MONTSÉGUR

Febrero de 1243

Un viento helado azotaba la ladera de la montaña y sacudía los mantos de los hombres que trepaban fatigosamente por el escarpado sendero. Los caballos y las mulas los seguían con dificultad cargando con el peso de trigo, harina y alubias. Ahora tenían el gélido viento del norte en la espalda, mas después de la siguiente curva en el sendero serpenteante volverían a tenerlo de frente y les cortaría la respiración. Amaury avanzaba helado de frío delante de su caballo. Como de costumbre, él formaba parte de la retaguardia, pues estaban siempre al mando los caballeros que componían el núcleo Lijo de la guarnición. Los pies se le habían quedado entumecidos. Era como si trepara sobre unos bloques de hielo. Pero la escalada era larga y cuando llegara arriba, ya habría entrado en calor debido al esfuerzo.

Después de cada curva se veía un poco más de las cimas nevadas tras las colinas en el sur, mientras que los árboles y animales de los valles circundantes se hacían más pequeños. Al final del sendero, en la colina al pie de la montaña, se extendían los campos de cultivo pelados. En primavera sembrarían centeno.

Todo hombre que visitara Montségur y que fuera apto para llevar armas era reclutado para el ejército de los castellanos. Y así pues, justo después de su llegada a la fortaleza, le fue asignada a Amaury la tarea de acompañar a las patrullas. Se patrullaba mucho en los alrededores de la montaña, pues los Buenos Cristianos, que bajaban de ella para predicar o visitar a los creyentes, necesitaban protección. Asimismo había que guiar a los peregrinos que acudían al burgo, y con regularidad se necesitaban correos. Además, de vez en cuando se emprendían expediciones secretas para limitar las desastrosas consecuencias de la Inquisición, para evitar un arresto o desanimar a un débil que estuviera a punto de confesar, o si era preciso arrebatárselo a los inquisidores. Por ello, Amaury no había tenido oportunidad de ver gran cosa del castillo en la montaña y de sus habitantes. Había viajado casi constantemente.

Y además estaba el aprovisionamiento. Con la guarnición y el número variable de habitantes, la fortaleza tenía entre ciento cincuenta y doscientos moradores. Encima había un número más de dos veces mayor de Buenos Cristianos que se instalaban progresivamente en las chozas construidas en forma aterrazada en el lado norte del burgo. Para alimentar a tantas bocas era imprescindible contar con un suministro regular de víveres, aunque los Buenos Cristianos ayunaban mucho.

Diez años antes, el obispo de la Iglesia de Dios había decidido establecer su sede en Montségur, para dirigir desde allí su Iglesia. A fin de ofrecerles a él y a sus Bons Hommes y Bonnes Dames la protección necesaria, el castellano, Ramón de Péreille, había hecho venir a la fortaleza a Pedro Roger de Mirepoix, un noble con una hoja de servicios impresionante. El castellano había ofrecido al guerrero, que era viudo, la mano de su hija y la mitad de sus derechos. A cambio, Pedro Roger de Mirepoix asumiría el mando militar de la fortaleza, pues Ramón de Péreille no era un guerrero. A partir de aquel momento, Mirepoix se encargó de tomar todas las decisiones. A menudo salía personalmente para asegurarse de que los campesinos de los pueblos cercanos le entregaran suficiente comida y estuvieran dispuestos a vender lo necesario a los Buenos Cristianos, que siempre bajaban con él de la montaña para aprovisionarse.

También en aquella ocasión los acompañaban dos Bons Hommes para convencer a los pueblerinos de que les dieran sus productos.

Debido al continuo ruido de armas entre Tolosa y Foix, los campesinos se habían vuelto reservados. A fin de cuentas, en tiempo de guerra también ellos necesitaban reservas. Además, sentían cada vez más miedo de los franceses, que volvían a tomar las riendas. Algunos afirmaban no tener nada o se negaban directamente a seguir aprovisionando al burgo, en el que de todos era sabido pululaban los faidits y los herejes. Por ello, a menudo Amaury y los demás caballeros se veían obligados a recurrir a la violencia para conseguir los víveres que necesitaban. Afortunadamente, también había campesinos leales que seguían trayendo sus mercancías a Montségur.

