicieron su trabajo antes de que los caballos pudieran regresar sin jinetes al campamento. Las mujeres corrían de un lado a otro gritando y chillando e intentando salvar el pellejo, perseguidas por los hombres. Amaury agarró a una por un brazo. Estaba a punto de darle una puñalada cuando la más anciana de las Bonnes Dames se interpuso entre él y su víctima.

—Nadie tiene que morir porque nosotras queramos buscar comida, —exclamó.

—Demasiado tarde, —le gruñó Amaury.

Ya bastante tenía con contener a la mujer que lo atacaba furiosa con un arpón con el que a punto estuvo de aplastar el cráneo de la Bonne Dame. Apartó bruscamente a la mujer de negro y desenfundó la daga. La Bonne Dame lanzó un grito de horror y apartó la vista.

—Era o vos o ella, —le gruñó Amaury—. Me han encargado protegeros en este viaje porque vuestra comunidad necesita comida. A base de pan y legumbres secas no llegaréis a Navidad.

—Por lo menos podríais haber perdonado la vida a las mujeres y haberlas retenido hasta que estuviéramos a salvo.

Amaury negó con la cabeza.

—Mis hombres llevan meses sin acostarse con una mujer. Habrían tenido todo el día para violarlas una por una. ¿Hubieseis querido eso?

Echó un vistazo alrededor para ver cómo transcurría la lucha.

Los soldados enemigos habían muerto. Los caballos agonizaban en medio del camino. Dos de las mujeres aún intentaban huir.

—Entonces prohibidlo. Sois el que manda, ¿no? —dijo secamente la Bonne Dame.

—Mis hombres ante todo matan, y cuando llega el momento en que empiezan a pensar en otras necesidades que no sea la supervivencia, ya no los puedo controlar.

Las mujeres habrían tenido que morir de todas formas, pensó. No veía cómo habría podido salvarlas y al mismo tiempo devolver sanas y salvas a las Bonnes Dames a la fortaleza. Sus gritos de alarma habrían desatado el infierno. No podía correr ese riesgo. Además, aún podían tener problemas. El enemigo acabaría sospechando algo, al ver que el pescado que esperaban no llegaba. Dejó sola a la Bonne Dame y encargó a uno de sus hombres que diera el golpe de gracia a los heridos y liberara a los caballos de su sufrimiento.

¿Dónde estaba Wigbold? No veía al frisón por ninguna parte.

Los demás se hallaban presentes, ninguno de ellos estaba herido. Las Bonnes Dames fueron apareciendo tímidamente, dispuestas a reanudar sus actividades. La mayor las detuvo.

—Ya no pescaremos, —declaró—. No creo que queramos comer alimentos por los cuales han muerto estas personas.

—Pescarán hasta la tarde, —dijo Amaury—. Eso es lo que les ha pedido el obispo y lo que me ha ordenado el señor Pedro Roger. Lo que ha sucedido aquí no cambia nada en la necesidad de reunir alimentos. Abandonaremos este lugar antes de lo previsto. Tenemos que tomar más precauciones y seguiremos otra ruta.

La Bonne Dame le lanzó una mirada furiosa pero no obstante dio permiso a las demás mujeres para que pescaran. Amaury se dio la vuelta y ordenó a sus hombres que estuvieran al acecho. Él desenfundó la espada y fue en busca de su sargento.

Encontró a Wigbold detrás de una roca y unos matorrales. La mujer yacía en el suelo. Tenía una herida en la cabeza y estaba tan desconcertada que ni siquiera ofrecía resistencia. La había desvestido a medias, e intentaba quitarse su propia ropa de combate cuando fue descubierto por Amaury.

—¡Largo de aquí! Mi botín de guerra. ¡Tengo derecho! —gritó.

—¿Derecho? —preguntó Amaury. Empujó la punta de la espada contra la piel blanca de Wigbold y punzó lo suficiente como para que la sintiera—. Aquí sólo hay una cosa derecha.

Wigbold bajó la vista hacia su miembro erguido que empezaba a menguar.

—Coihon! —exclamó el frisón.

—En efecto, —dijo el caballero—. ¡Largo!

Wigbold se puso rojo de rabia. Agarró su cuchillo dispuesto a atacar, pero la afilada espada lo mantuvo a distancia. Enfurecido, hundió el arma en el corazón de la criatura aturdida que yacía entre sus piernas.

En plena noche, después de haber avanzado por terreno abrupto y de haber trepado la senda más impracticable que conducía a la cima de la montaña, Amaury se dejó caer exhausto sobre su catre en la barraca de los caballeros. No obstante, podía estar satisfecho. Había actuado correctamente. Pedro Roger de Mirepoix incluso lo había alabado cuando fue a informarle y se había alegrado mucho de que le trajeran carne de caballo. A pesar de ello, Amaury se sentía miserable. Sentado con la cabeza entre las rodillas y el rostro escondido entre las manos, se preguntaba en qué se había convertido.

Cuánto habría dado por unas palmadas de ánimo de Roberto, la mano de Beatriz acariciándolo tiernamente, aunque ella amara a su esposo, o las risas alegres de los tres chicos que había dejado en Poissy y que ahora ya eran hombres. Menos mal que no sabían que su padre asesinaba a mujeres inocentes.