Pedro Roger de Mirepoix se presentó como de costumbre para inspeccionar personalmente las provisiones. Había visto venir el convoy desde lejos y abandonó la torre tan pronto como los hombres hubieron cruzado la muralla de defensa, que protegía el acceso a la fortaleza en el lado sudoeste. Habló brevemente con el jefe de la escolta y con los dos Bons Hommes, asintió aprobatoriamente y regresó apresurado a la torre. Amaury se apeó del caballo y lo llevó a la artesa. Pese al frío sentía calor después de la escalada. Con una mano cogió agua y se mojó la cara y el cuello para refrescarse. Después de haber entregado su caballo a los mozos de cuadra, cuando se disponía a regresar al cuartel, vio aparecer una figura inconfundible.

Debajo de la puerta del revellín, el baluarte que protegía las chozas de los Buenos Cristianos construidas en el exterior de las murallas del burgo en el lado este, vio al frisón que jadeaba con la cabeza roja debido al esfuerzo de la escalada. De debajo de su gorro de cuero sobresalían los pocos mechones grises que le quedaban en su cabeza calva. Por lo visto había llegado arriba trepando por el sendero empinado del otro lado de la montaña. Amaury alzó la mano para atraer su atención.

—¡Ranquilhós!

Una amplia sonrisa arrugó el rostro de Wigbold. Amaury salió a su encuentro y lo agarró con ambas manos para saludarlo efusivamente, contento de encontrarse con un conocido.

—¿Tú, llevas aquí cuánto tiempo? —preguntó el frisón.

—Unos dos meses. ¿De dónde vienes?

—Yo qué sé. D’Alfaro y yo, en todos sitios. Los soldados del conde Raimundo atrapan a hombres en Avignonet. Los tres ahorcados. Luego también en Tolosa uno a la horca. Y uno en la prisión. Después de tres meses él está libre, él, le ponen estigma con hierro candente. ¡Aquí! —Wigbold se llevó el dedo a la frente—. D’Alfaro dice: yo, tengo que huir. A Lombardía. Pero ¿qué hago yo con los Bons Hommes en Plasencia, en Pavía, en Cremona? Yo, no conozco ese país. Yo, no hablo su lengua. —Alzó los brazos con gesto de impotencia.

En efecto, ¿qué se le había perdido a él en Lombardía? Tras treinta años en Occitania, ni siquiera hablaba bien la lengua del país, pensó Amaury.

—Cuando llegaste aquí tampoco hablabas nuestra lengua, —observó.

—Yo, vengo con amigos de Frisia, entonces, —declaró el otro—. Yo, estoy solo, ahora.

Esa era en efecto una gran diferencia.

—¿Así que tienes previsto quedarte aquí?

Wigbold asintió.

—En tal caso te nombro mi sargento personal. Así evitaremos preguntas y así tendrás enseguida un lugar fijo.

Amaury se lo llevó al cuartel de los sargentos y mercenarios, una barraca de madera construida en el patio frente a la muralla del castillo. Indicó al frisón un lugar donde podía dejar su petate. Después se lo llevó para mostrarle el castillo y sus alrededores.

—¿Por qué tomaste la cruz? —quiso saber Amaury.

Wigbold miró alrededor, como si aún fuera peligroso hablar de ello. Se inclinó hacia adelante y susurró:

—Yo, robo vino del monasterio. ¡Los frailes saben lo que es buen vino! —Sonrió y se relamió los labios—. Yo, no soy listo, los frailes me pillan. El padre abad amenaza ir al juez. El castigo por robo es cortar la mano.

Wigbold agitó ambas manos en el aire y prosiguió:

—La Cruzada me salva la mano. Pero el trabajito de Avignonet me cuesta la cabeza. —Con un gesto rápido se pasó el dedo por la garganta—. ¡Zzzzzt!

—Puede que estés en lo cierto.

—Los sacerdotes católicos amenazan con el infierno. Los Bons Hommes no castigan, —dijo Wigbold.

Evidentemente ése era el motivo por el que tanto apreciaba su nueva patria y la nueva fe que se profesaba en ella. Rodeó amistosamente los hombros de Amaury con el brazo y dijo en tono conspirador:

—Nosotros, vamos a Lombardía, juntos, ¿qué?

Ni siquiera fue necesario que Amaury se opusiera al último plan de Wigbold, pues a los pocos días se vio truncado por la noticia de que se habían detectado movimientos de tropas en los alrededores de Montségur. Poco después, la fortaleza fue atacada. Pedro Roger de Mirepoix estaba bien preparado. Justo después del atentado de Avignonet, hacía ya casi un año, había preparado la fortaleza para un posible asedio. Movilizó a todos los hombres presentes y reclutó más soldados de los pueblos cercanos. Como en los viejos tiempos, Amaury y el frisón lucharon juntos hasta que consiguieron detener el ataque.